LIBRO SEXTO: La verdad sospechosa
I. La puerta del Purgatorio
No tengo para qué analizar la anterior escena. ¡Tristísimos sucesos van a servirle ahora mismo de comentario!
Pasó aquella semana sin ningún accidente digno de mención. Los primeros días me preocupó algo el recuerdo de mi altercado con Gregoria; pero después, descansando en mis benévolas intenciones y en la seguridad del cariño de Diego; lisonjeadas mis esperanzas por la ternura paternal que seguía mostrándome don Jaime, y embelesados mi corazón y mi espíritu con la dulce idea de Gabriela y con la expectativa de nuestro próximo casamiento, me desimpresioné de aquella pueril complicación, muy confiado en que no tendría ulteriores consecuencias.
Con esto, y con los muchos y muy agradables quehaceres a que estaba entregado a todas horas, descuidé excesivamente al amargo matrimonio que tantos disgustos iba causándome, y llegó y pasó el otro domingo sin que se me ocurriese enviar a preguntar si había regresado Diego, o más bien dando por supuesto que no había regresado todavía cuando ni me avisaba ni iba a verme.
Las agradables ocupaciones de que he hecho mérito eran todas muy del gusto de don Jaime, pues que le demostraban el rumbo grave y formal que había yo dado a mi antes borrascosa vida. Acababa de vacar el distrito (muy próximo a Madrid) en que radicaban mis mejores bienes, y, con tal motivo, mi administrador y el padre de Gabriela me decidieron a presentarme candidato a la diputación a Cortes. Apoyábame el Gobierno, tan pagado de los servicios diplomáticos que acababa de prestarle en Inglaterra, como deseoso de honrar más y más en mi persona la rehabilitada memoria de mi padre, cuya heroica muerte (según que Gutiérrez y yo la habíamos descrito) seguía siendo muy celebrada en la prensa y en la tribuna; y, por resultas de todo esto, mi casa estaba llena a todas horas de electores influyentes, de personajes políticos que deseaban afiliarme en su bando, de periodistas que ansiaban escribir mi biografía, de poetas que me dedicaban odas, de pretendientes que me pedían destinos y de antiguos camaradas que me pedían dinero.
Veíame, además, invitado a banquetes y saraos por personas de verdadera importancia, que en otro tiempo habían rehuido mi sociedad (damas virtuosas de la nobleza, generales que habían conocido a mi padre, ministros, embajadores, etc.); invitaciones a que yo no dejaba de acudir, para que cada vez fueran más notorias mi reconciliación con la sociedad y mi buena conducta. Agregue usted, por último, los preparativos que hacía yo en mi casa a fin de recibir dignamente a Gabriela (pues ya sólo faltaban dos semanas para nuestro casamiento), y comprenderá que aún dejase pasar días y días, diciéndome a cada instante: «¿Qué será de Diego?»; preguntando a mis criados, siempre que volvía a casa, si mi amigo había estado allí, extrañando que no hubiera parecido ni mandádome recado; no allanándome de modo alguno a creer que estaba en Madrid y que no iba a verme porque Gregoria hubiese logrado indisponerlo conmigo; queriendo persuadirme de que seguía ausente; formando continuos propósitos de mandar a averiguar lo cierto, de escribirle, de llamarlo, de acecharlo en la calle…, y no haciendo, sin embargo, ninguna de estas cosas. ¡Dijérase que una pereza, hija tal vez de la perplejidad, o una perplejidad que tenía mucho de presentimiento, me hacía diferir la explicación de aquel enigma!
Ahora, lo que en modo alguno se me ocurría, ni podía ocurrírseme, era ir a llamar yo mismo a casa de Diego sin antes saber que había regresado y estaba dentro de ella. ¡Me espantaba la idea de volver a encontrarme a solas con Gregoria!
Vime en esto obligado a ir por tres días al que ya denominaba mi distrito, y dos horas antes de la marcha, esto es, a las siete de la noche, me resolví al fin a mandar a mi administrador a casa de Diego con una carta, que decía de esta manera:
«A Diego, o a Gregoria:
»Diego: si estás en Madrid, ven inmediatamente.
»Si no puedes por estar malo, dímelo, y, aunque sin tiempo para nada, iré yo a verte un momento, pues me marcho ahora mismo a mi distrito (!!!), donde permaneceré dos o tres días.
»Gregoria: si no está Diego en Madrid, dígame usted por qué no ha vuelto, qué le pasa, cuándo viene…; ¡en fin, algo que calme mi inquietud!
»Muy ocupado, pero siempre vuestro,
FABIÁN.»
De vuelta el administrador, me dijo:
—Después de llamar muchas veces en casa de su amigo de usted, sin que me respondiesen, abrió al fin la criada el ventanillo y me preguntó: «¿Quién es usted?» «Vengo —le respondí— de parte del señor conde de la Umbría con una carta para don Diego Diego o para su señora, caso de que don Diego no esté en Madrid.» Retiróse la criada sin contestar, y volvió al cabo de un largo rato. «Los señores —me dijo— están durmiendo, y no puedo pasarles carta ni recado alguno.» «Pero ¿están buenos?» —interrogué—. «¡No sé!» —contestó la fámula desabridamente cerrando el ventanillo. Y aquí me tiene usted con la carta…, que no me he atrevido a echar por debajo de la puerta.
Esta relación me llenó al pronto de dolor y espanto, como si mi leal corazón presintiera de un modo informe todo lo que hoy me pasa…«¡Perdí a Diego para siempre! —me dije—: Gregoria ha triunfado.» Pero mi espíritu se sublevó todavía contra la idea de que Diego pudiese dejar de quererme de la noche a la mañana, por mucho que la pérfida Gregoria le predicase en mi daño, y considerando gratuito aquel mi primer recelo, me fijé en este otro, relativamente consolador:
«—Diego está ofendido de que yo no haya ido a verle o a preguntar por él desde que se cumplió el famoso plazo de los dos domingos… Gregoria, por su parte, se habrá complacido en agravar mi conducta, diciéndole que soy ingrato; que los desprecio a él y a ella desde que me veo feliz y agasajado por el mundo, y que ellos deben pagarme el desdén con el desdén. ¡Quién sabe si hasta le habrá dicho todo lo que ocurrió la otra tarde!… Pero, no… De esto no le conviene hablar… ¡Ah! ¡Pobre Diego! ¡Yo lo desenojaré a mi vuelta! ¡Todos sus enfados provienen de hipocondria y de exceso de cariño!… Su mismo proceder de esta noche se explica por la rudeza de su carácter y de su educación, y sobre todo por la costumbre que tiene de tratarme como a un niño de ocho años.»
Pensé entonces dejarle escrita una carta de broma, aunque llena de ternura, que lo amansase hasta mi vuelta; pero me hallaba rodeado de electores; faltaban pocos instantes para la salida del tren, y, mal de mi grado, tuve que partir sin escribirle…
—¡Yo regresaré, mi señora doña Gregoria! —exclamé, al encaminarme a la estación—. ¡Yo regresaré, y mediremos nuestras fuerzas!… ¡Veremos si es tan fácil como usted se imagina privarme del afecto y la confianza de mi único amigo, de mi defensor de siempre, de mi fiador para con Gabriela, y precisamente en las vísperas de mis bodas!
A pesar de tales reflexiones y propósitos, y de lo muy abrumado que, durante los tres días que duró mi ausencia, me vi de recepciones en triunfo, visitas, memoriales, comilonas, serenatas, juntas, exámenes, Te Deum, inauguraciones y demás incumbencias propias de un candidato ministerial que recorre por primera vez los pueblos de su distrito, no logré desechar la inquietud secreta con que emprendí aquel viaje: antes bien fue creciendo hasta ser mi única preocupación e inspirarme al cabo la más viva impaciencia por regresar a Madrid, por hablar con Diego, por atajar los estragos que Gregoria estaría haciendo en nuestra amistad.
Tan luego, pues, como regresé a la corte (o sea en la noche de ayer), sin darme un momento de reposo después de dos días de no dormir ni descansar, y sin detenerme siquiera en mi casa a cambiar de traje, me encaminé a la de mi amigo, con el alma llena de lealtad y de ternura, y decidido a jugar el todo por el todo.
—¿Está don Diego Diego? —pregunté abajo, en la portería.
—Sí, señor —me dijeron—. Acaba de entrar.
Serían las ocho de la noche.
Subí la escalera aceleradamente, y pronto me vi delante de aquella fatídica puerta por donde había entrado ya tres veces rebosando cariño y confianza, y por la cual había salido las tres con el espíritu angustiado. ¡Y, sin embargo, aquélla era la única puerta a que había llamado yo en Madrid con nobles y honestas intenciones! ¡Allí vivía el único matrimonio que para mí había sido inviolable y sagrado; el único hombre a quien por nada del mundo hubiera yo engañado ni ofendido; la única mujer que no lo era para mis ojos, y a la cual habría respetado como a mi propia madre, aunque la Naturaleza le otorgase la hermosura de Venus y todos los encantos de Armida!
Afligíme al pensar en aquella injusticia de mi suerte, y, refrenando a duras penas las lágrimas, procuré sosegarme y llamé.
De igual manera que cuando mi administrador fue con la carta, tardaron mucho en acudir a ver quién había llamado; pero, entretanto, oí pasos que iban y venían, algún cuchicheo, ruido de puertas que se abrían o se cerraban, y la voz de Diego, que de vez en cuando lanzaba una especie de sofocado rugido.
«—¡Déjame!» «¡Basta!» «¡Que me dejes!» —fueron las palabras suyas que logré percibir.
—El león tiene la cuartana… —pensé yo, con más lástima que susto—. ¡Pobre Diego! Esa mujer le va a abreviar la vida…
Abrieron en esto el ventanillo, y, al través de su celada de metal, vi relucir como dos ascuas…
—¡Soy yo!… —pronuncié, creyendo reconocer los ojos de Diego.
El ventanillo se volvió a cerrar.
Sonaron nuevos pasos, puertas y cuchicheos, y al cabo distinguí la voz de Gregoria que murmuraba sordamente:
—¡Francisca…, no abras! Di que nos hemos acostado…
—¡Ah, pérfida! —murmuré para mí.
Y, tirando otra vez de la campanilla, exclamé a todo trance y en voz muy alta:
—¡Diego!, ¡abre! Ya sé que estáis levantados… Os estoy oyendo… Soy yo… ¡Fabián Conde!
No había acabado de pronunciar estas palabras cuando la puerta se abrió de pronto, y Diego apareció delante de mí con el sombrero puesto y embozado en la capa.
A nadie más se veía en el recibimiento.
—No escandalices la vecindad… —dijo severamente y sin mirarme—. ¿A qué vienen esos gritos? ¡Ya sabemos que eres Fabián Conde!… ¿Quién sino él se atrevería a llamar así a la puerta de mi casa? Vamos, vamos a la calle…
Y, hablando de este modo, cerró tras sí la puerta y echó a andar por la escalera abajo.
Sufrí con paciencia aquellos insultos, y hasta me alegré del giro que tomaba el negocio. Diego y yo podíamos entendernos mejor en la calle, a solas, que en su casa, delante de su mujer. Y, por lo demás, ¡estaba yo tan seguro de desenojarlo! ¡Lo había visto tantas veces pedirme perdón y abrazarme llorando después de furores y de injusticias por aquel estilo! ¡Tenía tal fe mi cariño en el suyo!
Lo seguí, pues, sin hablar palabra, hasta que, llegados a la calle, le dije:
—Si te parece, iremos a mi casa. Está lloviendo…
—¡Tú no tienes casa, ni la tendrás nunca! —me respondió atrozmente—. Iremos a aquel café, con honores de taberna, donde solíamos codearnos en otro tiempo con los ladrones y los asesinos.