VIII. La fuente del bien
Como loco estuve, en efecto, muchos días. Mi primer movimiento fue huir, sin pararme a examinar la extensión del daño que había hecho, pareciéndome en ello al asesino y al incendiario, y a todo el que comete un delito horrendo, indisculpable, para el cual no cree posible hallar perdón ni en su conciencia ni en la ajena… Huí, digo, sin atreverme a averiguar si Gabriela había muerto aquella noche, si se había marchado de la casa, si con sus declaraciones o con su silencio consumó la perdición de Matilde a los ojos del general, ni si éste pensaba o no pedirme razón de sus agravios…
Pero no imagine usted que mi fuga fue material; no crea usted que huí de Madrid… De donde huí verdaderamente fue de la virtud, del deber, de mí mismo, de mi propia memoria… Lo que hice fue desesperar del bien para siempre y arrojarme en brazos del mal; buscar refugio y compañía en los vicios, únicos amigos que no me desdeñarían ya en el mundo; intimar con los jóvenes más escandalosos que imperaban entonces en ciertos salones, en los dorados garitos y en los lupanares públicos o privados; dejarme llevar del huracán de la disipación y de las corrientes de la moda; no perdonar baile, festín, aventura galante, bastidores de teatro, ocasión de desafío, mesa de juego, ni desenfrenada orgía; y todo ello… con tal de no quedarme nunca solo, con tal de no pensar en Gabriela, con tal de no tener noticias suyas, o más bien dicho, con tal de no tenerlas de mí propio… ¡Horrorizábame la idea de entrar en cuentas con mi alma!
Pronto, sin embargo, oí decir a personas indiferentes que Gabriela había regresado a Aragón.
El mismo día que supe esto fue también el primero que me encontré a Matilde en la calle… Iba en carretela descubierta, al lado de su infortunado esposo, el anciano y digno caudillo, que la miraba en aquel instante con adoración y arrobamiento. Él no me conocía… ¡Ella me miró imperturbable y descuidada, como si tampoco me conociera! Digo más: la graciosa sonrisa que en aquel instante dirigía a su marido no se heló en sus labios, ¡y sonriéndole pasó y desapareció, más espléndidamente ataviada que nunca, más hermosa, más cínica, más desvergonzada!
Yo sentí un profundo dolor y luego un extraordinario bienestar…
Era que Matilde acababa de morirse en mi corazón.
A la noche oí contar en el Casino que la Generala*** tenía un nuevo amante; ¡y hasta hubo quien dijo que me había reemplazado con dos!…
Alegréme intensamente. ¡Aquello equivalía a echar paletadas de tierra sobre un cadáver cuya pestilencia hubiera podido inficionar el resto de mi vida!
Borróse, pues, poco a poco hasta el recuerdo de Matilde en mi atormentado corazón…, el cual ya no sintió hacia ella ni amor, ni odio, ni tan siquiera desprecio… ¡Érame, y me es hoy su persona, indiferente de todo punto; y puedo compararla a los cabellos que fueron nuestros, que luego nos dejamos cortar, y que gentes extrañas pisotean enseguida a nuestra presencia en el sucio salón de la peluquería!
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—¡Es usted muy inhumano con sus cómplices! —exclamó el padre de almas, sonriéndose al oír aquel implacable símil.
—¡Tiene usted razón! —contestó Fabián, cerrando los ojos como para contemplar mejor los tiempos pasados…
Y después dijo:
—No he vuelto a ver a Matilde. Pocos meses después falleció el anciano general, y ella se marchó a Italia, donde parece que ha vuelto a casarse…
—¡Dios tenga misericordia de sus culpas! —murmuró el jesuita.
—¡Yo la perdono…, pero con la condición de no volver a verla nunca! —respondió lúgubremente Fabián.
Y, pasado un rato, continuó de este modo:
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—A los dos o tres meses de llevar aquella espantosa vida apoderóse de mi alma no sé qué invencible cansancio, hasta que un día quedéme atrás en la vertiginosa carrera del desorden y del escándalo, y halléme solo, desvalido y miserable, como soldado rezagado que ve desaparecer a sus camaradas y no tarda en caer en manos del enemigo. Mi enemigo era yo propio, según acabo de decir, y en tan funesta compañía torné al fin a mi desierta casa, sin esperanza alguna de ser dichoso…
Para colmo de infortunio, pronto observé que, por más que había revuelto y enturbiado mi vida, por más que había pisoteado y encenagado mi corazón, no había conseguido cegar en mi alma la fuente del bien, manantial inagotable de remordimientos. Por el contrario, tan luego como empezó a serenarse el fangoso mar de mis pasiones, vi dibujarse en su fondo la luminosa figura de Gabriela… ¡Allí estaba, fija, inmóvil, indestructible, cual mi propia conciencia, pero no echándome en cara, como ésta, mi infame conducta; no despreciándome ni escarneciéndome, sino triste y afable a un tiempo mismo, mirándome con lástima y sonriendo dulcemente en medio de su lloro, como para animarme a intentar una reconciliación con el cielo!
Aquella visión, que principió por causarme espanto, me fue inspirando poco a poco, primero una tímida confianza, y luego una fe ciega en la inagotable bondad y acendrado cariño de mi adorada. «¡Nunca podrá Gabriela —díjome todo mi ser— olvidar lo que sintió por mí la tarde en que se desposaron nuestras almas junto a la reja de los jazmines; ni su angelical misericordia me negará un generoso perdón cuando vea todo lo que padezco!»
No bien alimenté esta esperanza, mi pasión por Gabriela recobró su antiguo aliento y regeneró totalmente mi espíritu. Parecióme que resucitaba a una nueva vida. Desconocí y reprobé mis excesos y locuras de aquellos últimos meses, como si no fuesen actos míos (sin considerar que el mundo, a quien había escandalizado, los reputaría siempre tales), y principié a buscar a mi adorada con el mismo afán que había puesto poco antes en huir hasta de su recuerdo… ¡Así soy, padre mío; quiero decir, así era antes de consumarse mi desventura!
Lo primero que averigüé fue que Gabriela partió, en efecto, de casa del general al otro día de la terrible escena del gabinete. Di, pues, por cierto que había regresado a Aragón, a casa de sus padres, y me encaminé al pueblo en que éstos vivían.
Allí supe (no por ellos, a quienes no me atreví a presentarme, sino por el administrador de Correos) que la joven no había llegado a salir de Madrid, adonde sus padres le escribían con este sobre:
«Señora Abadesa del convento de***, para entregar a Gabriela de la Guardia. Madrid»
Torné a la corte; fui al mencionado convento, y obtuve que la abadesa se dignase a oírme.
A las primeras palabras que le dije con relación a Gabriela, preguntóme vivamente, y como si hiciese ya mucho tiempo que me esperaba:
—¿Es usted Fabián Conde?
—Sí, señora… —le respondí maravillado.
—Pues vaya usted al torno, y allí le pasarán una carta que tengo para usted hace tres meses. No se canse usted, por lo demás, en volver aquí ni en pedirme nuevas audiencias… Yo no puedo oír hablar, ni hablar por mi parte, del asunto a que dicha carta se refiere, ni menos permitiré jamás que usted se comunique de manera alguna con la persona por quien acaba de preguntarme.
Y, dicho esto, me saludó fríamente y bajó la persiana del locutorio.
Imagínese usted el afán con que volé en busca de aquella carta, que sólo podía ser de Gabriela…
De ella era, efectivamente, y en el bolsillo la traigo, con otras que leeré a usted dentro de poco…
Hela aquí:
«Fabián: sé que, tarde o temprano, vendrás a buscarme, no ciertamente por lo que yo soy, pobre criatura mortal llena de imperfecciones y miserias, sino por lo que Dios Nuestro Señor ha querido que mi humilde persona represente y signifique en tu desgraciada vida.
»Lo que no sé a punto fijo es cuándo y cómo vendrás. Podrás venir inmediatamente, impulsado por tu egoísmo, que a ti te parecerá amor y compasión. Podrás venir más adelante, impulsado por mejores sentimientos, esto es, por devoción al bien, creyendo, en tu locura, que yo soy el bien mismo… Podrás, en fin, venir muy tardíamente, cuando, próximo a la tumba, te veas ya desechado por el mal, como un instrumento inútil, en vez de haberlo desechado tú a él en tiempo hábil…
»Ello es que vendrás sin duda alguna, ora creyendo que me debes algo, que yo te necesito y que puedes darme una felicidad que no tienes, ora imaginando que yo puedo darte esa felicidad, perdonarte, absolverte, redimirte…; cosas todas que no cabe obtener sino de Dios, directamente y por los propios merecimientos.
»Como quiera que sea, te escribo esta carta al día siguiente de nuestra última entrevista y el primero que paso aquí a solas con mi Eterno Padre, para que no dejes de encontrar, al buscarme, el único bien que puedo darte ya en el mundo, que es un buen consejo.
»Fabián: no me juzgo ofendida por ti, ni te guardo rencor alguno. El ofendido es Dios, y el rencor te lo guardarás tú a ti mismo. Yo no he deseado más que tu bien, que hubiera sido el mío, y, al repudiarme como lo has hecho, tú eres el que resultas perjudicado. Quise guiarte por los senderos de la virtud, cuyos abrojos se convierten en blandas flores cuando no vacilamos en entregar nuestra carne a sus aparentes asperezas, y has preferido volver a los caminos del pecado, cuyas mentidas flores son el disfraz de punzantes espinas… Te compadezco, pues, con toda mi alma.
»Pero dirás tú, y hasta creerás, que te arrepientes, y que por eso me buscas, para que yo te reconcilie con el bien, o creyendo, repito, que el bien y yo somos una sola cosa… ¡Fabián! El bien no se busca meramente con el deseo: se busca con méritos y penitencia. No basta querer ser bueno: es menester serlo. No me busques, por tanto, tú mismo: haz que me busquen tus obras. Verás entonces cómo me hallas, aunque no me encuentres. Verás cómo me tienes, aunque no me veas. Verás cómo estoy dondequiera que tú estés. Verás cómo no me echas de menos, aunque yo desaparezca de este mundo. Verás cómo no necesitas de medianeros para obtener la paz, la dicha, la bendición de Dios. Porque Dios es el bien, y no yo, como sacrílegamente imaginarás algún día; y Dios solamente podrá hacerte feliz, cuando lo merezcas, sin necesidad de mi cooperación.
»Si yo creyera lo contrario, si yo creyera que permaneciendo cerca de ti, alentándote en tu camino, y hasta premiándoteanticipadamente, pudiera contribuir al mejoramiento de tu alma, créeme, Fabián, en lugar de haberme encerrado en esta celda, me habría ido a tu casa, sin dolor ni resentimiento alguno por lo acontecido ayer tarde, y feliz, cuanto puede serlo una criatura humana, al verte en camino de salvación. Pero eso hubiera sido curarte en falso, sin extirpar las raíces del mal, cuando es indispensable que tú te cures solo; que andes sin compañía la gloriosa calle de la Amargura; que pruebes tus fuerzas contra Lucifer y lo venzas en singular combate, y que no te propongas otro premio de tu victoria que la victoria misma. Al que no le basta merecer el bien para ser feliz, no le pueden hacer dichoso todos los bienes del cielo y de la tierra.
»Adiós, Fabián. Nada temas por Matilde… Antes de dejarla he hablado con el general y echado sobre mí todo lo que hubiera podido comprometerla, afligir al venerable anciano y ser un peligro para ti. Así es que (¡Dios me perdone la mentira!), en concepto de mi tío, yo he sido tu prometida desde que llegué de Aragón hasta que ayer tarde rompí voluntariamente mi compromiso, prefiriendo el claustro al matrimonio. No desmientas nunca esta explicación, que deja en salvo a Matilde.
»Concluyo aconsejándote que no te afanes en procurar verme, ni en hacer llegar a mi poder cartas tuyas. Conoces mi constancia aragonesa. Todo lo que intentes con semejantes propósitos será inútil. ¡Yo no volveré a verte ni a hablarte ni a leer una palabra escrita de tu mano, sino en el caso de que llegues a merecerlo, no a tu juicio, sino al mío; no porque tú me lo digas, sino porque lo cuente la fama! Es el único voto que he pronunciado al pisar estos umbrales, y pienso cumplirlo religiosamente. Por lo demás, ten entendido que, aunque encerrada aquí, conoceré todas tus acciones y sabré día por día cuanto hagas, cuanto digas, cuanto pienses.
»Hasta la vista, en este mundo o en el otro,
»GABRIELA.»