LIBRO OCTAVO: Los padrinos de Fabián

I. Donde el jesuita divaga y se contradice

—Muy buenos días, señor Fernández —profirió el discípulo de Loyola, sin sacar las manos de debajo del manteo—. ¿Qué tal se ha pasado la noche?

—¡Usted aquí —exclamó Fabián, creyendo que soñaba—. ¿Qué hora es?… ¿Y Lázaro? ¡Ah, se ha llevado todas mis cartas! ¡Consumóse mi sacrificio!… ¡Adiós, Gabriela mía!… ¡Adiós para siempre!

El padre Manrique aguardó a que el joven se calmara, y luego le dijo con fingida indiferencia:

—¿Pregunta usted por Lázaro? Precisamente salía de acá en el instante que yo iba a llamar a la puerta… ¡Por cierto que nos reconocimos en el acto, a pesar de no habernos visto nunca!… «¿Es usted el padre Manrique?» —me preguntó al encontrarse conmigo—. «¿Es usted Lázaro?» —le preguntaba yo al mismo tiempo—. Y nos pusimos a hablar como dos amigos de toda la vida… ¡Apreciable sujeto!

—¡Un santo, padre Manrique…, un santo! ¡Cómo lo envidio! ¡Él tiene todo el valor que a mí me falta!

—¿No se lo decía yo a usted? Y, a propósito: también conozco ya al hermano de Lázaro…, o sea al famoso marqués de Pinos y de la Algara… Cuando yo subía la escalera acompañado de nuestro Lázaro a secas (que había retrocedido para conducirme en busca de usted), tropezamos de manos a boca con el joven chileno, el cual me reconoció también inmediatamente. ¡Por lo visto, usted había pasado la noche buscándome amigos!… ¡Y qué amigos tan buenos!… Lázaro y el marqués se abrazaron cariñosamente al encontrarse, y acto continuo me dijeron ambos con igual ufanía: «¡Aquí tiene usted a mi hermano!…», lo cual me bastó para comprender (después de lo que usted me había contado) que aquellos jóvenes eran dos ángeles fuertes, vencedores de algún demonio que los había tenido separados mucho tiempo.

—¡Vencedores del demonio de la calumnia!, ¡vencedores de otra Gregoria! —prorrumpió Fabián—. ¡Lázaro había sido calumniado como yo!

—¡Lo mismísimo que me había figurado! Pero hablemos de usted…; pues ya me contará Lázaro su propia historia, y si no, me la referirá su hermano, que no tardará en subir en nuestra busca… Conque vamos a ver, mi querido Fabián: ¿cómo está ese espíritu? Yo no he podido dormir en toda la noche pensando en usted; y, no bien Dios echó sus luces, me dije: «Busquemos a nuestro pobre navegante…, y busquemos de camino a Lázaro…; pues indudablemente estarán juntos…» Y ¿querrá usted creerlo?, no bien llegué a este barrio, en que me dijo usted vivía su amigo, todo el mundo me dio razón de su casa… ¡Ah! ¡Cómo lo aman las gentes!… Y es que, a pesar de su reserva para ejercer la caridad, no hay quien ignore que gasta sus rentas en limosnas. «¡Es un santo!», me han dicho, como usted, cuantas personas se han enterado de que venía a esta casa.

Según costumbre, el padre Manrique estaba fingiendo que divagaba en su discurso; pero, en realidad, no perdía de vista su objeto. Era éste en aquel instante consolar y fortalecer a Fabián, y, la verdad sea dicha, lo consiguió mejor celebrando las virtudes de Lázaro que lo hubiera logrado por medio de exhortaciones directas.

Comprendiólo al cabo nuestro joven, y exclamó afectuosísimamente:

—¡No me abandone usted nunca, padre mío! ¡Tiene usted el don de endulzar mi alma! Ya sabrá usted que Lázaro ha ido a conferenciar con Diego…

—Tanto lo sé…, que he leído la hermosa carta que le escribe usted a su infeliz adversario…

—Pues entonces sabrá usted también que he escrito a don Jaime y a Gabriela… ¡A Gabriela…, padre mío!… ¡Renunciando a su amor! ¡Renunciando a su mano!…

—Lo sé todo…; lo sé todo…; y de todo, lo más grande y plausible que, a mi juicio, ha hecho usted, ha sido no aprovecharse de la muerte de Gutiérrez para eludir el más tremendo golpe con que le amenazaba Diego. ¡La espontánea declaración que usted ha escrito y firmado acusándose de falsedad y estafa, va a anonadar al marido de Gregoria! ¡Así se lucha contra el mundo! ¡Así se conquista el cielo! Ahora sólo falta que formalice usted sacramentalmente su confesión de ayer tarde, a fin de que yo pueda absolverle… Pero tiempo tendremos después para todo…

Por aquí iba la conversación cuando llamaron a la puerta del gabinete de cristales…

Eran el administrador y el notario, precedidos de Juan de Moncada.

Aquéllos le traían a Fabián la escritura de cesión de sus bienes paternos, el acta de renuncia del condado de la Umbría y los demás documentos que les había encargado.

Firmólos todos sin vacilar, y, cogiendo entonces la copia de la escritura de cesión, se la entregó al padre Manrique, diciéndole:

—Había mandado que le llevasen a usted esta especie de testamento, a fin de que se encargase de cumplirlo…; pero ya que está usted aquí, tengo a suma honra entregárselo con mi propia mano…

—¡Una limosna de diez millones de reales! —observó con énfasis el administrador—. ¡No se quejarán los niños expósitos!

—Diez millones de reales… —respondió fríamente el padre Manrique, guardándose el papel debajo de la sotana— representan un puñado de polvo de este planeta que Dios sacó de la nada y que puede reducir otra vez a la nada con idéntica facilidad.

El que así decía acababa de celebrar como exorbitantes las limosnas de Lázaro… Comprendió Fabián Conde la sublime delicadeza de esta aparente contradicción, y contestó inmediatamente:

—No envuelve mérito alguno, con respecto a mí, lo que acabo de ejecutar. ¡Téngaselo Dios en cuenta a mi difunto padre, en cuyo nombre obro!

—¡Oh…, sí! Pero ¡renunciar también a su título de conde!… —murmuró el notario, recogiendo el acta en que esto aparecía.

—¡Respeten ustedes la voluntad de Dios! —contestó Fabián, saludando ceremoniosamente a los dos comentadores.

Éstos se retiraron tan asombrados como la noche anterior.

—¡Bien, hijo mío! —exclamó entonces el jesuita—. Estoy muy satisfecho de usted.

Juan quiso también decir algo a su heroico amigo; pero se lo impidió la emoción, y hubo de contentarse con besarle las manos.

—Tome usted, padre… —agregó Fabián, entregando al sacerdote una cartera muy abultada—. Guárdeme usted este dinero, que acaso es el único resto de mis bienes legítimos; además de aquella pobre tierra en que está sepultada mi madre; y de las galas del Himeneo, que ya se han trocado en sudario de mis amores… Más adelante dispondremos lo que haya de hacerse con esta suma que pongo en sus manos… Dependerá del rumbo que tome mi vida… Pero si muero hoy, gástela usted en sufragios por mi alma… Y ahora, señores, adiós… Me voy a mi casa a esperar a los padrinos de Diego…

—¡A los padrinos de Diego! —gritó espantado Juan—. ¡Diego y usted van a batirse!… ¡Oh! En ese caso usted necesitará también padrinos… Ruégole que admita mi concurso.

—Y también el mío… —añadió el anciano sacerdote con una expresión indefinible—. ¡Todo podrá ser que me recusen los contrarios al ver mi traje clerical!… Pero en el ínterin, quizás le sirva a usted de algo este pobre viejo…

Fabián no pudo menos de sonreírse, y dijo con cierta satisfacción, apoyándose en el hombro de Juan de Moncada:

—Pues, señor… ¡nadie diría que me suceden tantas y tan horrendas cosas! Me siento como aliviado de un peso enorme, y advierto en mí no sé qué especie de buen humor… que no he tenido desde antes de la muerte de mi madre.

—Es que su conciencia de usted va poniéndose a flote… —respondió el padre Manrique—. Es que acaba usted de arrojar al Océano mucho cargamento inútil que hacía zozobrar la nave de su alma. Conque marchemos… ¡Vayamos en busca de esos terribles padrinos! ¡De seguro no se hallarán tan alegres y tranquilos como los de usted! A lo menos, a mí me da el corazón que la victoria va a ser nuestra…

—¡Muy belicoso está usted, padre Manrique! —dijo tristemente el hermano de Lázaro.

—¿Qué? ¡Belicoso yo! —repuso el jesuita—. ¡De manera alguna! Lo que estoy es muy confiado en la fuerza y en la sabiduría del tercer padrino de Fabián…, o, por mejor decir, del primero

—¿Quién es? ¿Lázaro acaso?

—No, amigo mío…

—Pues ¿quién?

—¡El mismo Dios!… —respondió el jesuita.

—Yo le explicaré a usted todas estas cosas en la calle… —dijo Fabián al otro joven—. ¡Por cierto que va usted a hallar en mi historia muchos puntos de analogía con la de Lázaro!…

Hablando así, los tres nuevos amigos salían ya del vetusto caserón, no sin haber encargado antes al portero que, cuando fuera su amo, le dijese que en casa de Fabián lo aguardaban.