IX. El tormento de Sísifo
—¡Prodigiosa carta! —exclamó el padre Manrique, cruzando las manos con fervorosa admiración—. Nadie diría que está redactada por una adolescente… Antes parece obra de un doctor de la Iglesia, largamente probado por el infortunio. ¡Bien que Gabriela, según resulta de todo lo que usted me ha contado, era de la raza de las Mónicas y Teresas y de la Santa Catalina de Alejandría! Como ellas y como los ángeles del cielo, tenía la ciencia infusa del bien, y su misión sobre la tierra era sacarlo a usted del abismo del pecado. Guarde usted esta carta y léala continuamente… Yo no tengo nada que añadir a sus saludables preceptos.
—¡Siempre la llevo sobre el corazón… —respondió Fabián—, y muchas veces la he leído! Sin embargo, confieso a usted que, cuando la recibí, no la aprecié debidamente, o, por mejor decir, no acerté a comprenderla. Sus más profundos consejos carecieron para mí de sentido, y sólo supe deducir de aquella especie de teología amorosa (así la calificó mi soberbia satánica), que Gabriela seguía queriéndome a pesar de todo, y que nada me sería más fácil que obtener su perdón y su mano, a pocas muestras que le diese de arrepentimiento y de cariño.
Ahora bien: como mi alma superabundaba en este cariño y este arrepentimiento (a lo menos, tal y como yo podía sentir semejantes afectos en aquel entonces), resolví desde luego todo lo contrario de lo que Gabriela me prevenía en su carta, creyendo, ¡loco de mí!, complacerla más realmente y probarle mejor mi pasión con un sitio en toda regla, que con la vida penitente que me aconsejaba.
Comencé, pues, a rondar el convento a todas horas. Gané al jardinero y al despensero, y por medio de ellos y de las sirvientas de la santa casa conseguí que Gabriela encontrase diariamente sobre la mesa de su celda una carta mía. En aquellas cartas le confesé todos mis pecados; le expliqué los remordimientos que me hizo sentir desde que, tan niña todavía, llegó de Aragón y fijó sus claros ojos en los míos; le pinté el inmenso amor que no tardó en inspirarme, primero hacia la virtud y luego hacia ella; el odio y la repugnancia con que de resultas miré ya a Matilde; mis luchas con ésta; mi debilidad de no romper con la adúltera por seguir viendo de cerca a mi adorado ángel, y las horribles escenas a que dio origen la llegada del general a Madrid. Le hablé, en fin, un día y otro de la vehemencia y sinceridad de mi amor, de mis propósitos de enmienda, de la triste soledad en que vivía y de lo necesitado que estaba de aliento y de esperanza, y le pedí, como a mi Ángel Custodio que era, que me guiase por la senda del bien, o sea que me escribiese de vez en cuando una palabra de consuelo, diciéndome que estaba contenta de mí y animándome en la batalla contra los espíritus de las tinieblas, o sea contra el mundo y contra mis pasiones…
Por lo demás, pasaba casi toda mi vida en la iglesia del convento. Allí estaba, desde que la abrían al amanecer hasta que la cerraban al mediodía, y desde que volvían a abrirla por la tarde hasta después de anochecido, sin apartar mis ojos del coro por si cruzaba la sombra de Gabriela al través de las celosías, y atento siempre a los cantos y rezos de las vírgenes del Señor, tratando de percibir entre sus voces la de mi adorada… ¡Pero todo fue inútil! ¡Ni Gabriela contestó a mis cartas, ni respondió cosa alguna a los recados verbales que hice llegar hasta ella, ni columbré su sombra a través de la gran reja del coro, ni distinguí siquiera una vez su dulce voz en los conciertos místicos que allí dentro resonaban!…
Principiaron a faltarme las fuerzas. Entonces volví a leer su carta, y fijé mi atención en estas frases: «No me busques tú mismo; haz que me busquen tus obras…» «No basta querer ser bueno; es menester serlo…» «Es indispensable que tú te cures solo; que andes sin compaña la gloriosa calle de la Amargura…; que no te propongas otro premio de tu victoria que la victoria misma.»
La tremenda austeridad de estos preceptos y la invencible constancia con que Gabriela subordinaba a ellos su conducta respecto de mí, causáronme espanto, y convirtieron mi desaliento en la más ruin cobardía. ¡Vime en la situación de un hombre que, después de haber marchado de sol a sol por ásperos breñales, oyera decir que todavía estaba tan lejos del punto en que se proponía descansar, como cuando emprendió su fatigosa jornada!
Desesperé, por consiguiente. Yo no podía, yo no sabía ser bueno a solas, sin público, sin recompensa, sin auxilio, ¡sin que a lo menos me constase que alguien me anotaba en cuenta el esfuerzo y el mérito de cada día!…
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—¡Alguien! —exclamó el padre Manrique—. Pues ¿y usted? ¿No era nadie para llevar esa cuenta?…
—No me bastaba mi testimonio…
—¡Es verdad!… Usted no vivía entonces por dentro; usted no tenía vida interior, usted no tenía conciencia…¡Pero quedaba Dios, supremo testigo de todas nuestras acciones!
—Olvida usted… —tartamudeó el joven.
—¡También es verdad! ¡Usted no se comunicaba tampoco con Dios, de resultas de no comunicarse consigo mismo! Continúe usted…, continúe usted… ¡Los términos del problema se van simplificando, y pronto lo resolverá usted sin mi ayuda!
—Digo que desesperé cobardemente. Parecióme que no era posible, que no era racional, que no era humano lo que Gabriela exigía de mí. Atribuía su silencio a terquedad aragonesa o a falta de amor. Creíla exenta de naturaleza mortal y de pasiones terrestres, y consideré que, pues no todos los hombres han nacido para santos…, yo no estaba en aptitud de consagrar toda mi vida a una lucha estéril, de la cual resultaría sin felicidad en este mundo ni bienaventuranza en el otro. Porque, ¿cómo ser feliz aquí abajo, amando a una mujer que se negaba a oírme? Ni ¿cómo escalar el cielo, sin ayuda de nadie, desde el infierno de mi desesperación?
—Siga usted… Siga usted… —replicó el padre Manrique con visible enojo—. ¡No intente disculparse! ¿Qué quiere decir eso de que no todos los hombres han nacido para santos? ¡Todos, señor don Fabián; todos podemos llegar a la beatitud, porque todos hemos nacido libres! Ya se lo dijo a usted Lázaro la noche de la consulta: «Los santos fueron hombres de nuestra misma arcilla.» ¡Sólo que ellos usaron de su libre albedrío abrazándose al bien, mientras que usted y yo, y la mayoría de los hombres, transigimos con el mal, a sabiendas de que ofendemos a Dios y manchamos nuestra alma!
—¡Es verdad! Mi conciencia, aun en los días que menos le he prestado oídos, me ha advertido siempre cuál era el camino de la perfección… Pero faltábanme fuerzas (o, a lo menos, tal me lo imaginaba) para marchar a solas por el áspero sendero de la virtud, y de aquí el que, con objeto de no oír los gritos de mis remordimientos, acabase siempre en mis recaídas por buscar el estruendo del mundo, el vocerío del escándalo, el vértigo de la orgía, el delirio de la embriaguez, hasta conseguir aturdirme, ensordecer, embrutecerme, o, cuando menos, no tener tiempo ni ocio para pensar en mi pobre alma.
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Esto hice de nuevo en aquella ocasión. Abandonado por Gabriela, y no bastándome a mí mismo para ser dichoso, torné poco a poco a mi antigua vida, primero tímidamente, o sea procurando que mis excesos no fueran conocidos del público, a fin de que no pudiesen llegar a oídos de ella, y más tarde (cuando me convencí de que el mundo conocía mis nuevos extravíos, y que, por consiguiente, Gabriela no podría ya ignorarlos de manera alguna), entregándome a velas desplegadas a los cuatro vientos del libertinaje, escandalizando a Madrid con lo que mis aduladores y discípulos llamaban mi fortuna amorosa, y eclipsando a veces la audacia y la impiedad de don Juan Tenorio y de lord Byron.
¡Fue ésta, entre todas mis campañas de calavera, la más ruidosa, la más brillante, la más terrible!… ¡Llegué entonces al apogeo de mi execrable popularidad!… Los padres y los esposos se indignaban o temblaban al oír pronunciar mi nombre; las mujeres honradas ponían la cruz al verme; los hombres morigerados y pacíficos evitaban mi encuentro… En cambio, las hembras sin pudor, de cualquiera alcurnia que fuesen, se disputaban una mirada mía, mientras que los troneras más valientes y los duelistas de profesión procuraban apartarse de mi camino. ¡Mi cólera era tan avasalladora como mi amor! ¡Todo el mundo me temía!… ¡Solamente yo me despreciaba!
Despreciábame, sí, tan luego como me quedaba solo y pensaba en Gabriela; y, cual si la Justicia divina se complaciese en prodigarme estas horas de amarguísima soledad e insoportable tedio, me hallé pronto con que el vino se negó a enloquecerme y el sueño a coronarme de adormideras. Cuando, al remate de frenética orgía, todos los comensales estaban entregados al febril alborozo y a los delirios de la embriaguez yo permanecía frío y sereno, como la roca en medio de un mar alborotado; y cuando el sueño cerraba los ojos del último camarada que departía conmigo, o de la pobre mujer que reposaba entre mis brazos, sólo yo quedaba despierto, vigilante, pensativo, contemplando, a la luz de las moribundas lámparas y de la naciente aurora, las botellas vacías, las copas derribadas y a los calaveras y a las bacantes sumergidos en la estupidez del sueño, o sea en el negro océano del olvido…
Por entonces conocí a Lázaro y a Diego. Después de estas noches de disipación íbame a pasear mi insomnio y mi tristeza por las calles de Madrid durante las primeras horas de la mañana, y así es cómo pasé un día por delante del Colegio de San Carlos, y me ocurrió la lúgubre idea de penetrar en él a contemplar, muerta y despedazada, a una de aquellas sacerdotisas de Venus que acababa de morir en el Hospital General, y cuyo cadáver habían elegido los profesores en Medicina para estudiar no sé qué enfermedad del corazón…
Pocas semanas tardé en referir a Diego y a Lázaro, entre mis demás historias de amores, la relativa a Gabriela. Diego opinó, como yo, que era un delirio y un absurdo lo que la joven exigía de mí…
«—Gabriela —exclamó, resumiendo su dictamen— es un espíritu enfermo, una fanática, un ser privilegiado, si queréis; una criatura semidivina…; pero incapaz, por lo mismo, de subordinarse a las leyes de la naturaleza humana, y de labrar la felicidad terrena de débiles mortales como tú, como yo y como la casi universalidad de los hombres… Prefiero a mi Gregoria.»
Lázaro nos hizo la oposición, según costumbre, en nombre de sus ascéticas teorías, y me suplicó una vez, y otra, y ciento, que renunciase completamente al mundo; que me encerrase en mi taller de escultor a labrar estatuas de vírgenes y de santos, en vez de divinidades paganas; que pensase allí en Gabriela a todas horas, sin cuidarme de que mis amantes recuerdos llegasen a sus oídos, y, en fin, que procurara merecerla a mis ojos, aun sin esperanza de conseguirla.
La fría insistencia e insoportable pesadez con que Lázaro me predicaba continuamente en este sentido acabaron por hacerme odiosa aquella conversación, a tal punto (rubor me causa decirlo), que hube de prohibirle al cabo, con desabrida seriedad, que en adelante me hablase de Gabriela…
En cuanto a Diego, también recuerdo con rubor que trató indignamente más de una vez materia tan delicada y santa, presentándola por vulgares aspectos, y procurando ridiculizar a mis ojos el carácter y el pretendido amor de la joven aragonesa…
Pero yo necesitaba entonces creer que Diego estaba en lo justo, y nunca le prohibí ni le censuré que hablase en aquellos términos de la que seguía siendo, a pesar de todo, alma de mi alma.
Así vivía cuando sobrevinieron los sucesos que ya le he referido a usted, o sea la llegada de Gutiérrez a Madrid, portador de mi fortuna y de mi título de conde; la violenta discusión que Diego y yo tuvimos con Lázaro la noche de la célebre consulta; nuestro definitivo rompimiento con él; mi grave enfermedad, resultado de aquella espantosa escena; la rehabilitación de la memoria de mi padre y mi nombramiento diplomático para Londres. Tiempo es, por consiguiente, de que pase a contarle a usted la última parte de mi complicada historia, y de que sepa usted a qué extremo de desventura me han traído los errores de mi juventud…, ¡errores que no he conocido hasta que la fatalidad ha empezado a servirse de ellos para castigarme, y, sobre todo, hasta que sus palabras de usted han principiado a iluminar los abismos de mi alma!
¡Pueda usted asimismo indicarme una tabla de salvación en el tremendo conflicto que me rodea, y en que yo no veo otro refugio que el crimen para escapar de la deshonra! ¡Sí, padre! A los ojos de mi razón, no tengo hoy más remedio que matar a Diego o que causar la muerte de Gabriela; que ir a presidio como falsario, o que saltarme la tapa de los sesos… ¡Son las dos alternativas en que me ha colocado mi aciaga estrella!
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—Todo eso es a los ojos de su razón de usted… —respondió tranquilamente el padre Manrique—. Falta ahora averiguar si a los ojos de la razón divina, o sea de la verdadera moral humana, hay algún medio de conjurar esos horrores… Cuénteme usted, pues, la última parte de su pobre historia.
—¡Es la única que le puedo referir sin sonrojarme! Óigala usted, padre mío.