VII. Luz y sombra

Empezaba a caer la tarde.

Era el 27 de abril… ¡Lo tengo muy presente!

Matilde y Gabriela se sentaron delante de una gran reja que daba al jardín de la casa.

Por los hierros de aquella reja trepaban los endebles y enmarañados tallos de un jazmín, cuyas nevadas florecillas recibían los últimos resplandores del sol poniente…

Matilde se había colocado de espaldas al tocador.

A Gabriela la veía yo frente a frente por entre el filo de las dos cortinas.

Estaba pálida, pero tranquila como su inocencia, y más hermosa que nunca… En sus ojos resplandecían sentimientos de mujer, de los cuales seguramente se había dado ya cuenta durante aquellos tres borrascosos días…

¡Es mi esposa!…;—murmuré en lo profundo del alma, con un recogimiento y una unción que jamás creí pudiera llegar a inspirarme la alegre niña de otros tiempos.

—¡Hija! —pronunció al fin Matilde con voz trémula—. Te debo una explicación de las palabras que, a mi ruego, has escrito hoy a Fabián, al pie de una carta mía que no te leí…

La aragonesa se sonrió humildemente, en prueba de ilimitada confianza. ¡Aquella sonrisa hubiera desarmado al demonio!

Matilde no fue desarmada, y continuó:

—Habrás extrañado también, aunque nada me has dicho, que nuestro pobre Fabián no haya parecido por acá hace dos días…

—¡Tres con hoy, mi querida madre! —respondió Gabriela melancólicamente.

—Y, además de extrañarlo, lo sentirás mucho…, lo sentirás con toda el alma… ¿No es cierto, querida mía?

Gabriela levantó los ojos al cielo, y murmuró:

—¡Lo siento por él!

—¡Pues qué!, ¿tú no le amas?

La casta beldad se llevó una mano al corazón, y dijo:

—Yo no sabía anteayer lo que era amar… Hoy… siento aquí una angustia infinita, que, si no es la muerte, de seguro es el amor.

—¡Es el amor! —repuso Matilde con fatídico acento.

Callaron un instante.

La Generala debió recordar entonces que yo era testigo de aquella escena, y dijo valerosamente:

—Pues bien, hija mía, tengo una buena noticia que darte: Fabián te ama tanto como tú a él.

—¡Ojalá! —murmuró piadosamente la joven, como si rezara por mí; como si mi ventura le importase más que la suya; como si acabaran de decirle que podía redimir mi alma.

Matilde no comprendió aquella exclamación, y dijo:

—No lo dudes, Gabriela… Si Fabián te lo ha ocultado hasta hoy; si ha asegurado en tu presencia que tenía innobles amoríos; si se ha calumniado a sí propio, mostrándose incapaz de puros y grandes sentimientos, todo ha sido por culpa mía…

Los ojos de Gabriela expresaron el mayor y más inocente asombro.

—¡Por culpa de usted!… —profirió luego con adorable candor—. ¡No lo comprendo, mi querida madre!

—¡Sí!… —continuó Matilde—. Yo le ordené que procurase combatir y desalentar tu pasión hasta que el general viniese y dijera si aceptaba a Fabián por esposo tuyo…

—¿Y qué? —prorrumpió la joven con inefable regocijo—. ¿El general lo acepta?

—Sí, hija mía; el general y yo os anticipamos desde hoy nuestra bendición…

Un sollozo cortó aquí la palabra a Matilde.

Yo participé de aquella emoción, y me sentí lleno de piedad y de agradecimiento hacia tan heroica mujer…

Gabriela, por su parte, cruzadas las manos y alzados al cielo los ojos, en los cuales reverberaban los últimos destellos del sol de aquel día, parecía un serafín cantando las alabanzas del Eterno.

La voz de la Generala, que volvió a sonar, me detuvo en el instante en que yo iba a salir de mi escondite y a postrarme a sus pies.

—Esta misma noche —continuó diciendo la presunta víctima— escribiremos a tus padres pidiéndoles su consentimiento. Antes habremos visto a Fabián, y yo le habré presentado a mi marido, lo cual quiere decir que acabará por quedarse hoy a comer acá, lo mismo que en los mejores tiempos de vuestros disimulados amoríos… ¡Ah! ¡se me olvidaba! aquí tienes estos retratos, este medallón y estas flores marchitas… Son los regalos que Fabián te ha ido destinando (y depositando sumisamente en mi poder) los días de tu santo, de tu cumpleaños, de año nuevo, etc., etc. Yo he dejado de entregártelos hasta hoy por no alimentar en tu corazón unas esperanzas que podía haber disipado la llegada del general… Pero ya no hay miedo… Ya es Fabián tuyo, y tú eres de Fabián… ¡Abrázame, hija mía, y sé tan feliz como te mereces!

Matilde no se pudo contener al pronunciar aquellas últimas palabras y hacer entrega de las prendas de nuestros pasados amores… Echóse, pues, a llorar amarguísimamente. Entonces Gabriela, llorando también, se precipitó en sus brazos y le cubrió el rostro de besos, mientras que yo penetraba en el gabinete y me arrojaba a los pies de aquel tiernísimo grupo, que resumía todos los afectos de mi alma.

Gabriela, al verme, ocultó la ruborizada faz en el seno de la que consideraba nuestra madre. Ésta se apresuró a enjugar sus lágrimas con no sé qué presteza febril o puramente dramática; levantóse tranquila en apariencia, y tratando de sonreírse, impulsó blandamente hacia mí a la conturbada joven, y se retiró por su parte al opuesto lado del gabinete, donde se dejó caer en una butaca.

—¡Fabián! —había dicho entretanto—. Aquí tiene usted a su esposa… ¡Hágala usted feliz!…

—¡Matilde! —murmuré, siguiendo a la Generala en vez de acercarme a Gabriela.

—¡Déjeme usted ahora, Fabián! —dijo la pobre mujer con imponente resignación—. Estoy muy fatigada… Luego hablaremos nosotros… No se inquiete usted por mí… Desenoje usted a Gabriela. ¡El general estará aquí dentro de una hora, y es menester que nos encuentre a todos muy amigos!

¡Terrible egoísmo del amor! Yo tomé estas palabras al pie de la letra, y, aprovechando el permiso de Matilde, y utilizando ferozmente su dolorosa magnanimidad, me acerqué a Gabriela como si estuviéramos solos; le cogí una mano, y contemplé con arrobamiento su peregrina hermosura.

El sol se había puesto, y los resplandores del crepúsculo, filtrándose a través de los jazmines de la reja, sólo iluminaban aquel lado de la habitación, dejando en sombra el sitio en que había quedado Matilde.

Gabriela, inocente, dichosa, triunfante, estaba de pie, a mi lado, junto a la florida reja, dejándome estrechar y acariciar aquella mano tibia y suave, confiada y cariñosa, que no temblaba entre las mías, sino que facilitaba ingenuamente la comunicación de los amantes efluvios de nuestras almas, de nuestros corazones, de nuestra sangre juvenil…, alimento ya de dos vidas que principiaban a fundirse en una sola.

Alzó al fin ella la pudorosa vista, nos miramos…, y sus ojos y los míos quedaron contemplándose infinitamente, inmóviles y como extasiados, sin vislumbrar otro mundo que el abismo de luz de nuestras ansias. Hablábanse y besábanse nuestras pupilas, y yo advertía con inefable orgullo que, efectivamente, en las de Gabriela fulguraba toda la pasión de la mujer;al través de la santidad del ángel, dejándome ya presentir a la tierna esposa, con su dulce aureola de dulce compañera y de futura madre…

—¡Gabriela mía!…

—¡Fabián mío!… —murmuraron al fin nuestros labios, buscándose indeliberada e instintivamente.

Pero antes de que se tocaran, un sordo gemido sonó allá en las tinieblas que envolvían el fondo del gabinete.

¡Era Matilde, de quien nos habíamos olvidado!

Yo me quedé helado de terror, y solté la mano de Gabriela.

Ésta retrocedió avergonzada y confusa; alzó las cortinas de una puerta inmediata y desapareció rápidamente.

—¡Pobre Matilde mía! —exclamé entonces, corriendo asustado hacia la implacable Generala—. ¡Perdona!… ¡He sido cruel!… ¡He sido egoísta!

—¡Muy egoísta! ¡Muy cruel! —respondió ella con enronquecido acento, enjugándose las lágrimas que bañaban su rostro—. ¡Yo creía que, siquiera hoy, me guardarías la consideración de no acariciarla en mi presencia!…

—¡Perdona!… ¡Perdona, santa mía!

—¡Oh! ¡No! —prosiguió Matilde—. ¡Tú eres quien has de perdonar!… ¡Yo debí morir el día que descubrí que no me amabas!… ¡Y yo me moriré!… Descuida… ¡Yo me moriré!

Parecióme que el mundo se hundía en torno mío, y, para evitar la total ruina de mis esperanzas, contesté atolondradamente:

—¡No digas eso! Yo te amo más que nunca… Yo os amaré a las dos… Tú serás siempre mi Matilde.

Y, conociendo el ascendiente que tenían sobre ella, más que mis palabras, mis caricias, cubrí su rostro de atropellados, ruidosísimos besos, que la fementida no tardó en principiar a pagarme…

Un lamento más triste que el anterior resonó entonces dentro del gabinete, y al mismo tiempo oímos, detrás del cortinaje que había cedido paso a Gabriela, el sordo golpe de un cuerpo que se desploma.

Fuimos allá y vimos que la joven, en lugar de irse a su aposento, como nosotros nos figuramos, se había ocultado, llena de turbación y de curiosidad, hijas de su inocencia, detrás de aquellas cortinas, y que desde allí lo había oído todo…

—¡La hemos matado! —grité fuera de mí, tratando de socorrer a la infortunada joven.

—¡Tú nos has matado a las dos!… —rugió Matilde, impidiendo que me acercara a Gabriela—. ¡Vete!… ¡Vete! ¡Ya no tengo defensa contra los celos de mi marido!

—¡Tú no morirás! —repuse entonces ferozmente—. ¡Dios conserva vivos a los demonios para castigo de los culpables como yo!… ¡Matilde! Escucha la última palabra que oirás de mis labios…, oye el resumen de nuestra historia: ¡Maldita seas!

Dije, y salí definitivamente de aquella casa, loco de amor y desesperación.