LIBRO PRIMERO: Fabián Conde

I. La opinión pública

El lunes de Carnestolendas de 1861 —precisamente a la hora en que Madrid era un infierno de más o menos jocosas y decentes mascaradas, de alegres estudiantinas, de pedigüeñas murgas, de comparsas de danzarines, de alegorías empingorotadas en vistosos carretones, de soberbios carruajes particulares con los cocheros vestidos de dominó, de mujerzuelas disfrazadas de hombre y de mancebos de la alta sociedad disfrazados de mujer; es decir, a cosa de las tres y media de la tarde—, un elegante y gallardo joven, que guiaba por sí propio un cochecillo de los llamados cestos, atravesaba la Puerta del Sol, procedente de la calle de Espoz y Mina y con rumbo a la de Preciados, haciendo grandes esfuerzos por no atropellar a nadie en su marcha contra la corriente de aquella apretada muchedumbre, que se encaminaba por su parte hacia la calle de Alcalá o la Carrera de San Jerónimo en demanda del Paseo del Prado, foco de la animación y la alegría en tal momento…

El distinguido automedonte podría tener veintiséis o veintiocho años. Era alto, fuerte, aunque no recio; admirablemente proporcionado, y de aire resuelto y atrevido, que contrastaba a la sazón con la profunda tristeza pintada en su semblante. Tenía bellos ojos negros, la tez descolorida, el pelo corto y arremolinado como Antínoo, poca barba, pero sedosa y fina como los árabes nobles, y gran regularidad en el resto de la fisonomía. Digamos, en suma, que era, sobre poco más o menos, el prototipo de la hermosura viril, tal como se aprecia en los tiempos actuales, esto es, tal como lo prefiere y lo corona de rosas y espinas el gran jurado del bello sexo, único tribunal competente en la materia. En la Atenas de Pericles aquel joven no hubiera pasado por un Apolo; pero en la Atenas de lord Byron podía muy bien servir de Don Juan. Asemejábase, en efecto, a todos los héroes románticos del gran poeta del siglo, lo cual quiere decir que también se asemejaba mucho al mismo poeta.

Sentado, o más bien clavado a su izquierda, iba un lacayuelo (groom en inglés) que no tendría doce años, tiesecillo, inmóvil y peripuesto como un milord, y ridículo y gracioso como una caricatura de porcelana de Sèvres, especie de palillero animado, cuyo único destino sobre la tierra parecía ser llevar, como llevaba, entre los cruzados brazos, el aristocrático bastón de su dueño, mientras que su dueño empuñaba la plebeya fusta.

La librea del groom y los arreos del caballo ostentaban, en botones y hebillas, algunas docenas de coronas de Conde. En cambio, el que sin duda estaba investido de tan alta dignidad hacía gala de un traje sencillísimo y severo, impropio del día y de su lozana juventud, si bien elegante como todo lo que atañía a su persona. Iba de negro, aunque no de luto (pues los guantes eran de medio color), con una grave levita abotonada hasta lo alto, y sin abrigo ni couvrepieds que lo preservasen del frío sutil de aquella tarde, serena en apariencia, pero que no dejaba de ser la tarde de un 27 de febrero… en Madrid.

Indudablemente, aquel joven no cruzaba la Puerta del Sol en busca de los placeres del Carnaval. Algún triste deber le había sacado de su casa… Algún puñal llevaba clavado en el corazón… Así es que no respondía a ninguna de las bromas que, de cerca o de lejos, le dirigían con atiplados gritos todas las máscaras de buen tono que lo divisaban; antes las recibía con visible disgusto, con pena y hasta con miedo, sin mirar siquiera a los que lo llamaban por su nombre o hacían referencia a circunstancias de su vida…

Algunas de aquellas bromas lo habían impacientado e irritado de un modo evidente. Relámpagos de ira brillaron más de una vez en sus ojos, y aun se le vio en dos o tres ocasiones levantar el látigo con ademán hostil. Pero tales accesos de cólera terminaban siempre por una sonrisa amarga y por un suspiro de resignación, como si de pronto recordara algo que lo obligase a contener el impetuoso denuedo que revelaba su semblante. Veíase que el dolor y el orgullo reñían cruda batalla en el espíritu de aquel hombre… Por lo demás, bueno es advertir también que los enmascarados más insolentes procuraban apostrofarlo desde muy lejos y al abrigo de la apiñada multitud…

—¡Adiós, Fabián! —le había dicho un joven vestido de gran señora, saludándolo con el pañuelo y el abanico, y dando al mismo tiempo ridículos saltos.

—¡Mirad, mirad! ¡Aquél es Fabián Conde! —había exclamado otro, señalándolo al público con el dedo, cual si lo pregonara ignominiosamente—. ¡Fabián Conde, que ha regresado de Inglaterra!

—¡Adiós, conde Fabián! —había chillado un tercero pasando a su lado y haciendo groseras cortesías.

—¡Es un conde! —murmuraron algunas voces entre la plebe.

—Pero, ¿en qué quedamos, Fabián? —prorrumpió en esto a cierta distancia una voz aguda y penetrante como la de un clarín—: ¿eres Conde de título, o sólo de apellido, o no lo eres de manera alguna?

El auditorio se rió a carcajadas.

¡Auditorio terrible el pueblo…, la masa anónima…, el jurado lego…, la opinión pública!

Fabián se estremeció al oír aquella risa formidable.

—¡Calla! ¡Es un conde postizo! —dijo cierta mujer muy fea, que vendía periódicos.

—¡Pero es un real mozo! —arguyó otra bastante guapa, que vendía naranjas y limones.

El joven miró a ésta con agradecimiento.

—¡Pues bien podía haber echado por otras calles, supuesto que no va al Prado como todo el mundo! —replicó la primera, llena de envidia.

—¡Eh, señor lechuguino, vea usted por dónde anda! —gritó un manolo, mirando con aire de desafío al llamado Fabián.

Éste se mordió los labios, pero no se dio por entendido, y siguió avanzando lentamente, con más cuidado que nunca, refrenando a duras penas el caballo, que también parecía deseoso de pisotear a aquella desvergonzada chusma.

—¡Adiós, ilustre Tenorio, terrible Byron! ¿Has hecho muchas víctimas en Londres? —exclamaba en tanto otra máscara—. ¡Como voy vestido de mujer, no me atrevo a acercarme a ti!… ¡Eres tan afortunado en amores!

—¡Paso! ¡Paso!… —voceó más allá otro de aquellos hermafroditas—. ¡Paso a Fabián Conde, al César, al Gengiskan, al Napoleón de las mujeres!

El público aplaudió, creyendo que aquel su aplauso venía a cuento.

—¡Milagro, hombre! ¡Milagro! —añadió un elegante pierrot, haciendo mil jerigonzas—. ¡Fabián Conde no se ha disfrazado este Carnaval!… ¡Los maridos están de enhorabuena!

—¿Qué sabes tú? —agregó un mandarín chino—. ¡Irá a que lo vista con su traje de terciopelo rojo la dama de la berlina azul!

Nuevo aplauso en la muchedumbre, que maldito si sabía de qué se trataba.

—¡Fabián! ¡Fabián! —vociferó, por último, a lo lejos un lujoso nigromante, no con voz de tiple, sino con el grave y fatídico acento que emplean los cómicos cuando representan el papel de estatua del Comendador—: ¡Fabián! ¿Qué has hecho de Gabriela? ¿Qué has hecho de aquel ángel? ¡Te vas a condenar! ¡Fabián Conde! ¡Por la primera vez te cito, llamo y emplazo!

Estas palabras causaron cierta impresión de horror en los circunstantes, y un sordo murmullo corrió en torno de Fabián como oleada de amargos reproches.

El joven, que, según llevamos dicho, había soportado a duras penas las agresiones precedentes, no pudo tolerar aquella última… Botó, pues, sobre el asiento, tan luego como oyó el nombre de Gabriela, y buscó entre el gentío, con furiosa vista, al insolente que lo había pronunciado…

—¡Aguarda —dijo—, y verás cómo te arranco la lengua!

Pero reparó en que el público hacía corro, disponiéndose a gozar de un gran espectáculo gratis; vio, además, que el hechicero huía hacia la calle de Alcalá, metiéndose entre un complicado laberinto de coches; comprendió que todo cuanto hiciera tan sólo serviría para aumentar el escándalo, y, volviendo a su primitiva actitud de dolorosa mansedumbre, ya que no ilimitada paciencia, fustigó el caballo a todo evento, abrióse paso entre la gente, no sin producir sustos, corridas y violentos encontrones, y logró al cabo salir a terreno franco y poner el caballo al galope.

—¡Fabián! ¡Fabián Conde! ¡Conde Fabián! —gritaban entretanto a su espalda veinte o treinta voces del pueblo, que a él se le antojaron veinte o treinta mil, o acaso un clamor universal con que lo maldecían todos los humanos…

—¡Gabriela! ¡Gabriela! ¿Qué has hecho de Gabriela? —aullaban al mismo tiempo, corriendo detrás de él, los chiquillos que habían oído el apóstrofe del nigromante.

—¡A ése! ¡A ése! —clamaron otros más allá, creyendo que se trataba de un ladrón o de un asesino, y persiguiéndolo también encarnizadamente.

Por último, algunos perros salieron asimismo en pos del disparado carruaje, uniendo sus estridentes ladridos a la silba soez con que las turbas salpimentan todas sus excomuniones, y este innoble séquito fue acosando a Fabián hasta muy dentro de la calle de Preciados, como negra legión de demonios, ejecutora de altísima sentencia.

Una vez allí, y desesperando ya de darle alcance, detuviéronse los chiquillos y le tiraron algunas piedras, que pasaron muy cerca del fugitivo coche, mientras que los perros hacían alto y le lanzaban sus últimos y más solemnes aullidos de reprobación…

Entonces, viéndose ya sin testigos y libre de aquella batida infernal, el desgraciado joven entregó las riendas al groom, sepultó el rostro entre las manos y lanzó un sollozo semejante al rugido de león moribundo.

—¿Adónde vamos, señor? —le preguntó poco después el lacayuelo, cuyo terror y extrañeza podréis imaginaros.

—¡Trae! —le contestó el conde, empuñando de nuevo las riendas.

Y levantó la frente, sellada otra vez de entera tranquilidad, asombrosa por lo repentina. Para serenarse de aquel modo, había tenido que hacer un esfuerzo verdaderamente sobrehumano. Una tardía lágrima caía, empero, a lo largo de su rostro…

De la calle de Preciados salió el joven a la plazuela de Santo Domingo, que atravesó al paso, sin que las máscaras de baja estofa que allí había le dirigiesen la palabra; tomó luego por la solitaria calle de Leganitos, que, como situada ya casi extramuros, respiraba un sosiego impropio de aquel vertiginoso día, hasta que, por último, llegado a la antiquísima y ruinosa calle del Duque de Osuna, paró el coche delante de un caserón destartalado y viejo, cuya puerta estaba cerrada como si allí no viviera nadie.

Era el convento…, quiero decir, era la Casa de la Congregación denominada Los Paúles.

Fabián echó pie a tierra; acercóse a aquella puerta aceleradamente; asió el aldabón de hierro con el desatinado afán de un náufrago, y llamó.