VII. Lázaro, convicto y confeso
—Una noche —continuó Fabián— fuimos Diego y yo a casa de Lázaro a enterarnos de su salud, pues no lo habíamos visto hacía una semana. Subimos seguidamente, por ser muy conocidos del portero, y al llegar al salón que precedía al suyo (y que se hallaba casi a oscuras, mientras que en éste había mucha luz), oímos grandes voces, y vimos, sin ser vistos, que un elegante mancebo, acaso menor de veinte años, alto, moreno y de expresivo rostro, estaba de pie, con los puños crispados en ademán amenazador y mirando furiosamente a nuestro amigo; el cual permanecía sentado en una butaca, lívido, inmóvil, sudoroso y con la vista clavada en tierra.
—¡Confiesa usted, pues, que es un infame!… —gritaba el desconocido.
—Confieso que soy muy desgraciado… —respondía Lázaro humildemente.
Diego y yo nos detuvimos.
—¿Confiesa usted que atentó al honor de mi madre?… —prosiguió el forastero.
—No lo puedo negar… —tartamudeó Lázaro—. Pero ni aun así te doy el retrato… ¡Es lo único que me queda!
—Pues, entonces, ¡defiéndase usted!… Aquí traigo dos pistolas…
—Yo no me bato…
—¡Luego también es usted cobarde!
—Lo que tú quieras. Déjame en paz.
—¡En paz! ¡Donosa ocurrencia! ¡Dígame usted dónde está ese retrato, o si no, dispóngase a morir ahora mismo!
—Harías mal en matarme, Juan… —pronunció entonces Lázaro con lágrimas en los ojos—. ¡Hay en el cielo un alma que no te lo perdonaría nunca!
—¡Traidor! —bramó el otro joven—. ¡Y te atreves a invocar el alma del padre que te desheredó!
—Me desheredó… ¡es cierto! —replicó maquinalmente Lázaro.
Diego y yo nos estrechamos las manos en las tinieblas.
—Conque ¡por última vez se lo digo a usted! —prosiguió el llamado Juan—. ¡Elija entre darme el retrato o recibir la muerte! ¡Ya comprenderá que no he venido desde Chile a Madrid para dejar las cosas como estaban!
—Pues haz lo que gustes… —respondió Lázaro cerrando los ojos.
—¡Ante todo, le cruzaré a usted esa cara hipócrita, a ver si asoman a ella los colores de la vergüenza!
Así dijo el atrevido adolescente, y dio otro paso hacia Lázaro.
—¡Adentro, qué diablos! —exclamó entonces Diego, arrastrándome en pos de sí—. ¡En medio de todo, Lázaro es nuestro amigo!
Y penetramos en el lugar de la escena a tiempo de evitar que Lázaro fuese abofeteado.
Éste se puso de pie al vernos entrar, y se colocó entre el desconocido y nosotros, dando muestras de un terror indecible.
—¿A qué venís aquí? ¿Quién os ha llamado? —voceó como un energúmeno.
—¡Quita allá, cobarde! —exclamó Diego, con la voz y el ademán que hubieran empleado un padre o un hermano mayor—. ¡Nos trae tu buena suerte para que volvamos por tu honra!
—¿Qué emboscada es ésta? —dijo el insolente jovenzuelo mirándonos con altanería.
—¡Caballerito! ¡Vea usted lo que habla! —gritó Diego, avanzando hacia él—. ¡Nosotros no somos sicarios de nadie, ni aguantaremos lo que acaba de aguantar el pobre Lázaro!
—¡Por favor! —gimió éste, poniéndose de rodillas ante Diego—. ¡No le ofendas! ¡No le pegues! ¡Diego mío! ¡No le pegues! ¡Yo le perdono!… ¡Él no tiene la culpa de nada!
—He aquí mi nombre y mis señas —le decía yo entretanto al adolescente, alargándole una tarjeta.
—¡Un duelo!… —sollozó Lázaro, arrastrándose hacia mí y cruzando las manos con infinita angustia—. ¡Yo te lo prohíbo, Fabián! Este caballero tiene derecho para hablarme como me ha hablado…
—Pero ¿sabes tú lo que te ha dicho? —prorrumpí lleno de asombro.
—Lo sé.
—¿Y lo toleras?
—No tengo otro remedio.
—¡Qué horror! —exclamamos Diego y yo, apartándonos de Lázaro.
Juan, sereno y fierecillo como un león cachorro, me alargaba entretanto su tarjeta.
Yo la tomé y leí:
EL MARQUÉS DE PINOS
Y DE LA ALGARA
Fonda Peninsular.
A todo esto, Lázaro había corrido hacia un armario, del cual sacó cierto rollo, que se conocía era una pintura en lienzo.
—Toma el retrato… —le dijo al marqués—. Acabó la cuestión… Dispensa, en cambio, la actitud de estos señores, a quienes ha cegado el cariño que me profesan.
El mancebo cogió la pintura y dijo:
—¡Seguramente no saben estos caballeros quién es usted! ¡De lo contrario, lo despreciarían como yo!
Y, saludándonos a Diego y a mí, salió de la habitación, no sin decirme al paso con la mayor urbanidad:
—Las señas de mi casa están en la tarjeta.
Diego quiso marchar detrás de él, pero yo lo contuve.
—Las cosas… ¡en regla! —dije—. Si él quiere buscarme, ya sabe dónde vivo, pues me anticipé a darle mis señas. Ahora, si Lázaro quiere que sea yo el que busque a ese joven, dispuesto estoy como siempre. Mañana irás a desafiarlo de mi parte…
—No sólo no quiero eso, sino que os ruego y mando que olvidéis lo ocurrido… —respondió Lázaro con pasmosa tranquilidad.
Y principió a hablarnos de cosas indiferentes.
Nosotros permanecimos allí media hora, esperando a ver si nos daba alguna explicación respecto de aquel lance que tan malparado lo dejaba a nuestros ojos; pero él, completamente sereno, como si ya hubiesen transcurrido años desde que pasó el peligro, llegó hasta reír y bromear acerca de otros asuntos, sin referirse ni por asomo a la escena que acabábamos de presenciar.
—¡Vámonos! ¡Esto no se puede sufrir! —exclamó Diego de pronto, interrumpiendo a Lázaro en medio de una frase.
Y salió de la habitación sin despedirse de él.
Lázaro se sonrió, y me dijo alargándome la mano:
—Hasta mañana.
—Como gustes… —le contesté con indiferencia.
En efecto, al siguiente día fue a vernos a mi estudio, y pasó con nosotros las dos horas de costumbre sin hablar ni una palabra de los sucesos de la víspera ni dar muestras de turbación ni pena… A los tres días volvió, y sucedió lo mismo; y de este modo continuamos algunos meses…, durante los cuales mi aversión hacia aquel cuitado rayó casi en odio…, bien que nunca en desprecio, ¡que era lo que en verdad se merecía!…
Conque vamos a ver, mi querido padre, ¿qué dice usted ahora de Lázaro?
—Ahora no digo nada… —respondió el jesuita bajando la cabeza—. Continúe usted su relación.
—Tampoco le dijimos nada a él ni Diego ni yo durante aquellos meses, por más que a solas hubiésemos convenido desde el primer instante en que era un malvado, acreedor a todos los insultos que le había dirigido el joven marqués.
En cuanto a éste, ni nos buscó, ni volvimos a tener otra noticia suya que la de haberse marchado de Madrid a la semana siguiente de nuestro cambio de tarjetas. Así se lo dijeron a Diego en la fonda, adonde fue a preguntar por él, no con ánimo hostil, ni con propósito de verlo, sino por mera curiosidad…
Diré, en fin, que si seguíamos recibiendo a Lázaro (pues lo que es a su casa no volvimos nunca, ni tampoco a la Sala de Disección), era… por un conjunto de debilidades que me atrevo a clasificar en esta forma: porque la osadía y frescura de su silencio acerca de la vergonzosa historia que entrevimos aquella noche nos tenía como estupefactos, desconcertados y sin acción; porque Diego, que ignoraba quiénes fuesen sus propios padres, y yo, que seguía creyéndome hijo de un traidor a la Patria, no podíamos resolvernos a aumentar la aflicción y la soledad de un desheredado; porque el inmenso talento, las virtudes exteriores, la aparente humildad y la igualdad de conducta de aquel hombre extraordinario, no nos ofrecía tampoco ocasión crítica para un rompimiento; y, en suma, porque, después de haber defendido tanto nuestros pecados contra su catonismo, no nos parecía lógico echarla de Catones al juzgar los suyos…
—¡Pues es claro! —murmuró el padre Manrique con la más delicada ironía.
Fabián no reparó en ello, y continuó: