Capítulo 49
Judy se sentó junto a Bennie en la sala de reuniones del juzgado. En la pequeña habitación reinaba un silencio sepulcral. La luz era cruda, hiriente. Nadie hablaba. Todos se habían quedado sin palabras. Durante las primeras dos horas de deliberación del jurado habían tratado de adivinar el sentido de sus votos por los arqueos de cejas y resoplidos desdeñosos que había anotado cada uno. Habían intentado pronosticar, a partir de estereotipos, anécdotas y meras conjeturas hacia qué lado se inclinarían. ¿Quién presidiría el jurado? ¿Quién rompería la unanimidad? ¿Cuánto tardarían en volver? ¿Volverían con una pregunta? O peor aún, ¿con una respuesta?
Judy consultó su reloj. Las seis y media. El jurado se había retirado a deliberar a las tres y trece minutos, pero de nada serviría contar el tiempo transcurrido. ¿Cuándo volverían? ¿Qué decidirían? La mirada nerviosa de Judy vagó por una mesa abarrotada de carteras, documentos, periódicos y una copia de la hoja de cargos, que había explicado punto por punto a Tony Palomo, solo por tener algo que hacer. Él no parecía demasiado interesado en el tema y, a decir verdad, ella tampoco. La suerte estaba echada, y solo les quedaba esperar.
Judy consultó de nuevo su reloj. Las seis y treinta y un minutos. Tony Palomo tenía los ojos clavados en su propio regazo. Estaba silencioso pero despierto. No habría podido dormirse por más que lo hubiera querido, porque Frank estaba sentado a su lado y le rascaba la espalda continuamente, sacudiendo a Tony Palomo con cada nueva caricia. Llevaban tanto tiempo así que Judy empezaba a temer que Frank abriera un agujero en la chaqueta nueva de Tony Palomo, pero se abstuvo de comentarlo. Nadie se comportaba con normalidad mientras el jurado deliberaba, y mucho menos el acusado, cuya vida o dinero siempre estaba en juego. Y para los abogados era la más angustiosa de las esperas porque ellos eran los responsables del desenlace, para bien y para mal, y las palabras que habían pronunciado en su alegato final resonarían como una maldición en sus futuras noches de insomnio, haciéndoles estremecerse de culpa o incluso derramar una lágrima en la oscuridad de su habitación.
Judy contuvo el aliento. Miraba a todas partes sin fijar la vista en nada. Intentó no pensar en el veredicto pero no pudo. Toda profesión tenía sus momentos, momentos que solo se podían vivir desde dentro, y en ese sentido la abogacía no era una excepción. Pero de todos los momentos, buenos y malos, que implicaba el ejercicio del derecho penal, Judy creía que aquel era el más emocionante, el más mágico. La clase de momento capaz de convertir un trabajo en una profesión, y una profesión en una pasión. La clase de momento en que la vida quedaba suspendida. La clase de momento en que los seres humanos luchaban juntos por gobernarse a sí mismos, por comprender hechos contradictorios, por buscar y hallar el más esquivo de los ideales. Justicia. Verdad. Ley. Ética. Un momento para fijar y definir ideas que se negaban a ser catalogadas, que desafiaban cualquier definición.
Judy se maravillaba cada vez que veía un jurado en acción, pero aquella vez había algo más, algo en lo que hasta entonces no había reparado. En realidad, la ley no se encontraba en las páginas de los grandes tomos verdes de los estatutos jurídicos de Pensilvania, ni en los volúmenes de tapas granate que contenían el código penal de Estados Unidos. La ley estaba allí, latiendo en el corazón y la mente de las personas que componían el jurado, que la dotaban de sentido día a día, en los juzgados grandes y pequeños, de una punta a otra del país, sosteniendo un sistema legislativo que se había convertido en un modelo a seguir en todo el mundo. Y aunque se ocupara de los ideales más elevados, siempre se reducía a lo mismo.
Un sonido de nudillos en la puerta de sala de juntas, un abogado que se levanta sobresaltado para abrirla y un alguacil solemne apostado en el umbral.
—Ya han vuelto —dijo sencillamente.
Los miembros del jurado fueron entrando en la sala del juicio por la puerta corredera y se acomodaron en sus asientos. Judy intentó descifrar la expresión en sus rostros, pero todos miraban hacia abajo. Entre los abogados, era mala señal que el jurado entrara en la sala cabizbajo, pero Judy nunca había acabado de entender esa superstición. Todos los veredictos eran malos para una de las partes implicadas. Rezó para que en aquella ocasión no le tocara a la parte que ella representaba. Casi sin aliento, vio cómo el portavoz del jurado, un hombre mayor de aspecto reservado que estaba en la primera fila y por el que nadie había apostado, entregó la hoja doblada al alguacil, quien se encargó de ponerla en manos del juez Vaughn.
Este se enderezó en su asiento, envuelto en los pliegues negros de su toga, en el rostro un gesto sombrío, Alargó la mano para coger la hoja del veredicto, la abrió despacio, luego la dobló de nuevo y se la devolvió al alguacil sin atisbo de emoción. Judy casi estalló de impaciencia. ¿Es que no había ningún italiano entre aquella gente? Tony Palomo se removía en su silla. Judy no osaba mirar a Frank, sentado entre el público, del mismo modo que no se atrevía a mirar a Bennie, los dos Tonys o el señor DiNunzio. El alguacil devolvió la hoja del veredicto al presidente del jurado, que la cogió sin levantarse, con un breve asentimiento.
El alguacil se dirigió entonces al jurado.
—Señor presidente del jurado, ¿quiere levantarse, por favor?
Había llegado el momento de la lectura del veredicto. Instintivamente, Judy alargó la mano para coger la de Tony Palomo. Necesitaría apoyo. Ella también lo iba a necesitar. Pasarían por aquel suplicio juntos.
El alguacil volvió a tomar la palabra.
—Señoras y señores miembros del jurado, en el caso del estado contra Lucia, acusado de homicidio en primer grado, ¿cuál es su veredicto?
El presidente y portavoz del jurado se aclaró la garganta.
—Declaramos al acusado inocente.
Judy pensó que lo había oído mal. Tony Palomo cerró los ojos en un gesto de agradecida plegaria.
Santoro saltó de su silla, indignado.
—¡Señoría, la acusación solicita que interrogue al jurado! —exigió. El juez Vaughn accedió estoicamente y procedió a preguntar a los miembros del jurado, uno por uno, cuál había sido su veredicto.
Judy seguía sin dar crédito a sus oídos mientras los miembros del jurado iban repitiendo uno tras otro la palabra «inocente», y solo después del duodécimo «inocente» se convenció de que era verdad, que realmente habían ganado, y que por fin Tony Palomo había conseguido que se le hiciera justicia después de todo lo que había sufrido, y eso era algo que nadie le podría arrebatar.
Solo entonces empezaron las lágrimas a brotar de sus ojos.
En cuanto Judy y Tony Palomo pasaron al otro lado del cristal blindado, los guardias de seguridad de los juzgados acompañaron a los Coluzzi hasta la puerta, pero contener a los Lucia habría resultado poco menos que imposible. Bennie, Frank, los dos Tonys y el señor DiNunzio corrieron al encuentro de Judy y Tony Palomo entre gritos de júbilo, envolviéndolos en un gran abrazo, y juntos abandonaron la sala de juicio, entre aplausos y vivas.
Judy casi había franqueado la puerta cuando vislumbró al fondo de la sala a una mujer que le resultaba familiar, aunque tardó algunos segundos en reconocerla. Tenía el pelo rubio cobrizo, brillantes ojos azules y en los labios una gran sonrisa irlandesa. Era Theresa McRea, y estaba sentada junto a su esposo Kevin, el subcontratista. Su presencia allí solo podía querer decir que él iba a testificar contra los Coluzzi.
Judy los saludó. Su buena estrella brillaba como nunca.