Capítulo 13
Volvía a hacer un día perfecto en Filadelfia, lo que significaba que se había agotado el cupo anual de días espléndidos. El sol brillaba en lo alto de un cielo sereno y soplaba una brisa fresca. Judy paró un taxi que se dirigía a los nuevos hoteles de Society Hills, se instaló en el asiento de atrás y sacó su teléfono móvil del interior de una mochila repleta de cosas. Quería saber si su cliente seguía respirando. Le parecía un detalle relevante, sobre todo teniendo en cuenta el lugar al que se dirigía.
—A la ciudad universitaria, calle Treinta y ocho esquina con Spruce —indicó al taxista, omitiendo intencionadamente el nombre del edificio. No quería que la mirara más todavía como si fuera un bicho raro.
El taxista —un hombre joven que lucía piercings en todos los cartílagos visibles y llevaba su melena pelirroja peinada en correosas trenzas a lo rastafari que se abrían desde la coronilla como frondas de palmera— desprendía un fuerte olor a marihuana y era demasiado «guay» para aprobar el atuendo sabatino de Judy, que se componía de unos vaqueros, zuecos de tela vaquera y un jersey de Olily de colores estrambóticos sobre una camiseta blanca. A Judy le solían gustar los chicos malos como él, pero afortunadamente había superado esa fase tras haber aprendido lo evidente: que los chicos malos no eran más que hombres infantiles. Marcó el número del teléfono móvil de Frank y esperó mientras examinaba sus uñas, con los dedos extendidos. Residuos de pintura acrílica de tono herrumbroso orillaban sus cutículas, y el olor a trementina se imponía al de la hierba del taxi, como tenía que ser.
—¿Sí? —dijo Frank cuando cogió el teléfono. Sonaba cansado pero sereno, lo que resultaba tranquilizador.
—Dime que seguís enteros y que estáis bien.
—Seguimos enteros, y uno de nosotros está bien. En estos momentos el abuelo está barriendo el suelo de la planta baja. Ya ha limpiado el palomar y los dormitorios de la primera planta. Es como el conejito de Duracell, pero con canas.
—¿Qué tal está?
—Mal, porque se nos han acabado las bolsas de basura. Quería salir a comprar eso y café, pero le he dicho que no.
—¿Y te ha hecho caso?
—Qué más quisiera. He tenido que atarlo a una silla. Pero para eso está la familia, ¿no? He pensado que no te importaría.
Judy esbozó una sonrisa.
—Eso se llama falso arresto.
—De falso, nada.
Judy soltó una carcajada. Le gustaba hablar con Frank. Tenía una voz profunda y cálida. Se preguntó si estaría saliendo con alguien y deseó que no le gustaran las chicas malas. Todo el mundo sabe lo que hay detrás de toda chica mala.
—¿Ha vuelto la policía?
—¿Estás de broma?
Su primera discusión. Lo dejó pasar por alto. El taxi giró en dirección oeste en la calle Walnut, donde apenas había tráfico aquella mañana, pues aún no habían empezado el trajín de las compras.
—¿Han vuelto las palomas?
—Todavía no.
—¿Quiere eso decir que tu abuelo no se va a mover de ahí?
—No le queda más remedio. Yo tengo que ir a trabajar, así que me lo llevo conmigo. ¿Has hojeado la prensa de hoy?
—Lo estoy evitando.
—Somos la gran noticia del día, por desgracia, y hay un artículo entero dedicado a los Coluzzi y a su empresa de construcción, con fotos de John y Marco. Se especula sobre quién se pondrá al frente del negocio ahora que Angelo ya no está. Espera un segundo. —Frank tapó el auricular pero Judy seguía escuchando a Tony Palomo rezongando en italiano— Perdona —dijo Frank cuando volvió a ponerse—. La cuestión es que hoy no pienso perderlo de vista, se ponga como se ponga.
—Él quiere quedarse en la casa, claro.
—Está preocupado por las palomas, pero no puede estar aquí cuando vuelvan, si es que vuelven. Me da igual lo que diga. Anoche dormí sobre los almohadones del sofá por él, y creo que ya he hecho bastante. Hoy se viene conmigo.
—Estoy de acuerdo. —El taxi de Judy subió veloz por la calle Walnut—. ¿Por qué no les pides a los Tonys que se queden ellos en la casa? Podrían esperar a las palomas.
—¿«Los Tonys»? —preguntó Frank, y luego soltó una pequeña carcajada—. Si te parece raro que todos se llamen Tony, te equivocas. Lo raro es que no se llamen todos Frank.
El taxi cruzó el puente de hormigón sobre el río Schuylkill, que aquella mañana se las había arreglado para aparentar un color azul verdoso, y alcanzó las torres góticas de la Universidad de Pensilvania. Se estaban acercando. Judy necesitaba información.
—¿Dónde vas a estar hoy, por si necesito hablar con tu abuelo? —Su pregunta estaba totalmente justificada, pero no pudo evitar que le sonara a excusa barata.
—¿Tienes un boli a mano?
Judy hurgó en su mochila de piel en busca de un rotulador y de su pequeña agenda personal de tapas negras. Los encontró a ambos a la primera, lo que interpretó como una prueba de que la suerte volvía a sonreírle, y hojeó las delgadísimas páginas de la agenda hasta encontrar una en blanco. El taxista chasqueó la lengua al ver la agenda negra, pero Judy no pensaba disculparse. Peor sería si tuviera una agenda electrónica.
—Siga adelante —ordenó, mientras garabateaba una dirección y las indicaciones necesarias para llegar hasta allí. Cerró la agenda en el momento en que el taxi doblaba la esquina de la calle Treinta y ocho. Solo quedaban dos manzanas. Se le encogió el estómago—. Oye, Frank, te tengo que dejar, te estoy llamando desde el móvil.
—¿Dónde estás?
—Mejor no te lo digo. —Miró por la ventanilla mientras el taxi remontaba la avenida universitaria. Su punto de destino, el moderno edificio de ladrillo rojo se alzaba ante ella, parecía incompatible con el alegre cielo azul del fondo.
—Vale, tú sabrás, pero no vayas a meterte en ningún lío. Y no me dejes quedar mal otra vez, como ayer en el juzgado. Tienes que trabajar más ese gancho.
Judy soltó una carcajada, sintiendo que un cálido rubor se extendía por su rostro. Cerró la solapa del móvil y lo metió en la mochila.
—Pare delante de ese edificio de obra vista que se ve a la derecha, por favor —indicó al taxista, que se volvió para mirarla.
—Pero si eso es el...
—Lo sé —atajó en tono grave, y cuando el taxista la miró a los ojos por el espejo retrovisor, había un nuevo respeto en su mirada. Letradas uno, Porrero cero.
Por mucho que hubiera impresionado al taxista, Judy nunca había estado en el depósito de cadáveres de la ciudad, y mucho menos para presenciar una autopsia. Se concentró en intentar ocultarle este hecho al fiscal del distrito, también presente, que se presentó como Jeff Gold, y al inspector Sam Wilkins, el poli delgado con el que había hablado en la Roundhouse. La reluciente mesa de acero inoxidable que tenían ante sí —sorprendentemente larga porque en uno de sus extremos había un sumidero y un fregadero, ambos del mismo material— no parecía intimidarlos lo más mínimo. Judy recorrió con la mirada la pendiente que describía la mesa hacia el sumidero, y cayó en la cuenta de que no se destinaba al agua, sino a la sangre. Se le revolvieron las entrañas. Tendría que pintar toda la vida para enfrentarse mínimamente relajada a una experiencia como aquella. Evocó las imágenes de las montañas, los peñascos y los arroyos del bosque que había plasmado en sus paisajes, pero era en vano. Autopsia uno, Arte cero.
Junto al rostro de Judy había una balanza de acero inoxidable para pesar órganos humanos, y sobre la mesa colgaba una enorme lámpara de quirófano que arrojaba un deslumbrante fulgor blanco sobre la panoplia de instrumentos quirúrgicos alineados sobre una bandeja junto a la cabecera. Relucientes bisturíes, grandes tijeras con un misterioso artilugio en uno de sus extremos y lo que parecían unas cizallas brillaban bajo el potente foco. Junto a estos descansaban un martillo con un extraño gancho a un lado, un serrucho de aspecto sólido con un mango como de pistola y un aparato eléctrico con un grueso cilindro de acero cromado y una cuchilla giratoria: una sierra eléctrica. Judy se obligó a respirar profundamente, pero el olor a formaldehído y a desinfectante enrarecía el aire de la habitación. Le dolía la cabeza como si fuera a estallar. Se aferró a la correa de cuero de su mochila como un náufrago a su tabla de salvación, para serenarse de cara a lo que quiera que fuese que iba a ocurrir a continuación.
El médico forense, que se había presentado como doctor Patel, permanecía a un lado mientras sus ayudantes, dos jóvenes afroamericanos con sendas batas de color azul, introducían en la sala una camilla con una bolsa negra de las que se usaban para transportar los cadáveres. La levantaron de la camilla y la depositaron sobre la mesa de acero inoxidable con un sonido sordo que retumbó en el silencio de la sala de autopsias. Sin mediar palabra, el doctor Patel y uno de sus ayudantes acomodaron el bulto sobre la mesa, mientras el otro asistente se iba con la camilla vacía. Judy se concentró en el médico forense, no en la bolsa negra.
El doctor Patel, un hombre de mediana edad con una media sonrisa permanente y ojos marrones enmarcados por unas gafas con montura de acero, era indio y hablaba con acento inglés. Vestía una bata azul, llevaba puesto un gorro del mismo color fruncido con un cordoncillo y se había calzado dos pares de guantes de látex. Un bulto en forma de aro alrededor de uno de sus dedos indicaba que estaba casado. Su mano descansaba con ademán protector sobre la bolsa del cadáver, cuya presencia era imposible seguir obviando. El saco de nailon negro, que parecía sorprendentemente corto, tenía una protuberancia en uno de sus extremos, donde debía de estar la cabeza, y una depresión allí donde debían de descansar los pies. Olía a tela sintética de mala calidad, un olor que se esparcía en el aire junto con el frescor de la refrigeración. Judy se sintió ligeramente mareada.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el doctor Patel, y aunque sabía que solo intentaba ser amable, Judy empezaba a estar harta de que le hicieran aquella pregunta. Se suponía que era una chica dura. Había ido a clases de boxeo. Escalaba montañas en sus ratos libres. Era hija de un teniente coronel.
—Estoy perfectamente —le aseguró, con la esperanza de sonar profesional, aunque sabía perfectamente que sonaría como si dijera «¡Apártense, que voy a estallar!». El fiscal del distrito y el inspector Wilkins se volvieron para mirarla. Tenía ganas de salir corriendo—. Me encanta este sitio —añadió, y el forense sonrió.
—Es su primera vez.
Vaya lumbrera.
—Pues sí.
—Entiendo. —La mirada del doctor Patel se suavizó—. Quizá si voy explicando lo que hago paso a paso, entenderá lo que está viendo y sentirá menos aprensión.
«No, por favor, eso será peor», pensó Judy, pero dijo algo muy distinto:
—Sí, gracias.
—Estupendo. Empezaremos por el examen externo.
Auxiliado por su ayudante, el doctor Patel abrió la cremallera de la bolsa con un repiqueteo metálico. A medida que se iba ensanchando la uve de la apertura superior, iba asomando lo que parecía una máscara humana de color gris. Con manos diestras y ágiles, el forense y su ayudante sacaron el cadáver de la bolsa y volvieron a acomodarlo sobre la mesa, cubriendo sus partes pudendas con una sábana blanca. Al verlo, Judy sintió una arcada. Lo que tenía ante sus ojos era el cuerpo sin vida de Angelo Coluzzi.
—Estamos ante el caso de Angelo Coluzzi —anunció el doctor Patel, pronunciando a la perfección el nombre italiano y el número del caso, impresos ambos en una gran etiqueta amarilla que colgaba del dedo gordo del pie del cadáver. El forense proyectaba la voz hacia un micrófono negro que colgaba del techo, sobre el cadáver—. El sujeto llegó al instituto anatómico forense de Filadelfia el día diecisiete de abril del presente. Se trata de un varón caucasiano que tenía en la fecha de su muerte ochenta años de edad.
Judy sintió el impulso de apartar la mirada de nuevo pero se contuvo. Puede que tuviera alma de artista, pero había elegido la profesión de abogada y era su obligación comprender todo lo relacionado con los hechos por los que se juzgaba a su cliente para poder ofrecerle la mejor defensa posible. En el meollo de todos los casos de homicidio había un cadáver cuya existencia ella no podía ni debía rehuir. Sobre todo cuando daba la casualidad de que dicho cadáver era obra de su cliente. Se le ocurrió que quizá en eso residía buena parte del problema, lo que tampoco sería de extrañar. Le resultaba más fácil cuestionar su obra de arte que su profesión, pero era responsable de ambas. «Así que asume la responsabilidad —se dijo a sí misma—. Observa con tus propios ojos el resultado de la acción que te dispones a defender. Decide si tu cliente es inocente o culpable.» Judy entornó los ojos, notando cómo se le tensaba el estómago. Echó un buen vistazo al cadáver, y le pareció repugnante.
Tenía el rostro blanquecino en algunas zonas y gris en las mejillas hundidas y alrededor de los ojos, que estaban cerrados con tanta fuerza que los párpados parecían haber sido pegados. Cuatro pelos canosos asomaban sin orden ni concierto alrededor del cuero cabelludo, tan calvo como el de Tony Palomo. Su nariz, protuberante y con una brecha en el caballete, destacaba por contraste con las mejillas descarnadas y daba la impresión de que se la había roto mucho tiempo atrás. Los labios, inertes e inexpresivos a causa del rigor mortis, parecían delgados. Si bien la cabeza de Angelo Coluzzi descansaba más o menos alineada con su columna vertebral, incluso un profano en la materia como Judy se daba cuenta de que había algo poco natural en su disposición. A decir verdad, su cabeza no estaba sujeta a nada; solo la piel y el tejido muscular la mantenían unida al resto del cuerpo. Judy pensó que romperle el cuello a alguien es, en el fondo, como degollarlo. Cerró los ojos por un instante. ¿Cómo podía un ser humano hacerle algo así a otro ser humano? ¿Cómo podía Tony Palomo haber hecho algo así?
—El primer paso del examen externo es muy sencillo —iba diciendo el doctor Patel-Hay que medir el cuerpo y registrar los datos resultantes de la medición para el informe de la autopsia.
El forense cogió una regla de la mesa donde descansaba el instrumental médico y empezó a medir varias partes del cuerpo de Angelo Coluzzi, cuyos valores iba dictando al micrófono. Judy apenas lo escuchaba. Lo único que retuvo fue que Coluzzi pesaba tan solo sesenta y nueve kilos y que no medía más de metro setenta de estatura.
Mientras el forense iba anunciando los demás valores, Judy recorrió con ojos consternados el cuerpo escuálido del difunto, que parecía tener el pecho atrofiado, los antebrazos consumidos por la edad. Le habían envuelto las dos manos en sendas bolsas de plástico transparente, sujetas a las muñecas con gomas elásticas, pero aun así Judy pudo constatar que la artritis había hecho mella en ellas. Las caderas de Angelo Coluzzi sobresalían bajo la sábana blanca y sus piernas descansaban ligeramente separadas, flojos los músculos de las pantorrillas. La sangre se había concentrado en la parte posterior del cuerpo de Angelo Coluzzi, empujada por la fuerza de la gravedad en cuanto su corazón había dejado de latir, trazando un lúgubre perfil de su frágil silueta.
Judy no había contado con eso, no había contado con nada de todo aquello. Había imaginado a Angelo Coluzzi como un hombre alto y fornido, un matasiete, un bruto de la cabeza a los pies. Pero resultaba que su cadáver ocupaba poco más de la mitad de la mesa de autopsias. Los suyos eran los restos mortales de un anciano delgaducho y corto de estatura. El cuerpo de una frágil víctima, la víctima de su cliente, por más señas. Una oleada de emoción se apoderó de ella, más fuerte que las náuseas de antes pero de naturaleza similar, una sensación de asco que la dejó apesadumbrada y triste. Una vendetta era algo que tenía vida propia, y podía matar. Podía hacerle aquello a un anciano.
—Ahora pasaremos a anotar, de cara a la elaboración del informe, las anomalías externas visibles en el cadáver —decía el doctor Patel para tranquilidad de Judy, que veía cómo el forense señalaba el cuello roto de Coluzzi—. Hay una ligera contusión en la zona del cuello, que descansa en un ángulo claramente anómalo respecto a la columna vertebral.
Judy parpadeó varias veces seguidas, sintiéndose mareada, pero el fiscal del distrito abrió un bloc de notas en blanco.
—¿No murió estrangulado? —preguntó, el bolígrafo a punto para escribir—. Da la impresión de que pudo haber sido estrangulado, por las contusiones en el cuello y todo eso.
—No creo, y les diré por qué. Miren aquí. —El doctor Patel cogió una enorme carpeta de papel manila que descansaba en la mesa supletoria, extrajo de su interior una gran radiografía y, con un sonoro tableteo metálico sujetó la placa sobre una caja de luz que colgaba de la pared más cercana. Con manos temblorosas, Judy sacó un bolígrafo y un bloc de notas de su mochila mientras el doctor Patel encendía la caja de luz, iluminando así un primer plano del prodigioso acoplamiento de vértebras que daba forma a la espina dorsal humana. Pero no hacía falta ser médico para saber que aquella espina dorsal estaba terriblemente dañada, pues se había desgajado del cráneo, que aparecía en penumbra. El doctor Patel señaló la placa con ademán sereno—. Le hicimos esta radiografía en cuanto llegó, al mismo tiempo que las fotos. En ella se aprecia una fractura en la columna vertebral, concretamente en el segmento C3. Habiendo una fractura de estas características, es seguro que la muerte se produjo de forma instantánea.
—Pero pudo haber sido estrangulado, ¿no? Quiero decir, las contusiones del cuello dan la impresión de que hubo una fuerte presión en torno a esa zona —insistió el fiscal del distrito, pero el doctor Patel contestó moviendo la cabeza en señal de negación, reacio a hacer constar algo que no se podía demostrar científicamente.
—No, no hubo tal presión. La hemorragia que se observa es interna. La víctima no fue estrangulada. En los casos de estrangulación o asfixia, siempre se observan hemorragias petequiales en la conjuntiva. —El doctor Patel se volvió de nuevo hacia el cadáver y de pronto, con un pulgar enguantado, descorrió el párpado de uno de los ojos de Angelo Coluzzi. Judy se sobresaltó ante la extraña imagen del cadáver tuerto, cuya córnea marrón parecía empañada. El doctor Patel señaló la cara interna del párpado—. Como pueden comprobar, no se han formado coágulos en la membrana que recubre el ojo. Eso quiere decir que la muerte no se produjo por una pérdida de oxígeno. Quizá nos estemos precipitando un poco en nuestras conclusiones —añadió, con una risita incómoda—, pero todo apunta a que la fractura en el cuello fue la causa de la muerte, una muerte por fuerza instantánea. Este hombre no sufrió.
Judy comprendió entonces dónde quería ir a parar el fiscal del distrito. Lo que le preocupaba no era saber si la víctima había sufrido o no; quería demostrar que el asesinato había sido premeditado. Según las leyes vigentes en Pensilvania, la premeditación no se cifraba en el período de tiempo más o menos dilatado —días, semanas— con que se había anticipado un crimen, sino que podía darse en una fracción de segundo, siempre que la muerte fuera el resultado pretendido. Así las cosas, en el caso de que hubiera habido estrangulamiento, el fiscal no habría tenido ningún problema en demostrar la naturaleza premeditada del crimen. Judy no sabía si podía hacer preguntas en una autopsia, pero dedujo que si el fiscal del distrito las hacía, ella también podía hacerlas, y tenía más de un motivo legal para formular la pregunta que le vino a la mente:
—Doctor Patel, ha dicho usted que la causa de la muerte fue esa grave fractura. Imagino que hace falta mucha fuerza para romper el cuello a alguien, ¿no?
El fiscal resopló.
—Eso usted no lo puede saber, ¿verdad que no, doctor? —preguntó, mientras a su lado el inspector escuchaba con gesto impasible—. No creo que la pregunta sea pertinente.
El doctor Patel parpadeó despacio tras sus gafas, como si fuera un búho.
—Quizá no, pero como médico que soy me siento plenamente capacitado para contestarla y no veo que esté de más. El cuello de un hombre de esta edad se rompe con facilidad. Un golpe contundente habría bastado. Este hombre fue prácticamente desnucado. —La consternación hizo enmudecer a Judy mientras el doctor Patel descansaba una mano en el hombro del cadáver—. Y ahora, si son tan amables, y aunque aprecio de veras su interés, les ruego me permitan proseguir con el informe de la autopsia. Debo ceñirme a nuestras normas internas.
El fiscal del distrito garabateó otra nota, y Judy se enfrentaba al mismo problema que tendría el jurado. «Este hombre fue prácticamente desnucado.»
—Ahora pasaré a determinar la existencia de otras circunstancias anómalas.
El doctor Patel se tomó su tiempo para revisar palmo a palmo el cadáver de Angelo Coluzzi, recorriendo cada centímetro de su piel con sus dedos enguantados, acercándose para mirar de cerca y dejando constancia de cada cicatriz, lunar y lesión cutánea. Describió incluso el tatuaje que Coluzzi se había hecho en el brazo, un crucifijo enmarcado en una desdibujada corona de espinas bajo la cual ondeaba una cinta con la palabra «Italia», que, pronunciada por el doctor Patel con su distinguido acento británico, sonaba incluso elegante. Al ver el tatuaje, Judy recordó el que lucía Tony Palomo, también de un crucifijo.
Reflexionó sobre aquella coincidencia. Angelo Coluzzi y Tony Palomo eran coetáneos, dos inmigrantes procedentes del mismo país. Según Frank, se habían criado a poco más de quince kilómetros de distancia; ambos se dedicaban a la cría de palomas mensajeras; les gustaban los mismos tatuajes; amaban a la misma mujer. Tenían más en común que la mayoría de los amigos, y sin embargo, eran enemigos. Dos ancianos menudos, uno de los cuales había matado al otro. Tony Palomo había matado a Angelo Coluzzi, el anciano que yacía sobre la mesa de autopsias, cuyas manos el doctor Patel empezaba a liberar de las bolsas precintadas.
Los pensamientos se atropellaban en la mente de Judy mientras veía cómo el doctor Patel separaba los dedos rígidos de Angelo Coluzzi, raspaba cuidadosamente la parte inferior de las uñas y guardaba cada muestra en una bolsa aparte. Sabía que el forense las enviaría a un laboratorio, donde lo que a simple vista parecía suciedad permitiría a los analistas forenses extraer el ADN de la piel de Tony Palomo y fibras de la ropa que llevaba puesta el día de autos. Angelo Coluzzi podía incluso conservar en su piel las huellas digitales de Tony Palomo, algo que el laboratorio también podía determinar, recordó Judy. Las pruebas de la acusación contra Tony Palomo eran contundentes y sustanciales, porque él lo había hecho. Era culpable. Y ella iba a defenderlo. La sola idea le producía náuseas. El olor a muerte impregnaba sus fosas nasales. El cadáver helado le producía escalofríos. Sus contusiones negras pedían justicia a gritos. «Este hombre fue prácticamente desnucado.» Judy no podía seguir negando lo que era obvio: su cliente era culpable de asesinato.
—Ahora procederé a efectuar el examen interno del cadáver —decía el doctor Patel. Acto seguido, se volvió hacia la bandeja de instrumentos quirúrgicos y cogió un bisturí largo y reluciente—. Haré una incisión primaria en el tronco, cortando de hombro a hombro, e iré bajando por el pecho. Luego, desde el xifoides o apéndice terminal del esternón, haré un corte medio hacia abajo, abriendo el abdomen hasta el pubis. —Bisturí en mano, el doctor Patel miró a Judy con gesto incierto—. ¿Se encuentra bien? No tiene buena cara.
Judy no pudo contestar, porque le sobrevinieron unas arcadas violentas y tuvo que salir corriendo en busca del lavabo más cercano.