Capítulo 25
La funeraria Bondi era una de las varias casas de pompas fúnebres que abrían sus puertas en South Broad Street, la principal arteria de la ciudad, y Judy esperaba de pie, entre la creciente multitud que se había congregado en la acera, frente a la funeraria. Con su pañuelo de seda negra, sus gafas de sol desmesuradamente grandes y la gabardina negra que había sacado del armario del bufete, Judy parecía más una espía rusa que una doliente, pero al menos no guardaba ningún parecido con la abogada que había demandado a los desconsolados familiares del difunto. De no ser así, tal vez no hubiera sido bien recibida en el velatorio.
El humo de un cigarrillo envolvió su rostro, y el hombre que tenía al lado bebía vino a grandes tragos de una botella envuelta en una bolsa de papel. Los dos ancianos que tenía a su espalda cotilleaban sobre un vecino, pero una pareja de estudiantes que pasaron por allí de camino a la universidad de Bellas Artes estaban hablando de la bomba colocada en su coche. Judy levantó el cuello de la gabardina. Era indudable que la presencia de las cámaras por la mañana había hecho acudir al velatorio a vecinos, curiosos y a los demás medios de comunicación aunque, según la nota necrológica, la ceremonia no empezaría hasta las tres de la tarde. Judy consultó su reloj. Solo eran las dos, y ya empezaban a llegar los policías uniformados encargados de controlar a la muchedumbre.
—Hagan el favor de retroceder —ordenó uno de los agentes, apeándose de un coche patrulla mientras hacía señas a un camión municipal que venía detrás, a escasa velocidad. A continuación, un grupo de policías se apresuró a descargar una serie de vallas blanquiazules por la puerta trasera del camión y a alinearlas junto al bordillo para impedir
que la multitud invadiera la calzada de Broad Street. Judy no comprendía aquella macabra costumbre de South Philly consistente en situar las casas funerarias en las calles más transitadas de la ciudad, con lo que quedaba garantizada la congestión del tráfico o la muerte accidental de algún doliente, o ambas cosas a la vez, pero eran muchas las costumbres de South Philly que Judy no acababa de entender. Que hubiera que marear al espagueti dándole vueltas con el tenedor, por ejemplo, o que el intento de asesinato fuera un deporte local—. Ustedes, señoritas, atrás por favor —repitió el policía. Las estudiantes de arte retrocedieron, colocándose al mismo nivel que Judy en un hueco entre dos vallas de seguridad, donde tenían una buena visión de la puerta de la funeraria. Judy confiaba en poder ver a los Coluzzi, comprobar cómo lo llevaban John y Marco, y de paso intentar averiguar algo que pudiera serle útil. Nunca se sabía qué podía ocurrir, e incluso asistir a un velatorio le resultaba más apetecible que llamar a sus padres.
Un murmullo recorrió la muchedumbre, y Judy siguió con los ojos el movimiento de todas las cabezas calle abajo. A juzgar por los «¡oooh!» y «¡aaah!» que escuchó a continuación, no le habría sorprendido ver desfilar la Mummer Parade, el tradicional pasacalles que recorre las calles de Filadelfia en Año Nuevo, pero lo que vio fue una reluciente comitiva de limusinas negras que se abría paso hasta la funeraria como una serpiente articulada. Judy se alzó sobre las puntas de los pies, tratando de no perder el equilibrio. Tenían que ser los Coluzzi. Su corazón empezó a latir más deprisa.
Varios hombres con chaqueta gris salieron de la funeraria bajando a la carrera la escalinata de mármol y se apostaron al pie de la misma mientras se detenía la primera limusina de tres cuerpos, con cristales convexos y ahumados, más propia de Elvis que de un simple promotor inmobiliario. El potente motor del vehículo ronroneaba junto al bordillo, a la espera de las demás limusinas, que se iban deteniendo lentamente unas tras otras, suscitando sin advertirlo un creciente interés entre la multitud. Los fotógrafos disparaban sus cámaras, y una de las estudiantes que Judy tenía al lado sacó una Kodak desechable entre risas.
Judy miró en su dirección. Aquello podía resultarle útil.
—Te doy veinte pavos por la cámara —le dijo a la estudiante, que lucía un piercing en la oreja, otro en una aleta de la nariz y el tercero en el labio inferior. Judy, que hasta aquel instante se sentía bastante identificada con todo tipo de manifestaciones contraculturales, no pudo evitar compadecerse de ella.
—¡Si eso es lo que me ha costado! —replicó la estudiante de arte, pero Judy ya estaba hurgando en su mochila en busca del monedero. Sacó un billete de cincuenta dólares y se lo ofreció.
—¡Guau! —exclamó la estudiante, y se fue con su amiga.
Judy empuñó la cámara justo en el momento en que las puertas de la primera limusina se abrían y de su interior salía John Coluzzi, con su achaparrada figura embutida en un traje a todas luces caro. John tendió una mano a su madre, que lucía un vestido negro y un pañuelo como el de Judy, y luego ayudó también a su esposa, una mujer menuda que vestía un elegante vestido negro y llevaba una mantilla de encaje negro sujeta en lo alto de su anacrónico cardado. Judy les sacó una foto, y no había pasado medio segundo cuando los ocupantes de la segunda limusina empezaron a apearse. Marco Coluzzi, el más pequeño de los dos hermanos, salió acompañado de su esposa, una versión actualizada de la mujer de John, que lucía un peinado normal y llevaba cogidos de sus cuidadas manos a dos niños enfundados en sendos trajes de primera comunión.
Judy sacó otra foto, recordando el artículo que había leído sobre la guerra abierta por la sucesión en Construcciones Coluzzi. No hacía falta ser italiano para saber que el hijo con descendencia era el mejor situado para acceder al trono, puesto que con él quedaba asegurada la continuidad del linaje real. Judy sacó otra foto.
La tercera limusina se detuvo entonces frente a la puerta, y de su interior salió un grupo de hombres y mujeres que Judy no reconoció. Les sacó unas cuantas fotos, dando por sentado que sus nombres podían figurar en algunas de las demandas que ella acababa de presentar. Luego las restantes limusinas empezaron a bajar por Broad Street, raudas y vertiginosas como una orquesta de cuerda. Judy hizo fotos de todos sus ocupantes, al menos de perfil, y sacó numerosas instantáneas de los dolientes mientras llegaban en una riada negra que se movía tan despacio como el alquitrán entre la multitud y el tráfico.
A medida que los allegados del difunto iban accediendo al interior de la funeraria, Judy empezó a sentirse apartada, aunque siguió disparando la cámara sin cesar hasta agotar el carrete. Las puertas de la capilla ardiente estaban abiertas a cuantos quisieran prestar su último homenaje al difunto, así que podía entrar. Era arriesgado meterse en la boca del lobo al que pretendía cazar, pero de momento nadie la había reconocido, ni siquiera las estudiantes de arte, que habían leído la noticia de la bomba colocada en su coche. Además, una vez dentro, tal vez llegara algo interesante a sus oídos. Judy metió la cámara en el bolsillo de la gabardina, pasó entre las vallas y cruzó la calle a paso rápido.
Su corazón latía con fuerza mientras subía la escalinata de mármol que conducía al interior del edificio, cubierta por un toldo de plástico gris cuyos bordes festoneados ondeaban agitados por el viento que azotaba Broad Street. Los asistentes al velatorio rodeaban a Judy y se detenían en lo alto de la escalera a saludarse y a apagar los cigarrillos en grandes urnas de cerámica repletas de arena, por lo que se formaba un embotellamiento considerable a las puertas de la funeraria. Judy dejó que la multitud avanzara sin apartar los ojos de las colillas que asomaban en la arena como un bosque salido de una pesadilla. Nunca había estado en un velatorio, y mucho menos en un velatorio italiano, y se dijo a sí misma que debía mantener la calma y dejarse llevar por la corriente. Allá donde fueres haz lo que vieres y todo eso.
Poco a poco, los dolientes iban accediendo al interior del edificio y, en cuanto pisaban la gruesa alfombra roja, se desplazaban a la izquierda. Judy no podía ver más allá del hombretón que tenía delante. Observó con disimulo a los hombres presentes y descubrió una sucesión de rostros rudos, curtidos por el trabajo al aire libre, y grandes manos carnosas en las que relucían anillos de graduación. Aquellos hombres parecían incluso menos acostumbrados a sus rígidos trajes que ella, y se le encogió el estómago cuando cayó en la cuenta de que solo podían ser los subcontratistas que habían trabajado en el centro comercial de Philly Court, entre otros proyectos de los Coluzzi. Si sus suposiciones eran correctas, aquellos caballeros estarían muy, pero que muy nerviosos, y no tardarían en acudir a los Coluzzi en busca de protección. Aquello era el sueño de todo abogado. Intentó mantener la cabeza baja, el oído aguzado y los ojos atentos a cada detalle. Lo primero que le llamó la atención fue que nadie a su alrededor estaba llorando.
La cola se adentraba lentamente en una estancia situada a mano izquierda de la que Judy hizo un rápido reconocimiento. Era una habitación enorme, repleta de sillas desplegables colocadas de cara a la pared del fondo, que Judy apenas podía adivinar debido a la gran cantidad de personas que se agolpaban delante de ella, dándose palmaditas en la espalda y saludándose entre risas. Las sillas metálicas estaban cubiertas con fundas de plástico color marfil, a juego con el abigarrado papel de pared, salpicado de florituras doradas. El aire estaba saturado del olor a flores refrigeradas y a imitación de Shalimar. Judy intentó contener la respiración.
La cola seguía avanzando, y desde las sillas desplegadas llegaban hasta sus oídos retazos de conversaciones.
—Oye, Tommy, de un tiempo a esta parte solo te veo en bodas y funerales.
—Qué, Jimmy, ¿vuelves a tomar esa porquería para adelgazar?
—Se lo tengo dicho: como los Eagles no se busquen un nuevo RB, van listos.
—No tendrían que haber echado a Reggie.
—Es buena chica, muy buena chica. En otoño se va a Villanova.
Judy seguía a la escucha, pero la cosa no prometía demasiado. Quizá nadie estuviera de humor para confesiones. La cola seguía avanzando a lo largo de la pared afelpada. Ya le faltaba poco para llegar al otro extremo de la habitación, y Judy se puso de puntillas para echar un vistazo. Un reluciente ataúd de bronce con asas cromadas descansaba sobre una impresionante tarima cubierta de rosas, fresias, gladiolos y claveles blancos teñidos con esprais de colores. Apostados a la derecha del ataúd, junto a otro arreglo floral que hacía las veces de telón de fondo, estaban John y Marco Coluzzi, el gesto grave, rígidos como dos sujeta-libros desparejados. No cruzaban palabra, y se mantenían a una distancia prudencial el uno del otro, pero de pronto Judy comprendió que tenía cosas más importantes por las que preocuparse que el lenguaje corporal de los hermanos Coluzzi. La cola en la que se encontraba iba a parar directamente al ataúd, donde las personas se arrodillaban sobre un reclinatorio acolchado, se persignaban y luego se desplazaban a un lado para presentar sus respetos a los hermanos Coluzzi.
Tras las gafas de sol, los ojos de Judy parecían a punto de saltársele de las órbitas. ¡Estaba en la cola de las condolencias! No quería arrodillarse ante el ataúd de Coluzzi. Ni siquiera sabía cómo persignarse. Si no abandonaba la cola deprisa, acabaría estrechando la mano a los hombres que querían acabar con su vida.
Miró a su alrededor desesperada. La única escapatoria posible sería salir de la cola y pasar a los asientos de la izquierda, pero hacerlo cuando estaba a punto de llegar a la cabeza de la cola sería ponerse en evidencia. Demasiado peligroso. Nadie rompía filas antes de prestar los últimos respetos al difunto. Y cualquiera que hubiese visto El padrino sabía que el respeto era algo que aquella gente no se tomaba a la ligera.
La cola seguía adelante, dejando atrás otras dos hileras de sillas. Judy estaba ahora a tan solo seis metros del ataúd. No sabía qué hacer. Se estrujó la sesera en busca de una solución. En tales circunstancias, solo había una excusa aceptable.
—Perdonen —dijo en voz alta—. ¿Sabe alguien dónde está el lavabo?
Una mujer mayor que esperaba su turno en la cola, por delante de otras dos parejas, se volvió y señaló hacia la derecha con un dedo delgado.
—Al otro lado del vestíbulo —precisó con gesto solidario, y Judy asintió en silencio.
Pero las únicas puertas que había en la habitación eran aquella por la que había entrado y la que quedaba a la derecha del ataúd. No tenía opción. Si se comportaba de un modo sospechoso, levantaría las sospechas de los Coluzzi. Se llevó las manos al vientre como si tuviera un súbito ataque de diarrea, echó a caminar apresuradamente hacia delante, giró a mano derecha delante de los gladiolos rojos y buscó el letrero de los lavabos femeninos.
tocador, rezaba un letrero tenuemente iluminado, y Judy siguió el eufemismo hasta el lavabo de señoras. Sin embargo, cuando abrió la puerta descubrió que no era un cuarto de baño, sino una enorme habitación con paredes jaspeadas en dorado alrededor de las cuales se habían dispuesto sillas plegables. La estancia, generosamente provista de grandes cajas de kleenex, estaba repleta de mujeres que daban rienda suelta a su llanto. En un rincón había unas cuantas sollozando aparatosamente, aferradas a sus pañuelos empapados, y en el lado opuesto de la estancia había otro grupo que lloraba de un modo más ostensible aún. Judy miró a uno y otro lado, preguntándose si no estaría ante un concurso de plañideras.
—Lo... lo siento —farfulló, pero nadie pareció percatarse de su presencia excepto una mujer alta con el pelo rubio cobrizo y brillantes ojos azules cuyo abultado vientre de embarazada se adivinaba bajo su vestido de lino negro. Estaba sola junto a la puerta, examinando los grabados de mala calidad que colgaban de la pared.
—No pasa nada —dijo la mujer, que hablaba con fuerte acento irlandés. Una nube de pecas le salpicaba la nariz, y su cutis era de un perfecto tono rosado.
—Iba buscando el cuarto de baño.
—Está al fondo del pasillo. —La mujer se acercó más a Judy, con un brillo malicioso en sus ojos azules—. Yo también me he equivocado. Tú tampoco eres italiana, ¿verdad?
—¿Tanto se nota? —Judy sonrió, un poco nerviosa por la posibilidad de que la mujer irlandesa la pudiera reconocer.
—Hombre, eres amable y alta, y además, se nota que debajo de ese pañuelo hay una melena rubia.
Un coro de lancinantes sollozos rebrotó entre los dos grupos de mujeres situadas en puntos equidistantes de la habitación, como si se tratara de un llanto en estéreo. Judy pensó que lo mejor que podía hacer era irse de allí, pero sintió lástima por aquella mujer que parecía tan sola, tan ajena a todo aquello. Acercó el rostro al suyo y murmuró:
—Somos las únicas mujeres aquí dentro que no están llorando. Igual es algo así como el precio de admisión.
La mujer rió bajito.
—He ahí la gran diferencia entre los italianos y los irlandeses. Nosotros sí sabemos cómo montar un velatorio. Vamos, que todo el mundo se lo pasa de muerte. La cuestión es precisamente no llorar. —Se le iluminaron los ojos—. En Irlanda, los velatorios suelen durar varios días. Así ocurre en el condado de Galway, de donde es mi familia. ¿Lo conoces?
—No —confesó Judy, atribuyendo a la ingenuidad de la desconocida el que supusiera que un estadounidense podía tener noticia de los condados irlandeses. Judy siempre se había sentido culpable por no conocer más geografía que la de su país.
—Es un sitio precioso, precioso. Yo soy de un lugar llamado Loughrea. Solo llevo aquí dos años, desde que conocí a mi esposo, Kevin. Por cierto, me llamo Theresa.
—Encantada de conocerte —se limitó a decir Judy, y era tal el entusiasmo de Theresa por tener a alguien con quien hablar que ni se percató de que su interlocutora no se había presentado.
—Kevin, mi marido, es estadounidense. Estaba de visita en mi ciudad y andaba buscando un dispensador de billetes, ¿cómo lo llamáis vosotros? Ah, sí, «cajero automático». Total, que me paró en Dublin Road y me preguntó: «Perdone, ¿sabría decirme dónde hay un cajero automático?», y yo le dije que lo tenía delante de sus narices. Fue amor a primera vista.
—¿Dónde hay un cajero automático? Qué frase tan romántica —bromeó Judy, y la cálida risa de Theresa sonó en la habitación.
—Es verdad. Total, que nos casamos y ahora estamos esperando nuestro primer hijo. Hasta ahora todo nos ha ido muy bien. —Hizo una pausa, incómoda—. Claro que lo mío me ha costado adaptarme a la vida de casada y todo eso, por no hablar de lo diferente que es todo a este lado del charco. Aunque, por supuesto, había leído mucho sobre listados Unidos. Además, allá se ven todos los programas de la televisión estadounidense y leemos ¡os mismos libros que se publican aquí, y por eso creía que sabía lo que me iba a encontrar. Pero una nunca sabe lo que le espera, ¿verdad? —La mujer movió la cabeza como si buceara en sus recuerdos, y de pronto se le empañaron los ojos.
—¿Quieres sentarte? —preguntó Judy azorada, y la ayudó a acomodarse en una silla coja que había junto a la puerta.
—Lo siento, qué tonta soy. Deben de ser las hormonas.
—Tranquila, no pasa nada. —Judy sacó un kleenex de una caja que alguien había dejado sobre una silla y se lo ofreció—. Estás en la habitación de las lágrimas, así que aprovecha y desahógate.
De pronto, la puerta se abrió y Judy se quedó helada de miedo. John Coluzzi asomó la cabeza por el hueco de la puerta como si buscara a alguien. Avanzó indeciso y miró por encima del hombro de Judy. Lo tenía tan cerca que podía oler su loción de afeitado. ¿Acaso la estaba buscando? Si la encontraba, podía darse por muerta. Rápidamente, Judy rodeó a Theresa con un brazo y la acercó a sí, como si la consolara. Confiaba en que Coluzzi las tomara por dos mujeres más que lloraban en la habitación de las lágrimas.
Coluzzi se quedó unos segundos más, pero Theresa sollozaba cada vez más fuerte, y Judy la apretó contra su pecho. Entonces oyó que la puerta se cerraba a su espalda. Coluzzi se había ido, dejando a su paso un suave olor a Calvin Klein.
Theresa hablaba entre lágrimas.
—Eres muy buena. Me alegro tanto de... hacer alguna amiga aquí. Los americanos... o quizá los de Filadelfia, no lo sé... no siempre acogen de buena gana a los recién llegados.
—Sé a lo que te refieres —dijo Judy, y era cierto. Solo había hecho una amiga en la ciudad, Mary, pero siempre se había dicho que era culpa suya. A lo mejor debería empezar a echarles la culpa a los demás. Desde luego, le resultaría más fácil.
—Todo va fatal, justo cuando debería ir... a las mil maravillas. Ahora estamos bajo mucha presión, y yo con las hormonas arriba y abajo, y el médico me ha dicho... están que se suben por las paredes.
—Seguro que todo se arreglará. —Judy sostenía a Theresa, sacudida por los sollozos, y se compadeció de ella, sobre todo porque acababa de salvarle la vida—. Y dentro de poco tendrás un hijo.
—Ya, pero tenemos tantos problemas... económicos. Aquí todo es carísimo, no como en mi país. Creo que, en el fondo, lo único que me pasa es que echo mucho de menos todo aquello.
Un sentimiento que Judy no conocía.
—Estoy segura de que se te pasará.
—Justo ahora que hemos empezado a construir nuestra nueva casa... y que el negocio de mi marido iba viento en popa. Estaba trabajando para los Coluzzi... y por fin íbamos a salir de aquel apartamento... necesitamos, ya sabes, una habitación para el niño. —Theresa soltó un profundo sollozo—. Estaban hablando incluso de... de comprarle la empresa. Querían... expandirse o algo así, y le iban a pagar una millonada, pero entonces... entonces va y se muere Ángelo Coluzzi y... ahora hay una... una demanda contra la empresa, y no sé qué va a pasar. Podríamos perderlo todo.
Judy se sintió compungida. Theresa debía de ser la esposa de uno de los subcontratistas. Judy era la responsable de todo el sufrimiento de aquella mujer, que para colmo estaba embarazada. No se le había ocurrido que amargándoles la vida a los Coluzzi también amargaría la vida a personas como Theresa.
—Lo siento mucho —musitó, y lo decía sinceramente.
—Kevin dice que no me preocupe, pero no puedo evitarlo. No podemos quedarnos sin la casa nueva, no ahora que el niño está a punto de nacer.
La mente de Judy era un torbellino. Por mucho que lamentara la situación de Theresa, quizá aquella fuera la oportunidad que había estado esperando. ¿Qué había dicho Roser? «Los Coluzzi no contratan a irlandeses ni a negros, a menos que no les quede otro remedio.» ¿Sería Theresa la mujer de McRea, el de la empresa de pavimentación? Judy no recordaba su primer nombre, aunque lo había visto escrito en el expediente de la demanda.
—Debe de ser muy duro para ti —observó.
—Es horrible... y no podría haber ocurrido en peor momento. Ni siquiera me atrevo a contárselo a mis padres porque tengo miedo de que digan que... que abandone a Kevin y me vuelva a casa. Quiero irme a casa, pero no quiero... destrozar mi matrimonio.
Judy cogió toda la caja de kleenex. Ahora tenía un interés más allá de la pura amabilidad para brindar consuelo a aquella mujer, y se sentía fatal por hacerlo, pero también tenía una misión que cumplir, y había varias vidas en juego.
—Por favor, tranquilízate. Te voy a decir algo que te va a sorprender. Creo que puedo ayudaros, a tu marido y a ti.
—¿Cómo... cómo dices?
—Soy abogada, y puedo ayudarte. Estoy al tanto de esa demanda, y te puedo asegurar que tu marido no es el objetivo. —Judy le tendió un pañuelo limpio, con el que Theresa se enjugó los ojos.
—Por supuesto que no. No puede serlo. Apenas conoce a los Coluzzi. Nosotros no conocemos a ninguna de esta gente. Mi marido nunca había trabajado para ellos.
—Me lo suponía.
Theresa parpadeó para ahuyentar las lágrimas, y en sus ojos había ahora una expresión intrigada.
—¿Y cómo has podido saberlo?
—Me llamo Judy Carrier, y soy la abogada que presentó esa demanda.
Theresa dio un grito ahogado, pero el sonido se perdió entre los gemidos que seguían emitiendo las plañideras en Dolby estéreo desde los dos extremos opuestos de la habitación. Theresa abrió la boca como si estuviera a punto de gritar o de pedir socorro, pero Judy le cogió la mano y la sujetó con fuerza.
—¡No! Por favor, no me delates. Esta gente me mata si se entera.
—¿Qué? —Los ojos de Theresa escrutaban los de Judy, incluso tras las gafas—. ¿De qué demonios estás hablando?
—Son asesinos, gente peligrosa. No son lo que aparentan ser, o al menos lo que tú crees que son.
—Si eso es verdad, ¿qué haces tú aquí? —Theresa miraba a Judy como si estuviera loca de remate, lo que era una posibilidad bastante plausible.
—Esperaba poder hablar con tu esposo, o con otro de los subcontratistas. Tu esposo se llama Kevin McRea, ¿verdad?
Theresa asintió, atónita y a punto de romper a llorar de nuevo, pero Judy seguía asiendo sus delicadas manos.
—Escúchame. Kevin estará metido en un lío mientras siga de parte de los Coluzzi. Sé que les pavimentó un camino de acceso privado a cambio del contrato de excavación y pavimentación del centro comercial de Philly Court.
—Yo no sé nada de los negocios de Kevin.
—No estoy diciendo que lo sepas, pero lo que hizo va en contra de las leyes de este país. —Judy sintió una punzada de culpa por estar asustándola de aquel modo, pero todo lo que decía era verdad—. Yo no quiero causarle problemas a Kevin, ni a ti —prosiguió, bajando la voz para que no la escucharan las demás mujeres—. Los malos de la película son los Coluzzi, y cuando la cosa se ponga fea no le echarán una mano a Kevin, eso te lo puedo asegurar. Son gente peligrosa y están unidos como un clan. Os utilizarán como chivos expiatorios y os dejarán tirados.
Las lágrimas volvían a rebosar los ojos de Theresa, pero Judy no podía detenerse.
—Puedes llamarme al bufete a cualquier hora. Te prometo que si lo haces y convences a Kevin para que colabore conmigo, retiraré la demanda contra él. La retiraré sin más, y vuestros problemas se habrán terminado. Y no diré a nadie que él vino a hablar conmigo hasta que llegue el día del juicio. No quiero que tu bebé se quede sin habitación por mi culpa, ¿vale? ¿Harás lo que te pido?
Theresa apartó las manos. Las lágrimas rebosaban sus ojos.
—A ti no te importa mi hijo. ¡Solo tratas de utilizar a Kevin para ganar tu caso!
—Sí que me importa, pero eso da igual. Lo importante es que, teniendo en cuenta lo que ha hecho Kevin, lo que os propongo es vuestra única posibilidad de salir de este lío. Dile que hemos hablado. Es su única esperanza, y la tuya.
Antes de que Theresa pudiera replicar o descubrirla, Judy se levantó y se fue de la habitación. Quería salir cuanto antes de la funeraria. Había conseguido más de lo que nunca hubiera esperado. Como rezaba el refranero de los tribunales, una vez que has ganado, lo mejor que puedes hacer es cerrar la boca y largarte.
De pronto, Judy se encontró en un pasillo repleto de gente que charlaba entre risas mientras volvía de fumarse un pitillo en la calle. Judy se abrió camino entre aquel mar de espaldas anchas y cuellos gruesos, y casi había cruzado el vestíbulo de la entrada cuando sintió que alguien la miraba fijamente, un hombre fornido que estaba a su lado. Miró de reojo, parapetada tras sus enormes gafas de sol.
Le sonaba su cara. Era Jimmy Bello, el matón de John Coluzzi, el mismo que vigilaba la sede del club desde una esquina pocos días atrás. Estaba rodeado de familiares y allegados del difunto, pero la miraba directamente a ella. ¿La habría reconocido? Judy no iba a quedarse esperando la respuesta. Apretó el paso hasta la puerta abierta y salió a toda prisa.