Capítulo 31
Judy se sentó en el suelo de la sala de reuniones y puso en el radiocasete la cinta correspondiente al día 25 de enero. Penny dormía plácidamente junto a ella, sobre la alfombra azul marino, con el estómago lleno de pollo a la cantonesa. Ambas se sentían saciadas y razonablemente seguras, teniendo en cuenta que había una cerradura en la puerta de la sala de reuniones, una doble cerradura en la recepción del bufete y un guardia armado custodiando el vestíbulo del edificio. Rosato y Asociadas no era Fort Knox, pero sí bastante más seguro que el piso de Judy.
Había llamado a la policía para alertarles del posible allanamiento, pero aquella semana el inspector Wilkins tenía el turno de día, así que Judy hubo de conformarse con presentar una queja al agente que la atendió, quien le dijo que pasarían a comprobarlo en cuanto pudieran. No le constaba que se estuviera haciendo un seguimiento de la bomba colocada bajo su coche, y tampoco tenía ni la más remota idea de dónde estaba el vehículo. Así las cosas, el marcador señalaba 1-0 a favor de la familia Coluzzi y en contra de los amantes de los perros. Era un resultado contra natura.
Judy apretó el play y empezó a sonar la voz bronca de Jimmy el gordo, que para entonces ya le resultaba familiar.
Jimmy: Necesito ese traje.
Voz de mujer: Señor, le dije que lo tendría el martes, no el lunes.
Jimmy: Lunes, martes, ¿cuál es la diferencia? Lo necesito hoy.
Voz de mujer: Lo siento, señor, pero no lo podemos tener para hoy. Lo hemos mandado fuera. Nos lo traerán el martes por la mañana. Entonces podrá venir a recogerlo.
Jimmy: ¿Y por qué cojones lo habéis mandado fuera? No entiendo por qué habéis tenido que mandarlo fuera. ¿Y adónde coño lo habéis mandado, si puede saberse? ¿A Camden?
Voz de mujer: No, señor. Nuestra planta está en Frankford.
Jimmy: ¿Frankford? ¡Pues métase en un coche y vaya a buscarlo, maldita sea! ¡Necesito la mierda del traje!
Judy apretó el botón de avance rápido. Las cintas estaban clasificadas a mano por orden cronológico, pero se habían estado grabando sin interrupción veinticuatro horas al día, y Jimmy pasaba más tiempo al teléfono que ningún otro hombre sobre la faz de la tierra. Judy había empezado por escuchar la grabación realizada el 25 de enero, la víspera del accidente de tráfico que costó la vida a los padres de Frank, y había ido retrocediendo en el tiempo a partir de esa fecha, por si había alguna conversación entre Coluzzi y Jimmy que llevara a suponer que los dos hombres lo habían planeado todo de principio a fin. Le dio al stop, y luego de nuevo al play:
Jimmy: ¿Eres tú?
Voz de mujer: ¿Quién quieres que sea? ¿Cher?
Jimmy: No me gusta Cher. No me pone.
Voz de mujer: Mmm, ¿y qué me dices de Pamela Anderson?
Jimmy: ¿La de las tetas? Esa sí me pone.
Voz de mujer: Vale, pues soy Pamela.
Judy le dio al botón de avance rápido, asqueada. Aquella clase de cosas le quitaban las ganas de acostarse con un italiano. De hecho, le quitaban las ganas de acostarse con nadie, lo que de todos modos empezaba a convertirse en una costumbre. Pobre Marlene. Jimmy Bello era un cerdo integral. Judy volvió a darle al play cuando calculó que ya había avanzado lo suficiente.
Voz de hombre: Y no te olvides del aceite corporal. Jimmy: ¿Para qué lo quieres, Ángelo?
Era Ángelo Coluzzi, y Judy aguzó el oído pese al cansancio. La voz de Ángelo era grave y seca, y su inglés mucho mejor que el de Tony Palomo. Hasta entonces Judy solo había encontrado un par de conversaciones telefónicas entre los dos hombres, y la única conclusión que había podido extraer de ellas era que Jimmy no pasaba de un recadero. Lo suyo eran los recados personales:
Ángelo: Te lo he dicho, trae el Cento. A mí me gusta. A Sylvia le gusta. No quiere ni oír hablar de los mejunjes que hace Paul Newman. ¿Qué coño iba a hacer ella con Paul Newman?
Jimmy: Vale, se me había olvidado, lo siento.
Ángelo: ¡Ni que fuera tan difícil de recordar, joder! ¡Un bote de salsa para aliñar de la marca Cento! ¡De la blanca! ¿Dónde está la dificultad? Cento, ¿te parece difícil de recordar?
Jimmy: Cento, ya lo tengo. Te la traeré esta tarde.
Ángelo: ¡Cento, coño, Cento! Es el único que no lleva glutamato mono sódico. Sylvia es alérgica al glutamato, te lo he dicho cientos de veces.
También hacía recados para las mascotas:
Ángelo: El aceite se mezcla con el insecticida, tonto del culo.
Jimmy: ¿El aceite corporal?
Ángelo: Sirve para rebajar el insecticida. Lo mezclas y luego lo restriegas en las perchas. Por la noche, el insecticida penetra en las plumas de los palomos y acaba con los ácaros.
Jimmy: Entonces, ¿ya no quieres el bórax?
Ángelo: Por supuesto que sigo queriendo el bórax. ¡Tráelo también! Eres subnormal perdido. Y mañana recógeme a las diez.
Y no siempre era el más eficiente de los recaderos:
Ángelo: Los cacahuetes que has traído no sirven.
Jimmy: ¿Cómo? ¿Qué tienen de malo?
Ángelo: Pues que no son el tipo de cacahuetes que te encargué.
Jimmy: Pero si son normales. Son cacahuetes normales y corrientes.
Ángelo: Necesito cacahuetes al natural, y tú me los has traído salados y tostados, como los que venden en el estadio durante los partidos. ¿No ves que no se los puedo dar de comer a los palomos? Ya puestos, ¿por qué no les has traído también un perrito caliente y una cerveza bien fría, cabeza de chorlito? Ah, y mañana te quiero aquí a las dos, no a las tres.
También hacía recados para la empresa familiar:
Ángelo: Que no, imbécil, que yo encargué dos mil metros cuadrados de contrachapado para construcción, no doscientos metros cuadrados. Los muy capullos se han quedado cortos.
Jimmy: Oye, que dijiste doscientos metros cuadrados. Lo tengo apuntado, Ange. Doscientos.
Ángelo: ¿Doscientos? Pero ¿cómo iba yo a decir doscientos? ¿Qué coño se supone que voy a hacer yo con doscientos metros cuadrados de contrachapado en un centro comercial, me cago en todo? Y recógeme a las nueve en punto, si no es demasiado esfuerzo para tu cerebro. No te retrases.
Judy iba tomando notas de todas las conversaciones mantenidas por Jimmy y Coluzzi, pero a medida que iba pasando las cintas, empezaba a perder la esperanza. No había en ellas el menor indicio de que hubieran provocado o planeado el accidente de tráfico que costó la vida a los padres de Frank. Judy hojeó hacia atrás el bloc repleto de anotaciones. La única prueba que había conseguido hasta el momento la había encontrado en la primera cinta, la del 25 de enero, el día del accidente.
Ángelo: Estaré listo a las diez de la noche, y tendré mucha sed. Jimmy: Entendido. Llevaré la Coca —Cola.
Ángelo: Bien. No llegues tarde.
Judy había escuchado aquel diálogo una y otra vez, al principio con gran emoción. Pero ahora, al revisar sus notas, se percataba de que aquellas palabras no encerraban ningún significado más allá del aparente. Lo único que demostraban era que los dos hombres se habían visto aquella noche, no que se hubieran aliado para asesinar a dos personas. Pero aun así era interesante, y motivó a Judy para seguir adelante, pese a su creciente fatiga.
Consultó su reloj. Eran las tres de la mañana. A lo mejor podía escuchar las cintas acostada. Dejó el bloc de notas en el suelo, se estiró sobre la mullida alfombra de la sala de reuniones y arrimó su espalda a la de Penny, sorprendentemente cálida y sólida. Era bueno tener un perro cerca, y Bennie no podía despedirla por llevarse la mascota al bufete, ya que ella misma lo hacía bastante a menudo.
Judy se arrimó a la cachorra, que respondió al gesto apoyándose en ella. Luego descansó la cabeza sobre el brazo, cogió el bolígrafo y le dio al play. Cerró los ojos y siguió escuchando la cantinela de la cinta con la esperanza de que, en mitad de la noche, en la quietud de la sala de reuniones, escucharía a dos hombres planeando un asesinato.
Una nana para abogados.
Lo siguiente que recordaba era que la cinta se había detenido y el teléfono del aparador estaba sonando. Dedujo que se había quedado dormida. La falda de su traje azul marino estaba hecha un guiñapo, sus zapatos marrones tirados en la alfombra. Miró hacia las ventanas. Estaba amaneciendo. El cielo estaba cubierto de nubarrones con la panza rosada.
¡Ring, Ring!
Judy se incorporó apoyándose en un codo y miró su reloj. Le escocían los ojos. Eran las seis y media de la mañana. ¡Ring! Penny levantó la cabeza y pestañeó con parsimonia, esperando sin duda escuchar el contestador automático.
¡Ring! Judy se puso en pie con dificultad, avanzó a trompicones hasta el aparador y levantó el auricular.
—Rosato y Asociadas.
—¡Judy! ¿Estás ahí? Soy Matty. —Su voz sonaba tan urgente que Judy se despertó de golpe.
—Señor DiNunzio, ¿qué ocurre?
—Llevamos toda la noche llamándote a tu casa. ¿Qué le pasa a tu teléfono?
—No lo sé, ¿por qué lo pregunta?
—Porque no funciona. He llamado a la compañía y me han dicho que había algún problema con la línea. Ni siquiera pueden mandar a nadie a repararlo, solo arreglan averías externas.
Judy sintió una punzada de miedo. Su apartamento abierto, su teléfono posiblemente cortado. Todo apuntaba a que alguien había querido tenderle una trampa. Su mirada fue a posarse en Penny, que se había vuelto a dormir hecha un ovillo sobre la alfombra, y al verla Judy pensó en un donut glaseado. Su perra le había salvado la vida. Judy tomó la determinación de convertirse en una segunda madre digna de ella.
—Judy, ¿estás bien?
—Perfectamente. He pasado la noche aquí, trabajando. He conseguido unas cintas con conversaciones entre Coluzzi y Jimmy, pero no me han servido de mucho...
—Judy, no tengo mucho tiempo. Estoy en una cabina, se me han acabado las monedas y esto está a punto de cortarse.
Judy no recordaba la última vez que había hablado con alguien que llamaba desde una cabina telefónica, pero seguramente su interlocutor había sido el señor DiNunzio. De hecho, los DiNunzio seguían teniendo un teléfono negro de disco, apoyado sobre algo que denominaban mesita supletoria. Pronto toda la familia pasaría a formar parte de la colección permanente de algún museo antropológico.
—Tienes que venir —dijo el señor DiNunzio—, cuanto antes.
—¿Dónde quiere que vaya? ¿Y por qué?
—El lugar que te voy a indicar queda cerca del aeropuerto.
—¿Se encuentra bien?
—Estoy perfectamente, pero necesitamos tu ayuda. Ven enseguida. Apunta. —El señor DiNunzio empezó a darle una dirección de corrido, como si le resultara muy familiar. Judy cogió un lápiz, garabateó las señas y alargó la mano para coger sus zuecos, que estaban debajo de la mesa.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
Pero la llamada se había cortado.
El inmenso desguace se extendía a lo largo de la autopista en la zona industrial de South Philly, ocupando un área equivalente a por lo menos tres manzanas de la ciudad. Montañas de herrumbrosos bidones de aceite, guardabarros, parachoques, tubos de aluminio, tambores de freno y ruedas de ferrocarril se alzaban hacia el cielo como edificios, y entre montaña y montaña había una carretera sin asfaltar. Aquello parecía una auténtica ciudad de chatarra, y si lo era, el ayuntamiento quedaba en el mismo centro del conjunto, donde se alzaba una descomunal torre metálica de oscura chapa ondulada hacia la que confluían en zigzag varias cintas transportadoras, como absurdas pasarelas. Judy nunca había visto nada semejante, excepto quizá en la película de dibujos animados Las aventuras del pequeño tostador, pero no lo dijo. No le pareció la clase de información que uno desea que su abogado posea, y mucho menos que divulgue.
Vallas metálicas, alambre de púas y una verja cargada de cadenas y candados mantenía a los indeseables fuera del desguace, aunque las únicas personas en el mundo interesadas en acceder a su interior eran Judy, Tony el de la Esquina, Pies, el señor DiNunzio y una golden retriever de corta edad que permanecía estoicamente sentada y solo de vez en cuando rozaba con el hocico la mano de su dueña para pedirle caricias. Judy no había querido dejarla en el bufete sin habérselo dicho a nadie, y Penny empezaba a demostrar que podía ser útil, pues tenía un talento natural para descubrir excrementos fosilizados en los lugares más insospechados.
Alineados frente al desguace, los tres ancianos, la perra y la abogada contemplaban la verja con gesto de frustración. A excepción de Penny, todos sostenían en la mano una taza de café de Dunkin' Donuts, y en el coche había media docena de donuts glaseados. Judy empezaba a sospechar que los italianos nunca iban a ningún sitio ni hacían nada sin una buena provisión de lípidos saturados, costumbre que convertía el trabajo en una fiesta, aunque se tratara de un trabajo tan sucio como aquel. Había basura por todas partes, desechos adheridos a la valla, y el creciente tráfico en la autopista arrojaba hacia el desguace ráfagas de aire saturado de hidrocarburos. Pronto llegaría la hora punta de la mañana, y el ambiente se volvería asfixiante.
El señor DiNunzio leyó en alto el letrero que colgaba de la verja, una larga notificación oficial colocada allí por orden de un juez.
—prohibido el paso, pone, y debajo hay un galimatías legal. ¿Qué significa, Jude?
Tony el de la Esquina resopló, sosteniendo un puro sin encender con la misma mano que sujetaba la taza de Dunkin' Donuts.
—Significa que no se puede entrar, Matty. ¿Qué creías que significaba, que puedes pasar y sentarte a tomar una taza de café?
Judy hizo caso omiso de las palabras de ambos para centrarse en el documento. Era una notificación de quiebra y estaba fechada a 15 de febrero del año anterior. En un derroche de agilidad, se las arregló para acariciar a Penny y sostener la taza de café mientras pasaba un dedo por la suave superficie del letrero.
—Al parecer, la empresa que posee y gestiona el desguace ha declarado la suspensión de pagos, y todos sus bienes, el terreno, la maquinaria, la chatarra, han quedado requisados hasta que se zanje la cuestión. En otras palabras, este desguace está tal como lo dejaron el quince de febrero.
—Eso es lo que dijo Dom, el de la avenida Passyunk —constató el señor DiNunzio, y Judy se volvió hacia él.
—¿Cómo lo descubrió, señor DiNunzio?
—Bueno, suponíamos que la camioneta en la que Frank y Gemma perdieron la vida habría quedado destrozada. Quiero decir, habiendo caído desde el paso elevado y luego estallado en llamas, no podía ser de otro modo. —El señor DiNunzio tragó saliva. Tras las lentes bifocales, sus ojos seguían hinchados por la falta de sueño. Iba recién afeitado y se había puesto un cárdigan marrón nuevo, una camisa blanca y un pantalón holgado. Para variar, olía a bolas de naftalina—. Así que sabíamos que lo habrían mandado al desguace, y los desguaces a los que todo el mundo va en South Philly son los de la avenida Passyunk, porque son los que quedan más cerca.
Pies asintió con vehemencia.
—Y también los que ofrecen los mejores precios. Hay como cinco o seis, y puedes regatear corno...
Judy lo interrumpió con un gesto.
—No irá a decir «como un judío», ¿verdad, Pies?
El anciano se quedó boquiabierto, mirándola con aire ofendido.
—No, no iba a decir eso. Jamás diría algo así. Yo soy judío.
Judy cerró los ojos, abochornada.
—Lo siento. Yo tampoco lo hubiera dicho. Nunca me meto con los judíos, pero sé que mucha gente lo hace.
El señor DiNunzio se aclaró la garganta.
—También hay italianos judíos, Judy. Muchas personas no se dan cuenta de eso. Dan por sentado que todos los italianos son católicos, pero se equivocan.
Pies se estiró la camiseta, enfurruñado.
—Espero que no tengas la costumbre de hablar mal de los judíos, Judy. Eso no está bien.
—Le juro que no. —Judy se santiguó, al revés. Aquello de las religiones era un lío tremendo. Tal vez debiera buscarse una. Se volvió hacia el padre de Mary—. Veamos, ¿dónde nos habíamos quedado, señor DiNunzio?
—Preguntamos en todas las empresas que se dedican a la compraventa de desechos metálicos hasta que dimos con la que había comprado la camioneta. Se llama El Rey de la Chatarra. ¿Qué nombre más tonto, verdad? En fin, la cuestión es que el encargado, Dom, tenía el coche registrado y dijo que lo había vendido a estos tipos justo después del accidente, que fue el veinticinco de enero. Lo sé porque todavía conservo la tarjeta de la misa. El tal Dom nos dijo que, si todavía no la habían convertido en chatarra, o lo que sea que hacen con los coches siniestrados, la camioneta tendría que estar aquí.
—¡Buen trabajo, caballeros! —exclamó Judy, emocionada.
Aquello era más de lo que había esperado cuando les había pedido ayuda el día anterior, en la sala de reuniones. Pero su teoría de que el accidente habría sido provocado por la explosión de una bomba no acababa de cuajar.
—¿Les dijo el encargado si la camioneta seguía entera cuando la vendió?
—Sí. Dijo que estaba lo bastante bien para venderla entera. Sacó doscientos cincuenta pavos por ella, lo que no está nada mal.
—El coche de Tullio ya no vale eso —observó Pies, pero Judy tenía la mente en otra parte.
—Eso quiere decir que no le pusieron una bomba, porque si lo hubieran hecho la camioneta habría quedado reducida a añicos. En cambio, si la manipularon de algún modo para provocar el accidente, tendría que quedar alguna prueba, por pequeña que sea.
El señor DiNunzio bebió un sorbo de café con gesto reflexivo.
—Sigo sin entender cómo es que la policía no sospechó nada, si es que fue realmente un asesinato.
Pies se volvió para mirarlo.
—No iban buscando pruebas de asesinato. Creían que había sido un accidente. Nosotros sabemos que quizá no lo fue, y solo saldremos de dudas cuando encontremos la camioneta, como ha dicho Judy. Ella hará que se lo miren a fondo, que lo investigue un experto en accidentes o algo así, ¿verdad, Judy?
—Exacto. Un experto en accidentes —asintió Judy aliviada al comprobar que Pies le había perdonado su metedura de pata—. Son ustedes geniales, caballeros. —Judy sintió una nariz fría en la palma de la mano y acarició a Penny, que al parecer se sentía dejada de lado—. ¿Y dónde están los coches para desguazar? —Pies señaló a la izquierda, y cuando Judy miró en la dirección indicada se quiso morir. En un extremo del desguace, tras oscuras montañas de chatarra y enormes fardos de latas de aluminio prensadas, se sucedían las pilas de coches siniestrados, altas como rascacielos. Judy casi dejó caer su taza de café—. Me están tomando el pelo. Ahí tiene que haber un millón de coches.
Pies movió la cabeza en señal de negación.
—No, solo dos mil cuarenta y cuatro. Los hemos contado mientras te esperábamos. No teníamos nada mejor que hacer.
Judy pestañeó, atónita.
—Pero ¿cómo lo distinguiremos?
—Es un Volkswagen rojo del ochenta y uno, una camioneta. Frank la utilizaba para trabajar en la construcción. Tenía un símbolo masónico dorado en la parte de atrás, porque Frank era masón.
Judy sonrió.
—¿Y usted cómo conocía su camioneta, Pies?
—Frank y Gemma vivían prácticamente a dos pasos de mi casa. En South Philly todos conocemos los coches de nuestros vecinos. Si no fuera así, ¿cómo crees que podríamos aparcar en doble fila?
El señor DiNunzio asintió.
—Hemos estado pensando que, si nos limitamos a los rojos, la cosa se reduce a solo quinientos noventa y tres coches siniestrados.
—Pero también hay que comprobar los quemados —observó Tony el de la Esquina —, porque según tengo entendido la camioneta se incendió.
—¿Cuántas camionetas quemadas tenemos? —preguntó Judy, pero Pies se encogió de hombros.
—No las hemos contado. Ya estábamos cansados de tanto contar, así que paramos para comer unos donuts.
Judy sonrió y miró hacia la valla que rodeaba el cementerio de coches. No se veía capaz de escalarla, y mucho menos de pedir a los tres ancianos que lo hicieran. Medía sus buenos tres metros de altura, y el alambre de púas cortaba como una cuchilla de afeitar.
—Solo queda un problema por resolver. Tenemos que pasar al otro lado de esa valla.
—Eso no es ningún problema —dijo Pies, y el señor DiNunzio soltó una carcajada.
—No creerás que una simple valla va a poder con los chicos del barrio, ¿verdad? —preguntó, al tiempo que metía su artrítico dedo índice en uno de los orificios de la malla metálica y tiraba de ella hacia fuera. Una portezuela se recortó en la valla—. Sé que esto no está bien, así que no se lo cuentes a mi hija.
Judy lo miraba sin salir de su asombro.
—Señor DiNunzio, esto es allanamiento de morada.
—No, señor —objetó Tony el de la Esquina —. Nosotros no hemos allanado nada, solo lo hemos cortado.
—Vámonos. —Pies se agachó para franquear la improvisada cancela, sosteniendo su taza de café, y Tony el de la Esquina lo siguió, mientras el señor DiNunzio sujetaba la puerta para que Judy pasara. Esta dudaba.
—No puedo hacerlo —anunció al fin, si bien a regañadientes. Todos los italianos iban a entrar y se lo pasarían bomba allí dentro. Hasta la perra tiraba de la correa en la dirección de la puerta—. Yo represento la ley, nunca la he infringido. Las reglas legales son las únicas que respeto.
—¡No seas aguafiestas! —gritó Tony el de la Esquina desde el otro lado de la valla, y Pies asintió.
—¡Tú nos dijiste que buscáramos la camioneta y la hemos encontrado, así que ahora haz el favor de entrar! Puede que todavía esté aquí. Hay que darse prisa.
Judy intentó reflexionar. Podía pedir permiso al juez que había ordenado el cierre del desguace para acceder a su interior, pero eso sería como descubrir sus cartas ante los ojos de todos, incluido Frank, cuando de todas formas lo más probable era que le denegaran el permiso. A lo mejor conseguía algo llamando al abogado de la empresa de desguaces, pero eso podía tardar varios días. No se le ocurría ninguna alternativa.
—Tienes que hacerlo, Judy —insistió el señor DiNunzio—. Hazlo por Tony Palomo. ¿Cómo va a conseguir justicia si no le echamos una mano?
Judy sonrió ante la involuntaria ironía de sus palabras.
—O sea, que está bien violar la ley para conseguir justicia, ¿señor DiNunzio?
El anciano entrecerró los ojos, y aunque ninguno de ellos había comentado jamás de forma directa la culpabilidad de Tony Palomo, el señor DiNunzio sabía exactamente a qué se refería Judy.
—Por supuesto —afirmó con rotundidad.
Judy reflexionó sobre la respuesta, sin moverse de donde estaba. Se sintió como una hipócrita, y después sencillamente se sintió tonta. Lo que había empezado como una simple pregunta retórica se había convertido de pronto en una cuestión de gran calado moral. Poco importaba que no se le presentara en términos trascendentales. El hecho de que pareciera una pregunta menor solo hacía más fácil pasar de puntillas sobre el profundo dilema ético subyacente. Judy se enfrentaba al dilema de las mentiras piadosas.
—¡Penny, ven! ¡Ven! —gritó Pies súbitamente, dando una sonora palmada, y la perra, que estaba unida a Judy por la correa, saltó hacia delante y cruzó la valla, arrastrando a su dueña consigo, loca por coger el donut que Pies le ofrecía.
—¡Eso es trampa! —exclamó Judy, aterrizando confusa al otro lado de la valla.
El señor DiNunzio franqueó la abertura y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Manos a la obra, tenemos una vida que salvar —dijo, pero ahora era Pies el que movía la cabeza de un lado a otro.
—¿Dónde está el problema, Jude? Ya sabemos que eres abogada, pero podrías animar un poco esa cara.
Tony el de la Esquina le echó un brazo sobre los hombros, sosteniendo su puro entre los dedos.
—A veces, cuanto más estudias, más tonto te vuelves.
Judy no estaba segura de compartir su opinión, pero lo cierto es que ya se encontraba al otro lado de la valla.
Y a su espalda la puerta se había cerrado.