Capítulo 37

La plaza de la aldea de Tony era un pequeño y modesto cuadrado de adoquines grises bordeado por la iglesia, la panadería y la carnicería. Junto a esta, haciendo esquina, abría sus puertas una diminuta cafetería a la que Tony acudía con su pequeño Frank todos los viernes a las cuatro de la tarde, una hora lo bastante temprana para que el niño no perdiera el apetito de cara a la cena, tal como Silvana le había pedido. A Tony no le importaba que su mujer llevara la voz cantante de vez en cuando, sobre todo en lo concerniente a su hijo. Silvana era una madre entregada que sabía atemperar sus órdenes con ternura, lo que hacía que Tony se sintiera especialmente culpable por estar allí sentado en la terraza de la cafetería compartiendo un espresso con un niño de dos años.

—El café no es bueno para los niños —murmuró, como si temiera que Silvana lo escuchara, aunque la casa familiar quedaba a kilómetros de distancia.

Pese a todo, los remordimientos no le impedían afianzar aquella costumbre. Siempre que el tiempo lo permitía, padre e hijo ocupaban la primera mesa de la terraza y tomaban su café sin prisas mientras veían pasar a la gente del pueblo.

—Bébetelo a sorbitos pequeños, hijo.

—Sí, papá.

Frank asentía, sostenía la pequeña taza entre sus regordetes dedos infantiles y se aplicaba con suma concentración a la tarea de acercar la taza a sus diminutos labios. Tony contemplaba a su hijo con la mezcla de regocijo y orgullo que experimentaba ante el más insignificante de sus logros, admirando el delicado abanico de sus pestañas, el arrebol en sus mejillas y el tono sonrosado de sus labios. El sol estival empezaba a ponerse, anunciando el final de otra jornada de trabajo en la granja y haciendo relucir el pelo negro azabache del niño, en el que asomaban hebras de un marrón terroso e incluso de oro viejo. A Tony le maravillaba saber que nunca se cansaría de mirar a su hijo, de registrar todos y cada uno de sus gestos, incluidas las muecas que Frank hacía al saborear el primer trago de café.

—Está caliente, papá —dijo el niño, depositando la taza sobre el platillo.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Tony, que le estaba enseñando a comportarse en sociedad.

—Mira, papá. —Frank dibujó un pequeño círculo con sus labios, tarea nada fácil en su caso, y sopló sobre la superficie del café caliente—. ¿Lo has visto?

—Sí, lo he visto. Muy bien. Como el viento. Imagina que vas en un barco, surcando un inmenso océano azul —dijo Tony. Jamás había visto un barco, y mucho menos un inmenso océano azul, pero albergaba la esperanza de que algún día su hijo pudiera dejar atrás la granja y viajar hasta la orilla del mar, que no quedaba demasiado lejos. A diferencia de su padre, Tony quería que su hijo tuviera un futuro mejor que el suyo, que fuera a la escuela, que aprendiera a leer y escribir, que se relacionara con la gente de la ciudad sin sentirse inferior—. Buen trabajo, hijo.

—Mira, papá. —Frank sopló con tanta fuerza que agitó el café en la taza—. ¿Has visto, has visto?

—Muy bien, pero no debes soplar con tanta fuerza, hijo —le advirtió Tony en tono cariñoso, pues sabía que los niños necesitan más palabras de ánimo que lecciones de buenos modales.

Frank dejó de soplar, el rostro encendido por el esfuerzo.

—¿Puedo beber?

—Sí, sí. Buen trabajo.

Justo entonces, la signora Milito pasó por delante de la terraza, en una mano la bolsa de tela con el brasciole que acababa de comprar en la carnicería y en la otra su pesado bolso de cañamazo bordado. La signora Milito era una mujer bien situada que se maquillaba y empolvaba profusamente sin reparar en gastos, lo que no le impedía mostrarse amable con sus vecinos.

—Buenos días, caballeros —saludó con una sonrisa, como siempre que los veía.

—Buenos días tenga usted, signora Milito —contestó Tony, y los dos adultos esperaron a que Frank depositara su taza lentamente sobre el platillo. Era una tarea difícil para un niño de dos años, y solo cuando la taza descansaba segura en su sitio miró Frank hacia arriba con avidez.

—Buenos días, signora Milito —dijo, imitando a la perfección el tono de su padre, y la signora Milito asintió con gesto aprobatorio.

—¿Hoy no hay biscotti para este niño tan bueno? —preguntó, y Tony esbozó una sonrisa.

—No, hoy no. Es el cumpleaños de Frank, y Silvana ha preparado una cena especial, con una tarta y todo. No queremos que se quede sin apetito.

—¡Así que es su cumpleaños! —El bolso de la signora Milito le resbaló hasta el codo cuando alargó la mano para pellizcar la tersa mejilla de Frank—. ¡Feliz cumpleaños, pequeño!

—Gracias —dijo Frank, para satisfacción de Tony.

La signora Milito parecía tan encantada como él.

—Qué suerte tienes de poder celebrar tu cumpleaños con una tarta. Tu madre debe de haber guardado sus raciones de azúcar.

—En efecto —dijo Tony. Toda la familia había ahorrado para la tarta, pues desde que Italia había entrado en guerra eran muchos los víveres que escaseaban. Las cafeterías solo servían el café aguado que ellos estaban bebiendo y en muchas máquinas de espresso un cartelito rezaba no hay café. La gasolina también se racionaba, y en la ciudad hacía falta un permiso especial para circular en coche. La carne solo se vendía los jueves y viernes, y los granjeros como Tony se quedaban a menudo sin agua corriente ni electricidad. El teléfono solo funcionaba a rachas, y se decía que las restricciones no tardarían en afectar a productos como el jabón, el aceite, el arroz, el pan y la pasta. Tony no podía imaginarlo. ¿Italia sin pasta?

—¿Ha leído la noticia, la que está colgada en el quiosco delante de la iglesia? —preguntó la signora Milito, pero Tony movió la cabeza en señal de negación. Se abstuvo de añadir que no sabía leer, aunque sospechaba que la signora Milito era tan ignorante como él y le informaba de viva voz para ahorrarle un mal trago—. Pues pone que el Duce necesita nuestro cobre, todo el que tengamos en casa. Sartenes, ollas, utensilios, cualquier cosa. Lo necesitan para la guerra.

—Entonces tendremos que entregarlo a las autoridades —dijo Tony, por si acaso alguien escuchaba la conversación. No había que fiarse. Los camisas negras tenían un poder absoluto, y cualquiera que osara hablar mal del régimen podía darse por muerto. La matanza de los partisanos seguía fresca en la memoria de todos. Tony, al que no habían llamado a filas a causa de sus pies planos, aborrecía la guerra y pensaba que Italia solo se había visto envuelta en el conflicto para satisfacer la vanidad de Mussolini. No obstante, añadió—: Haremos lo que ordene el Duce.

—Habrá que hacerlo —convino la signom Milito sin demasiado entusiasmo. Tony sabía por sus conversaciones veladas que detestaba a los camisas negras tanto como él. La signom Milito y su familia ocupaban un lugar prominente en Veramo desde hacía generaciones, mucho antes de que llegaran los fascistas. No ocurría nada en Veramo sin que ella lo supiera—. Bueno, tengo que irme. No deje que el niño beba demasiado café.

—Descuide. Pero no se lo diga a Silvana cuando la vea.

—Será nuestro secreto —dijo la signara Milito con un guiño, y se fue renqueando sobre sus zapatos negros.

Ciao, signora Milito —se despidió Tony, pensando que el secreto no era solo suyo, sino que lo compartían muchos de los habitantes de la aldea, como si se tratara de una amplia pero benévola conspiración.

La piazza empezó a llenarse de gente que se encaminaba a algún comercio o que se apresuraba a volver a casa para ponerse sus mejores galas antes de salir a hacer la passeggiata. Un grupo de camisas negras cruzó la plaza a paso ligero, las borlas negras de sus gorras rebotando a cada paso, sus botas de cuero taconeando ruidosamente sobre los adoquines. Había una fuerte presencia fascista en los Abruzzos desde que los oficiales del partido y los soldados heridos habían empezado a regresar de los frentes de Etiopía y Rusia. Uno de los camisas negras que pasaban miró a Tony de un modo especial y apartó los ojos rápidamente.

Tony se quedó sin respiración. ¿Quién podía ser aquel hombre? Estaba seguro de que lo conocía de algo. Y entonces lo recordó, con un escalofrío de miedo.

El día que le habían dado una paliza, el día del torneo medieval. Aquel hombre era uno de los que lo habían atacado. Estaba en el estrado, susurrando algo al oído de Coluzzi. Era su lugarteniente. Tony se levantó bruscamente, siguiendo con la mirada al camisa negra, y por un momento sintió que volvía a estar en las angostas calles de Mascoli, retorciéndose en el suelo como un perro apaleado.

—¿Papá? —lo llamó Frank—. ¿Papá?

Tony miró hacia abajo, y la visión del rostro de Frank lo trajo de vuelta al presente. Tenía un hijo. Había conseguido a Silvana. Pero sus pensamientos eran un torbellino imparable. Si aquel hombre, que era la mano derecha de Coluzzi, había vuelto, era probable que el propio Coluzzi lo hubiera hecho. Dios santo. Coluzzi seguía siendo una amenaza para él y los suyos. Siempre que Coluzzi volvía del frente les sucedían cosas terribles a los Lucia. Una mañana, justo después de la boda de Tony y Silvana, pero antes de que Coluzzi se marchara a Etiopía, Tony había encontrado a su querido poni despanzurrado en los prados, y una noche alguien había prendido fuego a su primer coche. Tony sabía que Coluzzi estaba detrás de estos actos criminales, pero tenía demasiado miedo de contárselo a la policía, que estaba en manos de los fascistas. Las agresiones se habían terminado en cuanto Coluzzi se había ido al frente, pero ¿y si había vuelto? ¿Le habrían asignado un nuevo destino? ¿Mascoli? ¿Veramo? ¿La aldea de Tony?

—¿Papá? —insistió el niño, y en sus ojos castaños había inquietud, pero por más que quisiera Tony no podía dejar a un lado aquella terrible angustia que de pronto se había apoderado de él, haciéndole temblar de la cabeza a los pies.

—Tenemos que irnos, hijo. —Tony cogió su monedero, sacó una lira y dejó el billete arrugado sobre la mesa—. Venga, tenemos que irnos.

—Pero, papá, ¿y mi café? No lo he terminado.

—Tomaremos otro en casa. —Tony rodeó la mesa y cogió la mano de Frank para ayudarlo a deslizarse de la silla—. Un café especial, para celebrar tu cumpleaños.

—¿En casa? —preguntó el niño desconcertado—. Mamá nunca me deja tomar café. —Frank alzó los brazos para que su padre lo ayudara a bajar del asiento, y Tony lo cogió con más brusquedad de lo habitual. Ante la sola mención de Silvana, se le había encogido el corazón. ¿En casa? ¿Y si Coluzzi ya había vuelto?

—Tenemos que irnos. —Fue lo único que acertó a decir con voz rota. Llevó a Frank en brazos hasta la bicicleta y lo acomodó como de costumbre sobre la barra, entre el asiento y el volante. Luego se subió apresuradamente a la bicicleta y arrancó, pedaleando con todas sus fuerzas.

—¡Haaaala! —gritaba Frank, encantado con la inusual velocidad, pero Tony rodeaba su pecho con una mano para evitar que cayera. El miedo bombeaba energía a sus pies. Solo pensaba en Silvana. Se daban todas las condiciones propicias para un ataque de Coluzzi. En el pueblo todos sabían que Tony y el niño iban a tomar café aquel día, a aquella hora. De hecho, era el único momento de toda la semana en que Silvana se quedaba a solas. Y era el cumpleaños de su hijo. Tony pedaleó más deprisa, todo lo deprisa que podía sin poner en peligro la vida del pequeño.

Cruzaron la ciudad esquivando granjeros, coches, caballos, carros y bicicletas, y se adentraron en el campo. Tony pedaleaba sin cesar, alentado por el terror, la respiración entrecortada. Le dolían las piernas y tenía la frente empapada de sudor.

Sentado en la barra de la bicicleta, el niño soltaba grititos de júbilo.

—¡Yuuuuupi!

A medida que la carretera se convertía en un camino de tierra, Tony sorteaba los pedruscos como podía, aunque se viera obligado a dar peligrosos volantazos. En uno de aquellos zigzags, Frank gritó de miedo. Luego vino otra piedra, y otra más. Frank empezaba a asustarse, a comprender el estado de ánimo de su padre y a darse cuenta, con la sagacidad propia de la infancia, de que algo iba mal, muy mal. Alzó las manos hacia su padre y Tony lo sujetó con fuerza. La bicicleta seguía avanzando a toda velocidad, dejando atrás una oveja descarriada que vivía su propio calvario. Silvana estaba sola, sin nadie que la protegiera. Silvana. Coluzzi. Los pies de Tony volaban sobre los pedales. Silvana. Coluzzi. Silvana. Coluzzi.

—¡Papá, para! —Apoyado sobre la barra, Frank lloraba a lágrima viva.

—¡Agárrate bien! —gritó Tony. No podía detenerse. Ya estaban en la carretera que los llevaría a casa.

—¡Papá, para por favor! ¡He dicho por favor!

—¡Agárrate! —gritó Tony mientras tomaba una curva cerrada y enfilaba la pendiente que conducía a la granja. Tan pronto como vio su hogar, halló fuerzas para pedalear más deprisa todavía. El dolor desapareció de sus muslos y el sudor se evaporó de su frente. Incluso los gritos del niño parecían sonar distantes. Casa. Silvana. Coluzzi.

Cuando llegaron a la puerta de la casa, Tony frenó sobre la hierba mullida, cogió a Frank mientras dejaba caer la bicicleta a un lado y corrió hacia la casa con el niño llorando debajo del brazo.

—¡Silvana! —gritó, entrando de sopetón con Frank, que no paraba de sollozar.

—¡Papá, papá! —gimió el niño, zafándose de los brazos de Tony para desplomarse en el suelo, donde se acurrucó entre lágrimas.

—¡Silvana! —Tony la buscó desesperadamente por la sala de estar, repleta de flores y adornos de papel que Silvana había hecho con sus propias manos para el cumpleaños de Frank.

Un mantel de encaje cubría la mesa, sobre la que descansaba una tarta blanca, varias matracas, trozos de turrón y un gran paquete envuelto en papel de regalo. Silvana lo había preparado todo para celebrar el cumpleaños de Frank y sorprenderlo cuando llegara a casa con su padre, tal como habían planeado. Pero no había ni rastro de ella. En el corazón de Tony anidaba un miedo atroz, un miedo como nunca había sentido.

—¡Silvana! —gritó, y era tan raro que el pacífico granjero levantara la voz que Frank empezó a llorar con más fuerza aún, tapándose los oídos, aterrado en medio de los adornos de su fiesta de cumpleaños—. ¡Silvana!

Tony corrió hasta la cocina. Tampoco estaba allí. Corrió hasta el dormitorio y cruzó la pequeña casa de punta a punta, gritando «¡Silvana!». Salió corriendo.

—¡Silvana!

Solo las ovejas se volvían para espiarlo con su mirada estrábica. Tony corrió hasta el olivar, remontó colinas y más colinas repletas de árboles en flor cuyo aroma por lo general le resultaba delicioso. Pero no así aquella noche. ¿Dónde se había metido Silvana?

—¡Silvana! —bramaba, ahuecando las manos alrededor de la boca, pero solo el eco le contestaba, devolviéndole su nombre—. ¡Silvana!

Los pensamientos se atropellaban en la mente de Tony. ¿Dónde podía estar su esposa? Tenía pocos amigos, su hermana se había mudado lejos y había perdido a sus dos padres. Nunca iba a ningún sitio sola. Bien mirado, ninguna mujer lo hacía. Tony se estrujó la sesera. ¿Qué le quedaba por mirar? ¿El palomar? A lo mejor había ido a ver los palomos. Les tenía tanto cariño como él.

Tony salió disparado hacia el palomar, cuya puerta de madera abrió de golpe. Las aves aletearon en sus perchas ante la intrusión, llenando el aire de plumas. Ni rastro de Silvana. Tony salió del palomar en dirección a la casa, pero entonces oyó el relinchar de los caballos y se detuvo en seco.

El establo. Era el único sitio donde no había mirado, porque Silvana jamás entraba allí. Los caballos le daban pánico. Aun así... Tony corrió hasta el establo y abrió de par en par la puerta corrediza.

La única escena peor que la que encontró ante sí era la que tenía a su espalda.

—¿Mamá? —llamó el niño, mirando con ojos desorbitados el cuerpo sin vida que yacía sobre el heno.