Capítulo 28
Tony captó la expresión de abatimiento en el hermoso rostro de Judy mientras esta se despedía de Frank, y se compadeció de ambos, dos amantes que aún no eran amantes, porque él conocía bien esa sensación, cuyo recuerdo llevaba grabado a fuego en el alma. Sintió ganas de decirle a Frank que se fuera con ella, que corriera a su encuentro, que él estaría bien, pero no tuvo tiempo de abrir la boca, pues los guardias ya habían cerrado las manos en torno a sus brazos y se lo llevaban apresuradamente y sin remilgos, como suele hacer la policía aunque no haya ninguna necesidad de ser bruscos. Frankie, al que no podía ver porque seguía sus pasos, le había dicho que esta vez la policía estaba de su parte, que les ayudaría a salir de allí sanos y salvos, pero Tony había visto cosas en el mundo que su nieto nunca vería, y sabía que en el fondo los policías solo trabajaban para sí mismos, y que se mostraban brutales porque disfrutaban haciéndolo, del mismo modo que los Coluzzi disfrutaban contemplando el dolor que infligían, con una perversión tan profunda que emponzoñaba incluso la sangre.
Los policías condujeron a Tony precipitadamente por un pasillo, y luego por otro que torcía bruscamente a mano derecha, y después a mano izquierda, para desembocar en un tramo de escalones blancos. Lo hacían avanzar tan deprisa por aquellos pasadizos llenos de recovecos que Tony no tardó en marearse. No había señal alguna que le permitiera orientarse o distinguir un pasillo del siguiente, y se sentía como un ratón de campo en medio de la ciudad, vulnerable y confuso. El miedo formó un nudo en su estómago mientras la policía se lo llevaba a rastras. Sentía una creciente ansiedad, le Saqueaban las rodillas y se notaba las palmas de las manos húmedas, como las había notado mucho tiempo atrás, cuando su pánico estaba sobradamente justificado, aunque entonces no temía por sí mismo, sino por Silvana.
Era el segundo día de agosto y jamás podría olvidarlo, porque nadie borra algo así de su memoria. Todos los años, llegado el segundo domingo de agosto, tenía lugar el Torneo delle Cavalieri, una suerte de justa medieval que se celebraba en Mascoli desde el siglo XV. Si bien había oído hablar del torneo, Tony nunca lo había presenciado, pues no tenía tiempo para tales diversiones, y tampoco habría ido en aquella ocasión si no fuera porque sabía que Silvana estaría allí. En los meses que habían pasado desde que compartieran aquel primer beso envuelto en un pañuelo, se habían besado de verdad, como el hombre y la mujer que eran, y se habían visto con frecuencia.
Tony solía llenar una cesta con queso curado, aceitunas, pan recién horneado, suculentos tomates y una botella de chianti artesanal, y Silvana acudía a su encuentro tras haber salido de casa bajo cualquier pretexto, pero solo de día. Entonces extendían una manta en alguna de las colinas que rodeaban Mascoli y, mientras sus ponis pastaban, ellos dedicaban toda la tarde a hablar e intercambiar secretos, entre besos y risas. Tony llegó a querer a las colinas de las Marcas como a las de su propia tierra, casi tanto como quería a Silvana. Durante sus largas charlas, ella le había dicho que también veía a Coluzzi y que algunas noches salía a cenar con él. Le había comentado que apreciaba la fuerza y el ingenio de los fascistas, algo que Tony se sentía incapaz de comprender, así que con el tiempo Silvana, Coluzzi y él acabaron bailando ese delicado tango a tres que suena cada vez que una mujer debe elegir entre dos pretendientes.
Tony se volvía loco esperando a que Silvana se decidiera, pero sabía que sería un error intentar forzarla. Su madre, una abruzzese de pura cepa, tenía un proverbio para todas las situaciones imaginables, y le aconsejó paciencia: Amor regge il suo regno senza spada, «El amor gobierna su reino sin espada». Su padre, que vivía más al tanto de la política, se preocupaba por el hecho de que el tercero en discordia fuera un camisa negra, y también tenía su propio proverbio para la ocasión: Iguai vengono senza chiamarli, «Las penas vienen sin que nadie las llame». Aconsejó a Tony que se olvidara de Silvana, pero eso era impensable para él, que a duras penas lograba reprimir la proposición de matrimonio que afloraba a sus labios con cada beso. Y entonces llegó la feria, y al saber que Silvana acudiría a Mascoli con su familia, Tony viajó hasta allí para verla con la esperanza de conocer a sus padres y pedirles su mano.
Hacía un día soleado, y cuando Tony llegó a Mascoli hasta las afueras de la ciudad eran un hervidero de gente, y los bocinazos de los automóviles se mezclaban con el relinchar de los caballos. Tony amarró su poni por temor a que el animal saliera despavorido y siguió a pie, abriéndose paso entre la ruidosa multitud hasta la piazza Santa Giustina, donde tendría lugar la ceremonia de inauguración y de donde saldría la procesión que habría de recorrer las calles de la ciudad. Pero Tony llegaba tarde, pues se había entretenido buscando a Silvana, así que se unió a la cola de la procesión. Delante de él, al son de las campanas que tocaban a rebato y el repiqueteo de los tambores, avanzaba a grandes zancadas el alcalde de la ciudad en el papel de Magnifico Messere. Le seguía la alta magistratura, representada por varios notables ataviados con coloridos trajes del siglo XV y rodeados por cientos de ciudadanos y figurantes disfrazados. Se respiraba un ambiente alegre y festivo. Grupos de camisas negras desfilaban con sus uniformes de gala y se reían de los lugareños, deleitados con aquella exaltación del orgullo patrio, pero Ángelo Coluzzi no se encontraba entre ellos.
Tony se había propuesto seguir la procesión, pero pronto se encontró dejándose arrastrar por ella mientras miraba a todas partes en busca de Silvana. Empezaba a sospechar que encontrarla en medio de todo aquel gentío sería poco menos que imposible. Los integrantes de la procesión iban maquillados y disfrazados como caballeros medievales, pajes, damas de compañía y capitanes, y Tony no sabía si Silvana se había disfrazado o no. A ambos lados de la calzada había artistas circenses haciendo malabarismos con antorchas encendidas, tragando espadas, agitando banderas o realizando trucos mágicos. Unos perros amaestrados hacían volteretas sobre los hombros de su amo, para delicia de unos colegiales fascistas que asistían al espectáculo enfundados en sus pantalones, camisas y pañuelos de color negro. La procesión bajó por una calle, tomó la siguiente y luego giró bruscamente a la derecha, por lo que Tony se vio empujado desde atrás por un caballero medieval que había bebido más de la cuenta. Apretó el paso, haciendo caso omiso de sus pies doloridos, deseando con todas sus fuerzas que el Gran Torneo no hubiese terminado para cuando él llegara a la plaza y que Silvana no se hubiese marchado todavía.
La procesión moría en la inmensa piazza del Popolo, donde se había congregado tanta gente que Tony apenas podía respirar. Miró en todas las direcciones, pero Silvana y su familia debían de estar en medio de la multitud, que pedía a gritos el inicio de la justa. En el centro de la plaza se alzaba el sarraceno, el falso caballero montado sobre un armazón de madera y cubierto con un rico mantón de terciopelo. A un lado de este, en representación de las seis antiguas demarcaciones de Mascoli, se alineaban sendos caballeros de verdad cuyos caballos, profusamente engalanados para la ocasión, piafaban sobre los adoquines y mordían los frenos, impacientes. Cada uno de los caballeros tenía tres oportunidades para atacar al sarraceno e intentar clavar su lanza en el centro del escudo que este portaba. Tony sabía que había un premio para el ganador, el palio del torneo, pero le daba igual. Lo único que quería era ver a Silvana, pero la muchedumbre lo zarandeaba de tal modo que apenas podía permanecer quieto el tiempo suficiente para echar un vistazo a su alrededor.
Se había abierto paso a duras penas hasta el centro de la plaza para librarse del grupo revoltoso que tenía a su espalda y respirar mejor, cuando de pronto avistó a Angelo Coluzzi. El squadrista estaba de pie, al frente de un cuadro de fascistas y sus respectivas familias, sobre un estrado cubierto de tela negra que se alzaba a un lado de la plaza. Fruncía el entrecejo, emulando al mismísimo Duce, sacando el mentón como si pasara revista a las tropas y no a un grupo de falsos caballeros con sus monturas de juguete. Al verlo, Tony recobró el aliento perdido, y en ese preciso instante la multitud se unió en un estruendoso clamor. El primer caballero avanzaba a galope tendido hacia el sarraceno, y su lanza golpeó el escudo con un sonoro clonc, haciendo girar al estafermo como una peonza mientras el público lo aclamaba con entusiasmo, sobre todo los habitantes del distrito al que representaba.
Coluzzi asintió con gesto aprobatorio y se volvió para hablar con uno de sus compañeros. Fue entonces cuando vio a Tony. Este lo supo enseguida, se lo dijeron sus entrañas antes que sus ojos, y aunque los separaba una multitud enardecida, los dos hombres se sostuvieron la mirada. El granjero y el fascista, enamorados ambos de la misma mujer. El segundo caballero espoleó su montura, que arrancó al galope haciendo resonar los cascos sobre el adoquinado de la plaza, pero ni Tony ni Coluzzi desviaron la mirada. La lanza pasó de largo, para gran decepción del público, pero Tony no apartó los ojos, como tampoco lo hizo Coluzzi. El tercer caballero ya había arrancado y avanzaba a gran velocidad hacia el sarraceno, en cuyo escudo clavó su lanza segundos después, haciéndolo girar como un bailarín en trance e impidiendo que Tony viera a Coluzzi. Instantes después, mientras el caballero se paseaba por la plaza con gesto gallardo recogiendo la afectuosa ovación del público, Coluzzi había desaparecido.
Hasta nunca. Cobarde. Cerdo. Escoria. Tony pensó que Coluzzi era como el falso sarraceno, un soldado hueco que caería derribado en cualquier momento. ¿Qué podía haber visto Silvana en semejante dechado de virtudes? Al parecer, las mujeres caían rendidas ante la vanidad y el poder de algunos hombres cuya valentía no era más que un adorno, como las charreteras de sus uniformes. Tony le había contado el episodio del boticario, pero ella le había replicado que algo habría hecho ese hombre para que Coluzzi y los suyos le pegaran. Tony buscó a Silvana entre el gentío mientras el cuarto caballero cargaba contra el sarraceno lanza en ristre y golpeaba el escudo con fuerza. La multitud lanzó un rugido, y justo entonces Tony se vio envuelto en un tropel de manos que tiraron violentamente del cuello de su camisa.
—Come? —farfulló, sin acabar de entender lo que estaba sucediendo, pero sus palabras se vieron ahogadas por dos manos que le ciñeron la garganta, y antes de que pudiera reaccionar estaba rodeado de lana negra y unos brazos poderosos lo sacaban a rastras de la plaza. Abrió la boca para gritar, pero alguien se le adelantó asestándole un puñetazo en la mejilla que le llenó la boca de sangre, y el siguiente golpe, propinado con mano experta, le infligió un dolor atroz en la mandíbula, dejándolo casi sin sentido.
Los camisas negras debían de ser por lo menos diez, y lo llevaban cogido de los brazos, arrastrando los pies por el adoquinado mientras la muchedumbre gritaba, aclamando a los caballeros y acallando sus gritos sofocados. Tony tendría que valerse por sí mismo. Nadie iba a ayudarlo. Recordó lo que le había pasado al boticario.
Intentó zafarse pero volvieron a golpearlo, produciéndole tal mezcla de dolor y estupefacción que apenas era consciente de que lo arrastraban por las calles que antes había recorrido la procesión, ahora plagadas de botellas y borrachos que vomitaban en las aceras. Sus botas se cayeron por el roce con los adoquines, que desollaban sus pies desnudos a medida que se iban alejando de la plaza, donde podía haber testigos, y se adentraban en las calles cada vez más desiertas de los alrededores.
Se lo llevaron a trompicones por calles tortuosas y estrechas como pasadizos, y Tony supo por sus gruñidos y maldiciones que aquellos hombres estaban disfrutando de lo lindo con algo que a él le revolvía las entrañas. No sabía dónde estaba, adónde lo llevaban ni por qué, y aquellos callejones medievales le parecían todos iguales, idénticos unos a otros, lo que de algún modo le infundía más temor que los propios golpes.
De pronto la carrera se detuvo, y fue entonces cuando los camisas negras se ensañaron de veras con él. Le llovían puñetazos de todas partes, en la espalda, en la cabeza, en el vientre. Intentó levantar los brazos y gritar, pero le clavaron un puño en el estómago con tanta fuerza que se quedó sin aliento y se desplomó en el suelo, donde los camisas negras la emprendieron a patadas con él, clavando sus duras botas en las costillas, las piernas y los riñones de Tony hasta que lo dejaron retorciéndose entre gemidos sobre los adoquines calientes y ásperos. Por un momento, alentado por la invencible esperanza de los abruzzese, quiso creer que todo había terminado. Pero luego empezaron de nuevo las patadas, y solo entonces cayó en la cuenta de que era él quien soltaba aquellos alaridos. Ni siquiera Tony podía conservar la esperanza en semejantes circunstancias, y sus extremidades dejaron de oponer resistencia. Apenas era consciente de lo que estaba ocurriendo, y dedujo con tranquila resignación que moriría a manos de aquellos brutos.
Pero justo entonces los golpes se detuvieron y todo quedó inmerso en una quietud absoluta. De pronto, el aire soplaba fresco como un bálsamo. Tony pensó que aquello solo podía ser la muerte. Tenía el cuerpo entumecido de la cabeza a los pies. No sentía dolor alguno. No era capaz de moverse, ni tenía interés alguno en hacerlo. Estaba tan a gusto y tan tranquilo allí tumbado... era como estar en las colinas, bajo la arboleda donde solía almorzar con Silvana. No se oía ni un zumbido. Tony abrió los ojos, listo para contemplar a Dios en su gloria.
Ante él se recortaba una silueta humana con casco, charreteras en los hombros y mentón dictatorial. El sol brillaba a su espalda, de tal modo que la figura proyectaba su larga sombra sobre Tony. No era Dios, sino el demonio en persona. Angelo Coluzzi.
—Felicidades, amigo mío —dijo Coluzzi, riendo entre dientes, pero Tony no lo entendió.
—Che? —articuló de un modo ininteligible.
—Tengo una gran noticia que darte, granjero. No lo adivinarías ni en un millón de años. Te propongo un pequeño juego, una adivinanza. ¿Qué noticia dirías que te voy a dar?
Tony estaba demasiado debilitado para hablar, pero Coluzzi no dudó en propinarle una patada en la cadera, produciéndole un latigazo de dolor que recorrió toda su espalda.
—¡Habla, perro! ¡Pregúntame qué noticia tengo!
Pero Tony no podía articular palabra, así que Coluzzi lo golpeó una y otra vez hasta que el dolor le hizo gritar, pero no para pedir clemencia. Eso jamás.
—¡Buen perro! —exclamó Coluzzi—. Ahí va el notición: nuestra pequeña zorra te ha elegido a ti.
¿Qué? Tony no podía dar crédito a sus oídos. ¿Que Silvana lo había elegido a él? ¡Que Silvana lo había elegido a él! La buena nueva le supo a los frutos más dulces y suculentos. Pero entonces cerró los ojos, dándose cuenta de que el sabor que le impregnaba la lengua era el de su propia sangre, cálida y salada, y que aquel momento, el más dulce de su vida, era también el más amargo. Pues en ese momento comprendió que, si Silvana lo había elegido a él, Angelo Coluzzi no la dejaría seguir con vida. Debería haberlo previsto, pero no lo hizo. De lo contrario, no la habría cortejado. Y ahora era demasiado tarde. Los ojos de Tony se llenaron de lágrimas por Silvana, y el corazón se le encogió de miedo. Con el último aliento que le quedaba, justo antes de perder el conocimiento, gritó:
—¡No!
—¡No! —Tony Palomo se debatía entre los fornidos brazos de los guardias, el pulso acelerado y la respiración entrecortada, pero estos se limitaron a asirlo con más firmeza. Debían de ser por lo menos diez.
— Nonno, nonno!-gritó Frank—. ¿Qué pasa, nonno?
—¡No, no! —seguía gritando Tony Palomo, farfullando en italiano, completamente fuera de sí—. ¡No!
—¡Soltadle, lo estáis asustando! —gritó Frank—. ¡Que lo soltéis!
De pronto, la presión sobre sus brazos cedió y Tony Palomo sintió que los guardias se hacían a un lado, apartados por su nieto, Frank, que lo abrazaba y le hablaba al oído, que le susurraba en italiano como si le cantara una nana, con una voz tan suave como la de su hijo Frank cuando era niño. La nana llegó al corazón de Tony y lo fue tranquilizando de dentro hacia fuera, relajando todos y cada uno de los músculos de su cuerpo, aplacando hasta la más profunda de sus penas, de tal modo que se dejó acunar sin reparo alguno, como haría un niño. Soñó por un instante que su hijo Frank seguía vivo, al igual que su Silvana, y también la mujer de Frank.
Y soñó que vivían todos juntos en armonía, como una familia, unida de nuevo y rebosante de amor.