Capítulo 46

—La defensa llama a declarar a Marlene Bello —anunció Judy.

Cuando se volvió hacia la doble puerta, comprobó que el público asistente al juicio estiraba el cuello en la misma dirección, sobre todo en el lado Coluzzi de la sala. Jimmy Bello estaba literalmente boquiabierto, y Tony el de la Esquina parecía embelesado. Judy había recurrido a él como arma secreta, aunque Marlene no necesitaba que la convencieran para testificar.

Judy le sonrió cuando la vio entrar en la sala de juicio, y Marlene le devolvió el saludo mientras avanzaba por el pasillo contoneándose. Lucía un vestido de punto rojo que se ceñía como un guante a cada curva de su cuerpo y calzaba zapatos de salón a juego. Hasta las medias le sentaban de muerte. Marlene ocupó el estrado de los testigos como si le perteneciera, prestó juramento y se sentó, cruzando un estupendo par de piernas.

Judy se asomó a la tribuna.

—Por favor, díganos quién es usted, señora Bello.

—Me llamo Marlene Bello y soy la ex mujer de Jimmy Bello. —Marlene señaló al aludido con una uña rojo escarlata—. Ese de ahí.

—¿Cuánto tiempo estuvo casada con el señor Bello?

—¿Contando la rebaja por buena conducta? —replicó Marlene, y el jurado rompió a reír—. Casi treinta y dos años.

—¿Y cuándo se divorciaron?

—Le di el finiquito hará un año y medio, casi dos.

—Díganos, señora Bello, ¿llegó usted a pinchar el teléfono de su propia casa, y a grabar las conversaciones telefónicas de su esposo sin que él lo supiera?

Santoro saltó de su asiento.

—Protesto, señoría. Irrelevante.

—¿Podemos acercarnos? —preguntó Judy, y el juez Vaughn dio su permiso. Judy fue la primera en llegar al estrado—. Señoría, como podrá comprobar en unos instantes si me deja proseguir, la señora Bello ha accedido a testificar en detrimento de sus propios intereses sobre una cuestión que guarda relación directa con el tema que nos ocupa.

Santoro movía la cabeza de un lado a otro.

—Señoría, el tema que nos ocupa es la muerte de Angelo Coluzzi. Si no ha venido a testificar sobre eso, no debería estar en ese estrado. ¡No es más que la ex esposa de un testigo de la acusación!

—Señoría —volvió Judy—, insisto en que fue la acusación la que sacó a relucir la muerte de Frank y Gemma Lucia.

El juez Vaughn soltó un suspiro.

—Desestimo la protesta, pero vaya con cuidado, letrada, o aténgase a las consecuencias. —Santoro volvió a su mesa y Judy a la tribuna.

—Puede contestar a la pregunta, señora Bello.

—Es cierto, mandé pinchar mi propio teléfono. Contraté a un detective privado para que lo hiciera.

—¿Y por qué lo hizo?

—Para comprobar si ese cerdo me estaba poniendo los cuernos, y resultó que sí.

—¡Protesto, señoría! ¡Las declaraciones del testigo son irrelevantes y mueven a conjeturas! —gritó Santoro, pero el juez Vaughn lo atajó con un ademán.

—¿Y qué período de tiempo abarcan esas grabaciones? Tengo entendido que todo el año pasado, empezando el uno de enero, ¿es así?

—En efecto. Fue mi resolución de Año Nuevo.

—Deduzco entonces que grabó usted las conversaciones telefónicas que mantuvo el que era entonces su marido durante el día veinticinco de enero de ese año, fecha en la que Frank y Gemma Lucia perdieron la vida. ¿Lo confirma?

Santoro se removió en su asiento pero se abstuvo de protestar, pues hasta el juez Vaughn parecía sorber las palabras de Marlene. Judy casi consiguió relajarse, pero seguía siendo una abogada, así que eso era imposible.

—Sí, el veinticinco de enero el teléfono estaba pinchado.

—Señora Bello, ¿escuchó usted algunas de esas conversaciones, además de grabarlas?

—Sí, porque grabamos todas las llamadas, incluidas las que hacía yo y las que Jimmy hacía en mí presencia. En la mitad de las cintas salgo yo hablando con mi vidente. —Marlene se volvió hacia el jurado—. ¡Menuda factura de teléfono! —añadió, y el jurado volvió a reír.

—¿Escuchó alguna conversación telefónica entre el señor Bello y Ángelo Coluzzi?

—Uf, montones. —Marlene se rió entre dientes—. Jimmy se pasaba todo el día al teléfono, recibiendo órdenes de Ángelo.

—¿Recuerda usted si el señor Bello habló con Ángelo Coluzzi la noche del veinticinco de enero, la misma en que Frank y Gemma Lucia perdieron la vida al volcar su camioneta?

—Sí que hablaron, sí.

—¿Dónde estaba usted cuando se produjo esa conversación?

—En la cocina, preparando mis informes de ventas. Él estaba hablando por el teléfono de la cocina.

Judy hojeó su bloc de notas hasta llegar a la transcripción de las cintas. La noche anterior, nada más conocer el detalle de la gasolina, había vuelto sobre aquellas notas. Luego había llamado a Marlene y le había explicado lo que había escuchado en la cinta y lo que Frank había averiguado. La explicación a ambos misterios residía en una misma clave, y solo Marlene la conocía.

—¿Y qué oyó decir al señor Bello?

—Protesto, testimonio de oídas —objetó Santoro, pero Judy estaba dispuesta a implorar de rodillas si hacía falta.

—Desestimada —dictaminó el juez Vaughn, indicando a Santoro que se sentara por señas.

Judy leyó por encima sus notas.

—Puede contestar, señora Bello. ¿Qué le dijo el señor Bello al señor Coluzzi la noche del veinticinco de enero?

—Al parecer habían quedado. Jimmy tenía que recoger a Ángelo, y le oí decir «Traeré la Coca —Cola».

—¿Y qué significa eso para usted?

—Era una especie de clave secreta que usaban entre ellos.

—¿Una clave secreta? ¿Qué significaba?

—Significaba «Traeré un cóctel Molotov».

—¡Protesto! —bramó Santoro, levantándose bruscamente—. ¡El testimonio es irrelevante y mueve a conjeturas, señoría!

Judy estaba desesperada. Necesitaba al menos una prueba a la que aferrarse.

—Señoría, el testimonio de la señora Bello es absolutamente relevante para dilucidar las circunstancias de la muerte del hijo y la nuera del acusado.

—¡Pero no tiene nada que ver con la muerte de Ángelo Coluzzi, señoría!

El juez Vaughn se encorvó sobre el estrado con gesto grave.

—Quiero escuchar lo que la testigo tiene que decir, señor Santoro —sentenció, y Judy supo por su tono de voz que aquel interés no tenía nada que ver con los muchos encantos de Marlene—. Señora Bello, esta sala se halla en el deber de advertirle de que su testimonio puede incriminarla, puesto que grabar una conversación telefónica sin consentimiento de las partes implicadas es un delito en este estado. ¿Cuenta usted con un representante legal en esta causa?

Marlene sonrió nerviosamente.

—Ya he hablado con un abogado. Está sentado al fondo de la sala. Asumiré las consecuencias de mis actos. He vivido con Jimmy Bello, la cárcel no me da miedo.

El juez Vaughn disimuló su sonrisa tras un respetuoso ademán de asentimiento.

—Muy bien, señora Bello —dijo, y volviéndose hacia Judy, añadió—: Sírvase proseguir, señorita Carrier.

—Gracias, señoría —repuso Judy, y miró de soslayo al jurado. Todos y cada uno de sus miembros escuchaban muy atentamente, en su mayoría encorvados hacia delante con gesto expectante. Judy se volvió hacia Marlene—. Señora Bello, ¿qué es un cóctel Molotov, por cierto?

Santoro alzó las manos en el aire, exasperado.

—Señoría, ¿desde cuándo es la testigo una experta en artefactos incendiarios?

En el estrado, Marlene rompió a reír.

—Me he criado en South Philly, señor mío. ¿Cree que no sé lo que es un cóctel Molotov?

—Desestimada —atajó el juez Vaughn, atravesando con la mirada a Santoro, que se hundió en su silla—. Por favor, conteste a la pregunta, señora Bello.

—Cómo no. —Marlene se apartó un rizo de los ojos—. Un cóctel Molotov es una botella llena de gasolina. Se tapa con un trapo, se le prende fuego y luego se tira. Al romperse la botella, la gasolina entra en contacto con la llama y convierte en cenizas todo lo que haya a su alrededor.

Bingo. En otras circunstancias, Judy se habría sentido feliz, pero las palabras «y convierte en cenizas todo lo que haya a su alrededor» le provocaron un escalofrío. Los Lucia habían muerto calcinados. Una forma terrible de morir. ¿Qué estaría sintiendo Frank? No podía mirarlo si quería seguir concentrándose en el testimonio de Marlene.

—Señora Bello, ¿a qué hora salió el señor Bello de casa aquella noche?

—Recuerdo que era tarde, quizá las nueve y media de la noche.

—¿Le dijo adónde iba?

—No, solo que iba a recoger a Ángelo.

—¿Y llevaba consigo la «Coca-Cola» cuando salió de casa?

—Marlene se humedeció sus relucientes labios.

—Le diré lo que le vi hacer aquella noche, después de hablar con Ángelo por teléfono. Sacó una botella de Coca-Cola de la nevera, de esas de vidrio que solía comprar, y la vació en el fregadero sin ni siquiera haberla probado.

Judy guardó silencio unos instantes, dando ocasión al jurado de sacar sus propias conclusiones.

—¿Se fue de casa con la botella vacía, señora Bello?

—Sí. —Marlene se mordió el labio—. No dijo nada, pero yo debería haberlo hecho. Sabía que andaba tramando algo pero nunca se me pasó por la cabeza que fuera a matar a nadie, y mucho menos a los Lucia.

De pronto, Judy sintió lástima por ella, por los Lucia, por Frank y Tony Palomo, y hasta por Jimmy Bello y los Coluzzi. Tantas muertes, tanto odio. Se aferró a los bordes de la tribuna.

—Señora Bello, ¿por qué no ha facilitado esta información a la policía, por qué no ha dicho nada de todo esto hasta ahora?

—No até cabos hasta que usted me llamó anoche y me contó lo de la gasolina en la camioneta de motor diesel. No lo sabía. Lo siento mucho. —Marlene miró directamente a Frank y Tony Palomo, los ojos empañados—. De verdad que lo siento.

Judy hizo de tripas corazón para contener sus propias emociones. Estaba a punto de ganar la partida. Lo había conseguido. Había demostrado quién había asesinado a los Lucia y había logrado establecer una duda razonable sobre el asesinato de Coluzzi. Sintió que le flaqueaban las piernas, de cansancio, de alivio y de pura alegría.

¡Pam, pam, pam!, sonó de pronto el mazo, y el juez Vaughn empezó a gritar mientras miraba con gesto alarmado hacia el público.

—¡Orden, orden! ¡Detengan a ese hombre!

Judy no salía de su asombro. Tony Palomo le apretó el brazo en un gesto de sorpresa. Santoro se había puesto en pie, consternado. El alguacil descolgó un teléfono. La taquígrafa de la sala gritó:

—¡Dios santo!

Al otro lado de la mampara de cristal blindado reinaba la confusión. Jimmy Bello intentaba escapar y avanzaba a la carrera hacia la doble puerta de la sala, dispuesto a llevárselo todo por delante. Frank había echado a correr tras él con la corbata al vuelo. Un grupo de guardias de seguridad salió tras ambos. Los asistentes al juicio se apartaban, temerosos. Los reporteros garabateaban como posesos, las manos de los dibujantes no eran lo bastante rápidas para atrapar la escena. Desde el otro lado del cristal blindado, aquello parecía una película de acción a la que hubieran quitado el sonido.

¡Pam, pam, pam!

El juez Vaughn seguía aporreando la mesa con el mazo.

—¡Guardias, guardias! ¡Alguacil, llame a seguridad!

Bello franqueó la doble puerta como una exhalación, con Frank y los guardias de seguridad pisándole los talones. No tenía ninguna posibilidad de salir del edificio. Solo para llegar al ascensor debía hacer frente a decenas de policías, personal de los juzgados y guardias de seguridad, por no hablar de las puertas de salida de la planta baja. Su única esperanza era que la poli lo cogiera antes de que lo hiciera Frank.

El juez había decretado una pausa para comer, pero en la sala de reuniones de los juzgados nadie tenía apetito. Judy abrazó a Frank sin pudor alguno, aunque estuvieran delante de Bennie y Tony Palomo. Estaba sudado tras la persecución de Jimmy Bello, y Judy aspiró su olor, junto con la pena reciente por la muerte de sus padres. Su chaqueta de pana rozaba los brazos de Judy, suave al tacto, aunque una de las mangas se había roto en la refriega. Judy se aferró a él hasta que Frank deshizo el abrazo y se pasó una mano por su mejilla dolorida.

—Por lo menos hemos cogido a Bello —dijo entonces, en voz baja.

—Desde luego. —Judy esbozó una gran sonrisa—. Uno de los polis me ha dicho que lo van a retener para interrogarlo. Les he dado copias de mi expediente y he pedido al perito que entregue el vehículo siniestrado a la policía, para que vayan poniendo en marcha la investigación.

—¿Crees que lo acusarán?

—No pararemos hasta que lo hagan, ¿verdad que no? —Judy observó el moretón de Frank—. ¿Cómo va eso?

—Bien. Cuando lo cogí empezó a patalear como un loco, pero también encajó unos cuantos golpes. —Frank se enderezó y hasta logró esbozar una sonrisa—. El alguacil me dejó reducirlo por mi cuenta.

—Bien —aprobó Judy, y lo decía de veras—. No se me ocurre mejor manera de emplear mis impuestos.

Frank abrazó a Tony Palomo, que casi perdió el equilibrio. El pequeño anciano parecía hundirse en el robusto pecho de Frank, que miró a Judy por encima de la cabeza calva de su abuelo con una sonrisa picara.

—Ya os podéis abrazar, Bennie y tú. Creo que hemos ganado.

Judy soltó una carcajada.

—Sí, yo también lo creo.

Bennie miró a Judy.

—Sí, pero nada de abrazos. Los abogados no se abrazan.

—Es verdad —dijo Judy. Se sentía demasiado feliz para dejar de sonreír. Se sentía genial. Era un milagro. Tenía que haber sido un galeote en otra vida para haberse ganado la buena estrella que tenía en esta.

Entonces Tony Palomo se apartó de los brazos de Frank con un brillo de emoción en sus ojos marrones.

—Ahora io habla con juez —soltó, y el buen humor de Judy se desvaneció como por arte de magia.

—No tiene por qué hacerlo. Se ha terminado.

Tony Palomo se volvió hacia ella despacio, moviendo la cabeza a un lado y a otro.

—No. Io habla con juez. Io habla con juez ahora.

A su espalda, Frank parecía sorprendido, pero Judy no daba crédito a sus oídos. No podía estar hablando en serio. Aquello no podía estar pasando.

—Tony, tal como están las cosas, es el momento perfecto para solicitar el veredicto.

—¡No! ¡Ayer tú dice que io decide mañana. Mañana es hoy. Io decide, io quiere hablar con juez. ¡Io dice la verdad!

Judy no estaba dispuesta a escuchar aquello. Quizá Tony Palomo no acabara de entenderlo, por más que se lo hubiera explicado ya unas trescientas cincuenta veces.

—Deje que se lo explique, una vez más. He demostrado que Ángelo Coluzzi le detestaba, y que usted y él pasaron cerca de cinco minutos a solas en una habitación pequeña. Ángelo Coluzzi acabó con el cuello roto, pero yo he demostrado que eso podía ocurrirle fácilmente a un hombre de su edad, aunque solo hubiera habido un breve forcejeo entre ustedes.

—¡Io rompe cuello! ¡Io lo hace!

Judy reprimió el impulso de coger a Tony Palomo por su escuálido pescuezo y sacudirlo hasta hacerle entrar en razón.

—Pero la única prueba de que fue usted quien empezó la pelea y no Coluzzi es que alguien que jamás le había oído hablar le oyó decir «Te voy a matar» a gritos y en italiano.

—Io!!Io dice, io lo hace! ¡Ma non é asesinato!

Judy tenía ganas de matarlo, en inglés y con todas las letras.

—Pero eso ellos no lo pueden demostrar, y no lo han demostrado. Han perdido, ¿entiende? Le apuesto lo que quiera a que el jurado lo declara inocente.

—¡Io dice al juez! ¡Io dice ellos! ¡Io habla de Silvana, y los tomates, y los besos!

Judy tenía la cabeza a punto de estallar. Los tomates y los besos no bastarían para salvarle el pellejo, no en una sala de juicio. Tal vez si se lo volvía a explicar, con otras palabras...

—En mi alegato final, pienso decir al jurado que tan probable es que usted empujara a Ángelo Coluzzi en defensa propia como que lo atacara. Es una afirmación constatable.

—¿Qué significa consta...?

Judy empezaba a perder la paciencia.

—Significa que es verdad, dejémoslo en eso. Además, también hemos demostrado, de un modo bastante indiscutible, que Ángelo Coluzzi y Jimmy Bello mataron a su hijo y a su nuera arrojando un cóctel Molotov al interior de su camioneta, lo que hizo que la cabina prendiera fuego y que todo el mundo pensara que había sido un accidente. —Judy sabía que estaba hablando demasiado deprisa para que Tony Palomo pudiera entenderla, pero no podía contenerse. Su cliente intentaba echar por tierra todo lo que ella había conseguido, por no mencionar el hecho de que podía acabar muerto—. Y si el jurado piensa que Coluzzi mató realmente a su hijo, y no que todo son elucubraciones suyas, no sentirán tanta lástima por él, y tampoco querrán condenarlo a usted por haberlo asesinado. ¿No lo entiende? ¡Si no abre la boca, ganará!

Frank estaba pálido como la cera, y había puesto las manos sobre los hombros de su abuelo.

—Judy, le estás chillando.

—¡Tengo todo el derecho del mundo a chillarle! ¡Estoy intentando salvarle la vida, joder! —gritó Judy, fuera de sí, y justo entonces se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. No necesitaba ver la expresión en el rostro de Bennie para saberlo, pero ahí estaba de todas formas.

Bennie había alzado una mano en el aire, como una señal de stop.

—Basta, Judy. Estás muy nerviosa. Procura tranquilizarte —dijo, y luego se volvió hacia Frank con ademán casi formal—. Frank, ¿crees que tu abuelo entiende lo que Judy le acaba de decir? Porque está cargada de razón.

—Sé que lo entiende. Entiende más de lo que la gente piensa.

—No quiero correr ningún riesgo. Es su vida lo que está en juego, y mi permiso para ejercer. Quiero que le repitas en italiano todo lo que Judy acaba de decir. Y dile que, si decide testificar, lo hará a despecho de lo que su abogada le ha aconsejado.

—Me parece justo —dijo Frank—, pero insisto: ha entendido perfectamente las palabras de Judy. Lo que pasa es que no está de acuerdo con ella.

—¡Io no está de acuerdo! —repitió Tony Palomo.

Frank empezó a hablar rápidamente en italiano, y Judy contemplaba la escena sintiéndose más impotente que nunca. No podía creer que aquello estuviera ocurriendo. Su estado de ánimo pasó de la frustración total al miedo más atroz. Miró a Frank y a Tony Palomo, y luego a Bennie. ¿Cómo podía consentir que aquello ocurriera?

—¡Bennie, pueden cargárselo! ¡Pueden condenarlo a la pena de muerte!

—Lo sé. —Bennie seguía impasible, lo que solo contribuía a sacar a Judy de sus casillas.

—¡No podemos dejar que se ponga la soga al cuello, así sin más!

La lengua italiana, demasiado musical para un momento tan lúgubre, seguía sonando de fondo.

—Tenemos que hacerlo, si es eso lo que quiere.

Frank levantó la mirada, el gesto grave, las manos sobre la espalda de su abuelo.

—Quiere hacerlo. Quiere decir la verdad. Quiere hablar ante el tribunal. Dice que es inocente, y quiere que el jurado lo declare inocente.

—¿Qué más da? —estalló Judy dirigiéndose a Tony Palomo, pero Frank contestó por él.

—Lo sabes perfectamente. No quiere pensar que se va de rositas habiendo cometido un asesinato, porque para él no se trata de un asesinato. No es solo que no sea culpable. Es que es inocente.

—Entonces, no se hable más —dijo Bennie antes de que Judy pudiera abrir la boca, al tiempo que consultaba su reloj de muñeca—. Tenemos dos minutos para volver a la sala.

Judy no podía parar de negar con la cabeza. Cogió las dos manos de Tony Palomo.

—Pero ¿comprende usted que, después de hablar el señor Santoro puede hacerle preguntas? ¿Toda clase de preguntas?

—Sí, io entiende —asintió Tony Palomo, sin inmutarse.

—El señor Santoro no será amable con usted. Hará todo lo posible para hacerle quedar como un hombre malvado. Le preguntará «¿Mató usted a Ángelo Coluzzi?», y le dirá «Explique al jurado exactamente cómo rompió el cuello del pobre Ángelo Coluzzi».

Io dice. Io mata. Io no asesina.

—¡Será horroroso! ¡Santoro lo despellejará! ¡Puede tenerle allí arriba durante días, y usted apenas sabe hablar inglés! —Judy tenía ganas de llorar, pero debía mantener un mínimo control sobre sus emociones o no lograría salvarlo—. ¡Al jurado no le gustará nada lo que usted va a decir! Pensarán «Este hombre ha matado a otro hombre, y por tanto merece el mismo castigo. ¡Que lo maten!».

—Sí, sí. —Tony Palomo esbozó una media sonrisa y sus ojos de párpados apergaminados sostuvieron la mirada de Judy con una extraña serenidad. En el fondo de aquellos ojos Judy encontró una fuerza que no había visto hasta entonces, pero también una terrible temeridad. Los hombres más valientes siempre eran los que se dejaban matar. El pionero era el que recibía las flechas en su pecho.

—Tony, no lo haga, por favor. —Si tenía que implorar, lo haría—. Se lo ruego.

—Judy, tranquila. —Tony Palomo apretó sus manos—. ¿Tú pregunta a mí en juicio, sí?

Judy pestañeó para apartar las lágrimas. No quería ni imaginarlo. Tendría que ser ella quien interrogara a Tony Palomo durante el turno de preguntas de la defensa.

—Sí —dijo, pero no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. No quería verlo muerto, ni tan siquiera en la cárcel. No se había dado cuenta hasta entonces, pero lo quería.

—Tú pregunta, io habla de Silvana. Tú pregunta pequeño Frank. Pregunta tomates. Pregunta cómo muere Silvana, en establo. Io dice. Como antes, como ayer. Io dice.

Entonces Judy recordó que su historia la había conmovido profundamente. Pero ella no formaba parte del jurado, y cuando lo escuchaba desgranar sus recuerdos no había nada en juego, y mucho menos su vida. Una lágrima rodó por su mejilla, y Judy soltó la mano de su cliente para secarla rápidamente.

—Todo Ok, Judy. Io habla y tú sabe. El juez sabe. La gente sabe. Pregunta a mí: ¿Cómo tú conoce a Silvana, Tony Palomo?

Los labios de Judy temblaban y no podía articular palabra. Bennie había enmudecido.

Frank suspiró audiblemente.

—El jurado puede hacer lo que quiera, ¿verdad? —preguntó.

Judy no estaba de humor para alimentar falsas esperanzas.

—Menos matarlo dos veces, lo que no deja de ser un consuelo.

Bennie la atravesó con la mirada.

—Sí, Frank. Tu abogada debería informarte de que existe algo llamado veredicto de conciencia. Quiere decir que el jurado decide hacer lo que considera moralmente justo, al margen de lo que diga la ley. Ocurrió por primera vez hace mucho tiempo, en el viejo sur, cuando los jurados compuestos por blancos se negaban a condenar a los acusados de su misma raza que habían linchado a personas negras. Desde entonces ha vuelto a ocurrir en ocasiones muy contadas, en algún caso de eutanasia y de malos tratos. Pero es muy raro.

—Muy raro —recalcó Judy—. Como que te toque la lotería.

Andiamo! —exclamó de pronto Tony Palomo, dando palmas con entusiasmo. Le brillaban los ojos, todo su rostro resplandecía, y por un momento parecía que nada podría derrotarlo.

Pero Judy sabía que esa sensación no tardaría en desvanecerse.