Capítulo 45

—Pueden tomar asiento —anunció el juez Vaughn una vez que hubo entrado en la sala y subido al estrado. Por su ademán expeditivo era evidente que quería ir al grano, y Judy no podía estar más de acuerdo con él. No veía la hora de exponer su defensa, ahora que creía tener posibilidades de ganar. Pero todo dependía de lo que ocurriera con el último testigo de la acusación.

Judy se deslizó hacia delante en su silla. La noche anterior, mientras preparaba los interrogatorios y hacía llamadas de teléfono, había llegado a la conclusión de que las tornas habían cambiado. Hasta aquella misma mañana, era la cabeza de Tony Palomo la que pendía de un hilo, pero ahora le tocaba a Ángelo Coluzzi ser juzgado por asesinato. Y Judy no tenía intención de dejar que se saliera con la suya, por mucho que estuviera muerto, aunque no estaba segura de poder demostrar su culpabilidad con las pruebas que había reunido. Pero ahora tenía bastantes más posibilidades que antes del hallazgo de Frank, y se alegraba de que hubiera sido él quien había descubierto la pieza que faltaba en el rompecabezas. Era lo justo.

Se volvió para mirar a Tony Palomo, que parecía más tranquilo ahora que por fin iba a salir a la luz la verdad sobre la muerte de su hijo. En la primera fila del público estaba Frank, sentado en el extremo del banco. Los demás asistentes se fueron acomodando en sus asientos. Solo los reporteros y los dibujantes trabajaban con frenesí. El juez se sentó y apartó una pila de alegatos que descansaban sobre el estrado.

—Buenos días, señorita Carrier, señor Santoro. Señor fiscal, puede llamar a su primer testigo.

Santoro se levantó, luciendo un nuevo traje oscuro con grandes solapas.

—Buenos días, señoría. El estado llama a declarar a Calvin DeWitt.

Judy miró hacia atrás en el momento en que la puerta de la sala se abría y el alguacil entraba escoltando a un hombre afroamericano de mediana edad que lucía una pequeña perilla y gafas montadas al aire. Vestía un traje impecablemente planchado y se conducía con aplomo. Avanzó hasta el estrado, prestó juramento y se sentó.

Santoro ocupó su lugar en la tribuna.

—Por favor, señor DeWitt, díganos a qué se dedica.

—Soy perito de la policía de Filadelfia, concretamente del departamento de tráfico, donde trabajo desde hace quince años en la reconstrucción de accidentes. A lo largo de mi vida profesional he investigado más de cinco mil siniestros. Nuestra misión consiste básicamente en determinar cómo y por qué se producen los accidentes de consecuencias mortales.

—Díganos, agente DeWitt, ¿qué clase de formación ha recibido usted para llevar a cabo una tarea tan compleja?

—Estudiamos los más modernos métodos y tecnologías de reconstrucción de accidentes, que abarcan campos tan dispares como la física, el análisis de impactos, la construcción de puentes y autopistas, la anatomía humana, el estudio de la influencia de las drogas y el alcohol en los reflejos del conductor y la elaboración de gráficos animados por ordenador.

Santoro asintió.

—¿Y reciben ustedes algún tipo de título que acredite sus conocimientos, agente?

—Sí. Podemos obtener el título oficial de la OPAT, la oficina de peritaje de accidentes de tráfico. Yo lo tengo.

Santoro pasó la página de su bloc de notas.

—Señoría, solicito la acreditación del agente DeWitt como experto cualificado.

Judy asintió. También iba a necesitar su testimonio.

—Nada que objetar —puntualizó.

—Se acepta —dijo el juez Vaughn, y Judy miró de reojo a los miembros del jurado, que parecían escuchar atentamente. Deseó que estuvieran a la espera de escuchar el testimonio sobre el accidente, después de los interrogantes que ella había planteado en la víspera al interrogar a Jimmy Bello. Lo había citado para obligarlo a comparecer en la sala, y allí estaba, sentado con gesto impasible junto a John Coluzzi, más ceñudo de lo habitual.

Santoro se dirigió al testigo.

—Agente DeWitt, ¿fue usted el encargado de investigar el accidente de tráfico que se produjo el veinticinco de enero del presente año, y en el que perdieron la vida Frank y Gemma Lucia?

—Sí.

—Por favor, ¿puede describir los pasos que siguió para investigar dicho accidente?

El agente DeWitt levantó la mirada.

—¿Me permite consultar mi informe?

—Por supuesto. —Santoro localizó un documento entre la pila de papeles que se amontonaban sobre su mesa y repartió copias del mismo a Judy y al alguacil, que se encargó de entregárselo al juez—. Señoría, la que ahora presento es la prueba número doce de la acusación: el informe del agente DeWitt sobre el accidente en cuestión.

—Nada que objetar —dijo Judy. Dejó el informe a un lado e indicó por señas al jurado que ya lo había leído. De hecho, lo había memorizado la noche anterior, pero eso no podía decirlo por señas, por mucho que le apeteciera presumir de ello.

El agente DeWitt hojeó su informe.

—Solo quería refrescar mi memoria. Visité el lugar de los hechos aquella misma noche a la una de la madrugada, cuando aún no había pasado ni una hora desde que se había producido el accidente. Examiné el vehículo siniestrado, una camioneta Volkswagen. También examiné la barrera de seguridad del paso elevado desde el que volcó la camioneta, así como la vía inferior, en la que se produjo el impacto.

—¿Podría relatarnos de forma sucinta cómo ocurrió el accidente?

—Sí. El vehículo en cuestión, un modelo de camioneta antiguo y ligero, circulaba en dirección oeste por el paso elevado de dos carriles cuando derrapó en un tramo de la calzada que estaba cubierto de hielo, debido a un error del conductor y al estado del firme. La camioneta chocó contra la barrera de seguridad, volcó hacia un lado y cayó boca arriba en la vía inferior, donde el depósito de combustible se rompió y estalló en llamas. Los ocupantes del vehículo debieron de morir en el momento del impacto, o bien cuando la cabina se incendió, aunque la oficina del forense ya había ordenado la retirada de los cadáveres cuando yo me personé en el lugar del accidente.

—¿En su condición de experto, puede usted afirmar que la colisión de la camioneta se debió a un simple accidente?

—Sí —contestó DeWitt, y añadió—: Aunque nunca tildaría de «simple» un accidente de consecuencias fatales. Pero sí, fue un accidente.

—Tomo nota de la precisión, sin duda oportuna —repuso Santoro, asintiendo—. Agente DeWitt, ¿podemos deducir entonces que no hubo ningún otro vehículo implicado en el accidente?

—Exacto.

—Por tanto, tampoco hubo más víctimas mortales.

—No.

—La policía se basó en sus conclusiones sobre el carácter fortuito del accidente para no presentar ningún tipo de cargos, ¿verdad?

—Sí.

—La policía de Filadelfia ha dado el caso por cerrado, ¿no es así?

—Sí.

—No tengo más preguntas —dijo Santoro, que volvió a su asiento mientras Judy se ponía en pie y avanzaba hasta la tribuna con sus documentos. Tras presentarse, formuló su primera pregunta.

—Agente DeWitt, ha dicho usted que examinó la camioneta de los Lucia una hora después de que el vehículo volcara y se incendiara. En su opinión, ¿qué provocó ese incendio?

—El sistema de alimentación de combustible resultó dañado y el depósito se rompió a consecuencia del accidente, lo que hizo que la cabina se llenara de combustible y se incendiara.

Judy deseó con todas sus fuerzas que Frank no estuviera imaginando la situación.

—Agente DeWitt, ¿realizó usted algún tipo de prueba para determinar la naturaleza de los residuos que había dejado el fuego dentro o fuera de la camioneta?

—No. No había motivo para hacerlo.

Judy escribió en su bloc de notas: «Eso es lo que tú crees, listillo».

—En su opinión, ¿qué provocó la deflagración del combustible?

—Hay muchos factores posibles: un cortocircuito en el cuadro eléctrico, el calor del propio motor en contacto con el combustible o las chispas que a menudo resultan de una colisión entre acero y hormigón.

—Sostiene usted entonces que la camioneta de los Lucia se salió de la calzada debido al hielo y a la impericia del conductor, volcó por encima de la barrera de seguridad y se estrelló en la vía de abajo, y que los Lucia murieron a consecuencia del impacto o del incendio provocado por la ruptura del depósito de combustible, ¿correcto?

—Correcto.

—¿Qué clase de combustible había en el depósito? —preguntó Judy sin apenas pausa.

—No entiendo la pregunta.

—¿Recuerda usted qué tipo de combustible provocó el incendio en la cabina de la camioneta?

—Gasoil.

Judy apuntó en su bloc: «¡Eureka!», y entonces formuló la pregunta cuya respuesta necesitaba oír.

—¿Cómo lo sabe usted, si no realizó ninguna prueba para determinar la naturaleza de los residuos?

—Era una camioneta de motor diesel. —El agente DeWitt echó un vistazo a su informe—. Examiné el motor del vehículo y me puse en contacto con las oficinas de Harrisburg para comprobar los datos de matriculación. Era un motor diesel, de 1,6 litros. Cincuenta y dos caballos de potencia.

Judy reflexionó unos instantes. No podía dejar ningún cabo suelto.

—¿Afirma usted, por tanto, que el depósito de combustible de la camioneta, el que se rompió, era el único recipiente de combustible que había en el vehículo?

El testigo ladeó la cabeza.

—¿Qué otro tipo de combustible podía haber?

—Se me ocurre, por ejemplo, que en la caja de la camioneta podía haber un cortacésped, o una motosierra, o una simple bombona de butano.

El agente DeWitt se lo pensó unos instantes, y luego negó con la cabeza.

—No. No había nada de eso. La caja de la camioneta estaba vacía, al igual que la cabina, exceptuando algunos residuos menores y esquirlas de cristal.

—Si hubiera encontrado algo como lo que he indicado, lo habría hecho constar en su informe, ¿verdad?

—Por supuesto. Soy muy meticuloso en ese aspecto.

—¿Y figura en su informe alguna mención a un objeto o herramienta de ese tipo?

El agente DeWitt hojeó su propio informe.

—No.

—Gracias —dijo Judy, y permaneció en la tribuna mientras el testigo bajaba de la tarima. Casi lo tenía, y estaba reservando lo mejor para el final.

—No tengo preguntas, señoría —indicó Santoro, levantándose de su asiento—. La acusación ha concluido su alegato.

Desde el estrado, el juez Vaughn asintió con gesto cortés.

—Señorita Carrier, puede llamar a sus testigos.

—Gracias, señoría. La defensa llama a declarar al doctor William Wold. —Judy miraba con gesto expectante hacia la doble puerta con la extraña sensación de ser un novio al pie del altar. El doctor Wold, que lucía un traje oscuro, avanzó a grandes zancadas por el corredor, dejó atrás el banquillo de los acusados y se encaminó a la tarima de los testigos, donde prestó juramento—. Doctor Wold —empezó Judy—, por favor díganos quién es y a qué se dedica.

—Soy perito en reconstrucción de accidentes de tráfico. Trabajé en el departamento de tráfico de la policía de Filadelfia durante treinta y dos años hasta que me retiré, y ahora trabajo a tiempo completo como asesor especializado. Mi cometido es determinar cómo ocurrió un determinado accidente para poder dar fe de ello en juicios como este.

—Doctor Wold, ¿qué clase de formación posee usted para llevar a cabo una tarea tan compleja?

—Imparto cursos sobre reconstrucción de accidentes, en los que se incluyen el análisis de impactos, la construcción y renovación de elementos de seguridad vial, la construcción de puentes y autopistas, anatomía humana, relación entre alcohol y conducción, física, los efectos de la somnolencia y las drogas en la conducción, medicina forense y gráficos animados por ordenador.

—¿Y dispone usted de algún tipo de acreditación oficial como experto en reconstrucción de accidentes?

—Sí, el título de la OPAT, la oficina de peritaje de accidentes de tráfico, así como de otros organismos similares de Pensilvania y Nueva Jersey.

Judy miró al juez, que leía por encima los documentos que descansaban sobre su mesa.

—Señoría, la defensa solicita la acreditación del doctor Wold como experto cualificado.

Santoro asintió.

—Nada que objetar —dijo.

—Solicitud aceptada —dictaminó el juez Vaughn, asintiendo—. Por favor, prosiga, señorita Carrier.

Judy sonrió para sus adentros. Santoro estaba entre la espada y la pared. No se atrevía a objetar delante del jurado, no después de haber puesto el tema sobre la mesa llamando a declarar a un perito de la policía. Judy había dado por sentado que lo haría después de llamar a declarar a Jimmy Bello, y así había ocurrido, aunque tampoco en esta ocasión podría presumir de su astucia.

—Doctor Wold, ¿ha examinado usted la camioneta en la que perdió la vida el matrimonio Lucia?

—Sí, hará unos cuatro meses, a petición suya, cuando me encargó que determinara cómo había ocurrido el accidente.

Santoro se levantó como impulsado por un resorte.

—Protesto, señoría. ¿Dónde está el certificado de custodia del vehículo? ¿Cómo sabemos que ha examinado el vehículo correcto?

—Señoría —intervino Judy, agitando unos papeles en el aire—, precisamente me disponía a presentar estos documentos como prueba ante el tribunal. Son el recibo y la factura de compra de la camioneta de los Lucia. El NIV, número de identificación de vehículo, coincide con el de la camioneta siniestrada que el doctor Wold examinó a petición de la defensa.

El juez Vaughn indicó por señas que le hiciera llegar los documentos, y Judy los entregó al alguacil, que se encargó de llevarlos hasta el estrado. Judy contuvo la respiración mientras el juez leía los documentos y rezó para que no se preguntara dónde estaba el resguardo de entrega del desguace, pues lo único que tenía eran unas cizallas y un par de ancianos.

El juez Vaughn le devolvió los documentos con un gruñido.

—Adelante, letrada.

—Presento estos documentos como las pruebas número veinte y veintidós de la defensa —anunció, entregando copias de ambos a San toro, que los leyó rápidamente.

—Nada que objetar —dijo, y Judy reanudó el interrogatorio.

—Bien, doctor Wold, seguimos con el papeleo. ¿Preparó usted un informe en el que hizo constar sus conclusiones?

—Sí.

Judy buscó las tres copias que había hecho del informe y las repartió entre Santoro, el juez y el alguacil.

—Señoría, presento este informe como la prueba número veintitrés de la defensa.

Santoro alzó una mano sin apartar los ojos del informe.

—Nada que objetar —dijo al cabo de unos instantes, pero seguía leyendo su juego de copias.

—Se admite la prueba —sentenció el juez Vaughn antes de centrarse de nuevo en sus documentos.

Judy hizo una pausa para captar la atención del jurado.

—Doctor Wold, por favor explíquenos qué pruebas llevó a cabo para determinar el modo en que ocurrió el accidente.

—Examiné el vehículo siniestrado, lo medí, investigué la marca y el modelo de la camioneta, un Volkswagen Rabbit del ochenta y uno. Visité el lugar del accidente, consulté el informe del departamento de tráfico de la policía y también sometí a una serie de pruebas de laboratorio los residuos halladas en el exterior del vehículo y el interior de la cabina.

—¿Y a qué conclusiones les llevaron esas pruebas de laboratorio?

—Bueno, encontré rastros de varias sustancias en el vehículo siniestrado, sobre todo de plástico calcinado, gasoil quemado y semiquemado, y residuos de gasolina.

Judy escribió en su bloc: «Por sus residuos los conoceréis».

—Y dígame, doctor, ¿estaban presentes esas tres sustancias en proporciones similares?

—No, en absoluto. La más abundante, sobre todo en la cabina de la camioneta, era sin duda la gasolina. El interior del vehículo estaba empapado en gasolina sin quemar, y había asimismo gran cantidad de cenizas impregnadas de gasolina.

Judy apuntó en su bloc: «¡Ya te tengo!».

—Doctor Wold, ¿qué importancia tiene el hecho de que se hayan encontrado esos residuos de gasolina en la cabina del vehículo?

—Es un dato sumamente significativo, por cuanto nos indica que la gasolina fue el agente inflamable que estuvo en el origen del incendio que abrasó la cabina.

—Entiendo. —Judy hizo una pausa—. Doctor Wold, ¿existe alguna explicación lógica para la presencia de gasolina en el interior de la camioneta?

—Sí, por descontado. Como apunté en mi informe, es muy frecuente encontrar en los vehículos destinados a la construcción todo tipo de combustibles, incluso dentro de la cabina. De hecho, di por sentado que ese era el caso, puesto que se trataba de un vehículo de trabajo. Pero aunque no hubiera en la camioneta ningún recipiente con combustible, el mero hecho de que llevaran una bombona de gas, un cortacésped, una motosierra o cualquier otra herramienta similar podía haber bastado para provocar el incendio.

Judy asintió.

—¿Y si la camioneta no transportaba ningún recipiente ni herramienta de ese tipo?

—¿Qué quiere decir?

Judy suspiró. Era el perito más duro de roer con el que se había topado nunca. Mordía la mano que le daba de comer. Solo esperaba que la actitud de Wold aumentara su credibilidad como testigo, porque la estaba sacando de quicio.

—Quiero decir, ¿se le ocurre alguna forma de explicar el hecho de que una camioneta que funciona con gasoil y que no transporta ningún recipiente de gasolina estalle en llamas por un incendio cuyo agente inflamable es la gasolina, todo ello en el transcurso de un accidente de tráfico?

—No.

—¿Deduzco que no halló usted nada en su investigación que pueda explicar por qué una camioneta de motor diesel sin gota de gasolina en su interior sufrió un incendio provocado por la combustión de una cantidad considerable de gasolina?

—Eso es lo que acabo de decir.

Judy escribió en su bloc de notas: «No pienso pagarte, pase lo que pase».

—Doctor Wold, me gustaría remitirme a las conclusiones de su informe. ¿Sería tan amable de leerlas?

—Por supuesto. —El doctor Wold hojeó las páginas del informe hasta llegar a la última—. Llegué a la conclusión de que «el accidente de consecuencias fatales en el que se vio involucrado el matrimonio Lucia la noche del 25 de enero resultó de la combinación de tres factores, a saber: conducción imprudente, condiciones climatológicas adversas y una barrera de protección vial insuficiente».

Judy guardó silencio durante unos instantes. Podría parecer absurdo que se dedicara a refutar las conclusiones de su propio perito, pero no si se trababa del doctor Wold. Era un placer llevarle la contraria.

—Doctor Wold, ¿es posible que el incendio provocado por la gasolina fuera la causa del accidente, y no al revés?

El perito se aclaró la garganta.

—No se me había ocurrido verlo de ese modo, pero sí, es posible. Y si la camioneta no transportaba ningún recipiente de gasolina, la presencia de esta sustancia en su interior es de todo punto inexplicable.

—A la vista de estos hechos, ¿sigue usted de acuerdo con las conclusiones de su informe?

El doctor Wold se lo pensó durante un buen rato.

—No sabría decirlo.

—No tengo más preguntas —dijo Judy, y se encaminó a la mesa de la defensa, donde se sentó junto a Tony Palomo. No se atrevió a mirarlo, ni a él, ni a Frank, que era el que le había hecho notar que el motor de la camioneta funcionaba a diesel, no a gasolina. Tenía algo bueno entre manos, y no quería gafarlo.

Santoro ya estaba en la tribuna, el gesto tenso.

—Doctor Wold, ¿no concluyó usted que la muerte de los Lucia se debió a una combinación de imprudencia, climatología adversa y altura insuficiente de la barrera de seguridad?

—Sí, esas fueron mis conclusiones.

—Gracias. —Santoro volvió a su mesa, a todas luces contrariado, y tomó asiento mientras Judy hacía lo posible por disimular su satisfacción.

—No haré más preguntas —dijo. Tenía un nudo en el estómago. Creía estar haciendo grandes progresos, pero se sentía demasiado implicada para ser objetiva. En el estrado, el juez Vaughn tomaba notas, seguramente algo del tipo «Qué bien me sienta el negro». Judy miró de soslayo hacia el jurado, que seguía impasible, viendo cómo el doctor Wold bajaba del estrado y abandonaba la sala.

Había llegado el momento de que Judy llamara a su último testigo.