Capítulo 14
Judy había planeado encerrarse en su despacho en cuanto saliera del instituto forense, pero aquello había dado al traste con sus planes. Había tardado menos de un minuto en decidir que sus obligaciones en el bufete podían esperar y media hora en sacar su coche —un Volkswagen escarabajo de los nuevos— del aparcamiento. Tenía cosas más importantes en las que pensar que en un artículo sobre la ley antimonopolio. Pisó el acelerador y una ráfaga de aire caliente se coló por la ventanilla bajada. Tenía que hablar con su cliente, un hombre capaz de desnucar a otro de un golpe y no sentir el menor remordimiento.
El reluciente escarabajo verde dejaba atrás Filadelfia y avanzaba como un bólido por la vía rápida de Schuylkill, más veloz que cualquier insecto de los dibujos animados. Judy adoraba su coche, pero aquel día no sentía ningún placer al volante. Su interior de vinilo negro le recordaba la bolsa de nailon que envolvía el cadáver, y el olor a coche nuevo era demasiado similar al del formaldehído. La margarita recién cortada que conservaba en una botella de cristal sobre el salpicadero se había marchitado. Tenía en la boca un sabor amargo que no se debía al vómito, sino a la bilis generada por su propia ira. Estaba enfadada con Tony Palomo por lo que había hecho y consigo misma por ser tan ingenua. Había aceptado defender a un hombre culpable. El hecho de que hubiera llegado a creerle inocente la asustaba. ¿En qué estaría pensando? ¿Que era un ancianito entrañable? ¿Que tenía un nieto que estaba como un tren?
¿Qué clase de abogada era? La clase de abogados que se dedicaban a representar como inocentes a personas culpables. La clase de abogados que se engañaban a sí mismos y al jurado. La clase de abogados que todo el mundo detestaba, protagonistas de los interminables chistes sobre abogados que circulaban de boca en boca: ¿Cómo evitar que un abogado se ahogue? Pegándole un tiro. ¿Qué método anticonceptivo utilizan los abogados? Su personalidad. ¿Qué nombre reciben cuarenta abogados lanzándose en paracaídas? Tiro al plato. ¿Cuál es la diferencia entre una abogada y un pit bull? El pintalabios. ¿Cuál es el problema de los chistes sobre abogados? Que los abogados no les ven la gracia y nadie más los ve como chistes.
Pese a la retahíla de ocurrencias que le vino a la mente, Judy no soltó ninguna carcajada. No le hacía ninguna gracia que los chistes sobre abogados tuvieran tanto éxito entre los ciudadanos de a pie, ni que estos no comprendieran el carácter noble de su profesión y de la propia ley. Y ahora ella se había convertido en un chiste de abogados. Pisó el acelerador.
El escarabajo seguía avanzando a toda velocidad hacia el oeste, en dirección a Chester County, donde Frank había dicho que pasaría el día con Tony Palomo. Tenía previsto acudir a su encuentro después de haber terminado el dichoso artículo sobre la ley antimonopolio, pero aún le quedaba el domingo para hacerlo, y hasta el lunes no podía contestar a los mensajes del fiscal general. Dejó a su espalda el escarpado perfil de la ciudad y volvió a cambiar de carril, impaciente incluso con los semáforos. Sobre el asiento del acompañante descansaba su agenda con las indicaciones que Frank le había dado. Las páginas de la agenda aleteaban azotadas por el viento a medida que el coche aceleraba. Debía tomar la salida 202 hacia el sur y avanzar luego en dirección oeste. Tardaría más de una hora en llegar. Demasiado tiempo.
Pero no el suficiente para que se le pasara el cabreo.
Judy olía la humedad en las ráfagas de viento heladas que se colaban por la ventanilla del escarabajo. Aunque lucía el sol, debía de haber llovido por la mañana en la parte occidental de la ciudad, y el tiempo no era lo único que había cambiado de forma radical. Judy miró a su alrededor mientras enfilaba un sinuoso camino sin asfaltar flanqueado por tierras de pastoreo. Avanzaba a campo traviesa. Volvió a mirar las indicaciones y comprobó que iba por el buen camino.
El cielo azul perseguía a las últimas nubes remolonas empujándolas hacia el horizonte, que se derramaba sobre una cadena de colinas verdes tan inmensa que Judy apenas podía creer que seguía en Pensilvania. Más allá de las colinas, se extendía una pradera cuya vegetación silvestre se dejaba mecer por la dulce brisa, todavía cargada de humedad, mientras las golondrinas y las urracas descendían en picado para cazar los insectos que la tormenta había obligado a salir de sus escondrijos. Los gorjeos y cantos de las aves llenaban el prado conquistado por la maleza, que el sol había dorado en las zonas más elevadas, donde se mecían los brotes amarillos de dientes de león, las manchas azules de los nomeolvides y los macizos de madreselva. Las flores silvestres endulzaban el aire, pero Judy subió la ventanilla del coche. El paisaje inspiraba a la pintora que llevaba dentro, pero al volante iba una abogada.
Junto a la pradera, enormes robles de los pantanos custodiaban una arboleda en penumbra, y delante de ellos Judy avistó la camioneta blanca de Frank y otros vehículos propios de quien trabajaba en la construcción, que rodeaban la única cicatriz visible en aquel paisaje idílico: un gran claro del tamaño de un pequeño aeródromo. La exuberante hierba había sido esquilmada como si fuera la piel de una naranja, y toneladas de tierra se amontonaban alrededor del claro, dividido en triángulos que una excavadora se había encargado de allanar. Judy se dirigió a la camioneta de Frank, con los neumáticos del escarabajo resbalando en la hierba mojada, y se dio cuenta de que había una profunda zanja abierta a lo largo del claro.
En cuanto abandonó la hierba y pisó tierra mojada, el escarabajo derrapó y sus neumáticos quedaron atrapados en el barro. Judy deseó tener tracción en las cuatro ruedas solo para poder gritarle a su cliente cuanto antes. ¿Por qué demonios no le habían mencionado aquel pequeño detalle en el concesionario Volkswagen? Añadió a su lista negra al comercial que le había vendido el coche, quitó las llaves del contacto y saltó del coche.
Sus pies aterrizaron sobre el barro, donde sus zuecos se sentían como en casa. Un fango de color marrón anaranjado lo cubría todo, y un grupo de pequeñas mariposas blancas revoloteaba entre los charcos en busca de humedad. Pero Judy no estaba de humor para apreciar el encanto bucólico del lugar. Avanzó a grandes zancadas hasta la camioneta de Frank, aparcada en el otro extremo del lodazal, junto a una montaña de escombros de dos metros de altura. El sol rebotaba en la ventanilla de la camioneta, por lo que en un primer momento no habría sabido decir si había alguien en su interior. Cuando se acercó, comprobó que estaba vacía. No veía a Frank ni a Tony Palomo por ningún sitio. Al fondo había una gran excavadora amarilla en marcha, pero no había nadie a la vista, excepto un hombre que echaba más grava a la zanja con ayuda de una pala. Judy pensó en cantarle las cuarenta a él, pero daba la casualidad de que no era su cliente.
Siguió adelante sin aflojar la marcha. Para entonces, sus zuecos habían recogido tanto barro que parecían raquetas de esquiar. La obligaban a avanzar más despacio, pero no la detendrían. Nada podría detenerla. En el otro extremo del claro rugía la excavadora John Deere, grande como un dinosaurio e igual de desplazada en aquel entorno, con sus estruendosos chirridos y su pesado traqueteo mecánico. El azadón estaba en funcionamiento, rastrillando la tierra entre dos brazos hidráulicos. Judy levantó la mirada hasta la cabina de cristal del conductor y vio a Frank.
Ceñudo y concentrado, sentado a horcajadas delante de un panel de mandos negro con sus vaqueros y el pecho desnudo, Frank asía dos palancas de mango negro, una en cada mano, y las manejaba simultáneamente para que la inmensa zarpa del azadón escarbara en la tierra, extendiendo la línea de la zanja. Judy no pudo evitar fijarse en el pecho de Frank, apenas cubierto de fino vello negro y lo bastante musculoso para que incluso su bronceado de albañil resultara poco menos que irresistible. Se quedó mirándolo mientras maniobraba la excavadora con soltura, hasta que se recordó a sí misma que no debería distraerla el hecho de que Frank pudiera manejar maquinaria pesada estando medio desnudo. La fascinación que aquel hombre ejercía sobre ella la perturbaba, sobre todo desde que había estado en el depósito de cadáveres. Miró a su alrededor en busca de Tony Palomo. Esperaba que los Coluzzi no se hubieran cebado con él antes de que ella pudiera hacerlo.
De pronto, el motor de la excavadora enmudeció.
—¡Eh, Judy! —Frank sonreía de oreja a oreja y la llamaba desde la cabina, al tiempo que se levantaba y se ponía una camiseta blanca de Nike que colgaba sobre el panel de mandos. Por mucho que se lo pidiera el cuerpo, Judy no podía entretenerse.
—¿Dónde está tu abuelo? —replicó a voz en grito.
—¡Allá, detrás de esas piedras! —contestó, señalando la montaña de escombros, y Judy echó a andar en la dirección indicada. Ni siquiera miró atrás, dando por supuesto que aquello era una visita de negocios, y al cabo de unos segundos oyó cómo volvía a arrancar el motor de la excavadora. Avanzando a duras penas entre el barro, llegó al otro lado tic la pila de escombros, donde encontró a Tony Palomo.
Estaba agachado delante de las piedras amontonadas, al parecer examinándolas. Llevaba puestos unos pantalones oscuros muy holgados y un sombrero de paja de ala ancha que sujetaba debajo de la barbilla con un cordel que hacía las veces de improvisada cinta. Lucía un pañuelo rojo al cuello y llevaba colgada del cinturón una camisa a cuadros.
Tenía el torso desnudo, al igual que Frank, aunque en su caso el efecto era muy distinto. Tenía hombros huesudos, los pectorales pequeños y fláccidos, y los pezones arrugados sobre una piel fina y delicada, casi femenina. Sin contar a Angelo Coluzzi en la mesa de autopsias, Judy nunca había visto a un anciano tan escasamente vestido. Tony Palomo se agachó para recoger una piedra, y el movimiento hizo oscilar como un péndulo el crucifijo dorado que colgaba de su cuello. Judy sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
La imagen del crucifijo la obligó a volver en sí. Recordó el crucifijo tatuado en el brazo de Angelo Coluzzi y la extremada delgadez de su torso gris sobre la mesa de acero inoxidable, bajo la cruda luz del fluorescente. El frío depósito quedaba muy lejos de aquella llanura bañada por el sol, pero la visión de la muerte seguía ejerciendo un poderoso influjo sobre ella, y no podía deshacerse de ella así como así. Qué afortunado era Tony Palomo por seguir vivo en aquel lugar idílico, qué privilegiado era por el mero hecho de seguir respirando. Era un privilegio que él no le había concedido a Angelo Coluzzi.
Judy miró a su cliente con dureza. Tony examinaba la piedra meticulosamente, dándole vueltas y más vueltas en la mano, y luego, con un gruñido apenas perceptible, la dejó sobre la más distante de las tres pilas que tenía ante sí. A juzgar por el tamaño de las pilas, que Judy habría clasificado como piedras, piedras y más piedras, Tony Palomo se había pasado toda la mañana haciendo absurdas distinciones entre guijarros sin interés alguno. Cuando el anciano se inclinó para coger la siguiente piedra, se percató de su presencia y la recibió con una gran sonrisa.
—Judy! —exclamó, enderezando la espalda y llevándose la mano automáticamente al cinturón, del que colgaba la camisa. Se la puso tan deprisa como Frank, sin molestarse en abotonarla—. ¡Has venido!
—Tengo que hablar con usted, Tony. —Judy colocó la mano a modo de visera para proteger los ojos del sol—. ¿Tiene un momento?
—Claro —dijo con su marcado deje italiano, mientras depositaba la piedra en el suelo y se quitaba el sombrero, que se quedó colgando del cordón. Judy comprobó entonces que la sonrisa se había desvanecido de su rostro—. Ma ¿qué pasa?
—Venga conmigo —ordenó Judy en tono severo, y lo guió hasta la sombra de los robles.