Capítulo 10

En su duermevela, Tony Palomo evocó el día en que vio por primera vez a la que habría de ser su esposa. No habría sabido precisar en qué fecha ocurrió —no era un hombre dado a recordar detalles—, pero sí el año, porque tampoco era un desmemoriado. Corría el año 1937 y contaba a la sazón diecisiete años. Era un viernes por la noche, a principios de mayo, recién estrenada la primavera.

Tony Palomo, que entonces era Tony Lucia a secas, vivía con sus padres en una aldea cercana a la ciudad italiana de Veramo, en la escarpada región de los Abruzzos. Tony trabajaba con ahínco, ayudando a su padre en el olivar y en el cuidado de las palomas, y pasaba la mayor parte de su tiempo en compañía de aves y ancianos, por lo que no tenía tiempo ni ganas de perderlo en las frivolidades que consumían a otros. Su inveterada timidez era un secreto que solo él conocía, o al menos eso pensaba. El que además fuera un hombre escasamente atractivo era algo que, en su opinión, saltaba a la vista.

Tony Lucia era menudo y flaco, demasiado flaco, según decía su madre a todas horas, con sus piernecillas como trozos de cordel con dos nudos en lugar de rodillas y sus muñecas, delgadas como las de un niño. Por mucho que comiera jamás engordaba, y por más peso que levantara, arrastrara o cargara, los músculos de sus brazos no se desarrollaban. Para colmo de males tenía los pies planos, y le dolían cuando caminaba mucho. Pero era resistente, de eso no había duda. Pese a ser hijo único —su madre no podía tener más descendencia—, Tony se las arreglaba para llevar a cabo él solo las tareas de diez hijos.

Cuando vio por primera vez a la que sería su mujer, estaba precisamente realizando una de esas tareas, consistente en transportar las palomas de la familia en un carro hasta la localidad donde se celebraría una carrera al día siguiente, la primera de la temporada. El cálido crepúsculo, casi noche ya, auguraba un fin de semana apacible, con condiciones favorables al vuelo. Le había llevado todo el día viajar desde Veramo hasta la ciudad de Mascoli, en la región de las Marcas, donde las aves serían liberadas. Había tardado más de lo previsto porque había hecho la mayor parte del trayecto a pie, ya que, por compasión, guiaba en lugar de montar al poni de la familia, una criatura parda y obesa con el lomo combado, la crin negra e hirsuta y cierta rigidez en el anca derecha. La bestia tiraba del carro animosamente, y en la parte posterior del vehículo las palomas arrullaban, chillaban y batían las alas contra las paredes de sus jaulas de madera, llenando el aire de plumas y envolviendo a la comitiva en un remolino de polvo.

Las palomas sabían que pronto echarían a volar y vivían la espera con tanta emoción como angustia por haber dejado atrás a sus parejas. Los Lucia utilizaban el método de la viudez, que consistía en retener a las hembras en el palomar para que los machos quisieran volver a casa cuanto antes, y por eso se mostraban tan ansiosos hasta que al fin emprendían el camino de regreso. Para contribuir a su nerviosismo, la carretera de tierra que serpenteaba entre las colinas de la región estaba sembrada de pedruscos, y las jaulas de los palomos, apiladas de cinco en cinco y atadas con cordel, se escoraban violentamente a ambos lados. Las aves se sentían inseguras en aquella destartalada carreta tirada por un poni que apenas podía con su propio peso, y Tony no se lo reprochaba.

Avanzaban a trancas y barrancas, y Tony apenas se fijaba en el paisaje, aunque nunca había estado en las Marcas por su cuenta. Los marchegiani miraban por encima del hombro a los naturales de los Abruzzos, región colindante con la suya. Por su parte, los abruzzese solían decir que era «mejor tener un muerto en tu casa que un marchegiano a tu puerta», porque en tiempos de los romanos los hombres de las Marcas habían sido nombrados cobradores de impuestos del Imperio, lo que les había valido el odio de sus convecinos.

Pero Tony no hacía caso a las diferencias entre los hombres, pues todas le parecían vanas generalizaciones y, pese a la efervescencia política del momento, no se sentía especialmente afín a ninguna ideología. Lo único que le importaba era su familia, sus olivos y sus palomos. Poco menos que caminaba hacia atrás mientras guiaba al poni para asegurarse de que ninguna jaula caía a la carretera por culpa del constante traqueteo. Por eso estuvo a punto de ser arrollado por otro carro que se cruzó con el suyo a toda velocidad en un recodo de la carretera, transportando a una mujer de increíble belleza y a un camisa negra que no era otro que Angelo Coluzzi.

—¡Eh, tú! ¡Eh, stupido!-le gritó Coluzzi. Casi sin aliento, el camisa negra tiró con fuerza de las riendas, haciendo frenar bruscamente a su pareja de alazanes, que sacudieron la cabeza intentando deshacerse del doloroso freno y resoplaron con estruendo por las fosas nasales—. ¿Por qué no miras por dónde vas, paleto? ¡Estás invadiendo mi lado de la carretera! ¡Cretino!

Mamma mia! —exclamó Tony, sobresaltado. La súbita parada alarmó a los palomos, que empezaron a aletear frenéticamente en sus jaulas. Tony estiró el brazo para impedir que volcaran—. No le he visto venir. Los palomos...

—¡Los palomos! ¡Los palomos no son excusa para provocar un accidente! Cavone! Stronzo!-Coluzzi tenía el rostro encendido de ira, y al parecer la explicación que le había ofrecido Tony, lejos de aplacar su cólera, solo sirvió para avivarla. Era un hombre de ojos grandes, boca grande, y el pelo oscuro peinado hacia atrás con gomina, por lo que parecía tan negro como su camisa con botones de oro y charreteras planchadas que lo identificaban como un squadrista, el grupo de fascistas que contribuyó al ascenso de Mussolini implantando el terror en las calles, boicoteando las huelgas y aniquilando toda forma de oposición política. Pero Angelo Coluzzi no necesitaba ninguna insignia, pues todos los habitantes de la región lo conocían o habían oído hablar de él. Co tan solo dieciocho años había alcanzado una posición envidiable, en buena medida gracias a las influencias de su padre.

—Le pido perdón, señor —dijo Tony. No le costaba nada apaciguar a aquel hombre, no más de lo que le importaría hacerlo a un padre para poner fin a la pataleta de su hijo. Además, pese al estrepitoso resollar de los caballos y el alboroto de los palomos, Tony tenía todos los sentidos puestos en la encantadora signorina que iba sentada junto a Coluzzi.

Sus ojos eran marrones como la misma tierra y, aunque pareciera imposible, su pelo era exactamente del mismo color, veteado de delgados hilos rojos, como filones de cobre. El carmín rojo, que Tony sabía se estilaba entre las muchachas de la ciudad, hacía relucir sus labios, pero se habría fijado en ellos aunque no los llevara pintados. La muchacha le sonrió amablemente pese a la furia de su acompañante, y Tony se percató enseguida de que Coluzzi y ella no hacían buena pareja. Se preguntó si la muchacha llegaría a darse cuenta de eso algún día. Llegó a la conclusión de que sí, porque había en sus ojos un brillo inteligente.

—¡Cretino! ¿Por qué demonios vas tirando de ese jamelgo? ¿Cómo puedes ser tan descerebrado?

Coluzzi seguía con su diatriba. Parecía que nada podría detenerlo.

—¡Payaso! ¿Tan simple eres que no te das cuenta de que el hombre debe ir montado sobre los animales y no caminar a su lado, como si fueran amantes?

Tony hizo caso omiso de sus insultos, tan prendado quedó de aquellos ojos marrones. Rezó para que se le ocurriera una forma de conocerla, y sus preces fueron escuchadas.

—Por favor, discúlpeme, señor. Mi poni está tan abrumado por su propio peso que no puede cargar el mío tras un día entero de viaje. Permita que me presente a modo de disculpa. Me llamo Anthony Lucia, y soy de un pueblo cercano a la ciudad de Veramo, en los Abruzzos. Y usted, si no estoy equivocado, es el signare Angelo Coluzzi —dijo Tony inclinando ligeramente la cabeza.

Abruzzese! ¡Lo sabía! ¡Granjeros y patanes! —Coluzzi volvió a tirar de las riendas de los hermosos caballos, que acostumbrados a sus malos tratos, se limitaron a piafar por toda respuesta—. Sí, soy Coluzzi., Has oído hablar de mí, por lo que veo.

—Desde luego, señor.

—Y eres leal a Il Duce, espero.

—Por descontado. Como lo somos todos. —Tony esperaba que a continuación Coluzzi tuviera el detalle de presentarle a la joven que lo acompañaba, pero sus esperanzas se vieron frustradas. Volvió a mirar fugazmente a la muchacha, y su sonrisa le infundió el valor que necesitaba para añadir—: Perdóneme, pero no tengo el honor de conocer a su acompañante. Es tan encantadora que solo puede ser su hermana.

—¡Idiota! —silbó Coluzzi entrecerrando los ojos—. Es encantadora, sí, pero no somos parientes, y su nombre es algo que no te importa. Y ahora, apártate de mi camino. Acabo de dejar a mis palomos y debo volver a casa antes de que lo hagan ellos.

Tony hizo una profunda reverencia, esta vez dirigida a la joven, y se quitó la gorra de fieltro con ademán caballeresco.

—Bien, señorita «Algo que no te importa», me llamo Tony Lucia y es para mí un gran placer conocerla.

Desde la carreta se oyó una suave risa, pero Tony estaba demasiado inclinado para ver cómo reía la muchacha. Solo sabía que aquel sonido le había hecho percatarse de la ubicación exacta de su corazón dentro de la cavidad pectoral, algo en lo que nunca había pensado hasta aquel instante. Se enderezó despacio y sacudió la gorra golpeándola contra la muñeca de la otra mano antes de volver a calarla sobre su abundante y rizada cabellera negra, ladeándola de un modo que esperaba resultara atractivo.

—Pero ¿cómo te atreves, fanfarrón? —bramó Coluzzi—. ¿Cómo osas dirigirle la palabra a mi Silvana? —Con un ademán, alzó la larga fusta con la que espoleaba a sus caballos y la hizo restallar en el aire antes de azotar el rostro de Tony.

El dolor se extendió por su mejilla, los ojos se le llenaron de lágrimas y Tony retrocedió tambaleándose, perplejo y aturdido. Entre lágrimas vio el gesto horrorizado de la joven, sus rojos labios abiertos como una profunda herida en un rictus de consternación. Tony dio cuenta de que ella había salido en su defensa aunque él se había achicado como un cobarde. Coluzzi hizo restallar de nuevo la larga fusta, pero esta vez golpeó las grupas sudorosas de los caballos, que se encabritaron como si quisieran clavar los cascos en el aire y echaron a correr en la dirección de Tony, que logró hurtar el cuerpo en el último segundo arrojándose a un lado. Aterrizó sobre la cadera y el hombro antes de seguir rodando hasta el borde mismo de la calzada. Tenía el rostro cubierto de polvo y gravilla, que escupió a tiempo de ver cómo arrancaba el carro de Coluzzi. En ese momento, el viejo poni se asustó y salió despavorido carretera abajo, en dirección a la ciudad.

—¡No!

Tony se levantó de un brinco. Sintió una fuerte punzada de dolor en el hombro y oyó un crujido familiar, el inconfundible sonido de dos huesos rozándose. Se había roto la clavícula, pero no podía perder ni un segundo. ¡Sus palomos!

—¡No! ¡Sooooo! ¡Para! —gritó.

Sujetándose el brazo contra el costado, corrió desesperadamente tras el poni, que corría al galope arrastrando consigo el carro, zarandeándolo a uno y otro lado, haciendo uso de una energía que hasta entonces debía de haber disimulado. El carro rebotaba en la carretera pedregosa. Las jaulas apiladas oscilaban peligrosamente. El carro avanzaba hacia una gran roca y Tony lo miraba con el corazón en un puño.

—¡Sooooooo! —gritó a pleno pulmón, pero el poni hizo oídos sordos y siguió galopando más deprisa. Tony apretó el paso, sosteniendo el brazo contra el pecho y esbozando una mueca de dolor a cada paso.

El carro se empotró contra la roca. Tony contuvo la respiración. Las pajareras de la parte posterior salieron disparadas y cayeron con estruendo en la carretera. Las demás no tardaron en volcar sobre la calzada.

—¡No! —chilló Tony, pero era en vano. Rogó a Dios por la integridad de sus aves.

Las pajareras de madera, que Tony había construido con esmero, pero sin imaginar que se verían sometidas a semejante prueba, se desmantelaron al instante. El cordel que las sujetaba se rompió y estallaron en mil pedazos que quedaron esparcidos en la calzada. Tony corrió hacia el lugar de la colisión, con la clavícula rota y un fuerte dolor en los pies. Cuando llegó allí cayó de rodillas, jadeante, mientras sus palomos forcejeaban para liberarse de las jaulas destrozadas, lastimándose en el intento.

Tony sacó fuerzas de flaqueza y corrió de jaula en jaula, abriéndolas a golpes para que las aves no se hicieran más daño. Su hombro protestaba por el esfuerzo y oía cómo se rozaban los huesos, pero no les hizo caso. La carrera sería un fracaso, todo un año de adiestramiento y un día de viaje se habían ido al garete, pero ya habría otras carreras. Lo primero era salvar a sus palomos. Corrió hasta la siguiente pajarera. No tardaron en pasar por allí otros vehículos, cuyos ocupantes se desternillaban de risa en cuanto veían a aquel joven destrozando sus propias jaulas y liberando a sus propios palomos, pero eso a Tony le daba igual. Cuando terminó de desbaratar la última jaula alzó los ojos al cielo.

Los palomos, ansiosos por volver a casa con sus parejas, remontaban el vuelo de uno en uno, como un río de alas que fluyera hacia arriba desafiando la gravedad, surcando el más sereno de los cielos, tiznad de pronto por la negra bandada. Unos pocos palomos tenían las alas; ensangrentadas, pero en su mayoría habían escapado sanos y salvos Viéndolos volar, Tony sintió que se había quitado un gran peso de encima. Cuarenta palomos, todos ellos de plumaje gris pizarra, volaban siguiendo corrientes de aire que solo ellos conocían, describiendo un único círculo sobre el punto de partida, como les había enseñad Tony, antes de poner rumbo al sur. Tony entornó los ojos para observarlos, sin soltar su brazo herido. Las aves emprendieron el camino d regreso, obedeciendo a la voz del instinto y al adiestramiento que guiarían hasta sus parejas, y Tony siguió contemplándolas mientras hacían cada vez más pequeñas, hasta que se vieron reducidas a brillantes motas blancas, como estrellas que despuntaran en el cielo crepuscular, y hasta que incluso estas dejaron de ser visibles. Tony tragó en seco, súbitamente embargado por la emoción, y tardó unos instantes en entender por qué.

Silvana. El sonido de aquella risa resonaba en sus oídos, femenina y musical, desde lo alto del carro.

Su risa seguía sonando junto al oído de Tony, a su vera. Podía oír el susurro de sus labios pintados, y luego su mano se posó sobre aquel hombro —el de la clavícula rota— que, milagrosamente, ya no le dolía en absoluto.

—Tony Palomo —dijo la voz de mujer, y al abrir los ojos no fueron aquellos ojos marrones como la tierra lo que vio, sino los iris azules de otra mujer. Una mujer que también llevaba los labios pintados de rojo el día que la conoció. Su abogada, Judy.

—Tony Palomo —le decía, llamándolo por su apodo, que Silvana jamás había llegado a escuchar—. Despierte, ya estamos llegando.

Luego escuchó otra voz, procedente de su otro costado, y al mirar en esa dirección encontró unos ojos marrones que le resultaban familiares. No eran los ojos de Silvana, pero se le parecían, pues Frank los había heredado de su abuela.

Nonno —dijo Frank con aquella sonrisa irresistible. Tenía una dentadura perfecta, típicamente americana—. ¿Te encuentras bien? ¿Estás despierto?

—Claro, claro... —Tony iba venciendo lentamente el sopor. Con los años, le costaba cada vez más despertarse. Enderezó la espalda, incorporándose en el asiento del taxi, incapaz de recordar cuándo se había repantigado de aquella manera, y acabó de sacudirse la modorra—. Ok Frankie. Ok, Frank —dijo, corrigiéndose a sí mismo. A su nieto no le gustaba que le siguiera llamando Frankie o piccolo Frank, como cuando era un niño.

De pronto, la sonrisa en el rostro de Frank se convirtió en un gesto ceñudo y la risa de Judy dejó de sonar en el interior del taxi. El vehículo se había detenido en la esquina de la casa de Tony, donde se había congregado una multitud. Tanto Frank como Judy miraban hacía la casa con gesto abatido, y Tony alargó el cuello para poder mirar hacia fuera.

Lo que entonces vio no le sorprendió lo más mínimo, y se dio cuenta de que eso era a la vez lo bueno y lo malo de hacerse viejo.