Capítulo 43
Jimmy Bello había acudido al juicio luciendo una corbata de seda oscura sobre su camisa inmaculadamente blanca y un traje gris satinado que se parecía bastante al de Santoro. Judy dio por sentado que no era el hampón el que aspiraba a convertirse en abogado, sino todo lo contrario, y deseó con todas sus fuerzas que pasara la moda de los gángsteres. Estaba hasta el moño de la admiración que despertaba la mafia, y empezaba a pensar seriamente en dejar de ver Los Soprano.
—Veamos, señor Bello —empezó Santoro—, usted trabaja para la familia Coluzzi desde hace treinta y cinco años, ¿no es así?
—Eh... sí.
—Y cuando Ángelo Coluzzi vivía y dirigía personalmente la empresa familiar trabajaba usted bajo sus órdenes, ¿verdad?
—Eh... sí.
—¿Lo conocía bien?
—Muy bien.
—¿Eran amigos?
—Sí.
Judy sonrió para sus adentros. Si Santoro pretendía sacar algo de emoción a Jimmy el Gordo, tendría que esforzarse bastante más.
El fiscal del distrito giró el cuello para liberarlo del ceñido cuello de la camisa.
—Bien, pasemos directamente a los sucesos que tuvieron lugar en la mañana del diecisiete de abril. Estaba usted con Ángelo Coluzzi, ¿verdad?
—Sí.
—Por cierto, estaban los dos solos, ¿no es así?
—Eh... sí.
—¿Y qué hicieron aquella mañana?
—Llevé a Ángelo al club, porque se le habían acabado los anillos.
—¿Podría explicarnos exactamente en qué consisten esos anillos?
—Son aros de acero que se ponen a los palomos. Ángelo los necesitaba para la siguiente carrera. Van numerados y se ponen en las patas, tal que así, para que nadie pueda hacer trampas.
Judy notó que dos de los miembros del jurado reían disimuladamente, y Santoro decidió seguir adelante, no sin razón.
—Señor Bello —prosiguió el fiscal—, por favor explíquenos qué ocurrió aquella mañana en la sede del club.
—Bueno, Ángelo y yo fuimos los primeros en llegar, y él se fue a la habitación del fondo mientras yo me preparaba una taza de café, de ese instantáneo, en el bar del club, que queda... nada, a dos pasos de la habitación del fondo. Allá tenemos una cosa de esas, ya sabe. Una... una resistencia, eso es, de esas que se enchufan a la corriente y se meten en la taza para calentar el agua.
Santoro soltó un suspiro casi audible.
—Y luego, ¿qué hizo usted?
—Me fui al baño mientras el agua se calentaba.
—Y entonces, ¿qué ocurrió?
—Cuando salí del baño me encontré a Tony Pensiera y Tony LoMonaco en el bar, y el agua hirviendo en la taza. Total, que ellos me ven y me preguntan que qué hago allí, y yo les pregunto que qué hacen ellos, y entonces caemos en que Tony Palomo, quiero decir Tony Lucia, y Ángelo están los dos en la habitación del fondo.
Santoro alzó una mano.
—¿Oyó usted algo extraño?
—Oí a Tony Lucia gritando «Te voy a matar» en italiano.
Judy miró de reojo a los miembros del jurado, que reaccionaron de inmediato. En la primera fila, hubo incluso quien resoplara, un ama de casa de Chestnut Hill. Judy deseó que no la nombraran presidente del jurado.
Santoro asintió.
—Y entonces, ¿qué oyó, señor Bello?
—Mucho ruido, y luego algo así como un aullido, un grito de esos que te ponen la carne de gallina. Salimos corriendo hacia la habitación del fondo, y allí estaba Angelo, tirado en el suelo cerca de las estanterías, que se habían caído.
—¿Qué estaba haciendo el acusado, Anthony Lucia?
—Tony Lucia estaba de pie junto a Angelo, y entonces sus amigos lo cogieron y lo sacaron de allí, y yo llamé a la policía.
Judy miró de nuevo hacia el jurado, y constató que los gestos de consternación se sucedían en las filas de atrás. Luego miró a su cliente por el rabillo del ojo, y para su gran sorpresa descubrió que Tony Palomo tenía los ojos empañados. Él se dio cuenta y pestañeó rápidamente, azorado.
Judy se quedó sin gota de saliva. Así que Tony Palomo sentía remordimientos por lo que había hecho. No habría esperado menos de él. Intentó cogerle la mano, pero él la apartó bruscamente y parpadeó hasta hacer desaparecer el brillo en sus ojos. Judy pensó que jamás entendería a aquel anciano menudo. No le avergonzaba confesar que había matado a Coluzzi, pero sí que ella lo viera llorando por ello.
—Señorita Carrier-dijo el juez Vaughn—, su turno.
Judy levantó la vista en el momento en que Santoro se sentaba a su mesa, mientras el personal del juzgado la observaba con expectación y Jimmy Bello se inspeccionaba las uñas. Había llegado el momento de pasar al ataque. Armada de su bloc de notas y la prueba que se disponía a presentar, Judy se dirigió a la tribuna.
—Señor Bello, ha declarado usted que trabajó durante treinta y cinco años para el señor Coluzzi, ¿no es así?
—Eh... sí.
—Era usted su ayudante personal, ¿verdad?
—Eh... sí.
—¿Significa eso que pasaba mucho tiempo con el señor Coluzzi, y que hacía encargos para él?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo pasaba usted con él?
—Veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
Judy alzó el bloc de notas para que Bello pudiera ver que sus preguntas guardaban relación con lo que en ellas se decía. Antes o después, se daría cuenta de que sostenía la transcripción de sus conversaciones telefónicas con Angelo Coluzzi. Bello tenía que saber que las cintas habían sido destruidas por la falsa recepcionista, pero no podía estar seguro de si Judy había hecho o no copias de las mismas. Eso es lo que habría hecho una abogada previsora. Una abogada aburrida y amante de los zapatos de salón.
—Volvamos por un momento a sus tareas. Entre ellas se incluía la de hacer de chófer del señor Coluzzi, ¿verdad?
—Eh... sí.
—Él le decía cuándo debía recogerlo y a veces le pedía incluso que le llevara cosas, ¿no es así?
—Eh... sí.
—Si el señor Coluzzi necesitaba, pongamos por caso, dos mil metros cuadrados de contrachapado para construcción, usted se encargaba de hacérselos llegar, ¿verdad?
Bello parpadeó.
—Eh... sí.
—Y si de pronto le faltaba algo en la cocina, como por ejemplo la salsa de aliño Cento que tanto le gustaba a su esposa, usted se la llevaría, ¿verdad?
—Eh... sí.
Bello lanzó una mirada fugaz a la primera fila del público, pero Judy no se sentía capaz de darse la vuelta para comprobar la reacción de la viuda de Coluzzi.
—Si necesitaba insecticida y aceite corporal para desparasitar a sus palomos, usted se los llevaría, ¿no?
—Eh... sí.
—Y si por casualidad usted se equivocaba y le llevaba, yo qué sé, cacahuetes tostados y salados en lugar de los cacahuetes al natural que comen los palomos, volvería usted a la tienda para cambiarlos, ¿verdad?
—Sí.
—Y si el señor Coluzzi le pedía que le llevara una Coca-Cola cuando fuera a recogerlo, usted se la llevaba, ¿verdad que sí?
—Protesto —dijo Santoro sin demasiado afán, y sin molestarse siquiera en levantarse de la silla—. El testigo ha contestado sobradamente a la pregunta.
—Cambiaré de tercio —se apresuró a decir Judy. Santoro no comprendería el significado de aquellas preguntas, pero Bello sí. Ya se estaba removiendo en su silla. Judy volvió a mirar su bloc de notas; la transcripción de las cintas había llegado a su fin y sus apuntes se cerraban con un «Me muero de sueño»—. Bien, señor Bello. Siendo usted amigo del señor Coluzzi, seguramente sabrá muchas cosas de él, como quién le caía bien y quién le caía mal, ¿verdad?
—Eh... sí.
—¿No es verdad que el señor Coluzzi detestaba a Tony Lucia porque la esposa de este le había dado plantón en sus años mozos para casarse con el señor Lucia?
—¡Protesto! —gritó Santoro, poniéndose en pie de un salto—. Mueve a conjeturas.
—Señoría —intervino Judy—, estoy haciendo un contra interrogatorio.
El juez Vaughn negó con la cabeza.
—Se acepta la protesta. Su pregunta carece de fundamento, letrada.
Judy asintió, satisfecha. Acababa de poner una pica en Flandes. Como decían todos los libros de derecho, «lo dicho, dicho está».
—Sí, señoría. Volveré a formular la pregunta. Señor Bello, ¿no es cierto que el señor Coluzzi detestaba a Tony Lucia?
Bello se pasó la lengua por sus gruesos labios.
—Esto... eh... sí.
—Señor Bello, ha declarado usted que el día de autos, cuando salió del cuarto de baño, encontró en el bar a los señores Pensiera y LoMonaco, y que poco después escuchó un grito, ¿no es así?
—Sí.
—¿Diría usted que pasaron cinco minutos desde que se fue al cuarto de baño hasta que oyó el grito?
—No lo sé.
Judy hizo una pausa.
—Intentemos calcularlo. Usted ha declarado que, al salir del cuarto de baño, ellos le preguntaron qué hacía usted allí, a lo que usted contestó con la misma pregunta. Este diálogo podía tener lugar en menos de un minuto, ¿está usted de acuerdo?
—Sí.
—Y entonces oyó usted cómo hervía el agua, ¿verdad?
—Sí.
—Una resistencia como la que usted ha descrito tarda cerca de dos minutos en hacer hervir una taza de agua, ¿verdad?
—Eh... sí.
—Así que pasaron dos minutos, seguro. —Judy hizo una pausa—. Luego tuvo usted que rodear la barra para desenchufar la resistencia, ¿verdad?
—Eh... sí.
Judy cogió su prueba y la colocó sobre el caballete.
—Señor Bello, esto que le enseño es la prueba número uno de la defensa, un croquis de la primera planta de la sede del club. La barra del bar se encuentra aquí, y mide unos cuatro metros y medio de largo. Por favor, díganos dónde está el enchufe al que conectó usted la resistencia eléctrica.
—En la otra punta de la barra —señaló Jimmy, y Judy asintió. Ya conocía la respuesta por los dos Tonys, que también le habían dicho que aquel era el único enchufe de todo el club que funcionaba.
—Hago constar en acta que el testigo ha señalado el extremo de la barra orientado al oeste. Señor Bello, eso significa qué tuvo usted que recorrer dos veces la longitud de la barra para desenchufar la resistencia, ¿no es así?
—Eh... sí.
—¿No cree que tardaría otros dos minutos en rodear la barra, desenchufar la resistencia y volver al punto inicial? —Judy no hizo referencia a su peso corporal. No hacía falta.
—Sí, probablemente. No suelo moverme demasiado rápido, y tampoco tenía prisa —añadió con una breve carcajada, que el jurado no secundó. Escuchaban atentamente, lo que alentó a Judy.
—Así que ya van por lo menos cuatro minutos. Ahora bien, ¿cuánto tiempo después de haber desconectado la resistencia oyó usted el grito?
—Fue justo entonces.
Judy guardó silencio unos instantes.
—Así que los dos hombres estuvieron juntos en la habitación del fondo durante por lo menos cuatro minutos, quizá cinco.
—Protesto, está poniendo palabras en boca del testigo —dijo San toro, medio incorporándose.
—Desestimada —repuso el juez Vaughn, frunciendo el ceño.
—Agilizaré el interrogatorio, señoría —dijo Judy, como si hiciera una concesión. Estaba lanzada. Acababa de demostrar que dos hombres que se odiaban a muerte habían pasado casi cinco minutos juntos en una diminuta habitación. Nadie podía asegurar sin lugar a dudas quién había empujado primero a quién. Era la mejor baza que tenía Judy para salvar a Tony Palomo. La sutil aunque innegable existencia de una duda razonable. Pero había un gran escollo, y Judy se disponía a superarlo.
—Señor Bello, ¿confirma usted que estaba en el bar cuando oyó al señor Lucia gritar en italiano «Te voy a matar»?
—Sí.
Judy hizo una pausa.
—Señor Bello, ¿ha hablado usted alguna vez con el señor Lucia?
—No.
—¿Alguna vez lo ha oído hablar?
—No.
Judy vio por el rabillo del ojo que, desde la fila de atrás, uno de los miembros del jurado esbozaba una media sonrisa. Era un electricista de Kensington, y sabía perfectamente dónde quería ir a parar Judy. Si seguía pisando la raya, las tornas acabarían volviéndose contra ella.
—Señor Bello, permítame que nos remontemos en el tiempo por un segundo, hasta la noche del veinticinco de enero. Esa noche, el hijo y la nuera de Tony Lucia perdieron la vida en un supuesto accidente de tráfico. ¿Recuerda usted dónde estaba?
—¡Protesto, irrelevante! —tronó Santoro, pero Judy ya se dirigía al juez Vaughn.
—Señoría, ¿podemos acercarnos? —preguntó, y sin esperar a que el juez diera su consentimiento, ambos abogados avanzaron hasta el estrado—. Señoría —se adelantó Judy—, sé que estas preguntas parecen no guardar relación con el caso, pero tengo que rogar a la sala un poco de paciencia, habida cuenta de que mi cliente se juega la vida en esta causa. Si se me permite hacer un par de preguntas más, creo que podré demostrar la pertinencia de estas.
Santoro estaba fuera de sí.
—¡Señoría, la defensa trata de confundir al jurado, distrayéndolo con cosas que no vienen al caso!
Judy reprimió una carcajada.
—Señoría, fue la acusación la que abrió la veda. El señor Santoro mencionó en su exposición inicial que el acusado estaba convencido de la naturaleza criminal del accidente de tráfico que costó la vida a su hijo.
Santoro se había puesto de puntillas.
—Lo mencioné, señoría, pero no he llamado a declarar a ningún testigo en relación con el accidente. Lo importante no era determinar si había sido o no un accidente, sino tan solo que el acusado creía que no lo había sido. Si la señorita Carrier sigue adelante con este tema, me veré obligado a llamar a un testigo para refutar estas acusaciones y demostrar que se trató, en efecto, de un accidente.
—Hágalo —lo retó Judy. El juez Vaughn asentía lentamente.
—Tendré que desestimar la protesta, al menos de momento. Es cierto que abrió usted la veda, letrado. —Y, mirando a Judy, añadió—: Pero eso no quiere decir que tenga usted carta blanca, señorita Carrier. Procure no irse por las ramas.
—Gracias, señoría.
Judy volvió a la tribuna mientras Santoro tomaba asiento y empezaba a tamborilear con los dedos sobre su portátil, intentando parecer natural sin conseguirlo. Judy también estaba un poco nerviosa. Jamás arrancaría a Bello una confesión en toda regla, pero sí podía buscarle las cosquillas. Bello no sabía hasta qué punto estaba enterada de sus andanzas, ni lo que podía llegar a demostrar, y eso era lo único a lo que Judy podía aferrarse.
—Señor Bello, ¿recuerda usted dónde estaba a las doce de la noche el día en que el hijo y la nuera de Anthony Lucia perdieron la vida en un supuesto accidente de tráfico?
—No. —Bello cerró los labios con firmeza, al igual que Santoro, sentado frente a él.
—¿Recuerda usted si estuvo con Ángelo Coluzzi aquella noche?
—No.
—¿Aunque pasara con él veinticuatro horas al día, siete días a la semana, como usted mismo ha declarado?
—Sí.
—¿Tiene usted un calendario, una agenda o algo similar que le pueda ayudar a recordar dónde estuvo aquella noche?
—No.
—Señor Bello, ¿está usted enterado de que por esas fechas el teléfono de su casa estaba pinchado, y que por tanto las conversaciones telefónicas que mantuvo con Angelo Coluzzi, entre otros, fueron grabadas?
—¡Protesto! —estalló Santoro—. ¡La pregunta es irrelevante y mueve a conjeturas!
Judy no apartaba los ojos de Bello, cuyo labio superior temblaba ligeramente. Los miembros del jurado lo observaban intrigados. Recordarían aquel momento. Él lo recordaría. Y no sabría con seguridad qué había en aquellas cintas, sobre todo después de las preguntas con las que Judy había iniciado su interrogatorio. Solo podría dar por sentado que lo incriminaban. Había llegado el momento de soltar la cuerda.
—No tengo más preguntas, señoría.
—¡Exijo que no conste en acta, señoría! —gritó Santoro—. ¡La defensa pretende enturbiar un testimonio perfectamente creíble y confundir al jurado!
El juez Vaughn lo hizo callar con un gesto de la mano.
—Tranquilícese, señor Santoro. Acepto la protesta, pero no se suprimirá el testimonio del acta.
—Gracias, señoría-dijo Judy, cogiendo su prueba. Se sentía eufórica hasta que se volvió hacia la mesa de la defensa y se fijó en Frank, sentado al otro lado del cristal blindado, en primera fila.
Estaba pálido como la cera y miraba a Bello con redoblado odio. Acababa de descubrir que él era el misterioso interlocutor de Coluzzi. Creía estar ante el asesino de sus padres, y en ese preciso instante su mirada oscura reveló a Judy que él también sería capaz de asesinar.
Se sentó a la mesa de la defensa, temblando.