Capítulo 38
—¡Todos en pie! —ordenó el alguacil, y la multitud que llenaba la sala de juicio más grande del palacio de justicia se levantó al unísono—. ¡Preside la sesión el honorable juez Russell Vaughn!
Judy se puso en pie junto a Tony Palomo, enfundado para la ocasión en un traje azul oscuro que le sentaba bastante mejor que el de la última vez, además de hacer juego con el reglamentario traje chaqueta de Judy y sus zapatos de salón azul marino. En los últimos cuatro meses se había hecho con un nuevo guardarropa de lo más aburrido, que incluía su primer par de zapatos de salón. En su opinión, aquello no era precisamente un motivo de orgullo.
El juez Vaughn, un hombre alto de pelo entrecano y tez rubicunda cuya amplia toga no lograba disimular su portentosa silueta, entró en la sala por una pequeña puerta corredera empotrada en la pared, subió al estrado de madera de nogal y se sentó en su butaca de cuero como si hubiera nacido para ocuparla. En cierto sentido, así era. Su padre había sido juez de primera instancia y ambos se habían granjeado un respeto unánime en el desempeño de su profesión. Para Judy, el hecho de que se lo hubieran asignado era una buena señal.
—Buenos días a todos —dijo el juez—. Por favor, tomen asiento. Se presenta el caso del estado contra Lucia. Este juicio se celebra por la vía de urgencia a petición de la defensa, y ya hemos tardado dos semanas en elegir al jurado, así que no perdamos más tiempo. —El juez Vaughn lanzó una mirada al alguacil—. Por favor, haga entrar al jurado.
Judy observó a los miembros del jurado mientras entraban en fila india por otra puerta corredera y tomaban asiento en las sillas giratorias de vinilo negro dispuestas al efecto. El jurado estaba compuesto por dos filas de siete personas, incluidos los suplentes. Había el mismo número de hombres que de mujeres. Judy se sentía afortunada por haber podido incluir en el jurado a cinco personas mayores de sesenta y cinco años, con la esperanza de que se compadecieran de Tony Palomo. Sin embargo, puesto que se trataba de un caso de homicidio en primer grado, había tenido que seleccionarlas también en función de su postura ante la pena de muerte. En otras palabras, por muy comprensivas que parecieran, todas y cada una de aquellas personas habían dado su palabra de que, llegado el caso, serían capaces de sentenciar a muerte a Tony Palomo.
Judy los contempló uno a uno, mientras se acomodaban tras el antepecho de reluciente nogal. Con el tiempo acabaría por reconocer sus rostros, y ellos el suyo, con la misma extraña y difusa sensación de familiaridad que se producía en todos los juicios. Pero en aquel momento los miembros del jurado parecían tan rígidos como el mobiliario de la sala de juicio y rehuían las miradas ajenas, casi mimetizándose con los paneles de aislamiento acústico de tono crema que revestían la pared, la moqueta de color grafito y los bancos de nogal donde se sentaba el público asistente al juicio. El único elemento extraño en la moderna decoración de la sala de juicio era la amplia mampara de cristal a prueba de balas que separaba al público del banquillo de los acusados.
Judy miró hacia atrás a través de la mampara transparente. Dadas las peculiaridades del caso, la seguridad era un asunto de la máxima importancia. Los dos nuevos vigilantes jurados que Bennie había contratado estaban sentados en la primera fila. Se habían convertido en los mejores amigos de Judy, dos sombras que la seguían allá donde fuera y le decían cuándo había llegado el momento de cambiar de hotel. Incluso la habían acompañado en sus escasas visitas a Frank, y entre ellos y Tony Palomo se habían asegurado de que el romance siguiera siendo de lo más casto, a despecho de los dos amantes. Judy buscó a Frank con la mirada y lo encontró en la primera fila, sentado junto a Bennie, el señor DiNunzio, Tony el de la Esquina y Pies, que lucía gafas nuevas. Judy intentó establecer contacto visual con él, pero Frank miraba fijamente hacia el otro lado del pasillo.
John Coluzzi, ataviado con un traje negro y corbata del mismo color, estaba sentado a la derecha de la sala, rodeando con un carnoso brazo a su madre, que también vestía de luto riguroso. Junto a él estaba Jimmy Bello, alias Jimmy el Gordo. Nadie había sido acusado de la muerte de Marco, y la policía afirmaba que aún no tenía ninguna pista al respecto. Al igual que Frank, Judy se sorprendió mirando fijamente a John, incapaz de apartar los ojos. Recordó la imagen de Marco, muriendo entre sus brazos. Judy no había podido avanzar mucho más en sus demandas contra los Coluzzi, al menos sin un testigo de peso como Kevin McRea, cuyo paradero seguía siendo un misterio.
—Empecemos. ¿Señor fiscal... señor Santoro? —dijo el juez, y Judy se volvió hacia delante. El juez se puso unas gafas de medialuna con montura negra—. Si es tan amable, escucharemos su exposición inicial...
—Con la venia, señoría. —Joe Santoro se levantó, abrochó la chaqueta de su impecable traje italiano y avanzó a grandes zancadas hasta el estrado sin apartar la vista del jurado.
Su pelo oscuro y suavemente ondulado relucía, al igual que sus uñas lacadas. Tanta coquetería podría llevar a suponer que apenas había dedicado tiempo a la preparación del caso, pero Judy sabía que era una falsa impresión, y que Santoro le había echado tantas horas como ella. Cogió su bolígrafo para tomar notas. La acusación contaba con una serie de pruebas supuestamente abrumadoras, por lo que Santoro creía tener el caso en sus manos.
—Señoras y señores miembros del jurado —empezó—, me llamo Joseph Santoro y represento al estado en esta causa. Seré breve y conciso, pues prefiero que mis testigos hablen por mí, como tendrán ocasión de comprobar. —Santoro hizo una pausa antes de proseguir—. En mi opinión, detrás de cada caso de asesinato se esconde una historia muy sencilla. Y este caso no es una excepción. La historia que nos ocupa es la del acusado, Anthony Lucia, un hombre que odiaba a Angelo Coluzzi desde hacía sesenta años y albergaba contra él las peores intenciones. Es la historia de un odio que se remonta muchos años en el tiempo, hasta la época en que ambos eran dos hombres jóvenes y vivían en Italia. ¿Y cuál es la causa de este odio? El acusado, Anthony Lucia, creía erróneamente que Angelo Coluzzi había matado a su esposa sesenta años atrás, e incluso que había matado a su hijo y a su nuera en un accidente de tráfico. Por supuesto, tales suposiciones no son más que fantasías, las delirantes elucubraciones de un hombre resentido que vive a solas con su propia amargura.
Al lado de Judy, Tony Palomo masculló algo en voz baja, pero ella se apresuró a poner una mano sobre la suya para tranquilizarlo. Le había advertido, así como a Frank y a los dos Tonys, de que debían comportarse durante el juicio. No podía permitirse otra trifulca en plena sala entre los Lucia y los Coluzzi. Eso solo serviría para reforzar la línea argumental de Santoro. El fiscal había tenido la astucia de introducir el tema de la vendetta desde el primer momento, presentándola no como una rencilla entre dos partes, sino como un rencor mal digerido por parte de Tony Palomo, o la más pura maldad.
—El acusado, Anthony Lucia, llevaba todos estos años alimentando su odio hacia Angelo Coluzzi, y lo trajo consigo cuando inmigró a Estados Unidos, país que el señor Coluzzi también adoptó como segunda patria y donde habría de fundar una próspera empresa de construcción. Por el contrario, la empresa de albañilería del acusado nunca pasó de ser un pequeño negocio familiar, lo que avivó sus sentimientos de odio y envidia hacia Angelo Coluzzi. Fue entonces cuando el acusado empezó a planear la muerte de un hombre inocente.
Tony Palomo se había quedado boquiabierto, tal era su indignación. Judy le apretó la mano, aunque compartía su enojo. Nada de lo que decía Santoro era cierto, pero no tenía manera de demostrarlo. Las pruebas del asesinato de Silvana Lucia habían desaparecido mucho tiempo atrás, y el experto en reconstrucción de accidentes que había examinado la camioneta calcinada de los Lucia había llegado a una conclusión desalentadora: «El accidente de consecuencias fatales en que se vio involucrado el matrimonio Lucia la noche del 25 de enero resultó de la combinación de tres factores, a saber: conducción imprudente, condiciones climatológicas adversas y una barrera de protección vial insuficiente». El informe señalaba asimismo que los Lucia habían muerto en el acto y que no se habían hallado pruebas de que la camioneta estuviera manipulada, ya que solo se habían identificado residuos de aceite de motor, gasóleo y gasolina, sustancias habitualmente presentes en los accidentes de vehículos destinados a la construcción.
—Impulsado por esta falsa creencia, el acusado decidió consumar su brutal venganza y, tras esperar durante décadas el momento oportuno, mató a Angelo Coluzzi el diecisiete de abril pasado. Aquella mañana, el acusado entró en la habitación trasera de la sede de una sociedad colombófila a la que ambos hombres pertenecían. Angelo Coluzzi se hallaba a solas en dicha habitación. Otro miembro del club citado como testigo en esta causa les dirá cómo escuchó al acusado gritarle al señor Coluzzi «Te voy a matar».
Santoro guardó silencio para que sus palabras surtieran efecto. Los miembros del jurado parecían perplejos, como era de prever. Uno de ellos, una anciana que estaba sentada en la primera fila, miró fugazmente a Tony Palomo.
—Ese mismo testigo les dirá, damas y caballeros del jurado, que escuchó un grito, y luego un estrépito procedente de la mencionada habitación, el tipo de ruido que produciría una estantería al desplomarse. El testigo acudió corriendo al lugar pero, por desgracia, era demasiado tarde. El acusado había entrado en la habitación, había atacado a Angelo Coluzzi y había desnucado con sus propias manos al pobre hombre.
Judy dejó su bolígrafo sobre la mesa. La exposición inicial del fiscal la inquietaba, por si no tenía bastantes motivos de preocupación. Se había preparado para algo más convencional, sobre esa base había trazado su estrategia de defensa de principio a fin, incluida la descripción de cada testigo, que había apuntado en un bloc de notas de tapas negras. Pero Bennie le había advertido de que debía construir su defensa sobre la marcha, a partir de lo que ocurriera en la sala de juicio. Intentó no sucumbir al pánico.
—Para cuando termine este juicio —anunció Santoro—, la acusación habrá demostrado más allá de toda duda razonable que el acusado asesinó a Angelo Coluzzi, y que por tanto es culpable de homicidio en primer grado. Así terminará la historia de este caso de asesinato. Bajo ningún concepto podrá considerarse un final feliz, puesto que jamás podremos devolver a Angelo Coluzzi a su esposa y familia. Pero tampoco será un final infeliz. Será, eso sí, un final justo. Gracias.
Santoro se apartó de la tribuna, cruzó la sala hasta la mesa de la acusación y tomó asiento.
El juez Vaughn miró a Judy.
—Su turno, señorita Carrier —dijo, y asintió.
Judy se levantó y, tras un momento de reflexión, se asomó a la tribuna.
—Señoras y señores, me llamo Judy Carrier y me presento ante ustedes para defender a Anthony Lucia. Yo también seré breve, pues deseo que se concentren en la única pregunta verdaderamente relevante en este caso: ¿puede la acusación demostrar más allá de toda duda razonable que Anthony Lucia es culpable del asesinato de Angelo Coluzzi? Esa es la pregunta a la que deben ustedes dar respuesta. La acusación debe presentar pruebas irrefutables de los hechos que se imputan al acusado, y hasta ahora no he oído al señor Santoro mencionar siquiera dichas pruebas. Y las pruebas son lo único que cuenta en un juicio.
Judy salió de detrás de la tribuna y, viendo que el juez Vaughn no la regañaba, se apoyó en él.
—Mientras escuchan las pruebas que a continuación se presentarán, les pido que se concentren en la pregunta que les acabo de plantear. ¿Ha demostrado la acusación más allá de toda duda razonable que Anthony Lucia es culpable de haber asesinado a Angelo Coluzzi?
Y desde ya les aseguro que la respuesta a esa pregunta será «no». Mi cliente, Anthony Lucia, no es culpable de asesinato. Y declararlo inocente será el único final justo a este caso.
Judy miró a los miembros del jurado. Parecían atentos, y eso era lo mejor que podía esperar en aquel momento. Se alejó de la tribuna y se sentó.
—Puede llamar a su primer testigo, señor Santoro —anunció el juez Vaughn, y el fiscal hizo una señal al alguacil a través de la mampara de cristal que lo separaba del público asistente. Judy giró la cabeza, esperando ver al inspector Wilkins o a Jimmy Bello levantándose de su asiento, pero la doble puerta del fondo de la sala se abrió para dar paso a una anciana de aspecto frágil que Judy no reconoció a primera vista. Tenía el rostro surcado de arrugas y bajo sus enormes y anticuadas gafas con montura de plástico se adivinaban dos mejillas descarnadas. Llevaba el pelo tan cardado como la señora DiNunzio.
—La acusación llama a declarar a Millie D'Antonio, señoría.
Judy no recordaba aquel nombre, pero la lista de testigos que le había hecho llegar el fiscal era interminable, y abarcaba a la mayor parte de los vecinos de South Philly. Judy había entrevistado a todos los que había podido, pero conservaba un recuerdo muy vago de Millie D'Antonio. Acercó su rostro al de Tony Palomo para preguntarle:
—¿Quién es?
—Vive al lado —susurró, y saludó a la mujer con la mano mientras ella avanzaba hacia el estrado. Judy se tuvo que reprimir para no cogerle la mano, pero Tony Palomo seguía sonriendo a su vecina incluso mientras esta prestaba juramento y tomaba asiento en el estrado. Al observarla más detenidamente, con su vestido floreado bajo un raído cárdigan rojo, Judy recordó haber hablado con ella. Pero ¿por qué la había llamado a declarar el fiscal? Su conversación con ella había sido de lo más intrascendente.
—Señora D'Antonio —empezó Santoro—, por favor díganos dónde vive.
—Vivo en la casa de al lado de Tony Palomo. —La señora D'Antonio se acercó el micrófono con una mano temblorosa—. Quiero decir, Anthony Lucia —añadió, y sonrió como si se disculpara.
—¿Cuánto tiempo hace que vive allí?
—Toda la vida. Era la casa de mi madre, que en paz descanse. —La mujer se persignó, y a Judy no se le escapó la reacción aprobatoria del jurado—. Me la dejó al fallecer.
Santoro asintió.
—¿Cuánto hace que vive usted puerta con puerta con el señor Lucia?
—Pues, supongo que desde que vino a vivir a Estados Unidos. De eso hace mucho tiempo. Setenta años, quizá sesenta.
Judy hizo amago de levantarse.
—Protesto, señoría. La pregunta es irrelevante. —Santoro miró al juez Vaughn.
—Señoría, si se me permite proseguir, la relevancia del testimonio se hará patente en tan solo unos instantes.
—Denegada —sentenció el juez—. Le aconsejo que se atenga a su palabra, señor Santoro.
El fiscal alzó un dedo.
—Señora D'Antonio, ¿alguna vez habló con el señor Lucia acerca de su difunta esposa?
Judy volvió a incorporarse.
—Protesto, señoría, irrelevante —dijo, pero Santoro apenas le dio tiempo a terminar.
—Es relevante para determinar el móvil del acusado, señoría.
—Denegada. —Vaughn miró a los dos letrados—. Pero aquí se termina el fuego cruzado. Les recuerdo que en esta sala no hay ninguna cámara y le sugiero, señor Santoro, que agilice su interrogatorio. No disponemos de todo el día.
—Sí, señoría —dijo Santoro, y acto seguido se dirigió a la señora D'Antonio—: Veamos, ¿cuál era el tema central de dichas conversaciones?
Judy deseó poder protestar. ¿Qué conversaciones? ¿Cuándo las habían mantenido? Pero Vaughn no habría visto con buenos ojos una nueva protesta por su parte, y granjearse la hostilidad de un juez era lo peor que le podía pasar a cualquier abogado defensor. Siempre había que elegir entre no cabrear al juez más de la cuenta y no enviar al cliente a la silla eléctrica. En opinión de Judy, la Constitución garantizaba los derechos del acusado, no los del juez, pero tenía que ser práctica.
—¿El tema central? —preguntó la señora D'Antonio, confusa.
—¿De qué hablaban? Piense en la última ocasión que estuvieron charlando, por ejemplo. Si no me equivoco, la última vez que habló usted con el acusado fue seis meses antes de que Ángelo Coluzzi muriera asesinado.
«Protesto, está poniendo palabras en boca del testigo», hubiera querido decir Judy, pero tenía que medir sus intervenciones.
La señora D'Antonio asintió.
—Solíamos hablar de Ángelo Coluzzi.
—¿Y qué decía el señor Lucia de Ángelo Coluzzi?
—Que lo detestaba, y que Ángelo Coluzzi había matado a su esposa y su hijo.
Judy contemplaba la escena estoicamente. Tony Palomo no parecía sorprendido. Lo que aquella mujer decía era verdad, sin lugar a dudas, pero no favorecía en modo alguno a la defensa. Y Santoro seguía dando a entender que la causa del crimen era un sentimiento de odio que solo existía por una de las dos partes implicadas. ¿Debía hacer algo al respecto? Era arriesgado.
—Señora D'Antonio, ¿cuándo escuchó al señor Lucia pronunciar esas mismas palabras, u otras similares, por última vez?
—Uy, lo decía a todas horas. Todo el mundo lo sabía. Tony Palomo no se andaba con tapujos.
—¿Declara entonces, bajo juramento, que escuchó al señor Lucia afirmar en varias ocasiones que Ángelo Coluzzi había matado a su esposa, su hijo y su nuera?
—Eh... sí.
Santoro hizo una pausa.
—Señora D'Antonio, ¿sabe usted si esos supuestos asesinatos han sido investigados por la policía, ya sea en Italia o en Estados Unidos?
Tony Palomo abrió la boca para decir algo, pero Judy se levantó de un brinco. Si Santoro quería demostrar que nunca se habían producido aquellos asesinatos, tendría que hacerlo de otro modo.
—Protesto, la pregunta es capciosa.
—Se admite la protesta —atajó el juez Vaughn, y Judy volvió a tomar asiento.
Santoro asintió rápidamente.
—No tengo más preguntas. Su turno, letrada.
Judy se levantó, impulsada por una rabia que no podía ocultar al jurado. No podía dejar que aquel testimonio quedara sin réplica.
—Señora D'Antonio, ¿sabe usted algo de los sucesos que tuvieron lugar la mañana del viernes diecisiete de abril, cuando supuestamente se consumó el asesinato?
La señora D'Antonio se humedeció los labios.
—No.
—Aquella mañana no vio usted al señor Lucia, ¿verdad que no?
—No.
—Así que, a decir verdad, no sabe usted nada sobre el asesinato por el que se le acusa, ¿verdad que no?
—Eh... no.
Judy pensó que lo mejor sería dejarlo allí. Se suponía que un abogado no debía hacer preguntas cuya respuesta ignoraba, pero tenía ante sí a una testigo imparcial, a la que hasta entonces solo habían preguntado por la mitad de la historia. Decidió asumir el riesgo.
—Señora D'Antonio, ha declarado usted que el señor Lucia detestaba a Angelo Coluzzi, ¿no es así?
—Sí.
—¿No es de todos sabido que el señor Coluzzi también detestaba al señor Lucia?
Santoro se levantó como impulsado por un resorte.
—Protesto, señoría. Los sentimientos del señor Coluzzi son del todo ir relevantes en este momento. ¡El pobre hombre está muerto!
Judy se mantuvo firme.
—Señoría, la defensa considera de todo punto relevante hacer constar que existía una enemistad recíproca entre los dos hombres. Es importante que el jurado tenga en cuenta ambas versiones de la historia.
—Se acepta la protesta —dijo el juez—, pero procure no recrearse demasiado a la hora de objetar, letrado. En esta sala los discursos los doy yo. —El juez se volvió hacia la testigo y añadió—: Sírvase contestar a la pregunta, señora D'Antonio.
La interpelada asintió.
—Es cierto. El señor Coluzzi también detestaba al señor Lucia. Se odiaban el uno al otro.
Judy quería preguntar por qué, pero lo dejó para mejor ocasión. La pregunta era tentadora, pero demasiado arriesgada. Regresó a su mesa.
—Gracias, señora D'Antonio. No tengo más preguntas.
Santoro se levantó al instante.
—La acusación llama a declarar a Sebastiano Gentile —anunció, y Judy se volvió para mirar al anciano menudo y ajado que franqueaba la puerta recortada en el cristal blindado. Su rostro le sonaba vagamente. Lucía camisa blanca, pantalones oscuros y una boina azul celeste, y avanzó tímidamente hasta el estrado, donde se quitó el sombrero para prestar juramento. Unos mechones de pelo blanco parecían flotar como cirros alrededor de su cabeza rosada. Sus ojos, del mismo tono azul celeste del sombrero, se veían magnificados por las gruesas lentes bifocales de sus gafas.
Judy se inclinó hacia Tony Palomo para confirmar sus sospechas.
—¿Otro vecino?
—Sí —contestó Tony Palomo, asintiendo y mirando con gesto sonriente hacia el estrado. La ira que le había provocado la exposición preliminar de Santoro parecía haberse desvanecido por completo. La sala de juicio se había convertido en el hogar del anciano y Tony Palomo se lo pasaba en grande para ser su vida la que pendía de un hilo.
Santoro se volvió hacia el testigo una vez que este hubo prestado juramento.
—Señor Gentile, ¿puede decirnos dónde vive?
—Enfrente de Tony Palo... quiero decir, del señor Lucia.
—¿Y alguna vez ha hablado con él acerca de su difunta esposa o de su hijo?
—Sí, muchas veces.
—¿Cuándo hablaron del tema por última vez?
—Veamos... en la primavera pasada, después de que su hijo se muriera. Él estaba lavando la rampa de acceso a su casa y yo había salido a sacar la basura.
—¿Recuerda qué dijo el señor Lucia al respecto?
—Dijo que Ángelo Coluzzi había matado a su mujer y a su hijo. Y a su nuera también. Se lo decía a todo el que quisiera escucharlo.
Tony Palomo parecía encantado de que se hablara de aquellos asesinatos como algo verídico, pero Judy empezaba a notar en sus sienes los latidos de una incipiente jaqueca. Sabía lo que pretendía Santoro. Estaba sacando el máximo partido a los testimonios que reforzaban el móvil de Tony Palomo, lo había convertido en su principal baza, porque sabía que sus pruebas se tambaleaban en lo tocante a la premeditación y al acto criminal en sí. Si insistía en el hecho de que Tony Palomo tenía un móvil sobradamente conocido, lo tendría más fácil para convencer al jurado de que él había matado a Coluzzi en aquella habitación.
—Señor Gentile, ¿oyó usted decir lo mismo al señor Lucia en alguna otra ocasión?
El testigo ni siquiera tuvo que pensar antes de contestar.
—Claro. Montones de veces.
Santoro asintió.
—Gracias, señor Gentile. No tengo más preguntas. —El fiscal se dirigió a su mesa y le dio a una tecla de su portátil mientras Judy se levantaba.
Aguardó unos instantes antes de empezar.
—Señor Gentile, ¿estaba usted en la sede del club colombófilo la mañana del diecisiete de abril del año en curso?
—No, soy alérgico a las palomas.
Judy sonrió, al igual que los miembros del jurado. Pero ante todo quería hacerles llegar un mensaje.
—Así que, de hecho, no sabe usted nada sobre el asesinato por el que se juzga al señor Lucia, ¿verdad?
—La verdad es que no puedo decir nada acerca de ese tema. No sé nada.
Judy asintió. De momento, todo le estaba saliendo a pedir de boca.
—Señor Gentile, ha declarado usted que el señor Lucia detestaba al señor Coluzzi. ¿No es cierto que el señor Coluzzi también detestaba al señor Lucia?
El señor Gentile sonrió, descubriendo una dentadura blanca y regular.
—Sí, por supuesto. Angelo odiaba a Tony, quiero decir, al señor Lucia. No se podían ni ver.
—No tengo más preguntas. —Judy se sentó satisfecha.
Mientras el señor Gentile abandonaba el estrado, el juez Vaughn miró por encima de sus gafas.
—Su siguiente testigo, señor Santoro.
El fiscal asintió.
—El estado llama a declarar al señor Guglielmo Lupito.
Judy veía claramente lo que se proponía Santoro: un desfile de testigos de la tercera edad, todos los cuales habían oído a nuestro héroe afirmar que odiaba a muerte al difunto. El efecto acumulativo perjudicaría a la defensa, por más que Judy se empeñara en introducir pequeñas matizaciones en el turno de réplica. Tenía que hacer algo. Se levantó a medias.
—Señoría, la defensa protesta ante la naturaleza repetitiva de los testimonios presentados por la acusación.
La reluciente cabellera de Santoro giró bruscamente.
—Señoría, es importante que el jurado vea a los testigos y sepa cuántos hay.
—Señoría, la defensa opina que sería una pérdida de tiempo y de los recursos de este juzgado establecer una línea de interrogatorio ajena a las cuestiones fundamentales que se plantean en este juicio. Quizá pudiéramos ahorrárnoslo si establecemos...
—No, señoría —interrumpió Santoro—. La acusación no renunciará a llamar a nadie al estrado. El jurado debe escuchar los testimonios de labios de los propios testigos.
El juez suspiró.
—Prosiga, señor Santoro, pero le aconsejo brevedad. Ya ha dejado clara su postura, al igual que la señorita Carrier.
Judy se sentó y garabateó algo en su bloc de notas por mera costumbre, pero estaba demasiado tensa para escribir frases sarcásticas. La vida de Tony Palomo estaba en juego, y el siguiente vecino ya se acercaba al estrado. Por mucho que él se alegrara de ver a sus amigos del barrio, Judy sabía que solo contribuirían a cavar su tumba. Pensó en preguntarles si creían que Coluzzi había cometido los asesinatos de los que le acusaba Tony Palomo, pero sabía que eso daría pie a una protesta legítima. Ninguno de los dos abogados podía demostrar o refutar la responsabilidad de los asesinatos cometidos en el pasado, pero Santoro los utilizaba en su propio beneficio. Judy deseó con todas sus fuerzas poder hacer lo mismo antes de que el juicio concluyera.
Tuvo que escuchar el testimonio del señor Ralph Bergetti, la señora Josephine DiGiuseppe, el señor Tessio Castello, la señorita Lucille Buoniconti y, sorprendentemente, una tal Anne Foster, antes de que el juez Vaughn diera por válidas sus protestas. Santoro les hizo a todos las mismas preguntas y obtuvo las mismas respuestas, al igual que Judy cuando llegó su turno. Pero su inquietud iba en aumento. El jurado recordaría aquella procesión de testigos, todos tan creíbles, cuyo testimonio parecía incontestable. Santoro lo tenía ahora más fácil para pasar de puntillas sobre la cuestión de la duda razonable. Cuando se levantó la sesión para almorzar, Judy tenía serias dudas respecto a su enfoque del caso.
Tenía que darle la vuelta a la tortilla, o Tony Palomo sería hombre muerto.