Capítulo 39
—Santoro no nos podía haber perjudicado más aunque se lo hubiera propuesto —dijo Judy mientras tomaba asiento junto a Tony Palomo, Frank y Bennie en torno a la mesa redonda de la sala de juntas del juzgado, una pequeña estancia blanca dominada por una mesa de imitación de castaño alrededor de la cual se distribuían cuatro butacas de cuero negro con ruedas. Sobre la mesa descansaba una caja de pizza de tamaño familiar con los trozos de masa sobrantes.
—Estoy de acuerdo —intervino Bennie. Había recogido su indomable pelo hacia atrás en una cola de caballo, lo cual junto con el traje chaqueta caqui de marca le daba un aire de lo más profesional. La palidez de su rostro reflejaba muchas horas de trabajo duro y preocupación. Había ayudado a Judy en la preparación del juicio como si fuera ella la abogada asociada, y no al revés—. ¿Sabes lo que pretende, verdad? Saltarse las pruebas físicas.
—Lo sé. ¿Qué tal he estado?
—Estupenda. Ya sabes lo que dicen. Cuando tienes hechos, golpeas con los hechos. Cuando tienes la ley, golpeas con la ley. Cuando no tienes ni una cosa ni la otra, golpeas la mesa.
Judy sonrió.
—Entendido. Seguiré golpeando y aguantando los golpes hasta que nos llegue el turno de devolverlos.
Tony Palomo dejó sobre la mesa su porción de pizza a medio comer.
—¿Y allora io habla con el juez?
Judy negó con la cabeza. Habían hablado del tema infinidad de veces antes de que empezara el juicio.
—No. Entonces sacamos a nuestros testigos. Creía que ya lo habíamos acordado, usted no debe testificar. Hacerlo solo le perjudicaría. La acusación no tiene manera de demostrar lo que ocurrió en esa habitación a menos que usted lo confiese.
Tony Palomo se ruborizó.
—¡Pero dicen mentira! Dicen Coluzzi no asesina Silvana, ni el mío Frank, ni Gemma. ¡Io escucha! ¡Io sabe! ¡Mentiras!
—Si usted subiera al estrado, diría la verdad. Diría que Coluzzi hizo todas aquellas cosas, pero no podríamos demostrar ninguna de ellas, y eso le haría quedar justo como lo que ellos dicen que es: un viejo cascarrabias amargado y lleno de odio. Usted tiene la última palabra, pero yo le aconsejo que no testifique y que me deje llevar esto a mi manera.
—¡Yo dice la verdad! ¡Millie dice la verdad! ¡Sebastiano, y Paul! ¡Tutti quanti dicen la verdad! —Tony Palomo agitaba un dedo en el aire, el rostro encendido—. ¡Io detesta a Coluzzi! ¡Él mata a la mía familia! ¡Eso es verdad!
Frank intentó explicárselo, pero Judy alzó la mano para atajarlo. Aquello era una cuestión entre abogado y cliente, y solo Tony Palomo podía decidir si testificaba en su propia defensa.
—Tony Palomo, escúcheme. Lo único que de momento puede demostrar la acusación es que usted creía tener motivos para matar a Coluzzi, o incluso que quería matarlo. Pero lo que debe demostrar es que usted lo hizo. En este país uno no va a la cárcel por querer matar a alguien.
—¡Pero io mata Coluzzi! ¡Io lo mata!
Judy se estremeció. La verdad le seguía resultando dura de escuchar, y el hecho de que el acusado fuera proclamando su culpabilidad a los cuatro vientos tampoco favorecía en nada su estrategia de defensa.
—Ya, pero ellos tienen que demostrar que usted lo hizo, y eso es mucho más difícil. Si no pueden demostrarlo, usted gana. En cambio, si sube usted al estrado, lo tendrán fácil para demostrar que lo hizo, y entonces usted pierde. ¿Lo entiende?
Las facciones de Tony Palomo se endurecieron, sus labios esbozaron un mohín de disgusto nada habitual en él, y Frank puso una mano tranquilizadora sobre el hombro de su abuelo.
—Nonno, Judy sabe lo que hace. Ella es la abogada, y se preocupa por nosotros. Ella sabe lo que le conviene, así que déjela llevar este asunto a su manera, ¿de acuerdo?
Tony Palomo parpadeó por toda respuesta. Sus labios seguían sellados como el más puro mármol italiano.
Judy intercambió una mirada con Frank, una mirada que bastó para que él supiera lo que estaba pensando. Se habían convertido en amantes la noche en que ella había ido a verle, pero desde entonces su relación no había podido florecer hasta transformarse en un romance de verdad, pleno y rico. La ley era un señor celoso de sus siervos.
Frank estrechó con su mano el hombro de Tony Palomo.
—Nonno, Judy tiene razón. Está intentando salvar su vida. Dígale que está de acuerdo.
Tony Palomo suspiró ligeramente, y su pecho cóncavo se elevó y hundió con resignación.
—Va bene —dijo rápidamente.
—Gracias. —Judy dio unas palmaditas en el otro hombro de Tony Palomo, huesudo pese a las hombreras de la chaqueta—. Ahora volvamos dentro. Y recordad, esto se pondrá peor antes de empezar a mejorar. Nadie lo pasa bien mientras hablan los testigos de la otra parte.
—Amén —dijo Bennie, pero Tony Palomo empezaba a perder su fe en Dios.
La intervención del inspector Sam Wilkins supuso un contrapunto de profesionalidad frente al rústico batiburrillo de los vecinos de Tony Palomo. Sus ojos oscuros miraban atentos y graves. Lucía un impecable traje azul y una corbata estampada del cuerpo de policía. Wilkins no se limitaba a hablar al micrófono que tenía delante, sino que se dirigía a toda la sala con ademán natural y profesional a la vez. Judy sabía que se granjearía el respeto del jurado. Rezumaba integridad, algo que ella consideraba sumamente positivo en cualquiera excepto en sus adversarios.
—Ahora que sabemos quién es usted, inspector Wilkins —prosiguió Santoro—, por favor díganos dónde estaba la mañana del diecisiete de abril. —Santoro parecía más estirado que hasta entonces. Como la mayoría de los fiscales de distrito, se quitaba el sombrero ante los policías de verdad, pero ni loco se habría unido al cuerpo. Siempre había armas de por medio, y a la que uno se descuidaba alguien salía malparado.
—Me tocaba el turno de día, y me llamaron desde el número siete de la calle Cotner. Eran las ocho y trece minutos de la mañana, poco más o menos. —Wilkins sonrió, al igual que el jurado. La única persona que no sonrió fue Tony Palomo. Judy recordó que su cliente detestaba a la policía, y en aquel momento enseñaba sus dientes postizos.
—¿Corresponde esa dirección a una asociación colombófila?
—En efecto. Se trata del club colombófilo de South Philly.
—¿Qué hizo y qué vio allí?
—Me indicaron que entrara en la habitación de atrás, donde encontré el cuerpo sin vida del difunto, Angelo Coluzzi.
—¿Podría describir al jurado qué vio exactamente?
—El señor Coluzzi tenía medio cuerpo atrapado bajo una estantería que contenía varios productos veterinarios. Me arrodillé junto a él y verifiqué que no tenía pulso. Me parecía evidente que tenía el cuello roto, y...
—Protesto —interrumpió Judy—. El inspector Wilkins no es un experto en medicina forense, señoría.
—Se acepta la protesta —concedió el juez Vaughn, y Judy se sintió vagamente satisfecha. No sabía si había logrado algo, pero tampoco estaba mal recordarle al jurado que el inspector Wilkins no era Superman. Una vez más, Tony Palomo era el único que no necesitaba ningún recordatorio. Miraba al detective con tal hostilidad que Judy asió su brazo con una mano. Curiosamente, parecía más enfadado ahora de lo que había estado durante la exposición inicial de Santoro, y rechazaba los gestos de apaciguamiento de Judy.
Santoro asintió.
—Quizá pueda explicarnos qué vio, inspector.
—El cuello del señor Coluzzi estaba torcido hacia la izquierda de un modo poco natural, como si nada lo sujetara al resto del cuerpo. Estaba tumbado en el suelo junto a la estantería, que lo cubría parcialmente, y muchos de los objetos de los estantes se habían caído a su alrededor. En la habitación había señales de forcejeo, pero deduje que había sido un enfrentamiento breve. De mi investigación se concluye que el acusado entró en la habitación y atacó al fallecido.
Tony Palomo se levantó de pronto, como impulsado por un resorte.
—¡Canalla! ¡Coluzzi mata a la mía mujer! ¡Coluzzi mata al mío hijo! ¡Tú no hace niente¡ ¡Tú sabe él mató al mío hijo! ¡Tú no vale nientel ¡Cerdo! ¡Hijo de perra!
—¡Tony, no! —Judy se abalanzó hacia delante y cogió a Tony Palomo mientras el juez empezaba a hacer sonar su mazo. Aquel arrebato podía costarle la vida. El jurado estaba de parte del inspector Wilkins, y Tony Palomo quería saltarle a la yugular.
¡Pam, pam, pam!
—¡Orden en la sala! —gritó el juez—. ¡Orden en la sala! ¡Señorita Carrier, controle a su cliente!
—¡Mentiroso! ¡Canalla! —seguía bramando Tony Palomo, y luego se pasó al italiano. Mientras forcejeaba con él, Judy solo alcanzó a entender la palabra «Coluzzi», que repitió a voz en cuello por lo menos cinco veces. El inspector Wilkins contemplaba la escena, solo ligeramente sorprendido.
—¡Orden en la sala! ¡Orden, he dicho! —tronó el juez Vaughn, golpeando el mazo una y otra vez. El alguacil y los guardias de seguridad de la sala se apresuraron a intervenir. En la sala todos se habían puesto en pie. Frank parecía afligido. Era el fin.
No sin esfuerzo, Judy consiguió sentar a Tony Palomo en su silla y miró de reojo al jurado. Aunque no entendían las palabras de su cliente, el significado era obvio, y a sus ojos Tony Palomo apareció como el vivo retrato del hombre resentido y violento que Santoro había descrito en su exposición inicial. Judy hundió las uñas en el hombro de Tony Palomo y lo obligó a permanecer sentado, aunque no pudo impedir que siguiera despotricando en italiano.
—Señoría, solicito que nos reunamos a puerta cerrada.
¡Pam, pam, pam!
—¡No me diga! —tronó el juez Vaughn—. ¡Alguacil, haga salir al jurado! ¡Agentes, sometan al acusado! ¡Letrados, a mi despacho! ¡Ahora mismo!
El juez Vaughn estaba tan furioso que ni se molestó en quitarse la toga, y al dejarse caer en su inmensa butaca de cuero el vuelo de la misma se infló a su alrededor como el manto de seda de un rey. Un escritorio de madera de nogal pulida presidía el amplio y sobrio despacho. Frente a este había dos butacas de cuero azul marino, tan grandes que incluso Judy se sentía pequeña sentada en una de ellas, mientras que los mocasines italianos de Santoro apenas rozaban la moqueta estampada en tonos zafiro y rubí. Las paredes del despacho estaban revestidas con los tomos de color verde caqui de los estatutos legales de Pensilvania, en la versión anotada de Purdon, que se alineaban junto a los breviarios de los periodistas de Pensilvania, encuadernados en color marrón tostado y rojo. Había asimismo una estantería repleta de novelas de detectives, lo que no auguraba nada bueno para la defensa.
—Señorita Carrier —empezó el juez Vaughn en tono exasperado, su rostro más enrojecido de lo habitual—, ¿qué demonios está pasando ahí fuera?
—Señoría, le pido disculpas...
—¡Mi juzgado parece un zoológico! ¡Primero me montan una batalla campal en plena sala, y ahora esto! He solicitado el doble del personal de seguridad habitual en un juicio. Ya hemos trasladado el caso Williamson arriba. —El juez gesticulaba como un poseso, y las mangas de su toga se extendían como las alas de un águila—. ¿Cómo voy a justificar esto? ¿Qué demonios le pasa a su cliente?
—Señoría, le pido disculpas, pero permita que se lo explique. Mi cliente...
—Hágalo, por favor. Ahora mismo. —El juez Vaughn estaba a punto de estallar, y Judy intentaba dar con un plan de emergencia. Aún estaba a tiempo de sacar a Tony Palomo del lío en que se había metido.
—En primer lugar, créame que lo siento de veras.
—¿Que lo siente de veras? —El juez Vaughn se quitó las gafas bruscamente y las sostuvo junto a su rostro—. ¿Que lo siente de veras? ¿No se le ocurre nada mejor?
—Lo siento mucho, muchísimo. Lo lamento profundamente. —¿Se trataba de un juego? Judy decidió dejar las adivinanzas a un lado—. El problema, como ha podido comprobar, es que mi cliente es una persona muy temperamental y, como no podía ser menos, este tema le afecta profundamente. Además, se halla bajo una gran presión. Le pido disculpas por su lamentable arrebato, sobre todo por el modo en que se ha producido, delante del jurado.
—¡Ha provocado la interrupción del juicio! —exclamó el juez Vaughn, cogiendo un pañuelo de papel de la caja que descansaba sobre el escritorio para secarse la frente.
—Exacto. De eso precisamente quería hablarle. —Judy se aclaró la garganta—. El hecho de que haya ocurrido delante del jurado me hace temer que pueda haber predispuesto a los miembros del mismo en contra de mi cliente, y dudo de la capacidad de este jurado para evaluar objetivamente los hechos expuestos. Puesto que el incidente ha tenido lugar en una fase tan temprana del proceso, opino que no sería una imposición demasiado gravosa para el sistema judicial que se declarara el juicio nulo, y la defensa así lo solicita.
Los ojos azules del juez Vaughn parecían a punto de salírsele de las órbitas, y una gruesa vena sobresalía en su cuello.
—¿Se ha vuelto loca?
Judy esperaba que fuera una pregunta retórica.
—Señoría, estoy tan disgustada como usted por lo que ha pasado, poro no veo alternativa, dada la situación.
Santoro alzó una mano al aire.
—Señoría, la acusación se opone rotundamente a una declaración de nulidad del juicio. Sería un grave desperdicio de recursos. Tengo otros diez casos de asesinato sobre la mesa, y ahora que hemos llegado hasta aquí, después de las casi dos semanas que han hecho falta para seleccionar a este jurado, sería un disparate volver atrás. Además, señoría, no comprendo cómo la letrada de la defensa tiene la desfachatez de solicitar la nulidad del proceso cuando ha sido su propio cliente el que ha incurrido en desacato. ¿Cómo van a estar los miembros del jurado predispuestos en contra de él si casi todo lo que ha dicho lo ha dicho en italiano? El jurado tiene derecho a evaluar a este hombre por su conducta, y es evidente que él no se molesta en disimularla.
El juez Vaughn movía la cabeza en señal de negación, y Judy supo que aquel sería el fallo más rápido de toda la historia judicial.
—No declararé el proceso nulo, por lo que queda denegada la solicitud de la defensa. El acusado es el único responsable de la situación que se ha creado a raíz de su comportamiento, y no consentiré que saque partido de ella. —El juez señaló directamente a Judy, y la manga de la toga se deslizó hacia abajo, dejando a la vista el puño de su camisa, en el que relucían unos gemelos de oro—. Señorita Carrier, dígale a su cliente que debe reprimir sus impulsos y comportarse como es debido. Le doy esta noche para que se tranquilice, y la sesión se reanudará mañana martes, por la mañana. Tiene que enmendarse, capisce?
—Sí, señoría-contestó Judy.
Ella lo había entendido perfectamente.
Pero ¿lo entendería Tony Palomo?