Capítulo 35
Judy tuvo que hacer un gran esfuerzo para comportarse con naturalidad delante de los dos Tonys, el señor DiNunzio y Penny, que dormía plácidamente acurrucada en el suelo. Judy no contó a los ancianos lo que había ocurrido en su piso para no inquietarlos. Debía seguir adelante y concentrarse en la tarea que tenía entre manos. En un intento de poner en orden sus pensamientos, leyó por encima los títulos que componían la librería del experto cuyos servicios había contratado. Accidentes de automóvil a baja velocidad, Metodología básica de investigación y documentación de la colisión de vehículos, Manual del investigador de accidentes de tráfico, Análisis mecánico de accidentes de tráfico. Pero la mente de Judy seguía volviendo una y otra vez al autorretrato. Cruzó los brazos, a sabiendas de que estaba prácticamente abrazándose a sí misma, y miró hacia otra parte. Cualquier excusa era buena para no pensar.
La estancia no tenía ventanas pero era inmensa, y las paredes de hormigón pintadas de blanco no hacían sino acentuar la sensación de amplitud de lo que fuera en tiempos un garaje de West Philly. Relucientes arcones rojos de herramientas se alineaban contra la pared de un extremo, mientras que la pared opuesta estaba repleta de manuales, boletines informativos sobre reconstrucciones de accidentes y herramientas cromadas que colgaban de tableros con orificios, minuciosamente ordenadas en función de su tamaño. En la parte trasera de la habitación había un banco de trabajo empotrado sobre el que descansaban tres microscopios negros, un fax, una impresora, un ordenador Compaq con monitor de veintiuna pulgadas y archivadores, también blancos. Desde el techo, una serie de paneles fluorescentes iluminaban generosamente la estancia, en la que había más claridad que en la mayoría de los quirófanos.
Judy, Pies, Tony el de la Esquina y el señor DiNunzio observaban al doctor William Wold, que caminaba en silencio alrededor de los restos calcinados de la camioneta roja de los Lucia. Los dos Tonys y el señor DiNunzio se habían tomado la libertad de robar la camioneta del desguace, para lo cual habían tenido que abrir en la valla metálica un agujero del tamaño de una ballena. Se sentían bastante orgullosos de sí mismos, pero Judy estaba pensando en mandarlos a la cama sin sus puros.
Se sentía terriblemente mal por lo que habían hecho, y peor aún por no haberlo remediado. Pero una vez que Tony el de la Esquina le confesó lo que habían hecho, le pidió que llevaran la camioneta hasta allí en el camión de plataforma. No estaba segura de poder seguir contándose entre los buenos de la película después de haberse beneficiado de una mala acción. De hecho, cada vez estaba menos segura de querer seguir siendo de los buenos. Solía creer que llevaba la ética grabada a fuego en su circuito neuronal, pero ahora ese circuito echaba chispas, sobre todo después de haber visto su autorretrato mutilado.
Observó el montón de chatarra al que había quedado reducido el vehículo de los Lucia, que descansaba sobre su chasis ennegrecido en medio de una lona blanca perfectamente lisa. Según explicó el doctor Wold, la lona extendida sobre el inmaculado suelo blanco de linóleo servía para recoger cualquier residuo que pudiera verter la camioneta. De hecho, el doctor Wold estaba resultando ser muy bueno a la hora de dar explicaciones, requisito básico para cualquier experto que se dispusiera a testificar en un juicio. Había sido llamado a efectuar «reconstrucciones de accidentes» e «informes forenses mecánicos» en nada menos que ciento treinta y cinco casos, lo que venía a demostrar que en Estados Unidos siempre había un experto para cualquier cosa que a uno se le ocurriera. Eso sí, sus servicios no estaban al alcance de cualquiera.
El doctor Wold anotó algo en su sujetapapeles metálico con un bolígrafo Cross plateado y se aclaró la garganta.
—Estaba usted en lo cierto, señorita Carrier-dijo al fin—. Esto es, o era, una camioneta Volkswagen Rabbit. Estos vehículos se fabricaron aquí, en Pensilvania, entre mil novecientos setenta y nueve y mil novecientos ochenta y tres, y más tarde se siguieron fabricando en Yugoslavia. Venían equipados con un motor a diesel o gasolina, y si en el año mil novecientos setenta y nueve se fabricaron unos ochenta en Estados Unidos, en mil novecientos ochenta la cifra había aumentado hasta las veinticinco mil unidades, y hasta las treinta y tres mil al año siguiente. Este modelo es, sin lugar a dudas, de mil novecientos ochenta y uno.
—¿Cómo puede saber todo eso? —preguntó Judy, y su voz retumbó contra las paredes de hormigón del inmenso garaje.
—Lo consulté después de que me llamara —contestó el doctor Wold, ajustándose las pesadas gafas con montura metálica que descansaban sobre su pequeña nariz.
Llevaba una camisa blanca de mangas cortas y un pantalón azul marino recién planchado, y a primera vista parecía un ingeniero sin demasiado sentido del humor, lo que bien podría ser una redundancia.
—Lo importante no es tanto retener la información en la memoria sino saber dónde encontrarla. Y yo sé dónde encontrarla.
—Ya veo —dijo Judy, solo para hacerle sentir que ponía interés en la conversación, aunque le pareciera inútil hacerlo. Al doctor Wold le daba igual si participaba o no, algo que los dos Tonys y el señor DiNunzio debían de haber entendido al instante, porque estaban inusualmente silenciosos.
El doctor Wold rodeó la camioneta hasta la parte delantera del chasis, que estaba abollada y ciega. El capó casi se había partido en dos.
—Como pueden ver, los faros delanteros han desaparecido. Este modelo llevaba dos halógenos empotrados de diez centímetros por quince. También llevaba dos intermitentes a ambos laterales, como los Rabbit del ochenta y tres y del ochenta y cuatro. Por supuesto, el accidente destrozó casi por completo la parte delantera del vehículo, que es evidentemente la que recibió el mayor impacto. —El doctor Wold levantó los ojos de la camioneta—. Tengo entendido que cayó desde un paso elevado a la calzada de la autopista que pasa por debajo.
—Eso creo, pero no dispongo del informe policial sobre el siniestro. Aunque debe de existir.
—Por supuesto que existe. Lo sacaré del DIA, el Departamento de Investigación de Accidentes. Es un archivo de dominio público. Ya he empezado a reunir la información que apareció en la prensa sobre el accidente, y pronto visitaré el lugar donde se produjo. A partir de ahí estaré en condiciones de reconstruir el accidente y reproducirlo en un vídeo animado por ordenador, en caso de que lo necesite para enseñarlo al jurado. Por lo general resultan muy esclarecedores. —El doctor Wold anotó algo—. Por supuesto, examinaré el vehículo a fondo, tal como habíamos acordado. Lo incluyo entre mis servicios, algo que muchos expertos en reconstrucción de accidentes no suelen hacer.
Judy asintió, y el doctor Wold consultó sus notas.
—El vehículo medía 4,46 metros de largo, 1,64 metros de ancho y 1,43 metros de altura. Solo con echarle un vistazo puedo asegurarles
que en este momento ya no mide más de 3,2 metros de largo, y que el impacto se lo llevó en buena medida la parte delantera del chasis, aunque también hay algunos daños importantes por esta parte.
Judy volvió a asentir, pero el doctor Wold ni siquiera se dio cuenta.
—Me ha pedido que determine si existen pruebas de que la camioneta haya sido manipulada mecánicamente, y puedo hacerlo. Por lo general realizo una serie de pruebas exhaustivas, sobre todo en casos de responsabilidad civil imputable al fabricante del vehículo, o de fallecimiento en circunstancias poco claras, pero no veo motivo alguno para no hacerlo también en un caso de homicidio.
—Yo tampoco.
—Ahora bien... usted quiere que determine ante todo si el motor fue manipulado, y debo advertirle que eso sería harto difícil. —El doctor Wold soltó una corta carcajada, un sonoro ¡ja!
Judy se ruborizó. Resultaba que la camioneta había llegado al desguace sin el motor. No se había dado cuenta de ese detalle. Menudo chasco.
—Claro. Falta el motor. Supongo que lo venderían como pieza de repuesto.
—O como chatarra. Sea como sea, los coches rara vez se mandan al desguace con el motor. Es una pieza demasiado valiosa.
—Lo sé —dijo Judy. A su lado, Pies rió disimuladamente—. Pero puede usted averiguar si había una bomba en la camioneta, ¿verdad?
El doctor Wold enarcó una de sus hirsutas cejas.
—Por supuesto, pero es poco probable, puesto que el vehículo está prácticamente intacto.
Judy suspiró. Desde luego, no era su día.
—¿Puede usted llevar a cabo un análisis exhaustivo del coche, solo para averiguar si existe algún motivo, del tipo que sea, para sospechar que el vehículo fue manipulado de algún modo? A lo mejor los frenos no funcionan. Siguen ahí, ¿verdad?
El doctor Wold frunció el entrecejo.
—En parte.
—Muy bien, pues compruebe que no les pasa nada raro. Compruébelo todo. Quizá descubra algo que me ayude a comprender por qué se produjo el accidente. ¿Cómo se explica que dos personas se salgan de la vía y se precipiten desde un paso elevado en mitad de la noche? Nuestra única fuente de información es la camioneta.
—Como quiera —repuso el doctor Wold, asintiendo con la cabeza—. Pero debo decirle que emitiré mi opinión profesional basándome en los hechos tal como los veo yo, no como desea verlos usted. No soy uno de esos expertos que dice lo que se le paga para decir, ¿entendido?
—Entendido. —Judy detestaba a los expertos como el doctor Wold. De hecho, le encantaban los expertos que decían lo que se les pagaba para decir.
—Estupendo. Entonces no le importará saber que, a juzgar por el análisis preliminar del vehículo siniestrado y la información que he recopilado hasta ahora, creo que existe una explicación bastante obvia y sencilla para este accidente. De hecho, dadas las circunstancias, podría decirse que es un accidente de los más comunes.
Judy tuvo que morderse la lengua. No podía decirle lo que Tony Palomo le había contado, no delante de los demás. Conocía la conclusión, pero tenía que conseguir la prueba. Era como un caso de homicidio al revés.
—Acompáñenme hasta mi ordenador, si son tan amables —sugirió el doctor Wold, y los guió hasta su terminal de trabajo. Penny, que entretanto se había despertado, cerraba el cortejo trotando alegremente—. Esta tarde tenía algún tiempo libre, así que me he tomado la libertad de visitar las hemerotecas virtuales de los diarios de Filadelfia y bajarme algunos de los artículos que se publicaron a raíz del accidente. Una de las fotografías que encontré en la red resulta especialmente instructiva.
El doctor tocó el teclado y la enorme pantalla volvió a la vida con un leve chisporroteo. Judy no pudo evitar quedarse mirando fijamente la foto. Era una enorme imagen en blanco y negro del paso elevado sobre la autopista, en la que se veía la barrera de seguridad combada hacia fuera como un arco y la valla de seguridad desgarrada. La carga dramática de la foto no residía en lo que enseñaba, sino precisamente en lo que ocultaba pero que Judy sabía: que la pareja que se había salido de la carretera abriendo aquel boquete en la valla metálica había encontrado la muerte segundos más tarde al estrellarse en la vía inferior. Le recordaba la tristemente célebre instantánea de los astronautas del Challenger, diciendo adiós mientras subían al cohete espacial en el que habrían de perder la vida.
—Según se afirma en estos artículos —prosiguió el doctor Wold—, la camioneta volcó por encima de la barrera de seguridad, lo que, como he dicho, es una de las causas más comunes de siniestralidad, sobre todo en la zona triestatal. El vehículo se estrelló en la vía inferior y se incendió. Como se puede apreciar en la foto —añadió, señalando con su bolígrafo plateado—, la barrera de protección es un antepecho de hormigón, un modelo bastante desfasado. Aquí tendría que haber un guardarraíl, una barrera metálica reforzada y más postes. Las simulaciones de colisión realizadas con este tipo de barreras de seguridad han arrojado resultados catastróficos. No hay duda de que fue la gran culpable de que la camioneta volcara tan fácilmente por encima de la valla de seguridad.
Judy se estremeció.
—Además, este artículo en concreto refiere que el accidente tuvo lugar el veinticinco de enero, y he pensado que no estaría de más investigar qué tiempo hizo aquel día. —El doctor Wold desplazó el cursor hacia abajo para buscar el texto del artículo. El titular llenaba la pantalla: «Pareja de South Philly muere en accidente de tráfico»—. La temperatura no superó los cero grados durante buena parte de la tarde, y por la noche cayó en picado, hasta alcanzar un mínimo de doce grados bajo cero. Había llovido aquella misma mañana, así que por fuerza tenía que haber tramos de calzada cubiertos de hielo, lo que los hacía sumamente peligrosos, sobre todo a esas horas. Según el artículo, era la una de la madrugada cuando se produjo el accidente.
Judy asintió.
—Eso también es significativo. La Liga del Buen Dormir calcula que al año se producen cerca de diez mil accidentes de tráfico debido a la somnolencia del conductor. El sueño merma considerablemente la velocidad de reacción, la percepción del entorno y la capacidad para prever situaciones de riesgo en la carretera. Y el peligro aumenta en caso de ingesta de alcohol. Un conductor soñoliento es potencialmente tan peligroso como un conductor ebrio. La combinación de ambas circunstancias es mortal.
—Oiga, que no iban borrachos —intervino Pies a la defensiva—. Frank nunca tomaba más de dos cervezas seguidas, y Gemma no probaba el alcohol. Era toda una señora.
El doctor Wold pestañeó, molesto por la interrupción.
—En ningún momento he pretendido insinuar que sus amigos estuvieran borrachos, señor mío. Solo he sugerido que, si el conductor había tomado aunque solo fuera una copa a esa hora tan tardía, algo plausible viniendo de una boda, y luego había emprendido el regreso a casa por una autopista tan insegura como esta, tenía bastantes números para que su camioneta, un vehículo relativamente ligero, se viera implicada en un accidente de consecuencias fatales.
Judy no se lo tragaba. Tony Palomo le había contado algo muy distinto, y ahora no podía dudar de su palabra, aun teniendo todos los hechos en su contra. Además, los ataques de los que venía siendo víctima en los últimos días le permitían comprender mejor por qué Tony Palomo había matado a Angelo Coluzzi. Era un hombre bueno, empujado a cometer una mala acción. Judy empezaba a sentir exactamente lo mismo. Ahora comprendía cómo empezaban las vendettas, y sabía que una vez empezadas adquirían vida propia.
—¿Qué decide, señorita Carrier? —preguntó el doctor Wold, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Quiere que siga adelante o prefiere ahorrarse el gasto? Se lo digo con toda sinceridad: creo que mis conclusiones no diferirán demasiado de las que ha sacado la policía.
Judy lo miró a los ojos.
—Siga adelante, doctor. Hay alguien que cuenta conmigo.
En parte, se refería a sí misma, y hasta Penny levantó la mirada al oír el nuevo tono de voz de su dueña.