Capítulo 2
—¡Venga, que es hora de comer! Vámonos —oyó decir Judy Carrier a las demás abogadas del bufete mientras cogían sus bolsos y chaquetas de entretiempo.
Era el primer día verdaderamente primaveral tras un largo invierno, y ni siquiera los abogados podían sustraerse al influjo del buen tiempo. En el bufete legal de Filadelfia Rosato y Asociadas todos se encaminaban a la puerta de salida excepto Judy, que seguía acodada en su escritorio, intentando redactar un artículo sobre la ley antimonopolio, aunque el sol borraba las citaciones judiciales en la pantalla de su ordenador y el parloteo en el vestíbulo la distraía constantemente. No era fácil concentrarse y atender al mismo tiempo a los retazos de conversaciones que le llegaban desde fuera.
De pronto Anne Murphy, que se hacía llamar Murphy a secas, asomó la cabeza por la puerta abierta del despacho de Judy. Era una de las nuevas asociadas. Siempre llevaba los labios perfectamente delineados y la melena negra recogida hacia atrás en un moño de lo más coqueto.
—¿Te vienes a comer? —preguntó.
—No, gracias —contestó Judy. Por lo general le gustaba conceder a los demás el beneficio de la duda, pero le costaba respetar a las mujeres que se perfilaban los labios como si fueran libros para colorear. Judy nunca se maquillaba, y su idea de ir a la moda consistía en darse una ducha diaria—. Ya he comido.
—¿Y qué? Venga, no sales a almorzar desde hace semanas. —Murphy esbozó una sonrisa amistosa, aunque Judy sospechaba que en verdad aquel rictus suyo se debía al perfilador labial—. Hace un día precioso. Ven a dar una vuelta con nosotras.
—No puedo, gracias. Tengo que hacer un artículo sobre el caso Simmons.
—¿No puedes ni salir a dar un paseo? Es viernes, por Dios.
—No tengo tiempo para paseos. De verdad, no puedo —insistió Judy, consciente de que aquello del paseo era una burda excusa. Murphy no salía de paseo sino de compras, y para Judy ir de compras equivalía a despertar su instinto homicida. ¿Qué les pasaba a aquellas niñatas recién salidas de la facultad? No se salvaba ni una. Licenciadas en derecho por la universidad Ally McBeal, eso eran. Parecían estar convencidas de que ejercer la abogacía consistía en lucir minifaldas que rayaran en la definición legal de exhibicionismo. No se tomaban en serio la práctica del derecho, que era lo único que Judy se tomaba en serio en la vida. Para sus adentros, se refería a ellas como «abogadas murphianas».
—Bueno, vale. Pero no trabajes demasiado. —Murphy tomó la sabia decisión de esfumarse, no sin antes dar unas palmaditas en el marco de la puerta a modo de despedida.
Judy se quedó escuchando el familiar guirigay que se adueñaba del bufete a la hora del almuerzo, los cotilleos que llegaban cada vez más amortiguados desde el pasillo, de camino a los ascensores, que rechinaban al bajar cargados de gente en busca del sol. Rosato y Asociadas era un bufete pequeño, compuesto por tan solo nueve abogadas y el personal administrativo, lo que significaba que hasta al cabo de una hora, como mínimo, todas las llamadas telefónicas irían a parar automáticamente a un buzón de voz. Nadie abriría el correo electrónico, y los mensajes de fax languidecerían en bandejas de plástico gris. El bufete se quedó en silencio, a excepción de los ocasionales timbrazos telefónicos, y Judy sintió que todo su cuerpo se relajaba, entregándose al sopor del mediodía, una corta tregua antes de que empezara el ajetreo de la tarde.
Se suponía que debía de sentirse sola, pero no era así. Le gustaba estar a su aire. Bebió a sorbos un café que se sirvió ella misma en un vasito de polietileno, sentada entre los pesados tomos de actas judiciales, las pilas de casos impresos, las notas garabateadas y la correspondencia que atiborraban su escritorio de madera y la mesa supletoria colocada en ele. Su despacho era pequeño, como el de todas las asociadas de nivel intermedio, pero Judy lo había llenado de tal forma que parecía una caja de cerillas, cosa que le traía sin cuidado. No veía su despacho desordenado, sino repleto, y se sentía muy a gusto rodeada de todas sus cosas. En su opinión, nadie necesitaba más un buen refugio que un abogado.
Papeles, memorandos, libros de texto de la facultad, novelas y varias ediciones de los códigos civil y penal llenaban los estantes que tenía ante sí y a su espalda, bajo la ventana. Junto a la pared lateral descansaban tres grandes clasificadores cuyas superficies de melanina quedaban ocultas bajo veinte gruesos archivadores en acordeón del caso Moltex contra Huartzer, uno de los casos antimonopolio más sonados y fallidos de la historia. Sobre el último clasificador, una pila de documentos —potenciales pruebas para el juicio— amenazaba a diario con venirse abajo. Sobre las paredes, acaparando todo espacio libre, había fotos de perros, caballos y familiares, certificados de admisión en tribunal y premios que Judy había cosechado como editora de una revista legal y como la segunda mejor estudiante de su promoción, así como sus diplomas de la Universidad de Stanford y de la facultad de derecho de Boalt. Judy era la gran eminencia del bufete en materia de leyes, y en su despacho, como era natural, reinaba un eminente desorden.
Y más ahora, que su amiga Mary no estaba presente para regañarla por tenerlo todo desperdigado. Mary DiNunzio había trabajado con Judy desde que ambas habían terminado la carrera de derecho, pero había decidido tomarse un largo descanso tras el último caso de asesinato que habían llevado juntas. Desde entonces, a Judy ya no le resultaba tan acogedor su refugio. Tomó otro sorbo de café con gesto meditabundo, se recostó en su silla ergonómica —cuyos cojines se le clavaban en la espalda y en los hombros— y cruzó las piernas, unas piernas fuertes y torneadas pero completamente desnudas. En opinión de Judy, las medias eran para las republicanas, y ahora que Mary no estaba, hasta en eso se saldría con la suya. Judy y Mary rara vez estaban de acuerdo en algo, incluido el uso que hacía Murphy del lápiz perfilador de labios.
Movida por un impulso, Judy abrió el cajón intermedio de su escritorio y rebuscó entre bolígrafos, clips de plástico multicolores y calderilla hasta encontrar un lápiz rojo que solía usar para hacer anotaciones en los expedientes. Luego volvió a hurgar en el cajón en busca del espejo que Mary le había regalado. Por lo general, lo empleaba para comprobar si tenía semillas de amapola entre los dientes pero esta vez, lápiz en ristre, se contempló a sí misma en la amplia superficie cuadrada.
Desde el otro lado del espejo le devolvió la mirada una mujer joven de hombros anchos que, con su vestido azul claro, camiseta amarilla y pendientes de plata artesanales parecía fuera de lugar entre tantos mamotretos jurídicos. Su pelo era rubio natural, casi amarillo, y lo llevaba cortado recto en una media melena que le llegaba por la barbilla. Su rostro, grande y redondo, siempre le recordaba la luna llena, y en sus grandes ojos azules no había ni rastro de maquillaje, como tampoco lo había en sus labios. Sus rubias pestañas no conocían la existencia del rimel, y su nariz era corta y ligeramente respingona. Un antiguo novio suyo solía decirle que era preciosa, pero siempre que Judy se miraba en el espejo lo único que se le ocurría era «Me parezco a mí misma», y con eso tenía bastante.
Empezó a hacer morritos ante el espejo. Sus labios, de un tono rosado natural, no eran ni carnosos ni delgados. Mmmm. Judy acercó a los labios el lápiz rojo de las correcciones. El color era perfecto, y ella tenía buena mano para el dibujo. Sin apartar la vista de su reflejo, Judy cogió el lápiz, humedeció la punta y lo deslizó por el contorno del labio superior. Tenía un olor extraño y resultaba frío al tacto, pero estaba lo bastante romo como para no rascar, así que delineó con trazo leve el labio superior, hizo lo propio con el inferior y volvió a hacer morritos.
No estaba mal. Se veía el trazo del lápiz, pero su boca parecía más grande, lo que supuestamente era algo bueno ahora que se habían puesto de moda los labios como perritos calientes. El teléfono sonó en recepción, pero Judy no se inmutó. Sonrió al espejo y comprobó que, como por arte de magia, su sonrisa se había vuelto entre amistosa e indolente, un poco al estilo murphiano. Al parecer, el material de oficina era el no va más en cuanto a maquillaje. Tal vez no fuera mala idea llevarse un rotulador a los párpados, o pintarse las uñas con tippex. ¿Quién dijo que la abogacía no era una profesión divertida? Judy dejó el lápiz sobre la mesa, descolgó el teléfono y marcó un número aporreando las teclas compulsivamente.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó a bocajarro en cuanto escuchó la voz de Mary al otro lado de la línea.
—Escuché tu mensaje sobre la ley Sherman. No vuelvas a venirme con esa historia.
—No te llamo por la ley Sherman. Eso está tirado. Lo difícil es perfilarse los labios.
—Has tenido visita de Murphy, ¿no?
—Ha intentado mostrarse amable, así que le dije que se fuera con viento fresco.
—Deberías quedar con ella para comer.
—No la soporto, y además, no come. Si me cayera bien y comiera, quedaría para comer con ella, pero como no es así, he preferido quedarme en el despacho y me he perfilado los labios. ¿Qué te parece? ¿No te recuerda a las salchichas Oscar Mayer? —Judy lanzó un beso al auricular, y Mary se rió.
—Tendrías que estar haciendo nuevos amigos.
—No, tendría que estar escribiendo un artículo, y tú tendrías que dejar de hacerte la remolona y volver al tajo.
—Estoy bien, gracias por tu interés —le espetó Mary, aunque Judy notaba que lo decía con una sonrisa en los labios. Una sonrisa que no tenía nada que ver con los productos de la casa Revlon, ni tan siquiera con los de Staedler, sino que le salía del fondo de su gran corazón, y de pronto Judy sintió remordimientos. Ser víctima de un intento de asesinato no era como para echarse a reír.
—Lo siento. ¿Cómo estás, Mare?
—Bastante bien, para alguien a quien le han metido dos balas en el cuerpo.
Judy se estremeció. Había estado a punto de perder a Mary para siempre. No quería ni pensarlo.
—¿Necesitas algo? Estoy a solo un cuarto de hora en taxi. ¿Quieres que te lleve algo?
—No, gracias.
—¿Seguro?
Mary soltó una risotada.
—Te arrepientes de tu ocurrencia, ¿verdad? Si no te conociera como le conozco, diría que tienes remordimientos.
—¿Remordimientos, yo? —repuso Judy con una sonrisa, siguiéndole el juego a su amiga, con la que bromeaba desde hacía tiempo sobre el tema. Mary, de ascendencia italiana y católica, era toda una experta en el sentimiento de culpa, y Judy sospechaba que eso nunca cambiaría entre ellas—. De eso nada. Soy de California, ¿recuerdas?
—Pues deberías sentirte culpable por reírte de alguien con problemas respiratorios. ¿Qué clase de amiga eres? —Mary soltó una carcajada, pero su risa se vio ahogada por un inesperado ruido de fondo, como de hombres hablando a voz en grito. Mary se estaba recuperando en casa de sus padres, en South Philly, y los DiNunzio, a los que Judy quería con locura, eran una entrañable pareja de italianos entrados en años que llevaban una vida de lo más apacible, sin estridencias de ninguna clase, menos cuando el señor DiNunzio se olvidaba de ponerse el audífono. Por lo general, el único sonido de fondo que se oía en la casa adosada de los DiNunzio era una continua sucesión de novenas.
—¿Qué es eso que se oye? —preguntó Judy—. ¿Tenéis fiesta en casa?
—Mejor no te lo cuento.
—Eso ni lo sueñes. —Se oía un jaleo considerable, como si varios hombres discutieran a grito pelado. Judy frunció el ceño—. ¿Pasa algo?
—No me creerías si te lo contara.
—¿Qué te apuestas?
—Los amigos de mi padre han venido de visita. ¿Recuerdas a Tony «el de la esquina»?
—¿Es ese tío con el que tu padre sale a comprar puros?
—Ese podía ser cualquiera, pero sí —contestó Mary, y de pronto el guirigay subió de tono.
—¿Qué demonios ha sido eso?
—Pies.
—Perdona, pero eso que se ha oído no era un ruido de pasos, sino de voces.
—«Pies» es su apodo. En verdad se llama Tony Dos Pies. Está gritando. Todo un carácter, para tener ochenta tacos.
—¿Tony Dos Pies? ¿Qué clase de apodo es ese? Todo el mundo tiene dos pies.
—¿Y a mí qué me preguntas? Es el otro amigo de mi padre. Están todos muy disgustados por lo de Tony Palomo.
Judy sonrió.
—¿Hay alguien en el barrio que no se llame Tony?
—Tú no te enteras. Mira, si coges a diez hombres italianos, lo más probable es que tres se llamen Tony, otros dos Frank y que uno de ellos acabe entre rejas. Tony Palomo acaba de ser detenido. Hasta ahora, todas las apuestas daban a Dominic como el gran favorito.
—¿Por qué lo han detenido?
—Por asesinato.
Los labios de Judy dibujaron un círculo mal perfilado.
—¿Asesinato?
—Ah, y mi madre te manda recuerdos.
—¿Asesinato? —Judy sintió que el corazón le empezaba a latir más deprisa—. ¿Un amigo de tu padre detenido por asesinato? Tu padre debe de tener unos setenta y cinco años, ¿no? ¿Qué edad tiene el tal Tony? ¿Y a quién se supone que ha matado?
—No puedes llamarle Tony a secas, tienes que decir Tony Palomo, y está a punto de cumplir ochenta años. Se crió en Italia y supuestamente ha matado a otro viejo, también italiano. Trataba de averiguar qué demonios estaba pasando cuando tú has llamado.
Un nuevo brillo iluminó los ojos de Judy. Se sintió verdaderamente despierta por primera vez en meses.
—¿Sabes si Tony Palomo tiene abogado?
—Oye, oye, espera un momento. Pareces interesada. No tienes ningún derecho a sentir interés por este caso.
—¿Por qué no? —Judy se incorporó despacio en su silla. Un caso de asesinato era mil veces mejor que uno de monopolio empresarial. Por fin había llegado la primavera. Alguien la estaba llamando por la otra línea, pero se hizo la loca, algo que al parecer iba resultando más fácil con la práctica—. Nadie me puede impedir sentir interés por este caso. Me asiste la Primera Enmienda.
—Mi padre quería que te llamara, pero no creo que seas la persona más indicada para llevar este caso.
—¿Que tu padre quiere que lo lleve? —El pulso de Judy se aceleró. Haría cualquier cosa para ayudar al padre de Mary, y más si se trataba de algo que de entrada le apetecía hacer.
—Sí, pero yo no, y no tengo tiempo para discutir. Estos tres están montando la de Dios es Cristo. Tengo que dejarte.
—Dile a tu padre que se ponga, Mare.
—No. ¿Recuerdas el último caso de homicidio que llevamos? Aquello eran balas de verdad, plomo caliente cortando el aire. Los abogados no están preparados para hacer frente a ese tipo de cosas. Mejor dedícate a la ley Sherman. Además, le he dicho a mi padre que Bennie nunca lo consentiría.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Ahora aceptamos casos de homicidio, y además, la jefa está en el juzgado, declarando. Me disculparé si dice que no puedo cogerlo. No me obligues a suplicártelo. ¡Dile que se ponga!
—¡No! —En el salón de los DiNunzio había vuelto a estallar la barahúnda, y ahora Judy oía la voz del padre de Mary más cerca del teléfono.
—¡Venga, Mare! Déjame hablar con tu padre. —Hubo un repentino silencio al otro lado de la línea, y Judy imaginó a Mary tapando el auricular con la mano para amortiguar la discusión de los hombres y la voz más serena de Mariano DiNunzio.
—Señor DiNunzio, ¿me escucha? —preguntó Judy a voz en grito para hacerse oír más allá de la mano de Mary, como si eso fuera posible—. ¿Qué ocurre, señor DiNunzio?
—¡Judy, gracias a Dios que has llamado! —exclamó el padre de Mary. Había cogido el teléfono bruscamente, y Judy dio por sentado que había arrebatado el auricular de las manos de su hija—. La policía se ha llevado a mi amigo. Se lo han llevado esposado. —El señor DiNunzio tenía la voz rota a causa de la emoción, y Judy se compadeció de él, al tiempo que se daba cuenta de la gravedad de la situación.
—¿Qué ha pasado?
—Dicen que ha matado a un hombre, pero yo sé que él jamás haría algo así. No podría, no lo haría. —El señor DiNunzio se aclaró la garganta, y Judy se dio cuenta de que trataba de serenarse antes de proseguir—. Nunca pediría algo así, un favor como este, para mí. Para mí, no. Tú lo sabes. Pero lo hago por mi amigo, mi compare. Está metido en un buen lío.
—No dude en acudir a mí para lo que haga falta, señor DiNunzio.
—Te conozco, sé que eres buena chica, y una abogada lista. Conoces todos los entresijos de la ley y eres tan trabajadora como mi Mary. ¿Querrás ser su abogada, Judy, por favor?
—Por supuesto que sí, señor DiNunzio —le aseguró Judy, y no bien lo había dicho cogió su cartera, al tiempo que introducía los pies descalzos en un par de pesados zuecos amarillos.