Capítulo 27

El martes por la mañana el sol brillaba en todo su esplendor, lo que tratándose de Filadelfia suponía una racha de buen tiempo casi inverosímil, pero Judy estaba demasiado absorta en sus pensamientos para fijarse en tales sutilezas. Además, un enjambre de cámaras fotográficas y de televisión, magnetófonos alzados y focos luminosos le impedían ver el cielo azul y, por si todo esto fuera poco, el aliento a café de los periodistas que la cercaban le impedía respirar el aire fresco.

Vestida para la ocasión con su traje azul marino y sus zapatos de la suerte, Judy echó a andar con paso resuelto entre los periodistas congregados frente a las puertas del palacio de justicia, sin separarse de Tony Palomo, que avanzaba apretujado entre Frank y ella. Por primera vez, la presencia de los periodistas no solo le resultaba tolerable, sino incluso grata. Sentía que los tres estarían más seguros con trescientos testigos oculares. Además, los medios de comunicación eran un elemento clave del nuevo y mejorado plan de Judy.

—Señorita Carrier, ¿algún comentario sobre la desaparición de Kevin McRea?

—Judy, Judy, una pregunta! ¿Qué opina de los informes según los cuales Marco Coluzzi tenía intención de comprar Excavaciones McRea?

—Señorita Carrier, ¿cree usted que Kevin McRea incurrió en algún delito?

—¡Sin comentarios! —contestó Judy a voz en grito. Se abrió paso hasta la entrada de los juzgados, ocultando tras un rictus de profesionalidad el regocijo que le producían todas aquellas preguntas. Era evidente que sus llamadas anónimas a los periódicos a altas horas de la madrugada habían dado resultado. Por su parte, no había hecho más que sembrar sospechas en torno al intento de compra de Excavaciones McRea por parte de Marco Coluzzi. Los periodistas más avispados se habían encargado de investigar los hechos y comprobar la veracidad de los mismos. Hacía uno o dos años que ningún periódico de Filadelfia ganaba un Pulitzer, algo que a nadie se le pasaba por alto.

—Señorita Carrier, ¿algún comentario sobre el intento de expansión de Marco Coluzzi al negocio de las excavaciones?

—Judy, ¿a quién llamará a declarar ahora que Kevin McRea se ha quedado fuera de juego?

—Señorita Carrier, ¿con qué se construye una carretera de acceso privado de ciento treinta mil dólares? ¿Oro macizo, quizá?

Judy reprimió una sonrisa. Aquella mañana, los periódicos traían titulares del tipo «Desaparece sin dejar rastro uno de los demandados del caso Coluzzi», y en las páginas interiores había artículos del tipo «El floreciente imperio inmobiliario de Marco Coluzzi». Judy no lo habría hecho mejor. Los periodistas habían entrevistado a la casera de los McRea y, más importante aún, habían sacado a la luz los datos fiscales y el volumen de transacciones comerciales de Marco, que revelaban una progresiva concentración de poder en el sector de la construcción, realizada en buena medida a través de empresas fantasmas que ocultaban al verdadero propietario de las mismas. Judy confiaba en que John Coluzzi tampoco estuviera al tanto de estas adquisiciones, y que se sintiera sorprendido y amenazado por el creciente poder de Marco.

Lanzó una mirada furtiva a su alrededor, preguntándose cuándo y cómo llegarían los Coluzzi. ¿Juntos o separados? ¿Reconciliados o enfrentados? No podía quedarse para averiguarlo, porque tenía que defender a un hombre acusado de homicidio.

—Venga, señorita Carrier, ¡díganos algo!

—Señorita Carrier, ¿saldrá en libertad Tony Palomo?

—Señorita Carrier, ¿es culpable su cliente?

—Judy, ¿todavía no ha contratado un guardaespaldas?

—Judy, ¿cómo está su coche?

Judy intercambió una mirada con Frank, que sonrió, descubriendo una dentadura blanca y regular que contrastaba con su piel morena recién afeitada. Estaba irresistible con aquella camisa blanca de algodón, la corbata informal y la ligera chaqueta de tweed que se había comprado en el centro comercial Rey de Prusia mientras se suponía que debía estar llamando a su abogada. Pero Judy no podía regañarle por irse de tiendas. Ya se sabe cómo son los hombres.

—¿Te he dicho ya lo mucho que me gustó tu mensaje de anoche? —susurró Frank a su oído justo antes de franquear la puerta giratoria.

—Sin comentarios —repuso Judy, porque estaba allí por trabajo, no por placer. ¡Italianos...! Nunca lo entenderían. Cogió a Tony Palomo de la mano y lo hizo pasar al interior del edificio.

La sala de juicio, aunque moderna, era una de las más pequeñas del flamante palacio de justicia, y sus escasas dimensiones no hacían más que aumentar la sensación de hostilidad que flotaba en el aire, como si alguien hubiera juntado por error a tigres y leones en una misma y diminuta jaula. La familia Coluzzi y sus partidarios ocupaban el lado de la sala destinado a la acusación, presidida por Marco y John, sentados lado a lado con cara de pocos amigos. Por su parte, la familia Lucia se había instalado en los bancos de la derecha. Frank, el señor DiNunzio, Pies y Tony el de la Esquina ocupaban la primera fila, tras una reluciente mampara negra. La escena parecía un mal calco de la primera comparecencia ante el juez, con la diferencia de que ahora había en la sala el doble de guardias de seguridad con sus uniformes azules, en previsión de posibles altercados. Judy deseó tener de su parte a la guardia nacional y llevar puesta una camiseta que pusiera mis italianos son MEJORES QUE LOS VUESTROS.

Dejó los sentimientos viscerales para el público que tenía a su espalda y tomó asiento frente a la mesa de la defensa, junto a Tony Palomo. Su cliente parecía sospechosamente tranquilo, pero Judy lo achacó a la incomodidad que a todas luces le producía su nueva corbata a rayas y la chaqueta marrón que Frank le había obligado a ponerse, pese a sus protestas. Tony Palomo era tan pequeño que habían tenido que comprarla en la sección infantil de Macy's, y ahora que estaba sentada a su lado, Judy se sentía más como su niñera que como su abogada. Había intentado buscar un intérprete para la vista, pero Tony Palomo se había negado en redondo a dejar que alguien tradujera sus palabras. Judy se preguntó si no se estaría convirtiendo en un niño problemático, por algo así como un efecto bucle aplicado a las personas.

—Muy bien, empecemos —dijo el juez Maniloff desde su elegante y moderno estrado revestido de mármol gris. Randy Maniloff, un juez de mediana edad con gafas de montura dorada, había sido elegido aleatoriamente por ordenador para celebrar la vista, pero Judy prefería pensar que era su buena estrella la que se lo había enviado. Maniloff era uno de los jueces más listos de la judicatura municipal, y estaba acostumbrado a celebrar vistas preliminares en casos de homicidio, así como juicios por delitos menores. No llevaría el caso hasta el final, pero por lo menos en aquella fase quedaba asegurado el trato justo—. Hoy tenemos una agenda apretada, para variar, así que no hay tiempo que perder. —El juez golpeó la mesa con el mazo sin demasiado afán—. Se presenta el caso del estado contra Lucia. ¿Quién representa al estado?

—Joseph Santoro, señoría. —El fiscal del distrito se presentó, al tiempo que se levantaba. Era más bien corto de estatura, pero de complexión fornida. Tenía el pelo oscuro y ondulado, y un hirsuto bigote negro. Santoro era el principal ayudante de la oficina del fiscal del distrito, motivo por el que sin duda lo habían elegido para un caso con tanta resonancia. El hecho de que tuviera un apellido italiano tampoco era fruto del azar. Judy se resignó a ser una minoría.

El juez Maniloff se volvió hacia ella, haciendo girar su butaca de cuero negro.

—Veo que la señorita Carrier se encargará de la defensa de Anthony Lucia. Bienvenida, señorita Carrier. —El juez esbozó una sonrisa afable, y Judy se levantó brevemente.

—Gracias, señoría.

—Ahora que todos somos amigos, señor Santoro, sírvase llamar al estrado a su primer testigo —dijo el juez Maniloff, y se puso a hojear unos documentos mientras Santoro se levantaba de nuevo.

—En el día de hoy, la acusación se limitará a presentar dos testigos, señoría. En primer lugar, llamamos al estrado a James Bello —anunció, y el hombretón que Judy había visto en la funeraria, que hasta entonces había estado sentado a la derecha de John Coluzzi en el banco de la primera fila, se levantó con dificultad y avanzó hasta el estrado de los testigos. Subió pesadamente al estrado, donde prestó juramento mientras el fiscal del distrito se asomaba a la tribuna de imitación de nogal situada entre las mesas de la acusación y la defensa—. Señor Bello —empezó Santoro—, por favor, diga su nombre y dirección, para que conste en acta.

—Me llamo James Bello, aunque todos me conocen como Jimmy el Gordo —dijo con total naturalidad, aunque Judy sospechaba que la respuesta no acababa de gustarle a Santoro.

—¿Y su dirección?

El interpelado la recitó de corrido.

—Muy bien, señor Bello. Remontémonos directamente a la mañana del viernes diecisiete de abril, a las ocho horas y treinta y tres minutos. ¿Estaba usted en ese momento en el número setecientos doce de Cotner Street, en South Philly?

—Eh... sí. —Bello llevaba puesta una camisa de punto negra y un pantalón de vestir, y en su gruesa muñeca lucía un Rolex de oro. Tenía labios carnosos, su nariz era como una patata picada de viruelas y sus ojos eran grandes, redondos e inolvidables si te escrutaban en medio de un velatorio. Si había reconocido a Judy, lo disimulaba bien.

—La dirección que he citado corresponde a la sede de una asociación colombófila donde se celebran carreras de palomos, ¿no es así?

—Sí.

Judy abrió su bloc de notas por una página en blanco y se deslizó hacia delante en su silla. En una vista preliminar, la acusación solo tenía que demostrar la presunción del delito de homicidio, y este caso el fiscal del distrito lo tenía muy fácil. Los golpes más duros en una vista preliminar eran los que se daban por debajo de la mesa, porque la acusación intentaría desvelar lo menos posible sobre el caso, mientras que la defensa intentaría descubrir todo lo que pudiera. Era como un combate de boxeo trasladado a la arena legal, y solo aparentemente civilizado.

—Señor Bello, por favor, díganos quién más había en la sede del club ese día.

—El señor Tony LoMonaco y el señor Tony Pensiera. Angelo Coluzzi estaba en la habitación del fondo, y el señor Tony Lucia, el acusado, entró en esa habitación.

—¿Había alguien más en la habitación del fondo aparte del señor Coluzzi y el señor Lucia?

—No. Angelo y yo fuimos los primeros en llegar aquella mañana. Él estaba solo en la habitación cuando Tony entró.

Santoro asintió.

—Señor Bello, explíquenos qué ocurrió a continuación, si es tan amable.

—Sí, claro. —Bello se aclaró la garganta con un carraspeo de fumador empedernido—. El señor Lucia se fue a la habitación de atrás y entonces se oyó un griterío, y luego un ruido de mil demonios, como si se hubiera caído algo muy pesado. Cuando llegamos allí, Angelo estaba muerto en el suelo y Tony, el señor Lucia, estaba de pie junto a él, hecho una furia.

Judy contuvo la respiración. Estaba a punto de saber qué había es cuchado Bello, o qué diría haber escuchado.

Santoro se acercó más al micrófono.

—Señor Bello, ha dicho usted que oyó gritos. ¿Qué escuchó exactamente?

—Oí a un hombre gritando, en inglés e italiano.

—¿Sabe usted quién era ese hombre?

—El señor Lucia.

—Señor Bello, ¿qué decía el señor Lucia?

—Decía «Te voy a matar».

Judy garabateó algo en su bloc de notas, esforzándose por aparentar tranquilidad. Durante el juicio, aquella declaración sería interpretada como una contundente prueba de culpabilidad. Y lo peor es que era cierto.

—Díganos, señor Bello, ¿el acusado, el señor Lucia, profirió esas palabras en inglés o en italiano?

—En italiano. Seguro, en italiano.

—¿Quiere entonces decir que comprende usted el italiano?

—Perfectamente. Lo he oído hablar desde que era un niño, aunque Angelo nunca hablaba en italiano, no le gustaba hacerlo. Quería dejar atrás el pasado, quería ser un americano de corazón. Y tampoco tenía acento. Vamos, casi nada.

Santoro asintió, hundiendo su blando mentón en el rígido cuello blanco de la camisa.

—Entonces, ¿está usted seguro de que fue el señor Lucia, y no el señor Coluzzi, quien pronunció esas palabras?

—Conozco la voz de Angelo, y además, fue él el que acabó muerto.

Santoro ni siquiera pestañeó.

—¿Qué hizo usted entonces, señor Bello?

—Me levanté y me fui corriendo a la habitación de atrás, pero cuando llegué Angelo ya estaba tendido en el suelo, con las estanterías encima y un montón de cosas desperdigadas a su alrededor. Lo primero que hice fue acercarme a ver cómo estaba, pero ya no tenía pulso.

—¿Dónde estaba el acusado en ese momento?

—De pie, junto a Angelo.

—¿Qué hicieron entonces los señores Pensiera y LoMonaco?

—Protesto. La pregunta es irrelevante —intervino Judy para que constara en acta, aunque el juez Maniloff desestimó la protesta.

—Le dijeron al señor Lucia «Vámonos de aquí», lo cogieron entre los dos y se lo llevaron.

—¿Y qué hizo usted entonces?

—Llamé al novecientos once. La policía vino, se llevó a Ángelo y ahí se acabó todo.

Judy tomaba notas. En su vida había oído a nadie reproducir con tanta frialdad un asesinato. Santoro tendría que ofrecer a Jimmy el Gordo dos platos de raviolis para que soltara alguna lágrima en el juicio, pero de momento tenía bastante. El fiscal del distrito asintió satisfecho, regresó a su mesa y se sentó.

—No haré más preguntas, señoría —afirmó. No necesitaba hacerlo.

Judy se levantó para contrainterrogar a Jimmy el Gordo, aunque sabía que por el momento tenía todas las de perder y, como abogada de la defensa, tampoco habría querido otra cosa. Si la defensa salía victoriosa en la vista preliminar, la acusación podía volver a detener y enjuiciar al acusado por el mismo delito. Pero era harto improbable que Judy fuera a darle la vuelta a la tortilla. Se acercó a la tribuna del orador.

—Señor Bello —empezó—, ¿dónde estaba usted exactamente cuando, según ha manifestado, oyó al señor Lucia gritando «Te voy a matar»?

—Acababa de salir del lavabo y me había sentado en el bar cuando vi entrar al señor LoMonaco y al señor Pensiera. Ellos me dijeron que Tony Palomo, el señor Lucia, se había ido a la habitación del fondo.

Judy recordó la distribución de la sede del club.

—Así que estaba usted en el bar.

—Correcto.

—¿A qué distancia queda el bar de la habitación del fondo?

—A unos tres metros.

—¿En qué parte del bar estaba usted sentado?

—Hacia el medio.

—¿Estaba tomando algo?

—Iba a hacerlo pero no llegué a pedir.

—¿Qué iba a pedir?

—Un café.

Judy tomó nota. Era bueno tomar notas durante un juicio, porque daba la impresión de que uno sabía dónde quería ir a parar. Esta nota en concreto rezaba «Eso no te lo crees ni tú».

—¿Un carajillo, quizá?

—No. Solo café.

—¿Está seguro?

—Sí, claro.

—¿No oyó en ningún momento la voz de Ángelo Coluzzi?

—No.

Judy tomó otra nota: «Sería un puntazo que aprovecharas este momento para contarnos que oíste a Ángelo Coluzzi confesar un doble asesinato». Santoro miró a Judy desde su mesa, y ella supo que se estaba preguntando qué más se habría dicho en la habitación del fondo, y si podía suponer un cambio. «Que sufra», pensó Judy.

—Cambiemos de tercio, señor Bello. ¿Cuál es su estado civil?

—Eh... estoy divorciado.

—Entiendo. ¿Y está usted emparentado de algún modo con la familia Coluzzi?

—Sí.

—¿Concretamente...?

—¿Eh?

«¿Habla usted mi lengua?»

—¿Qué clase de parentesco le une a la familia Coluzzi?

—Soy primo tercero, si no me equivoco. Mi padre Guido se casó con el primo segundo de alguien de la familia.

«¿Guido? Vaya, uno que no se llamaba Tony.»

—Entiendo. ¿Y cuánto tiempo hace que trabaja usted para la familia Coluzzi?

—Protesto. La pregunta carece de fundamento, señoría —adujo Santoro levantándose de un salto, pero Judy lo atajó con un gesto.

—Volveré a formular la pregunta. Señor Bello, ¿trabaja usted para la familia Coluzzi?

—Eh... sí.

«Al menos eso ha quedado claro.»

—¿Qué labor desempeña usted exactamente, señor Bello?

—Hago trabajo de oficina.

—¿Trabaja usted en la empresa de construcción?

Jimmy parecía inseguro.

—Sí. Echo una mano en lo que haga falta.

—¿Haciendo qué?

—Lo que Ángelo me pedía que hiciera.

—¿Era usted una especie de ayudante, entonces?

Santoro volvió a levantarse.

—Protesto. La pregunta es irrelevante e improcedente, señoría.

—Denegada. —El juez Maniloff levantó la vista de los documentos que había estado leyendo—. La defensa tiene derecho a saber algo más sobre el principal testigo de la acusación, ¿no cree usted, letrado?

«No, no lo cree», escribió Judy, pero Santoro se limitó a dejarse caer en su asiento sin contestar a la pregunta. Judy se aclaró la garganta.

—Bien, señor Bello, ha dicho usted que ocupaba el cargo de ayudante, ¿verdad?

Jimmy frunció el ceño al oír aquel término.

—Más o menos.

—¿Y era usted el ayudante personal de Ángelo Coluzzi o también trabaja a las órdenes de John Coluzzi y de su hermano Marco —no pudo resistir a la tentación de añadir—... en sus múltiples negocios?

—Supongo que ahora estoy al servicio de toda la familia. Soy una especie de ayudante de administración.

Jimmy miró hacia la primera fila con gesto dubitativo, pero Judy fingió no darse cuenta de su incomodidad. No iba a consentir que nadie le sacara las castañas del fuego. Quería que repitiera aquellas mismas palabras delante del jurado cuando ella pudiera sacarles partido.

—¿Y cuánto tiempo hace que trabaja usted como ayudante de administración para la familia Coluzzi, señor Bello?

—Treinta y cinco años.

Judy anotó algo en su bloc. «Esto empieza a ponerse interesante.»

—Entiendo. ¿Y cuánto cobra usted en la actualidad por desempeñar el cargo de ayudante de administración, señor Bello?

—¡Protesto! —Intervino Santoro, saltando de su asiento como impulsado por un resorte, pero Judy no pensaba soltar el hueso—. Irrelevante.

—Señoría, ¿cómo puede no ser relevante el hecho de que la familia Coluzzi tenga en nómina al principal testigo de la acusación?

El juez Maniloff enarcó una ceja canosa.

—Por esta vez se lo voy a dejar pasar, letrada, pero le aconsejo que no saque tanto las uñas.

Judy sonrió.

—Gracias, señoría. —«Es buena señal que un juez te diga que no saques tanto las uñas»—. Señor Bello, le preguntaba cuánto le pagan los Coluzzi. Conteste, por favor.

Jimmy hizo una pausa, sin duda para tratar de recordar la diferencia entre lo que ganaba y lo que declaraba a hacienda.

—Quince mil dólares al año.

«¡Uy, uy, uy! Yo que tú me iría buscando un abogado ya mismo.» Judy cerró su bloc de notas y regresó a su mesa.

—No tengo más preguntas, señoría.

—Muy bien —dijo el juez Maniloff, volviéndose hacia el fiscal del distrito—. Señor Santoro, su siguiente testigo.

—El estado llama a declarar al doctor Patel. —Santoro se levantó, se volvió hacia la segunda fila y señaló al médico como si fuera la presentadora de la Rueda de la Fortuna, reduciendo al distinguido forense a la categoría de una nevera. El forense subió al estrado y alzó la mano con gesto educado para que le tomaran juramento.

—Por favor, diga su nombre para que conste en acta, doctor Patel.

—Me llamo Voresh Patel —dijo el médico en tono sereno y profesional. Llevaba las mismas gafas con montura metálica que Judy recordaba de la autopsia y, tras estas, los mismos ojos castaños de mirada afable. Se había puesto para la ocasión un elegante traje de color marrón. Judy tendría que ir con cuidado al interrogarlo si no quería que le saliera el tiro por la culata.

—Doctor Patel, ¿a qué se dedica usted? —preguntó Santoro.

—Trabajo como médico forense para el condado de Filadelfia.

—Entiendo. ¿Y realizó usted la autopsia del cadáver de Ángelo Coluzzi?

—En efecto.

—¿Cuándo tuvo lugar la autopsia, doctor Patel?

—El día después de que el cadáver llegara al instituto anatómico forense. —El doctor Patel reflexionó unos segundos, dirigiendo la mirada hacia el techo—. El dieciocho de abril, si no me equivoco.

Santoro asintió, haciendo rodar un lápiz entre los dedos.

—¿Y llegó usted a algún tipo de conclusión sobre la causa de la muerte de Ángelo Coluzzi y el modo en que esta se produjo, doctor Patel?

—Sí. En mi opinión se trata de una muerte por homicidio, materializado en una fractura cervical, concretamente la C 3.

Santoro asió el lápiz.

—En lenguaje común, ¿significa eso que le rompieron el cuello, doctor Patel?

—Sí.

—No le haré más preguntas, doctor Patel. —Santoro se hizo a un lado y ocupó su asiento, mientras Judy se levantaba con el bloc de notas en la mano y se asomaba a la tribuna.

—Doctor Patel, según varios testigos presenciales, el fallecido cayó contra una librería. Solo para que conste en acta, ¿tuvo esa caída algo que ver con la muerte del señor Coluzzi?

—Protesto, no procede —objetó Santoro, haciendo amago de levantarse, pero el juez Maniloff ya movía la cabeza en señal de negación.

—No se admite la protesta. Por favor, prosiga.

El doctor Patel miró a Judy.

—No, ya estaba muerto cuando cayó.

Judy quería llegar al fondo de la cuestión. Eso le evitaría suscitar sentimientos compasivos hacia Coluzzi más tarde, en pleno juicio.

—¿Puede usted asegurarlo?

—Sí.

—No tengo más preguntas, doctor Patel. —Judy cogió su bloc de notas y tomó asiento mientras el juez Maniloff abría el expediente del siguiente caso.

—Señor Lucia, creo que el estado ha demostrado que existen suficientes indicios de delito para acusarlo de homicidio, por lo que ordeno la celebración de un juicio. Su abogada le informará de las fechas en las que deberá comparecer ante el tribunal.

—Gracias, señoría —dijo Judy, casi al mismo tiempo que Santoro. Sería la última vez que habría unanimidad entre ambos. Judy miró a Tony Palomo—. Ahora, lo único que tenemos que hacer es sacarle de aquí cuanto antes. —Tal como habían acordado de antemano, Frank se levantó enseguida y se colocó detrás de Tony Palomo, mientras dos guardias de seguridad se acercaban para flanquearlo, como harían con un detenido. Lo escoltarían hasta la salida de seguridad, donde lo esperaba el coche que Frank había alquilado—. Lo he dispuesto todo para sacarlo de aquí por la misma puerta que utilizan los detenidos, así que no corre usted peligro alguno.

Io no tiene miedo —repuso Tony Palomo con voz queda, pero pese a todas las precauciones que había tomado, Judy se preguntó si se fabricarían chalecos antibalas de la talla XS. El lado Lucia del público asistente se resistía a partir, sin duda para asegurarse de que Tony Palomo abandonaba la sala con vida. La facción Coluzzi también iba saliendo muy poco a poco. Marco acompañaba a su madre, mientras que John se quedaba rezagado, sin duda para reunirse con Jimmy el Gordo. Ambos hermanos tenían a Judy en su punto de mira. Si las miradas mataran, habrían acabado los dos esposados.

El juez Maniloff hizo sonar su mazo, esta vez con fuerza, y se dirigió a los presentes en un tono más apremiante que el que había empleado durante la vista:

—Abandonen la sala, por favor. ¡Abandonen la sala de inmediato!

Judy se mantuvo alerta mientras Frank conducía a Tony Palomo hacia la puerta y los guardias se apresuraban a flanquearlos.

—¿Todo bien? —le preguntó a Frank, que esbozó una sonrisa tensa.

—No te preocupes por él, sino por ti —repuso, y volvió la cabeza para mirar hacia el fondo de la sala, donde John Coluzzi seguía apostado junto a Jimmy el Gordo. Un gesto de desafío encendió su mirada torva.

—Todo a punto para marcharnos, señor Lucia —dijo uno de los guardias de seguridad, pero Frank apretó los dientes con rabia.

—No vamos a ir a ninguna parte hasta que ese gilipollas se haya largado y ella esté a salvo.

—Yo estaré perfectamente, Frank-replicó Judy, pero el guardia de seguridad ya estaba mirando en la dirección que señalaban los ojos de Frank.

—Haga el favor de marcharse, señor Coluzzi —ordenó el guardia, levantando la voz—. No querrá causar más problemas.

—¡Eso dígaselo a él! —bramó Coluzzi, y el juez Maniloff volvió a blandir su mazo.

¡Pam! El mazazo sonó contundente.

—¡Márchese de esta sala ahora mismo, señor Coluzzi, o le acusaré de desacato! ¡Alguacil!

El alguacil echó a andar apresuradamente hacia allí, pero otros dos guardias de seguridad se le adelantaron y se encargaron de escoltar a Coluzzi y a Jimmy el Gordo hasta la puerta.

Frank miraba al guardia.

—La acompañará hasta la calle, ¿verdad? —preguntó, refiriéndose a Judy.

—Cómo no —contestó este a regañadientes, pero Judy sabía que lo perdería de vista tan pronto como cruzara la puerta de la sala. No había dejado de mirar hacia atrás desde que había salido de la oficina, y seguiría haciéndolo hasta el día del juicio—. Será mejor que nos pongamos en marcha —le dijo a Frank.

—Vale. —Frank asintió rápidamente y rodeó con un brazo a Tony Palomo—. Te llamaré. Gracias por todo lo que has hecho hoy, y... cuídame esas uñas.

—Grrrr... —Judy se las arregló para esbozar una sonrisa. Mientras los guardias los escoltaban hacia la salida, se preguntó cuándo volvería a verlo.