Capítulo 47

—¿Cómo ha dicho, señorita Carrier? —preguntó el juez Vaughn, intentando disimular su desconcierto.

Se acababa de reanudar el juicio tras la pausa del almuerzo. Hasta las cejas del juez se habían arqueado como signos de interrogación. Tirando de los pliegues de su toga, se encorvó sobre el estrado como si no hubiera escuchado bien a Judy.

—¿Le importaría repetir lo que acaba de decir, letrada?

—La defensa llama a declarar a Anthony Lucia, señoría —repitió Judy, y el juez Vaughn parpadeó, sin salir de su asombro. Solo el decoro le impidió añadir «Eso me había parecido oír».

Santoro, en cambio, no se molestó en ocultar su alegría. Desde la mesa de la acusación, miraba sonriente y atento. Tras el escándalo que había montado Jimmy Bello, aquella noticia pareció rejuvenecerle. Santoro había pasado de los abismos del infierno al séptimo cielo en un abrir y cerrar de ojos. Si tomara falsas notas, seguro que habría escrito «¿Te has vuelto loca de remate?».

Tony Palomo, que estaba sentado al lado de Judy a la mesa de la defensa, se levantó al oír su nombre, y ella lo acompañó hasta el estrado de los testigos, donde se sentó con una mano sobre la Biblia mientras un conserje algo perplejo le tomaba juramento. Judy volvió a la tribuna con la cabeza bien alta, tratando de recuperar un mínimo decoro profesional tras el lloriqueo en la sala de reuniones. Si Tony Palomo estaba decidido a seguir adelante con aquella locura, haría todo lo posible para minimizar las consecuencias de su declaración, por más que el juicio por asesinato se hubiera convertido en un caso de muerte asistida.

Judy se asomó a la tribuna, se aferró a los bordes del mismo y se encontró cara a cara con un hombrecito frágil que parecía un pájaro, encerrado en la jaula que era el estrado de los testigos. Al verlo sintió un nudo en la garganta y recordó el día en que lo había conocido, y lo entrañable que le había parecido. Lo pequeñito que lo había visto. Rezó para que el jurado lo viera del mismo modo. Era casi lo único que tenía Tony Palomo a su favor, y Judy tuvo que volver a reprimir el llanto.

—¿Judy? —susurró Tony Palomo desde el estrado de los testigos, a lo que ella contestó con una risita nerviosa. Hasta el personal del juzgado sonreía.

Solo Judy lo miraba con los ojos arrasados en lágrimas. Nadie le iba a decir que no podía hablar con su abogado desde el estrado. Ahora estaba solo. Su destino dependía de él y de su buena estrella. Este pensamiento le infundió valor, pues creía en la buena estrella de Tony Palomo. Si había alguien en el mundo cuyo pasado podía redimir su futuro, era él. Pero su abogada seguía sin poder contener las lágrimas.

—¿Señorita Carrier? —la llamó el juez Vaughn, apartando la mano de debajo del mentón.

—Lo siento, señoría. —Judy se secó las lágrimas y se mordió los labios para controlar su temblor. ¡Dios! ¡Qué imbécil! ¡Era una abogada! ¡Estaba en una sala de juicio! ¡Pregúntale algo, atontada!—. Señor Lucia, por favor, díganos de dónde es usted —soltó de sopetón, y solo entonces se percató de que era la pregunta más estúpida del mundo.

Tony Palomo se volvió ligeramente hacia el jurado, tan tranquilo como si estuviera charlando en la terraza de un café italiano.

—De Italia —dijo—. Los Abruzzos, Italia. ¿Ustedes conocen Italia? —preguntó, con un acento que aderezaba sus palabras como si llevaran albahaca, y la primera fila del jurado sonrió. Uno de ellos, una maestra entrada en años que estaba sentada delante, incluso asintió. Judy recordó que era italiana, y que tenía familia en los Abruzzos. La mayoría de los italianos de South Philly procedían de dicha región.

Judy se enjugó los ojos con el dorso de la mano. Tenía que controlar sus emociones.

—Y díganos, Tony Palomo... un momento, ¿puedo llamarle Tony Palomo? —se preguntó en voz alta, pero no esperó la respuesta del juez. ¿Por qué no iba a poder hacerlo? Su lema siempre había sido: No pidas permiso, discúlpate después. Tenía que ir fabricando sus propias reglas sobre la marcha. Al fin y al cabo, ya había llamado a testificar a un perito cuyas conclusiones había rebatido. Llevaba algún tiempo pisando terreno resbaladizo.

—Claro —contestó Tony Palomo con una sonrisa de oreja a oreja—. Todo el mundo me llama Tony Palomo —añadió, levantando los ojos hacia el juez Vaughn, que lo escrutaba, parapetado tras sus manos entrelazadas, entre perplejo y divertido, aunque Tony Palomo no se percató de lo uno ni lo otro—. Io tiene palomos. Palomos, ¿sabe? Los míos palomos corren. El Anciano, él vuelve pronto. Io sabe.

—Qué bien —observó el juez Vaughn educadamente, y luego se encorvó hacia Tony Palomo—. Señor Lucia...

—¡Me llamo Tony Palomo! ¡Todo el mundo me llama Tony Palomo! ¡Hasta juez!

El juez Vaughn soltó una carcajada.

—De acuerdo, Tony Palomo. Ha dicho usted que es italiano. ¿Necesita un traductor? Podemos hacer venir uno enseguida.

—No, juez. Io no necesita. Io sabe. Io oye. Io comprende. —Tony Palomo se llevó el dedo índice a la sien y Judy tuvo ganas de taparse la cara con las manos, pero el jurado rompió a reír.

—Tony Palomo —empezó Judy, pero cuando había logrado que le hiciera caso se le fue el santo al cielo. No encontraba el modo de empezar. Entonces recordó las palabras que había pronunciado su cliente en la sala de reuniones. Todo abogado necesita un cliente listo que lo aconseje en los momentos críticos. «Todo Ok, Judy. Io habla y tú sabe. El juez sabe. La gente sabe. Tú pregunta a mí: ¿Cómo tú conoce a Silvana, Tony Palomo?» Judy reformuló la pregunta en términos más inteligibles—: Tony Palomo, por favor explíquenos cómo conoció a su esposa, Silvana.

Tony Palomo tragó saliva, y su nuez se movió arriba y abajo.

Io es joven, pero ya un hombre hecho y derecho. Io va a la carrera. En Mascoli, con los palomos. ¿Ustedes sabe, Mascoli? —Hizo una pausa, y solo cuando uno de los miembros del jurado dijo que no con la cabeza se dignó contestar—: Es ciudad, cerca de Veramo, donde vive Tony Palomo. Mascoli es ciudad grande —añadió abriendo los brazos de par en par, que incluso estirados no medirían más de un metro—. Ciudad rica. No como Veramo. Veramo pequeño, muy pequeño. Solo hay granjeros en Veramo. ¿Ustedes sabe, granjero?

Los ocupantes de la primera fila asintieron con una sonrisa. Sí, sabían granjero. Santoro fruncía el ceño. Judy empezó a tomar notas de verdad en su bloc, mientras se esforzaba por recordar las anécdotas que Tony Palomo le había contado aquel día, y en otras ocasiones: «Primer beso, con tomates. Picnics en el bosque. Primer beso real. Lo del torneo, sea lo que sea».

En el estrado, Tony Palomo decía:

Io ve a Silvana, en un carro, y su pelo... brilla, ¡brilla como sol!

Silvana tiene el pelo marrón claro, suave. Como la tierra, capisce? —Tony Palomo se frotaba las yemas de los dedos como si tuviera un puñado de tierra en las manos—. Es... es... ¡preciosa! ¡Como la tierra ella es hermosa!

Judy se dio cuenta de que en la primera fila del jurado, donde había cinco mujeres un poco mayores, todos escuchaban embelesados a Tony Palomo. Santoro estaba cada vez más ceñudo, y a Judy se le ocurrió que quizá fuera una buena señal que no le gustara nada lo que estaba pasando. Aún quedaba esperanza. Tomó otra nota: «El día que Tony Palomo mató a Angelo Coluzzi».

O quizá no.

Después de tres horas de testimonio directo, a Judy no le quedaba más remedio que preguntar a Tony Palomo por la menos entrañable de sus historias. Hasta entonces todo había salido a pedir de boca, pero eso no tardaría en cambiar. Judy se enderezó y cogió aire antes de proseguir.

—Tony Palomo, volvamos a la mañana del diecisiete de abril, al momento en que usted entró en la habitación de la sede del club que hacía las veces de almacén. ¿Dónde estaba Angelo Coluzzi cuando entró usted en la habitación?

—Cerca de la estantería.

Judy no se molestó en coger el croquis de la sede del club. Estaban más allá de las pruebas, más allá incluso de las leyes.

—¿Sabía usted que el señor Coluzzi estaba en la habitación cuando abrió la puerta?

—No.

—Entonces, ¿le sorprendió encontrarlo allí?

— Certo!

—¿Quiere decir que sí?

—Sí, sí —confirmó Tony Palomo.

Judy reflexionó unos segundos sobre la mejor forma de quitar hierro al asunto.

—Cuando usted abrió la puerta, el señor Coluzzi le dijo algo, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué le dijo?

—Él ríe. Él dice ¡Mira quién viene! ¡Un bufón! ¡Un don nadie! ¡Un cobarde!

Desde el estrado, el juez Vaughn escuchaba atentamente. El personal del juzgado, que por lo general aprovechaba las sesiones para quitarse de encima papeleo, también tenían los cinco sentidos puestos en la declaración de Tony Palomo. Santoro tomaba breves notas. Judy no necesitaba mirar hacia el público para saber cómo se lo estarían tomando unos y otros. Centró su atención en Tony Palomo.

—Por favor, explíquenos por qué le dijo eso.

Tony Palomo se ruborizó.

Io no venga la muerte de Silvana. Io viene a América. Io no hace vendetta.

Judy pensó que aquel podía ser un buen momento para empezar a impartir su cursillo acelerado de cultura italiana. Primera lección: la vendetta.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Un hombre tiene que hacer vendetta. Ojo por ojo.

La maestra del jurado asintió levemente, y Judy supo que tenía al menos un voto a su favor. Con un poco de suerte, quizá la maestra acabara presidiendo el jurado. Rezó para que así fuera. Judy formuló la siguiente pregunta sin dejar de mirar al jurado:

—Tony Palomo, ¿por qué no se vengó usted? ¿Por qué no hizo valer la ley del ojo por ojo?

Io no quiere matar —contestó tras una pausa—. Io no quiere matar a nadie, nunca. —Y, volviéndose hacia el jurado, añadió—: Io cultiva aceitunas en Italia. Tomates, calabacines. Io no quiere matar. Io campesino.

Judy soltó un suspiro de alivio.

—¿Qué hizo usted cuando el señor Coluzzi le llamó cobarde?

Io dice a Coluzzi: ¡Cerdo, canalla! ¡Tú más cobarde que io, porque tú mata mujer indefensa! —Tony Palomo se volvió de nuevo hacia el jurado—. La mía esposa, Silvana —aclaró, aunque no hacía ninguna falta. Judy sabía que el jurado nunca olvidaría su descripción del momento en que encontró a Silvana en el establo, mientras su hijo, que entonces no era más que un niño, contemplaba la escena. Dos de las mujeres sentadas en la primera fila habían llorado sin disimulo al escuchar su relato.

—Y entonces, ¿qué le dijo el señor Coluzzi?

—Él dice: Tú estúpido, tú demasiado tonto para ver que io te destruye, Io mata a tu hijo y a su mujer también. Io los mata en la camioneta, y pronto io mata a Frank, y allora tú no tiene nada. —Tony Palomo se estremeció, y varios de los miembros del jurado reprimieron una exclamación. Los ojos de la maestra se entrecerraron de puro odio abruzzese. Incluso el juez Vaughn se removió en su silla de piel.

—Y entonces, ¿qué ocurrió?

Io está tan cabreado, que dice «Io te mata», y corre y empuja a Ángelo Coluzzi. Io corre rápido. Io no pensa, solo corre, y empuja, empuja con fuerza. ¡Io no puede creer tiene tanta fuerza! Él cae y estantería cae encima, y allora io grita, y todo cae de estantería.

Judy reflexionó sobre algo que hasta entonces se le había pasado por alto.

—Entonces fue usted quien gritó, y no el señor Coluzzi.

—Sí. Y allora todos entra habitación: Tony, Pies, Jimmy el Gordo. Ellos dice «¡Tú rompe cuello Ángelo!», y allora io lo ve.¡É vero, io rompe su cuello!

Judy guardó silencio. Era la muerte, al fin y al cabo, y merecía su momento de protagonismo. De nada serviría pasar de puntillas sobre el tema, y Tony Palomo parecía profundamente acongojado. En el jurado se sucedían las expresiones graves, y varios de sus miembros miraban hacia la primera fila del público. Judy no necesitaba hacerlo para saber que la viuda y los allegados de Coluzzi estarían llorando. Era algo que tenía que asumir.

—Tony Palomo, ¿está usted diciendo, delante de este jurado, que usted rompió el cuello del señor Coluzzi?

—Sí.

—En su opinión, ¿cometió usted asesinato?

Santoro se levantó bruscamente.

—¡Protesto! Señoría, el testigo no es un abogado. No le compite a él decidir si su acción constituye o no asesinato. ¡La pregunta es irrelevante y capciosa!

Judy negó con la cabeza.

—Señoría, el acusado tiene derecho a manifestar cómo interpreta sus propios actos. No se puede decir que su opinión no es pertinente en la causa por la que se le juzga.

El juez Vaughn reflexionó sobre la cuestión, mirando a un abogado y al otro, y luego volvió a mirar a Judy.

—Puede proseguir. Se deniega la protesta.

—Tony Palomo —dijo Judy, mirándolo directamente a los ojos—. ¿Lo que usted hizo es o no asesinato?

—¡No! Es matar. No es asesinar. No es asesinar porque Coluzzi mata a la mía mujer, Silvana, y al mío hijo y a su mujer, Gemma.

Judy miró a los miembros del jurado, pero ninguno parecía haber reaccionado, ni en un sentido ni en otro. No quedaba nada por decir. Se había acabado. Tony Palomo había dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Solo esperaba que la verdad no acabara matándolo. Pero había un pequeño detalle que no acababa de quedarle claro.

—Tony Palomo, le haré una última pregunta. ¿Por qué gritó usted después de haber empujado al señor Coluzzi?

Tony Palomo parpadeó, desconcertado.

Io no sabe —contestó en tono quedo.

Pero Judy sí lo sabía.

—¿No lo sabe?

—No.

Judy decidió pasarlo por alto, de momento.

—No tengo más preguntas. Gracias, Tony Palomo.

Prego, Judy —dijo él, asintiendo con ademán galante, pero esta vez nadie sonrió.

Judy abandonó la tribuna a regañadientes y ocupó su asiento frente a la mesa de la defensa con el corazón en un puño. Había dado lo mejor de sí, al igual que Tony Palomo. No había manera de predecir la reacción del jurado. Todo dependía de cómo le fuera a Tony Palomo en el contrainterrogatorio. Santoro ya se había levantado y avanzaba a grandes zancadas hacia la tribuna, con sus notas en la mano, lleno de la indignación moral que se le suponía a un buen fiscal, con la diferencia de que, en aquella ocasión, hasta Judy debía reconocer que ese sentimiento estaba justificado.

Intentó relajarse en su silla. Solo podía haber algo peor que ayudar a morir a alguien: ver cómo se moría.

A cámara lenta.

Santoro miró a Tony Palomo desde la tribuna como si quisiera fulminarlo.

—Señor Lucia, ¿de veras cree usted que Angelo Coluzzi mató a su esposa?

—Sí. —Tony Palomo se enderezó en su silla, pero aun así apenas llegaba al micrófono.

—¿Lo denunció usted en su momento a las autoridades italianas?

—No. Io no hace nada.

Santoro alzó un dedo en señal de advertencia.

—Limítese a contestar sí o no, señor Lucia. ¿Me ha comprendido?

—Claro. —Tony Palomo asintió y Santoro apretó los dientes.

—Así que la policía italiana no presentó cargo alguno contra Angelo Coluzzi.

—Coluzzi es la policía.

—¡Señor Lucia! —Santoro alzó tanto la voz que Tony Palomo se sobresaltó—. ¡Limítese a contestar sí o no! ¿Me ha comprendido?

Tony Palomo guardaba silencio.

—¿Me ha comprendido? ¡Conteste a la pregunta!

—Sí.

—¿Quiere usted que se le proporcione un traductor? ¡Sí o no, señor Lucia!

—No.

En el estrado, el juez Vaughn se removía en su butaca de piel, y Judy estuvo a punto de protestar, pero se contuvo al ver la reacción del jurado. Algunos de sus miembros se recostaron hacia atrás en sus asientos, lo que Judy interpretó —esperaba que correctamente— como un gesto de distanciamiento de la escena que presenciaban. Si Santoro iba a seguir chillándole a Tony Palomo, quizá no fuera del todo malo que el jurado lo viera. Los que simpatizaban con él tendrían un nuevo motivo para estar de su parte, y los que lo detestaban creerían que por lo menos se llevaba su merecido. Por el bien de Tony Palomo, era mejor que Judy no interviniera, así que no lo hizo.

—Se lo volveré a preguntar, señor Lucia. ¿Verdad que me entiende?

—Sí. —El rostro de Tony Palomo se convirtió en una máscara amarga. Dos grandes paréntesis encerraban unos labios que normalmente parecían hechos para sonreír, y profundas arrugas surcaban su frente, por lo general tan lisa pese a su edad. La actitud intimidatoria del fiscal hizo cambiar el ademán de Tony sobre el estrado. A los ojos de Judy, parecía haber encogido. Tenía los hombros hundidos, la mirada impenetrable y recelosa. Tony Palomo se había amilanado a la primera de cambio, y Judy se preguntó si su actitud no sería una suerte de acto reflejo, algo que había aprendido a la fuerza bajo el régimen fascista.

En cualquier caso, lo único que consiguió fue que Santoro se envalentonara.

—Se lo volveré a preguntar una vez más —dijo en tono severo—. ¿No es verdad que las autoridades italianas dictaminaron que su esposa murió de forma accidental?

—Sí —contestó Tony Palomo, impasible.

—¿No es verdad que estuvieron en su casa e investigaron las circunstancias de su muerte?

—Sí.

—¿Y no es verdad que llegaron a la conclusión de que cayó del palomar?

—Sí.

Santoro cerró los dedos alrededor de la tribuna.

—Han pasado sesenta años desde la muerte de su esposa, ¿no es así?

—Sí.

—¡Y usted la quería mucho!

Tony Palomo pestañeó, desconcertado.

—Sí.

—¡Y creía que era una madre maravillosa!

—Sí.

—Y durante sesenta años, ha odiado usted con todas sus fuerzas a Ángelo Coluzzi por creer que él mató a su esposa, ¿no es así?

—Sí.

—¡Lo ha odiado porque cree que él le arrebató a la que era su esposa y madre de su hijo!

—Sí.

Judy se mordió el labio para no protestar. Santoro propinaba una paliza psicológica a su cliente delante de sus propias narices, y ella no podía hacer nada para impedirlo porque era perfectamente legal. Tony Palomo se venía abajo por momentos. Judy no sabía si su cliente aguantaría aquel pulso mucho más tiempo, pero se veía en la obligación de reprimir su instinto de abogada defensora. Cogió su lápiz para tomar falsas notas, pero no se le ocurrió nada siquiera un poco divertido.

—Señor Lucia, ¿no es verdad que no ha habido un solo día, a lo largo de estos sesenta años, en el que no haya deseado usted matar a Ángelo Coluzzi?

Tony Palomo reflexionó unos instantes.

—Sí.

—¿Creía usted que Ángelo Coluzzi merecía morir?

—Sí.

Santoro se encorvó sobre la tribuna, aferrándose con los dedos a sus bordes de laminado.

—Señor Lucia, volvamos por un momento al presente, si no es demasiado pedir. Respecto al asesinato que nos ocupa, que usted reconoce haber cometido...

—Protesto —dijo Judy, medio incorporándose—. Señoría, hago mías las palabras del señor Santoro: es el jurado, y no el señor Santoro quien debe decidir si la acción de Tony Palomo constituye o no asesinato. Lo importante aquí es lo que piensa Tony Palomo, no lo que piensa el fiscal del distrito.

Santoro abrió mucho los ojos, a todas luces ofendido.

—¡Lo hizo, señoría! ¡Mató con premeditación! ¡El mismo lo ha reconocido!

El juez Vaughn ordenó por señas a ambos abogados que se acercaran al estrado.

—Hagan el favor de acercarse —dijo en tono grave, y los dos abogados obedecieron. El juez se dirigió a Judy, mirándola fijamente con sus penetrantes ojos azules—. Señorita Carrier, voy a aceptar su protesta, de momento, porque su razonamiento es correcto desde el punto de vista legal.

Santoro lanzó un resoplido, pero no se atrevió a interrumpir al juez Vaughn.

—Pero se lo advierto, letrada —prosiguió el juez, apuntándole con el índice como si fuera una pistola—, si lo que pretende es conseguir un veredicto de conciencia, será mejor que se lo piense dos veces. Como se le ocurra sugerir a los miembros de este jurado, ya sea en forma de pregunta, protesta o en su alegato final, que no se atengan a la ley para emitir un veredicto, le acusaré de desacato, disolveré el jurado y declararé el proceso nulo. Así que vaya con mucho cuidado. Por su propio bien y por el de su cliente.

—Sí, señor. —Lo último que quería Judy era que el juicio se declarara nulo. Tony Palomo no podría pasar otra vez aquello—. Gracias.

—Gracias —dijo Santoro rápidamente, y volvió a la tribuna mientras Judy se encaminaba a la mesa de la defensa. La corta distancia que la separaba de la mesa se le antojó infinita. Le flaqueaban las rodillas. Se tambaleaba sobre los tacones de sus zapatos de salón. ¿Habría alguien desplazando la mesa mientras ella estaba de espaldas? Tomó asiento y apartó su bloc de notas. Tenía que haberlo previsto. Nunca debía haber consentido que Tony Palomo subiera a declarar.

Santoro se aclaró la garganta.

—Señor Lucia, por favor, conteste a las siguientes preguntas con un sí o un no, como antes. ¿Me ha comprendido?

—Sí.

—Veamos, ¿no es verdad que el diecisiete de abril del año en curso acudió usted al club colombófilo y entró en la habitación que da a la parte de atrás del edificio?

—Sí.

—¿Y no es verdad que se abalanzó usted sobre Ángelo Coluzzi, lo cogió por los hombros y lo sacudió con tal violencia que le rompió el cuello, separándolo de los hombros?

—Sí.

Santoro fue más allá.

—¿Y no es verdad que cuando lo embistió su intención era matarlo?

—Sí.

—¡Sabía que iba a matarlo!

—Sí.

—¡Quería matarlo!

—Sí.

—¡Deseaba poder matarlo!

—Sí.

—¡Llevaba sesenta años deseando matarlo!

—Sí.

De pronto, Santoro enmudeció. En la sala reinaba un silencio sepulcral. Judy, el juez y el jurado esperaban ansiosamente la siguiente pregunta.

—Bien, pues lo consiguió —concluyó Santoro en un tono apenas audible.

Judy se incorporó para protestar, pero cambió de idea en el último momento. Habría parecido cruel por su parte. No obstante, terminó de incorporarse y se dirigió a la tribuna. Si Santoro había terminado, había llegado su turno.

El juez Vaughn parecía absorto en sus pensamientos, como todos los demás. Al igual que ellos, sin duda habría imaginado la horrible escena que había tenido lugar en aquella habitación, y ahora miraba a Tony Palomo con una nueva severidad.

—Señor Santoro, ¿tiene más preguntas? —preguntó en tono expeditivo.

—No, señoría —contestó Santoro.

—La defensa solo hará una pregunta, señoría —anunció Judy.

—Bien —replicó el juez Vaughn en tono grave, algo que Judy interpretó como una mala señal. El interrogatorio de Santoro había hecho mella en todos los presentes. Había logrado resaltar la peor faceta de Tony Palomo. El jurado parecía tenso e incómodo. Judy no podía aspirar a devolverles la imagen del ancianito entrañable que su cliente les había transmitido en la primera parte de su declaración. Solo podía hacer una cosa, conseguir que Tony Palomo dijera algo fundamental, pero no sabía si podría arrancárselo.

Judy se aclaró la garganta.

—Tony Palomo, le voy a hacer una sola pregunta.

Desde el estrado, Tony Palomo levantó el mentón, pero su mirada seguía perdida.

—Tony Palomo, ¿lamenta usted la muerte de Angelo Coluzzi?

El interpelado respiró con normalidad, y su pecho cóncavo se alzó una vez, luego dos, mientras sus labios dibujaban una línea delgada y tensa. Pestañeó una vez, luego dos.

—Sí, io lamenta —dijo en voz baja.

Judy dejó que sus palabras flotaran en el aire durante unos segundos, tal como había hecho con la muerte de Ángelo Coluzzi, y miró a Tony Palomo a los ojos. Le sostuvo la mirada unos instantes, reteniendo su imagen en aquel momento, recordando el día en que se había emocionado en la sala, y los ojos del anciano volvieron a empañarse, dejando traslucir un arrepentimiento lo bastante contenido para resultar creíble.

—No tengo más preguntas, señoría —dijo al cabo, y volvió a la mesa de la defensa.

No bien había terminado de hablar, Santoro ya avanzaba a grandes zancadas hacia la tribuna.

—Yo también tengo una sola pregunta, señoría —dijo, pero no esperó a que el juez Vaughn le diera permiso para proseguir. Se asomó a la tribuna y miró fijamente al estrado de los testigos.

—Señor Lucia, ¿lamenta usted haber matado a Ángelo Coluzzi?

Tony Palomo tardó un solo segundo en contestar.

—No.

—Gracias —dijo Santoro rápidamente, y volvió a su mesa.

Judy miró hacia el jurado. Una de las mujeres que ocupaban la última fila parecía consternada, mientras que el hombre sentado a su lado fruncía el ceño en un gesto de aturdimiento. Judy pensó en volver a la tribuna para paliar el daño que había hecho aquella última intervención de su cliente, pero sabía que él se limitaría a decir la verdad: lamentaba la muerte de Ángelo Coluzzi, pero no lamentaba haberlo matado. ¿Quién ha dicho que la verdad, por más prosaica que sea, es algo sencillo de entender, o que el comportamiento humano se pueda separar en bueno y malo, blanco y negro? Aquella reflexión le dio una idea.

—¿Señorita Carrier? —preguntó el juez Vaughn, arqueando una ceja con gesto interrogante, pero Judy no había tomado aún una decisión y se limitó a erguir la cabeza con un aplomo que estaba lejos de sentir.

—La defensa da por finalizado su alegato, señoría —dijo al fin.

Aquellas fueron las palabras más difíciles que había pronunciado en su vida, y en cierto sentido encerraban una mentira, porque ya estaba urdiendo otro plan.