Capítulo 1

La mañana en que mató a Angelo Coluzzi, Tony Lucia llegaba tarde para dar de comer a sus palomas. Desde que se dedicaba a la cría de palomas —la mayor parte de sus setenta y nueve años de vida—, jamás se había retrasado, y aquel día las palomas empezaron a protestar en el instante mismo en que abrió la puerta mosquitera. Abandonando sus perchas, graznando y zureando, echaron a volar en medio de una gran agitación en el interior de las pajareras, golpeando la malla metálica con sus alas y haciendo circular el aire en el diminuto palomar. El día había amanecido despejado sobre la ciudad y el viento de marzo soplaba con fuerza, lo que no contribuía a mejorar las cosas. Las palomas se morían por alzar el vuelo.

Tony trató de apaciguarlas con un gesto de su mano apergaminada, pero sin demasiado empeño. Las palomas tenían derecho a sus malos modales, y él era un hombre tolerante. Con que supieran volar de vuelta a casa, tenía bastante. Eran palomos de carrera, todos y cada uno de los treinta y siete ejemplares de su palomar, y la suya no era una tarea fácil. Debían volar a un sitio en el que nunca habían estado, cubrir una distancia que en algunas competiciones alcanzaba los quinientos o seiscientos cincuenta kilómetros y luego hallar el camino de regreso a casa por cielos que nunca antes habían surcado, sobrevolando ciudades y campos que jamás habían visto y que no podían conocer, para regresar sin más auxilio que sus alas y su sentido de la orientación a un diminuto punto del sur de Filadelfia, todo ello sin ni siquiera parar para felicitarse por tan increíble proeza, algo que el hombre ni tan solo ha logrado explicar, y mucho menos igualar.

Eran muchos los errores que podía cometer una paloma: planear en círculos durante demasiado tiempo, como si estuviera de paseo o en una sesión de entrenamiento; distraerse por el camino, verse zarandeada por una tormenta imprevista, o, peor aún, simplemente dejarse vencer por el cansancio y perder el rumbo. Se contaban por miles los factores que podían desembocar en la pérdida de un precioso ejemplar, y la carrera no se podía dar por ganada ni siquiera después de que llegara el primer palomo sano y salvo. Muchas carreras se habían perdido por la lentitud de un palomo a la hora de introducirse en su pajarera, porque era el primero en alcanzar su palomar pero se detenía en el tejado y se entretenía de camino a la pajarera, de modo que su dueño no podía quitarle el anillo de la pata ni parar el cronómetro antes que el dueño de otra paloma menos parsimoniosa.

Pero las aves de Tony se introducían como flechas en sus pajareras. Las criaba para que fueran las más veloces, las más inteligentes y las más valientes, a lo largo de seis e incluso siete generaciones, y con el tiempo aquellas aves se habían convertido en el centro de su existencia. No era, desde luego, una actividad apta para impacientes. Tony tardaba años, incluso décadas, en ver el fruto de sus esfuerzos, y solo recientemente había logrado la mejor marca en las competiciones que organizaba la sociedad colombófila a la que pertenecía.

De pronto, la puerta mosquitera se abrió de golpe, empujada por una ráfaga de viento, sobresaltando a Tony y a las diecisiete palomas de la primera pajarera grande, blancas como armiños, que empezaron a aletear con gran estrépito entre graznidos y chillidos. Era como si se hubiera desatado una tormenta de nieve en el interior de la pajarera. Tony se apresuró a cerrar la puerta del palomar, recriminándose el descuido. En circunstancias normales, habría corrido el pestillo de la puerta mosquitera nada más entrar —la vieja puerta se había combado debido a la humedad y no cerraba sin ayuda del pestillo—, pero aquella mañana tenía la mente en otra parte, más concretamente en Angelo Coluzzi.

Poco a poco, las palomas blancas volvieron a sus perchas, pequeñas cajas de contrachapado que cubrían las paredes de las pajareras, pero con el pánico se desplazaron unas a otras, violando la división territorial a la que estaban acostumbradas y trastocando por completo el orden jerárquico, lo que dio pie a un nuevo alboroto.

Mi dispiace —susurró Tony a las aves blancas, «lo siento». Aunque entendía el inglés, prefería el italiano. Igual que las palomas, o eso creía.

Contempló los pichones blancos, en verdad palomas, que tan hermosos le parecían. Grandes y lozanos, sus plumas eran de un blanco tan puro que Tony se maravillaba de que solo Dios pudiera conseguir aquel color. Su plumaje nacarado contrastaba con la insondable oscuridad de sus ojos redondos, que parecían negros pero en realidad eran de un rojo muy profundo, denso como la sangre. A Tony le gustaban incluso sus cómicas patas de ave, con aquellas extrañas escamas rojas y el solitario dedo posterior, provisto de una garra tan negra como lo parecían sus ojos. Y se convencía a sí mismo de que las palomas eran más dóciles, más civilizadas que otras aves, como si fueran conscientes de lo especiales que eran.

El motivo secreto de tan elevada consideración hacia las palomas era el amor que les profesaba su hijo, que había convencido a Tony para que dejara de soltarlas en las bodas a cambio de ciento cincuenta dólares. Tony se había embarcado en este negocio pensando que le daría un buen dinero extra. ¿Por qué no aprovechar y sacar algo de dinero para costear las semillas y medicinas, además de mantener a las aves en forma para cuando empezara la temporada de competición? Además, Tony se sentía feliz contemplando a las novias, cuyos rostros se iluminaban ante la visión de una bandada de palomas alzando el vuelo a la salida de la iglesia, ahora que estaba prohibido lanzar arroz. Se acordaba del día de su boda, menos fastuosa, aunque tales minucias carecían de importancia siempre y cuando hubiera amor.

Pero su hijo aborrecía la idea desde el principio.

—No son monos de feria —había dicho Frank—, sino atletas.

Tony había dado su brazo a torcer.

Mi dispiace —susurró de nuevo, esta vez dirigiéndose a su hijo. Pero no podía pensar en Frank en aquel momento. Eso le habría resultado demasiado doloroso, y tenía que alimentar a las palomas.

Avanzó arrastrando los pies por el angosto pasillo, y sus viejas zapatillas de deporte, con las suelas desgastadas por el uso, rechinaron sobre la lechada que cubría el suelo de contrachapado. A diferencia de la puerta mosquitera, el pavimento había resistido bien al paso del tiempo. Tony había levantado aquel palomar con sus propias manos poco después de llegar a Estados Unidos desde sus Abruzzos natales, sesenta años atrás.

La construcción medía nueve metros de largo y tenía una sola puerta centrada que daba a un estrecho pasillo, el cual a su vez cruzaba el palomar de punta a punta. Este ocupaba todo el patio trasero de Tony, como si fuera un enorme ponedero. A uno y otro lado del pasillo descansaban tres grandes gallineros de malla metálica repletos de perchas, más allá de los cuales había un cuartucho abarrotado que hacía las veces de almacén, donde las semillas se mantenían a salvo de las ratas en el interior de un cubo de hojalata, junto a la estantería donde se alineaban los antibióticos, el espray anti piojos, las vitaminas y otros productos, todos sin etiqueta, en estantes blancos e impolutos.

Tony estaba orgulloso de la pulcritud de su palomar. Limpiaba el polvo de los antepechos de las ventanas, limpiaba los cristales con un líquido específico de intenso color azul y fregaba el suelo de las pajareras no una, sino dos veces al día. La higiene era importante para la salud de sus aves. Todos los años por primavera, antes de que empezara la temporada de competición, enjalbegaba el interior del palomar. Lo había hecho la semana anterior, y el familiar olor a cal, unido al resplandor de la lechada, le había devuelto con una punzada de dolor el recuerdo del betún blanco con el que solía cubrir las rozaduras de los zapatos de Frank cuando este era poco más que un bebé y apenas sabía caminar. Ya no la fabricaban, pero Tony recordaba perfectamente aquella crema para calzado. Solía aplicarla a los rígidos zapatitos de Frank con una esponja que venía acoplada a la tapa, como una borla blanca de semillas de diente de león. Goteaba un poco, pero funcionaba bastante bien.

Tony movió la cabeza con gesto melancólico, recordando el olor calizo, que aspiró profundamente como si se tratara de la fragancia de una rosa. En el rótulo de papel azul del envase de crema para calzado había una pequeña fotografía circular de un bebé rubio de ojos azules que nada tenía que ver con el pequeño Frank, con sus rizos negro azabache y sus grandes ojos marrones. Pero, por absurdo que pareciera, Tony tenía la sensación de que, si aplicaba aquel aguachirle blanquecino en los zapatitos de Frank, su hijo tendría el mismo aspecto que todos los bebés estadounidenses y llegaría a ser uno de ellos, aunque tuviera el pelo negro y fuera huérfano de madre. Y cuando se cumplió su sueño, y Frank se convirtió en un ciudadano de pleno derecho del país en que había crecido, Tony seguía aferrándose supersticiosamente a la idea de que quizá la crema para calzado había tenido algo que ver.

Debía dejar de pensar en su hijo, aunque no podía evitarlo, o por lo menos no aquella mañana, así que intentó concentrarse en la primera pajarera y en evaluar con su vista mermada el estado de las palomas, que se habían vuelto a posar en sus perchas y se iban tranquilizando. Tenían buen aspecto, no parecía que hubiera habido grandes peleas durante la noche. A Tony le preocupaban las peleas. Las palomas eran muy celosas de su territorio, siempre se estaban liando a picotazos por cualquier tontería, y las blancas solían llevarse la peor parte, lo que le disgustaba sobremanera porque quería verlas siempre sanas y hermosas. Por Frank.

Tony enfiló el pasillo con su andar cansino hasta la segunda y la tercera pajarera, que contenían palomos de plumaje colorido, en su mayoría Meulemans con plumas de un marrón rojizo y Janssens. Había otras razas de color gris y marrón, y luego estaban las más comunes, que tenían un tono apizarrado y los ojos por lo general del mismo marrón oscuro. A Tony también le gustaban las razas de plumaje multicolor, en cuya vulgaridad se veía reflejado. No era un hombre llamativo, no era un braggadocio. No era altivo como otros hombres, que se comportaban como gallitos, y eso había sido su ruina; pero ahora ya no tenía importancia. Había dejado de tenerla mucho tiempo atrás, sesenta años atrás, para ser exactos.

Absorto en sus pensamientos, Tony miraba a los Janssens zureando y revolviéndose en su jaula, pero en verdad no los veía. Esta raza debía su nombre a la familia que la había criado, al igual que ocurría con los nombres de las otras razas. Tony siempre había albergado el sueño de llegar a producir su propia estirpe de palomas, pero había decidido no ponerle su nombre, sino el de otra persona. Nunca tuvo ocasión de hacerlo. Muchas de las mejores aves para cría venían de Bélgica y Francia. Los pichones italianos también daban buenos mensajeros, pero Tony no quería tener demasiado que ver con ellos, sobre todo con los llamados pichones Mussolini. Nadie que hubiera vivido bajo la dictadura del Duce querría saber nada de las palomas Mussolini. Chi ha poca vergogna, tutto il mondo é suo: «Qué desfachatez, se cree que el mundo entero le pertenece». ¡Palomas Mussolini!

Tony era un hombre de otros tiempos, al igual que sus recuerdos. Sintió ganas de escupir en el suelo, pero no quería ensuciarlo, así que se limitó a esperar que el temblor y la ira lo abandonaran, dejando a su paso un sabor a hiel en la boca. Abatido, inspeccionó sin demasiado afán a los Meulemans, que también parecían estar en forma. Él era el único que había tenido una mala mañana. Una mañana para olvidar. La peor que había tenido en mucho tiempo, pero no la peor de su vida. La peor mañana de su vida había sido sesenta años atrás. Aquella mañana, tan lejana en el tiempo, y la presente. Tony había supuesto que se sentiría mejor después de hacerlo, pero no era así. Muy al contrario, se sentía peor. Había atentado contra Dios. Sabía que lo juzgarían por ello en el cielo, y estaba preparado para aceptar el castigo.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por los sonoros arrullos de los Meulemans, que reclamaban así su comida, y los ojos oscuros de Tony se posaron, como siempre, en su paloma preferida, un macho Meuleman al que llamaba «el Anciano». El Anciano y Tony llevaban juntos dieciocho años. Era el más longevo de sus palomos, y cuando lo miraba no sabía decir con seguridad quién era el Anciano, si el pájaro o él. El Anciano zureaba tranquilamente en su percha del rincón, en la segunda pajarera, su cabeza altiva como de costumbre, los ojos vivos y atentos, el ancho pecho trazando una curva todavía robusta que le tapaba las patas. Tony recordó el día en que lo había visto salir del cascarón, a primera vista un pichón pardusco sin ninguna característica especial, a excepción de una marca de nacimiento en el ojo. Fuera la marca de nacimiento o la mirada del palomo, lo cierto es que algo en los ojos del Anciano le hizo presentir que aquel palomo sería el más rápido e inteligente de su palomar. Y en efecto, había sido el mejor.

Come sta? —preguntó Tony al Anciano. Pero el Anciano sabía exactamente lo que quería decir, y no era un mero «¿cómo estás?».

Entonces el Anciano miró al otro anciano largamente. Tony no podía evitar la sensación de que el viejo palomo sabía lo que él había hecho aquella mañana, algo tan importante como para que Tony se retrasara en dar de comer a sus palomas. El Anciano sabía por qué Tony había tenido que hacer lo que había hecho, incluso después de tanto tiempo. Y Tony sabía que contaba con la aprobación del Anciano.

Fue entonces cuando Tony oyó a los coches frenando frente a su casa y en el callejón que quedaba justo por detrás del palomar, al otro lado del muro de hormigón. Los sonoros portazos que se solaparon a continuación indicaron a Tony que eran coches patrulla.

Los había estado esperando.

Pero las palomas se sobresaltaron con aquel repentino estrépito y empezaron a aletear en sus pajareras, y aunque Tony sabía que la policía estaba al llegar, sintió que se le erizaba el vello de la nuca, como solía ocurrirle mucho tiempo atrás. Se quedó inmóvil junto a las pajareras mientras los policías vociferaban palabras en inglés que no se molestó en traducir, aunque podía hacerlo. Luego tiraron abajo la vieja puerta de madera que se recortaba en el muro del patio trasero. Uno, dos, tres empujones bastaron para que la puerta se astillara y cediera bajo la presión de los hombros de los policías, que irrumpieron en el huerto pisando la albahaca y los tomates que Tony había plantado.

Venían a por él.

Tony no huyó. No lo habría hecho de todos modos, pero entonces recordó que aún no había dado de comer a sus palomas. Tendría que darse prisa para hacerlo antes de que la policía se lo llevara. Echó a andar hacia la despensa, y por el camino vislumbró a varios policías desenfundando sus negras pistolas en silencio, dándose instrucciones unos a otros por señas, y a dos de ellos colándose en su casa por la puerta de atrás, como los cobardes que eran, hombrecillos insignificantes que se ocultaban tras sus camisas negras y sus relucientes placas.

Tony sintió que se le revolvían las entrañas y le sorprendió comprobar que el odio más profundo pudiera anidar durante tantos años en el interior de un hombre y quemar como el fuego sin llegar jamás a consumirse.

Conviviendo con una absoluta tranquilidad de espíritu y el amor más profundo.