Capítulo 17

—No pretenderás que deje mi coche en este barrio —dijo Judy. No había contado con aquel detalle. Su pequeño escarabajo parecía hacerle señas desde el lugar donde lo había aparcado. Fahrvergnügen, le decía, que según había sabido significaba «elevadas cuotas mensuales» en alemán.

—¡Venga, venga, venga! Judy, métete en la camioneta. —Frank aupó a su abuelo hasta el asiento trasero de su gran F-250 sin dejar de mirar hacia el final de la calle—. El hombre de Coluzzi llamó por el móvil hace dos minutos y acaba de venir a recogerlo un Cadillac negro. Apuesto que Coluzzi está a punto de llegar.

Judy también miró hacia el final de la calle. No había nada a la vista, excepto un rechoncho autobús de la SEPTA. El cielo empezaba a llenarse de nubarrones grises, y pasó una joven fumando y empujando apresuradamente un cochecito a cuadros.

—Vale, pero ¿por qué no puedo coger mi coche?

—Quiero tenerte cerca. Súbete a la camioneta. —Frank se volvió hacia ella y la cogió del brazo. La asía con fuerza, el gesto preocupado—. Volveremos por el maldito coche.

—¿Me lo prometes?

—No —contestó Frank, y sin previo aviso levantó a Judy por la cintura y la sentó en el asiento delantero de la camioneta antes de que olla pudiera abrir la boca para protestar—. ¿Hay algo más que quieras saber? —preguntó, pero Judy dedujo que se trataba de una pregunta retórica, ya que se fue dando un portazo, dejándola allí sentada, ligeramente atónita. Nadie la había levantado en volandas hasta entonces. No sabía que se pudiera hacer. Por un lado le gustó. Por el otro lo detestó.

—Es un poco mandón, ¿verdad? —dijo Judy con una risita de vergüenza, y desde el asiento trasero Tony Palomo respondió con una risa socarrona.

—Tú le gustas al mío Frankie —le confió, y Judy no pudo evitar ruborizarse, al tiempo que se preguntaba si sería verdad y se sorprendía de que le importara lo bastante para preguntárselo.

Frank se sentó al volante, metió la llave en el contacto y pisó el acelerador.

—Larguémonos de aquí —dijo, y el enorme motor se despertó con un rugido. Arrancaron a toda velocidad, y los anchos neumáticos de la camioneta chirriaron sobre la calzada.

Judy seguía notando el rostro encendido cuando se le ocurrió echar un vistazo por el gran espejo situado a la derecha de su ventanilla. El autobús de la SEPTA había desaparecido de la vista.

—No viene nadie detrás.

Frank miró por el espejo retrovisor.

—No lances las campanas al vuelo —repuso y, mirando por encima del hombro, añadió—: Nonno, haga el favor de tumbarse.

—¿Aquí? —preguntó Tony Palomo, mirando el asiento.

—Usted solo hágalo, ¿vale? Judy, tú también —ordenó. Un destello iluminaba los ojos de Frank cuando doblaron la esquina a toda velocidad y fueron dejando atrás, una tras otra, decenas de casas adosadas. Los peatones se volvían para mirarlos, sobresaltados. Una mujer que paseaba a su caniche agitó un puño en el aire a su paso. Frank asía el volante con fuerza y controlaba el vehículo con férrea determinación. En la caja de la camioneta, las piedras rodaban estrepitosamente de un lado a otro—. ¿Queréis agacharos de una maldita vez?

Tony Palomo obedeció en silencio, pero Judy jamás obedecía órdenes, ni en silencio ni de ninguna otra forma. Se aferró al asidero de su puerta para no caerse del asiento mientras la camioneta derrapaba al tomar la curva. Empezaba a pensar que los italianos no deberían tener carnet de conducir. Dentro de poco también querrían votar.

—¡Cuidado, Frank! ¿No crees que estas exagerando un poco?

—¡Agáchate! —ordenó a voz en grito, y en ese preciso instante un ensordecedor estallido retumbó a sus espaldas.

Judy se sobresaltó. ¿Podía haber sido un disparo? No, no era posible. No a plena luz del día.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó, volviéndose hacia atrás en un acto reflejo.

Un sedán negro venía pisándoles los talones, y había un hombre colgado de la ventanilla del pasajero, empuñando una pistola. Santo Dios. Todo el cuerpo de Judy se tensó de miedo. ¿De dónde había salido aquel coche?

¡Pam! Otro disparo rasgó el aire, más sonoro que el primero. En la calle, los peatones se apartaban arrojándose a las aceras.

—¡Agáchate! —gritó Frank y, sin esperar a que Judy reaccionara, la obligó a agachar la cabeza con una mano y mantuvo la presión sobre su nuca. La camioneta circulaba a demasiada velocidad—. !Nonno, no te levantes! ¡Nos están disparando!

—¿Que nos están disparando? —preguntó Judy perpleja, pero la laida ahogó su voz. No podía creerlo. La adrenalina empezó a circular por sus venas a toda velocidad. No tenía ni idea de dónde estaba el cinturón de seguridad. Aquello era un intento de homicidio en toda regla. Debería llamar a la policía. Llevaba el móvil en la mochila, rebotando junto a sus pies en el suelo enmoquetado de la camioneta. La cogió con una mano temblorosa.

¡Pam! Otro disparo, esta vez más cercano. El estallido la sacudió por dentro, paralizando sus sentidos. La mochila resbaló de sus manos cuando la camioneta tomó otra curva a una velocidad vertiginosa, escorándose peligrosamente. Su corazón latía desbocado. En la calle, la gente chillaba y los maldecía a gritos.

—¡Mierda! ¡No puedo despistar a estos cabrones! —dijo Frank entre dientes—. ¡Agarraos! —gritó, y con un volantazo giró repentinamente a la derecha. Los neumáticos chirriaban, las piedras golpeaban el chasis de la caja. Con un viraje brusco, la camioneta contornó la siguiente esquina.

Judy se vio arrojada contra el costado de Frank y no tuvo más remedio que incorporarse. Se apoyó en el panel de control del vehículo. En su desesperada carrera hacia delante, la camioneta rozó una fila de coches aparcados. Las chispas saltaban al otro lado de la ventanilla como los coletazos de un petardo.

Judy miró hacia atrás en busca del coche negro. Estaba a tan solo una manzana de distancia, lo bastante cerca para un disparo certero.

—¡Noooo! —se oyó chillar a sí misma. Se giró hacia delante bruscamente. La camioneta avanzaba a todo gas en dirección a un cruce. El semáforo estaba rojo y un camión de la empresa de mudanzas Mayflower sacaba el morro en la intersección. En menos de un minuto, quedarían atrapados entre el camión y los Coluzzi. Morirían acribillados a balazos, a menos que pudieran adelantarse al camión. En una fracción de segundo, Judy leyó el pensamiento de Frank.

—¡Hazlo! —chilló, y Frank pisó a fondo el acelerador.

La camioneta saltó hacia delante como un toro enfurecido y salió disparada hacia el cruce. Frank rodeó el cuerpo de Judy con un brazo, sujetándola hacia atrás como lo haría un cinturón de seguridad.

—Ya te tengo —dijo, pero sus palabras quedaron ahogadas por el atronador rugido del claxon del camión, que más parecía la sirena de un barco.

La camioneta avanzaba como una flecha hacia el camión, que ocupaba casi todo el cruce. Judy estaba lo bastante cerca para ver la cara horrorizada del conductor mientras intentaba detener el vehículo, entre el estridente rechinar de los frenos y el humo de los neumáticos sobre el asfalto. Llevaba demasiada velocidad para frenar de golpe. El hueco se iba estrechando. No podrían pasar. Judy contuvo la respiración.

Frank dio un volantazo y la camioneta se desvió con una violenta sacudida, esquivando por los pelos el monstruoso capó del camión. Superado el escollo, Frank perdió momentáneamente el control del vehículo, que se subió al bordillo y dio unos cuantos bandazos. Intentó recuperar el buen rumbo con un nuevo golpe de volante y Judy se aferró instintivamente a su brazo. La camioneta fue a estrellarse contra los coches aparcados al otro lado de la estrecha calle.

—¡Mierda! —Frank giró el volante, recuperó el control de la camioneta y salió disparado calle abajo. La vía de acceso a la autopista quedaba justo delante. Pisó el acelerador.

Judy casi gritó de felicidad. ¡Lo habían logrado! Desde el otro lado del camión se oyó un patinazo de neumáticos, seguido de un estrépito de metal abollado. Judy miró hacia atrás. El camión de mudanzas bloqueaba completamente el paso, pero su conductor se movía ileso en la cabina. ¿Qué habría pasado con los Coluzzi? ¿Estarían muertos? Judy deseó que sí. Eran unos asesinos.

—¡Lo hemos conseguido! —gritó Frank mientras avanzaba calle abajo sin levantar el pie del acelerador, se saltaba otro semáforo en rojo, cogía la vía de acceso a la autopista y enfilaba a todo gas el carril de la izquierda, dejando atrás la ciudad. Conducía con un ojo puesto en el espejo retrovisor y de cuando en cuando se reviraba en su asiento para comprobar que nadie les seguía.

Nonno, ¿va todo bien ahí atrás?

_¡Sí, sí! —chilló Tony Palomo desde el asiento trasero, y ambos se echaron a reír.

—¡Estupendo! —Frank miró de nuevo por el espejo retrovisor y luego se volvió hacia Judy. Sus ojos marrones brillaban de emoción, y sus labios se abrieron en una sonrisa—. Y tú, ¿qué tal?

—Estoy viva —dijo, y era una sensación maravillosa. Un tremendo alivio que se iba expandiendo por todo su cuerpo. Su respiración se fue desacelerando y su presión arterial volvió a los niveles normales para un abogado. Quería llamar a la policía cuanto antes. Frank aún le ceñía el costado y no parecía interesado en retirar el brazo, ahora que el peligro había pasado. Era una sensación agradable—. ¿Piensas quitar el brazo de ahí? —preguntó con una sonrisa.

—No, a menos que tú me lo digas.

—Ya, ¿y desde cuándo me haces caso?

Frank se echó a reír.

La camioneta se alejó de la ciudad bajo un cielo encapotado, preludio de una noche oscura y bochornosa. Tony Palomo dormitaba en el pequeño asiento de atrás, que parecía hecho a medida para él, y Frank seguía conduciendo con el brazo derecho sobre los hombros de Judy, que sentía una deliciosa sensación de calidez a lo largo de su costado izquierdo. No recordaba la última vez que se había sentido así, cuando el simple roce de otra piel le producía un cosquilleo, pero estaba segura de que nunca había conocido a un hombre como Frank. Solo se liberó de su abrazo para sacar el móvil de la mochila y llamar a la policía.

Esta vez Judy no llamó al 911, sino directamente al inspector Wilkins, ya que este había cometido el error de darle su tarjeta. Por suerte para ella, Wilkins estaba en su despacho.

—Inspector —empezó—, quiero denunciar una tentativa de homicidio. Contra mi cliente, su nieto y una abogada a la que tengo en gran estima.

—Estamos en ello —dijo sin inmutarse—. ¿Ha sido en South Philly, no?

—Sí. Salíamos de la escena del crimen y los Coluzzi nos persiguieron a lo largo de varias manzanas. Concretamente, creemos que era John y un hombre llamado Jimmy Bello, que solía trabajar para su padre. Nos han disparado tres veces. Han intentado matarnos.

—Hemos confiscado el vehículo, que se empotró contra un camión. Está destrozado. Por desgracia, no hemos podido coger a los agresores. ¿Cómo sabe que era John Coluzzi? ¿Le vio la cara?

—Espere un momento. ¿Me está diciendo que han huido? —Judy movió la cabeza en señal de incredulidad, y Frank la miró desde el asiento del conductor. Los muros de hormigón de la autopista se convertían en un borroso telón de fondo, oscurecido por la lluvia que había caído antes—. ¿Cómo han podido escapar?

—Ya lo estamos investigando. Nos pusimos en marcha rápidamente en cuanto nos llamaron. Los vecinos llamaron al novecientos once, la centralita registró once llamadas y no habían pasado ni cinco minutos desde el momento de la colisión cuando llegamos al lugar del accidente. Los agresores ya habían huido.

Judy frunció el ceño. El paisaje pasaba velozmente. Frank parecía molesto. Hacía tiempo que había retirado el brazo. Judy veía venir la que sería su segunda discusión, pero no podía rendirse.

—Por lo menos sabrán ustedes a nombre de quién estaba matriculado el coche. Pueden comprobarlo y arrestar a Coluzzi, ¿no? O por lo menos a Bello.

—No se precipite. Era un coche robado, propiedad de un rabino de Melrose Park. Se lo birlaron hace tres meses. ¿Por qué insiste en afirmar que era John Coluzzi? ¿Puede identificarlo?

—Los he visto con mis propios ojos —afirmó Judy, recordando la imagen del hombre asomado a la ventanilla del pasajero con un arma en la mano—. Por lo menos a uno de ellos.

—¿Era John Coluzzi?

Judy cerró los ojos mientras la camioneta tragaba kilómetros y kilómetros de autopista. No podía recordar nada más. Solo había visto a John Coluzzi una vez, en el juzgado. ¡Todo había pasado tan deprisa!

—No estoy segura, todavía no. Pero sí le puedo asegurar que he visto a un hombre blanco, con pelo.

—¿De qué color era el pelo? —preguntó el inspector Wilkins.

—Marrón.

—¿Algo más?

Judy se esforzó por recordar.

—No —hubo de admitir—. ¿Nadie vio cómo escapaban?

—De momento, lo único que sabemos es que eran dos hombres de raza blanca, uno de ellos bastante corpulento, pero todavía no tenemos ningún sospechoso. Hay varios agentes inspeccionando el barrio.

—¿Me está diciendo que nadie sabe nada? ¿De verdad se lo ha tragado, inspector?

—¿Qué quiere que le haga, señorita Carrier? Hacemos todo lo que podemos. Son delitos graves y les dedicaremos la debida atención. La llamaremos en cuanto tengamos localizados a los sospechosos. —El inspector Wilkins no sonaba indiferente, y Judy suavizó su tono de voz. Él no era el enemigo. La policía estaba de parte de los ciudadanos, ¿verdad? Se volvió hacia Frank.

—¿Podrías identificarlos? ¿Has visto algo? —le preguntó.

—Claro. Pásame el teléfono. —Frank cogió el móvil de Judy, que en su mano parecía de juguete—. Detective, ahí va la descripción de los agresores, ¿tiene un boli a mano? —Frank hizo una breve pausa—. Los que disparaban eran John Coluzzi y su hombre de confianza, Jimmy Bello, porque Marco no tiene huevos para hacer algo así. Si hace una visita a John, verá a un par de tíos con un aspecto todavía más siniestro de lo habitual; esos son los malos. —Frank devolvió el teléfono a Judy con una sonrisa—. Gracias, letrada.

Judy cogió el teléfono pero no acertó a sonreír.

—Abogada, ¿podría pasar por la Roundhouse y echar un vistazo a las fotos de los archivos policiales? Quizá pueda ayudar a identificarlos.

Frank negó enfáticamente con la cabeza.

—No. Ni lo sueñes.

Mientras tanto, el inspector iba diciendo:

—Tenemos algunas fotos de miembros de la familia Coluzzi y de algunos de sus socios. Puede que sirva de algo que les eche un vistazo, pero no le garantizo nada.

—Lo haré —dijo Judy.

Frank seguía diciendo que no con la cabeza.

—De eso nada.

El inspector seguía hablando.

—¿Cuándo quiere venir? Esta semana me toca el turno de noche, así que puede pasarse a cualquier hora.

—Le volveré a llamar más tarde —dijo Judy, porque Frank hacía ademán de coger el teléfono móvil. Se lo arrebató, lo cerró con un golpe de muñeca y lo arrojó al salpicadero.

—No vas a ir.

—¿Por qué no?

—Porque solo conseguirás que te maten.

—No van detrás de mí. Yo solo soy la abogada.

Frank soltó una risotada. Descansaba un antebrazo perfectamente torneado sobre el volante. La camioneta avanzaba a buena velocidad en dirección oeste.

—Ya. Y las balas de esta tarde, ¿crees que se habrían desviado de su ruta para no alcanzarte?

—Estaban intentando alcanzar a Tony Palomo —repuso Judy, pero ni ella se lo creía—. Además, si voy a la Roundhouse, iré sola. No vendrían detrás de mí estando sola.

—Por supuesto que lo harían. Todavía no lo has entendido, ¿verdad? ¿Qué crees que le está pasando a tu coche en este mismo instante?

El corazón de Judy le dio un vuelco en el pecho.

—¿Crees que le harán daño?

—No, creo que son demasiado amables y educados para hacerle daño. —Frank se reía, pero Judy no estaba para bromas.

—¿Qué le harán?

—¿A tu escarabajo? ¿Antes o después de arrancarle las patitas?

—Como se atrevan a poner un dedo sobre mi coche, les... les...

—¡Eh, cuidado con lo que dices! —Frank alzó un dedo, en falso tono de reprimenda—. Por descontado, si le hacen algo a tu coche, serás muy libre de emprender las acciones legales oportunas.

Judy seguía muy seria.

—Ah, no. Por ahí sí que no paso —le advirtió, y lo decía en serio.