Capítulo 19

Mientras tanto, en la camioneta, Tony Palomo se había despertado y miraba a Frank y Judy, que se besaban en la hierba. Sabía que acabarían buscándose. Se sintió dichoso, feliz. Frankie había sufrido mucho, demasiado para un hombre tan joven, y ya era hora de que dejara de trabajar tanto, que se casara y tuviera sus propios hijos. Hijas también, sobre todo si se parecían a Judy. Le gustaba aquella chica, aunque no fuera italiana. Tony Palomo era lo bastante realista para darse cuenta de que los tiempos estaban cambiando.

Apartó los ojos de los amantes con un pequeño suspiro y se recostó en el mullido asiento de la camioneta. En un segundo, sus párpados se cerraron con el recuerdo de un beso, tan nítido como si lo estuviera viviendo en aquel preciso instante, aunque hubieran pasado más de sesenta años. Tony Palomo se obligó a permanecer despierto para que el recuerdo no deviniera sueño y se le escurriera entre las manos. Porque lo que más deseaba en aquel momento era evocar la primera vez que había besado a Silvana.

Hacía una noche no muy distinta de aquella, y el entorno era también campestre, aunque el paisaje de los Abruzzos era diferente, más seco y calcinado por el sol. Explotada durante siglos, agotados sus es casos recursos, la tierra pedregosa apenas tenía nada que ofrecer. Hacía falta mucha determinación para vivir del campo en los Abruzzos, V eran muchos los que se habían dado por vencidos y se habían marchado a América, donde se decía que la tierra era como todo lo demás en el Nuevo Mundo: generosa, rica, fértil, garantía de una vida desahogada. Pero Tony y su padre habían elegido permanecer en la tierra a la que amaban, arraigados a ella, y Tony vería su lealtad recompensada con creces, pues la dura tierra de los Abruzzos le había enseñado a tener esperanza, y esa era la virtud que le había valido el amor de Silvana.

Desde el día que había visto a Silvana en la carretera con Coluzzi, Tony no podía pensar en otra cosa, aunque al llegar a casa su padre le había regañado por haber perdido la carrera y haber destrozado las jaulas de los palomos. Pero la siguiente carrera de la temporada tendría lugar tan solo dos semanas después, y durante ese tiempo Tony trabajó en los campos y frotó el suelo del diminuto palomar con renovado ahínco, mientras trataba de maquinar el modo de volver a ver a Silvana en la siguiente competición. No pensaba quedarse de brazos cruzados.

La misma mañana que vio a Silvana, Tony concibió un plan para volver a verla. Lo primero era averiguar dónde vivía. Su ademán y su atuendo indicaban que era una mujer de ciudad, sofisticada, una mujer del norte, lo que le llevaba a suponer que residía en Mascoli. El hecho de que estuviera en compañía de Ángelo Coluzzi, que también era de dicha ciudad, reforzaba la teoría. Tony raramente iba a Mascoli, pues no se le había perdido nada allí y tenía trabajo de sobra en la granja. No podía preguntar por Silvana en la ciudad, pues temía dejarla en evidencia, sobre todo habida cuenta de que Ángelo Coluzzi también estaba en el ajo. Se veía obligado a depositar todas sus esperanzas en la opción que menos le apetecía tomar.

Aquella mañana, reparó las maltrechas pajareras tan deprisa como pudo, bajo la atenta mirada de los palomos que zureaban en sus perchas, y en cuanto comprobó que su padre había salido hacia el mercado se lavó la cara y las manos, montó en su rechoncho poni de color canela y se dirigió al norte, donde cruzó la frontera comarcal y se adentró en la calle mayor de Mascoli, la via Dante Alighieri. Mascoli era una ciudad medieval erizada de torres de piedra travertina, típica de la región, y Tony no pudo por menos de contemplar con ojos fascinados el aguzado pináculo del Duomo, tan alto que parecía perforar el cielo azul. La aglomeración de edificios, el incesante vocerío, las bocinas de los automóviles y el gentío que se agolpaba en las calles lo ponían nervioso, pero no como para salir despavorido. En cierta ocasión había tenido que echar a correr entre los olivares para escapar a la embestida de un toro así, que, en comparación, aquello no era nada.

Lo único que de veras preocupaba a Tony eran los camisas negras, por lo que no le sorprendió comprobar que había empezado a sudar cuando dobló a mano derecha y enfiló la vía Barbería. Pasó por delante del majestuoso Palazzo Capitani y cruzó la piazza del Popolo, atestada de estudiantes que apenas parecían fijarse en la singular belleza de la inmensa plaza y sus pórticos del siglo XVI. A Tony le resultaba casi obsceno que el cuartel general de los fascistas estuviera tan cerca de allí, en el despacho de un periódico de izquierdas que habían obligado a cerrar. Tony se puso tenso en cuanto vio el edificio. Coluzzi estaría en su interior.

Sus piernas se balanceaban a ambos lados del orondo vientre de su poni, que sudaba a mares bajo el sol de mediodía, y Tony lo espoleó sin éxito. A su espalda, los conductores de los vehículos hacían sonar el claxon —entre ellos una mujer, lo que le resultó muy desconcertante—, pero el poni estaba demasiado cansado para molestarse en apretar el paso. A escasa distancia de la sede fascista, Tony se apeó del poni y se quedó de pie junto a él, sin molestarse siquiera en encontrar algo a lo que atarlo. Solo un granero en llamas lo obligaría a ponerse de nuevo en marcha.

Los hombres de negocios pasaban presurosos, luciendo elegantes trajes y bigotes impecablemente recortados. Tony se caló su sudoroso sombrero de paja hasta los ojos y, aunque no sabía leer, desplegó sobre el lomo empapado del poni un periódico que alguien había tirado y fingió que lo estaba leyendo. No quitaba ojo a la puerta del edificio, por el que entraban y salían los camisas negras en grupos risueños, como si fueran operarios de una fábrica y no asesinos a sueldo bajo aquel uniforme oficial. Su poder era indiscutible. Tony había oído decir que últimamente obligaban a los escolares a vestir pequeñas camisas negras y hacer ejercicios de gimnasia en el patio de la escuela, bajo el sol abrasador, antes de iniciar las clases.

Tony escupió en los adoquines. Estaba de acuerdo con su padre en que el arrogante Duce, su mujeriego yerno Ciano y los camisas negras eran como una plaga de moscas negras que se cebaban en su país y, al igual que ocurría con las moscas, solo Dios sabía de dónde venían y cuándo se marcharían. Pero tanto Tony como su padre se reservaban sus opiniones en materia política, pues debían de ser la única familia de los Abruzzos que pensaba de ese modo. La región era favorable a los fascistas, en buena medida debido a las abismales diferencias entre la aristocracia y los granjeros, y Tony no creía que las moscas negras fueran a marcharse tan pronto de los Abruzzos, y mucho menos de Italia. Mussolini acababa de unirse al dictador alemán, y no cabía esperar nada bueno de semejante alianza.

De pronto, un reluciente coche negro se detuvo frente a la sede fascista, de donde salió Ángelo Coluzzi para subirse al coche entre saludos militares. Tony tragó en seco. ¡Un coche! No había contado con eso. Stronzo! Había dado por sentado que Coluzzi iría a visitar a Silvana a pie, a lo sumo montado en un carro. ¿Qué se había creído? Mascoli era una ciudad importante, no un pueblucho como el suyo. Todo quedaba demasiado lejos para ir andando, y los hombres conducían automóviles, no carros. ¡Menudo palurdo! El coche ya se alejaba.

Tenía que darse prisa. Apartó el periódico de un manotazo, pero el sudor hizo que la última página se quedara pegada al lomo del poni. Madonna! Montó apresuradamente y espoleó con fuerza al animal, mientras aquel cómico sillín de hojas de diario revoloteaba en torno a sus piernas. El poni ni se inmutó, su enorme cabeza colgando inerte como si estuviera sumido en un profundo sueño.

Andiamo! —arengó al poni, que no tenía nombre, y un crío que pasaba por allí se echó a reír ante la ridícula escena. Tony se ruborizó. Había confiado en pasar inadvertido, en no llamar la atención. Debía haberlo imaginado. Stupido!

El coche de Coluzzi desapareció calle abajo, en dirección al río, entre los numerosos vehículos que circulaban en ambos sentidos. Tony espoleó desesperadamente al poni, que seguía sin moverse. Chasqueó la lengua e hizo restallar el cabestro de cuerda, pero el animal no reaccionó. El coche de Coluzzi dobló la esquina y tomó la via Maggiore. ¡Se le escapaba!

Tony tenía que irse. Se apeó del poni y lo dejó al borde de la carretera, donde el animal volvió a quedarse dormido al instante. Tony salió corriendo tras el coche, sujetándose el sombrero, mientras los lugareños lo miraban con el gesto desdeñoso que reservaban para los pueblerinos. Tony apretó el paso y siguió avanzando con la cabeza baja. El coche había desaparecido, pero solo podía haber girado en la esquina que se avistaba unos metros más adelante. Echó a correr y, en cuanto dobló la esquina, se detuvo y se apoyó en la pared de un edificio, tratando de recobrar el aliento. Por desgracia, aquella vía no era tan transitada como la calle mayor, y el coche avanzaba más deprisa. Tony echó a correr de nuevo, pisando la dura acera con sus desgastadas botas de cuero. ¿Adónde iría Coluzzi? ¿A ver a Silvana? Antes o después tenía que ir a verla, ¿verdad?

El coche dobló la siguiente esquina y Tony corrió tras él, sin aminorar la marcha aunque se veía obligado a sortear a los numerosos transeúntes que caminaban por la acera. El vehículo avanzó calle abajo, aceleró al llegar al final de esta y giró de nuevo, esta vez a la derecha. Tony había perdido la cuenta de las calles pero seguía su desesperada carrera tras el coche. Se estaba desorientando, le empezaban a doler los pies y el sol caía a plomo sobre su cabeza. Se quitó el sombrero, pues estaba demasiado alejado del coche para que sus ocupantes lo reconocieran. Los automóviles que llenaban las calles de la ciudad aumentaban la sensación de calor, y el humo que escupían por los tubos de escape obstruía los pulmones de Tony. Pero él seguía corriendo.

El coche se detuvo bruscamente delante de un edificio antiguo en cuya puerta había un letrero pintado. Tony aminoró la marcha para recobrar el aliento mientras Ángelo Coluzzi y otros tres camisas negras se apeaban del coche a toda prisa e irrumpían en el interior de la casa. Tony no lo entendió. ¿Qué podía ser tan urgente? ¿Acaso era el lugar donde trabajaba Silvana? A lo mejor su padre era el dueño. No bien había pasado un minuto, Tony obtuvo la respuesta a sus preguntas.

Los camisas negras salieron por la puerta de la tienda arrastrando consigo a un pequeño boticario con la bata blanca salpicada de sangre, la cabeza colgando inerte. Una mujer que pasaba por allí se alejó corriendo en el preciso instante en que Angelo Coluzzi salía de la farmacia hecho un basilisco y empezaba a golpear en la cara al boticario inconsciente. La cabeza del hombre rebotaba hacia atrás con cada puñetazo, y sus gafas no tardaron en salir disparadas.

Tony no podía dar crédito a sus ojos. Sin pensarlo dos veces, se precipitó calle abajo para ayudar al boticario. Cuatro contra uno no era una pelea justa, eso saltaba a la vista. El hombre cayó al suelo, se enrolló sobre sí mismo y Coluzzi la emprendió a patadas con él, golpeándole las costillas con sus botas negras.

—¡Basta! —gritó Tony, corriendo, pero Coluzzi estaba demasiado lejos para oírle.

El cuarto camisa negra salió de la tienda, tiró de Coluzzi y todos ellos subieron al coche, que arrancó enseguida.

—¡Canallas! —gritó Tony, pero el coche ya se alejaba.

Se acercó al hombre, se arrodilló en la acera y lo sostuvo entre sus brazos. Tenía un ojo cerrado por la hinchazón, un hilo de sangre manaba de su nariz rota y sus mejillas eran una pasta sanguinolenta que repugnaba incluso a Tony, que había visto nacer de nalgas a varios terneros.

—¡Señor, espere aquí mientras busco a un médico! —Tony miraba a uno y otro lado de la calle, desconcertado. El cilindro a rayas de un barbero, una sombrerería con borsalinos en el escaparate. Más allá, tiendas con letreros que no alcanzaba a leer. Ni siquiera sabía dónde estaba, ¿cómo iba a encontrar un médico?—. ¡Necesitamos un médico! —gritó, pero el grupo de curiosos que se había acercado empezaba a dispersarse.

—No, no, vete de aquí —le ordenó el boticario con un hilo de voz.

Tony dio por sentado que el hombre estaba delirando.

—¡Pero necesita usted atención médica!

—¡No, vete! ¡Largo de aquí, palurdo! ¡Métete en tus asuntos! —El boticario forcejeaba por zafarse de los brazos de Tony, que no salía de su asombro, hasta que logró ponerse a gatas y empezó a arrastrarse por la acera como un perro apaleado—. ¡Déjame en paz!

—¡Señor, necesita usted que le ayuden! —gritó Tony mientras el boticario se incorporaba a duras penas y entraba trastabillando en la botica, cuya puerta hecha trizas cerró de un portazo, dejando a Tony solo en la calle, con las manos teñidas de sangre y un único pensamiento en su mente: Dove panano tamburi, tacciono le leggi, «donde los tambores hablan, enmudecen las leyes».

Una hora más tarde, venciendo el aturdimiento que lo invadía, Tony dio con el camino de vuelta al lugar donde había dejado a su poni, que seguía durmiendo a pierna suelta. Tenía la sensación de haberse hecho mayor de golpe, como si de pronto observara la ciudad que lo rodeaba con los ojos de un adulto. La vida seguía su curso, como si nadie hubiera golpeado a un hombre en la calle hasta dejarlo inconsciente. El día tocaba a su fin, y con él los quehaceres cotidianos, mientras el tráfico inundaba las calles. El único mundo que Tony conocía era el de su granja, y no había visto lo que estaba ocurriendo a su alrededor, lo que le estaba pasando a la tierra que tanto amaba, a su país. No entendía cómo era posible que las cosas hubieran llegado hasta aquel punto, que los matones se pasearan a sus anchas por la calle. Contra toda lógica, aquel terrible incidente protagonizado por el boticario no había logrado alejar a Silvana de sus pensamientos sino todo lo contrario, puesto que ahora temía por su seguridad.

Parapetado tras su sombrero de paja, Tony no quitaba ojo al cuartel general de los fascistas. Los camisas negras empezaban a abandonar la sede del partido en pequeños grupos, desplazándose hacia sus coches o motocicletas, y al verlos Tony empezó a gruñir como un perro rabioso. El poni entreabrió un ojo para mirarlo antes de volver a caer en un profundo letargo. Finalmente Ángelo Coluzzi salió del edificio, hablando con otro camisa negra, su ropa recién planchada, en el rostro ni rastro de sangre. Tony no alcanzaba a escuchar lo que decían, ‹pero su intuición le decía que algo había cambiado. Ángelo Coluzzi se comportaba como un gallo en el corral, pavoneándose al caminar. El suyo era el ademán de un hombre que se dispone a cortejar a una mujer. Silvana.

Tony sintió que le hervía la sangre mientras Coluzzi se encaminaba a un automóvil estacionado junto al bordillo y se subía al vehículo tras recibir un espaldarazo por parte de su acompañante, que rodeó el coche y se sentó al volante. Tony montó su poni, que mientras tanto se había despertado. El descanso le había ido bien, y aunque no fuera así Tony no iba a consentir que se hiciera el remolón, no por segunda vez en un mismo día. Hincó ligeramente los talones en los costados del animal y este salió al trote por el borde de la carretera.

Las calles estaban tan congestionadas por los caballos, carros y coches que avanzaban en parsimoniosa mezcolanza que Tony no tuvo dificultad para alcanzar el automóvil de Coluzzi. Este se abría camino por la ciudad en dirección a las afueras, donde al tráfico rodado se unía el trashumante. Coluzzi insistía en hacer sonar el claxon ante la total indiferencia de las cabras, ovejas y gallinas que bloqueaban la carretera. Tony sonrió por primera vez en lo que llevaba de tarde. Hasta las cabras eran lo bastante sensatas para no hacer caso a los fascistas.

El coche aminoró la marcha, y el corazón de Tony empezó a latir más deprisa. A lo mejor estaban cerca de la casa de Silvana, era posible incluso que viviera en aquella calle. El vehículo se detuvo frente a una casa de piedra tan limpia y cuidada como las demás, aunque más humilde. Tony hizo detener al poni, que no necesitaba que se lo dijeran dos veces. A la escasa luz del crepúsculo no alcanzaba a leer el número del portal, ni falta que le hacía. Si aquella era la casa de Silvana, nunca la olvidaría.

Al cabo de un minuto, Coluzzi apagó el motor, salió del coche y llamó al timbre que había junto a la puerta en arco. Los vecinos que habían salido a dar una passeggiata admiraban el moderno automóvil y se fijaban en el camisa negra que salía de su interior con el ademán altivo de un héroe de batalla. Coluzzi asentía a modo de saludo, como si los conociera, y Tony se preguntó cuánto tiempo haría que lo veían por allí. Otro minuto y la puerta se abrió de par en par.

Era Silvana. Su hermosa figura apareció recortada en el arco, que la enmarcaba a la perfección, iluminándola desde atrás. La cintura ceñía su silueta por encima de las caderas, menudas y modestamente disimulada bajo el vuelo de un vestido elegante. Tenía hombros estrechos, no lo bastante robustos para la vida en el campo, pero eso no tenía importancia. Silvana no estaba hecha para cargar agua ni grandes pesos. Tony haría todo eso por ella, encantado de la vida.

Coluzzi se quitó el sombrero negro, se inclinó ligeramente hacia delante y, con gran despliegue de ademanes, besó la mano de Silvana.

Tony lo contemplaba atónito. ¿Cómo era posible que semejante bruto pudiera comportarse como el más refinado de los caballeros? ¡Canalla! ¡Bellaco! ¡Matón! ¿Habría logrado Coluzzi engañarla tan completamente? ¿Cómo podía ella amarlo, si sabía la clase de hombre que era? Tony tenía que salvarla de él.

La puerta arqueada se cerró cuando Silvana hizo pasar a Coluzzi. Tony sintió el impulso de protestar a voz en grito, pero permaneció en silencio. Coluzzi no merecía una mujer como ella, y no podía quedársela. Tony no lo consentiría. Le arrebataría a Silvana, que sería solo suya, y vivirían felices para siempre, como en los cuentos infantiles. Había llegado el momento de pasar a la acción.

Toni se deslizó del poni, que resopló de gratitud y, haciendo caso omiso de las miradas de los granjeros y las cabras, hundió la mano en el bolsillo para extraer su prenda de amor. La llevaba envuelta en un pañuelo blanco que le habían regalado sus padres el día que había hecho la confirmación, y deseó para sus adentros no estar cometiendo ningún sacrilegio al darle semejante uso. Soltó el cabestro, cruzó la carretera a paso corto y dejó el hatillo a un lado de la puerta, para que no lo pisaran las detestables botas negras de Coluzzi. Luego volvió a montar su poni, imaginando la sorpresa de Silvana cuando abriera su regalo a la mañana siguiente. La imagen lo acompañó durante todo el camino de vuelta a casa. Cuando llegó a la granja e intentó hablar con sus padres de los camisas negras, se ganó un cariñoso cachete por haberse ausentado tanto tiempo sin avisarles y se fue a la cama sin su ración de turrón.

Al día siguiente, Tony se apresuró a finalizar todas sus tareas y por la noche, mientras sus padres lo imaginaban durmiendo a pierna suelta, se escabulló, ensilló su poni y se marchó a Mascoli. Una vez allí, cruzó la ciudad de punta a punta hasta llegar a la casa de Silvana. No había ni rastro del coche de Coluzzi, y todas las luces estaban apagadas. Toni solo tenía un pañuelo, y ese ya lo había ofrecido en sacrificio, así que sacó de su bolsillo un regalo envuelto en un paño de cocina que había hurtado a su madre, confiando en que esta no lo echaría en falta. Cruzó la carretera de puntillas y estaba a punto de dejar el hatillo en el umbral cuando algo llamó su atención.

Junto a la puerta de Silvana, en el lugar donde había dejado el regalo la noche anterior, había un pequeño cuadrado blanco. Tony ahogó una exclamación. Era su pañuelo de la confirmación, lavado y planchado con esmero. Lo cogió y lo acercó a la nariz. Olía a jabón y a ropa recién planchada. Era el aroma más delicado que había olido en su vida, más delicado incluso que el de la albahaca. Si Silvana lo había dejado allí, era porque había querido decirle algo, así que él le devolvería el mensaje. Sacó rápidamente su regalo del paño, lo envolvió de nuevo con el pañuelo y lo dejó en el mismo sitio en que lo había dejado la noche anterior. Luego se apresuró a volver a casa a lomos de su poni.

Tony no pudo pegar ojo en toda la noche pensando en lo ocurrido, y al día siguiente se entregó a sus tareas con la energía de un poseso, complaciendo así a sus padres, que le prohibieron volver a hablar de política, ya que hacerlo le podía costar la vida, sobre todo cuando lo único que debía importarle a un muchacho de su edad era trabajar para asegurarse su propio sustento y el de su familia y animales. Aquella noche Tony volvió a casa de Silvana, trotando a lomos del poni, y allí estaba el pañuelo de nuevo, lavado y planchado, lo mismo que la noche siguiente y la otra, y cada una de las que siguieron. Todas las noches, Tony desdoblaba el pañuelo recién lavado y colocaba en su interior el tomate más perfecto que había cogido aquel día.

Repitió sus visitas durante catorce noches seguidas, y dejó el mismo regalo cada noche, hasta que llegó el ansiado día de la carrera de palomas. Entonces cargó su carro y emprendió el viaje a Mascoli por aquella carretera que ahora conocía como la palma de su mano. Su poni castaño estaba bastante más delgado, algo que sus padres atribuían equivocadamente a las lombrices, y trotaba alegremente pese a la considerable carga. El ejercicio continuado le había devuelto la lozanía perdida, hasta tal punto que aquel día Tony se subió al carro y lo condujo en lugar de guiarlo, como hacían los señoritos. Se había ataviado para la ocasión con sus mejores galas: una camisa blanca limpia, pantalones marrones, un cinturón de cuero y su mejor par de zapatos. Un sombrero de fieltro con el ala vuelta hacia arriba sustituía al de paja, porque el padre de Tony había cortejado a su madre luciendo uno idéntico y, siendo él tan flacucho y poca cosa, creía necesitar toda la ayuda posible.

Tony llegó a lomos de su gallarda montura hasta la sede del club, pero no vio el flamante carro de Coluzzi ni su pareja de caballos entre los vehículos más humildes que esperaban estacionados delante del edificio. A lo mejor Tony y su pletórico poni se les habían adelantado. O tal vez Coluzzi y Silvana no fueran a ir. Tony se sintió algo incómodo mientras estacionaba y ataba el poni a un amarradero junto a las demás monturas. Aquella tarde se reunirían en el club los veinte palomares de la asociación colombófila, en cuya sede reinaba el caos habitual en tales circunstancias. Los criadores de palomos eran gente entusiasta, pero la organización no era su fuerte. Tony se apeó del carro y entró en la diminuta sede del club.

Los hombres y sus aves llenaban la pequeña sala de la casa, propiedad de uno de los socios del club. El suelo era de tierra batida y el estuco de las paredes estaba descascarillado. Por la parte trasera, la habitación daba, a otra en la que había un jergón y un fregadero. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la penumbra —no había dinero en la tesorería del club para costear la instalación de luz eléctrica—, Tony buscó con la mirada a Coluzzi y Silvana. No había ni rastro de ellos. Un grupo de hombres ponía anillos a los palomos, que se resistían dando aletazos, en tanto que otros contaban las liras cobradas a los participantes en la carrera y un tercer grupo garabateaba los nombres de los participantes en las listas oficiales. ¿Dónde se habría metido Coluzzi?

—Tony, ya puedes pasar —gritó el secretario del club, elevando la voz por encima del griterío, y el interpelado se acercó.

—¿Está inscrito el palomar de los D'Amico? —preguntó, aunque no podía importarle menos. Era una artimaña.

El hombre pasó los ojos por las listas. Era maestro de escuela, llevaba gafas y era uno de los pocos allí presentes que sabía leer.

—Sí, van a venir.

Tony asintió.

—¿Y el palomar de los Coluzzi?

—También. Ahora trae a tus palomos, muchacho.

Tony descargó sus aves y transportó las pajareras una a una para que anillaran a los palomos, sin apenas darse cuenta de lo que hacía. En condiciones normales, solía ponerse muy nervioso en los momentos previos a una carrera de trescientos kilómetros, pero en aquella ocasión solo pensaba en Silvana. El hecho de saber que la vería era casi peor que no saberlo. ¿Por qué no había llegado todavía? ¿Sabría que los tomates eran para ella? ¿Sabría que era él quien los dejaba en su puerta? Sujetó el primer palomo para que no aleteara mientras el hombre deslizaba un anillo por su pata.

No tardaron en anillar a los demás palomos, y luego Tony los cargó en el gran carro del club, donde todas las aves que tomarían parte en la carrera se trasladarían hasta el punto donde se haría la suelta. Una vez fuera, Tony no paraba de mirar a su alrededor. Todos los carros estaban allí, y los caballos piafaban y resoplaban de impaciencia, pero ninguno de ellos era el de Coluzzi. ¿Dónde podían estar? Si Coluzzi no llegaba, pronto, quedaría descalificado. Casi todas las aves estaban ya en el gran carro. Los participantes se disponían a partir en sus respectivos vehículos. El día tocaba a su fin. En cuanto el sol se pusiera, finalizaría el plazo de inscripción en la carrera, ya que nadie veía un palmo más allá sus narices en cuanto llegaba la noche, y el dinero recaudado tendía a desaparecer del modo más misterioso.

Tony no podía creerlo cuando el presidente del club salió de la sede sosteniendo una caja fuerte con el dinero recaudado. Lo seguía el vicepresidente, sujetando las listas oficiales debajo del brazo. Ahora que habían concluido todos los trámites, los socios del club reían y bromeaban, apostaban entre ellos al margen de las apuestas oficiales, fumaban y bebían vino tinto antes de volver a sus respectivos hogares. Tony no pudo ocultar su decepción.

—Pensaba que los Coluzzi se habían inscrito —comentó al presidente cuando este pasó por delante de él. El hombre se encogió de hombros.

—Supongo que al final decidiría no presentarse. Se lo puedes echar en cara, si quieres —añadió en tono socarrón, y los demás hombres rompieron a reír.

Poco después, los socios se dispersaron hacia sus carros y, entre chasquidos, espolearon a sus caballos. Era noche cerrada, y soplaba una brisa fresca y agradable. Tony esperó hasta que todos se hubieron ido, pretextando tener que hacer algunos ajustes en su carro y en los arreos del poni, con la secreta esperanza de que Coluzzi y Silvana se presentaran en el último momento. Le preocupaba el bienestar de la muchacha. ¿Y si estaba enferma? ¿O herida? ¿Y si Coluzzi se había enterado tic sus regalos? ¿Estaría en peligro?

Tenía que averiguarlo. Era tarde y sus padres estarían preocupados, pero aun así subió al carro y salió al trote hacia la casa de Silvana. El poni conocía el camino sin necesidad de que lo guiara. Llegaron a Mascoli y cruzaron la ciudad dormida, el ruido de los cascos resonando en la noche. Luego se internaron por los caminos rústicos que conducían a la casa de Silvana. Aquella noche Tony no le llevaba ningún regalo, pues había dado por supuesto que la vería en el club, pero estaba demasiado preocupado para pensar en eso. No sabía qué haría cuando llegara a su casa. Lo decidiría sobre la marcha. Lo primero era asegurarse de que se encontraba bien.

Detuvo al poni delante de la casa de Silvana. Desde el carro vislumbraba el interior de la segunda planta. Había una luz encendida que le permitió distinguir, a través de los delicados visillos de encaje, una silueta familiar que cruzaba el umbral y entraba en la habitación iluminada. Era Silvana.

Al verla, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Estaba bien. Estalla perfectamente. Su figura parecía algo desdibujada por efecto de los visillos, pero Tony acertó a ver cómo se quitaba el pañuelo que cubría su hermoso pelo oscuro, como si acabara de llegar de la calle, y en ese momento quiso morirse. Dedujo que había salido con Coluzzi, quizá a cenar a un restaurante. Le constaba que la gente hacía esa clase de cosas en la ciudad.

Tony apartó la vista de la ventana. Cualquier otro hombre en su lugar le habría tirado piedrecitas a la ventana para entablar conversación con ella. Cualquier otro hombre habría llamado al timbre y habría preguntado directamente por ella. Cualquier otro hombre se habría dado a conocer, pero Tony no había hecho nada de eso. Movió la cabeza lánguidamente de un lado a otro, maldiciéndose. Silvana jamás sería suya. No la merecía. Sus regalos eran ridículos. Solo a un palurdo como él se le ocurriría dejar tomates a la puerta de una hermosa muchacha.

Dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, tan cabizbajo, como su poni. No había una sola estrella en el cielo, y la luna llena brillaba en todo su esplendor, alumbrándoles el camino por pura compasión. Desde las montañas llegaba una brisa fresca, pero Tony apenas la notaba. Luna, hombre y carro se deslizaban por la carretera como una sola sombra. No se oía más sonido que el crujir de las ruedas y las pisadas sordas de las anchas pezuñas del poni. Tony se disculparía larga mente ante sus padres en cuanto llegara a casa, y el domingo, cuando fuera a misa, confesaría que les había desobedecido. Mientras tanto, no podía desistir de su empeño por conquistar a Silvana. La próxima vez le dejaría un regalo más selecto, unas aceitunas quizá, o tal vez un trozo de queso locatelli. A las mujeres les encantaba el locatelli, o por lo menos a su madre.

Tony llegó a la granja, desenganchó el poni y lo soltó con una palmada en la grupa antes de encaminarse a la casa. Su madre había deja do una lámpara encendida para él, y desde fuera distinguía las siluetas de sus progenitores, que se habían quedado dormidos mientras lo esperaban sentados. Abrió la puerta con una punzada de remordimiento, estaba a punto de entrar cuando lo vio. En el suelo, ligeramente a izquierda del marco de la puerta, algo resaltaba bajo la luz de la luna. Parecía un pequeño hatillo blanco.

Tony parpadeó. ¿Era posible? ¿Podían sus deseos hacerse realidad? Se arrodilló para mirarlo más de cerca. ¡Era su pañuelo de confirmación!

Lo cogió con manos temblorosas de emoción. Silvana lo había dejado allí. Había encontrado su casa y lo había dejado allí. ¡Y lo había hecho por él! ¡No había pasado la noche en la ópera, ni en el cine, sino que había ido hasta allí! Había pisado aquel mismo trozo de tierra.

Tony se acuclilló junto al escalón de la puerta y desdobló el pañuelo. Dentro encontró el tomate más perfecto que había visto jamás. Se quedó mirándolo embelesado, girándolo en su mano, viendo cómo se reflejaba en su delgada piel la luz que manaba por la ventana. Si Silvana lo había comprado, tenía más talento del que había supuesto. Si lo había cultivado con sus propias manos, era un genio. Silvana le había regalado aquel tomate, era una ofrenda de amor, así que solo podía hacer una cosa con él, lo mismo que esperaba que ella hubiera hecho con los suyos.

Tony hincó los dientes en el tomate de Silvana, dejando que el jugo y las semillas resbaladizas le chorrearan por las comisuras de los labios, sin percatarse de que parecía un perfecto mentecato, pues lo único en lo que podía pensar era en la fuente de aquel suculento manjar. Lo masticó despacio, saboreando el tomate como si fuera el primero que probaba, tan delicioso que no necesitaba aderezarlo con sal ni pimienta. Engulló el resto del tomate de un solo trago mientras el juguillo se escurría por sus dedos, y cuando hubo terminado comprendió que el tomate de Silvana era en realidad otra cosa, mucho más que un simple tomate:

Era su primer beso.