Capítulo 20
Todavía estremecida por el beso de Frank, Judy no podía evitar la sensación de estar jugando a las casitas mientras él le tendía la mano a través de una puerta rota y azotada por los elementos que permitía acceder a la casita del manantial por la parte posterior.
—Mañana arreglaré estos escalones —anunció mientras la conducía a la planta de arriba.
—Esperaba cruzar el umbral en brazos.
—No me provoques —le advirtió Frank, y Judy sintió un escalofrío de emoción.
Le encantaba que fuera tan directo, y aquel beso había sido como comer un delicioso manjar. Solo la prudencia le había impedido ir más allá y entregarse a una sesión completa de besuqueos. La prudencia y la incómoda sensación de que su cliente podía estar mirando. No había más que ver cómo Tony Palomo le sonreía arrobado mientras sostenía un candil Coleman, como una achaparrada estatua de la Libertad. Judy no necesitaba preguntárselo para saber que los había visto. A juzgar por su expresión, ya estaba pensando en la vajilla que les daría como regalo de boda. Judy apartó la vista avergonzada. Su lengua había infringido varios principios éticos, y se disponía a seguir atentando contra el código deontológico.
La linterna sacada de la camioneta de Frank dibujaba una brillante elipse de luz. No había electricidad en la habitación, pero Frank ya estaba hablando de hacer un alargo desde la pequeña caja de plomos de la planta baja. En la penumbra, Judy vio que el piso superior constaba de una sola estancia, amplia y rectangular. Las paredes blancas y desconchadas desprendían una sensación de frescor que resultaba grata pese al ambiente lluvioso. Era como si retuvieran la humedad de la planta baja, que en otros tiempos había albergado un estanque de agua y dos cisternas sobre una plataforma de cemento. En las paredes laterales de la habitación había dos ventanas con parteluces y postigos de madera que a Judy le parecieron tan encantadoras que no pudo evitar Cruzar la estancia para abrir una de ellas. Los listones del suelo crujieron bajo sus pesados zuecos.
—De momento, esto es lo que hay —dijo Frank, y su voz resonó en la estancia vacía—. Me ocuparé personalmente de las obras que haya que hacer aquí y supervisaré los demás encargos desde la camioneta. No tendré que pasar por casa durante un tiempo. Tengo un despacho sobre ruedas. ¿Qué te parece, Judy?
—Creo que es perfecto —contestó, mientras abría la ventana y barría las telarañas de un manotazo para que el aire de la noche inundara la habitación. Había luna llena, y el viento susurraba entre los robles que rodeaban la casa. Frank y Tony Palomo estarían a salvo de los Coluzzi en aquel lugar, lo que la complacía sumamente, y no solo por motivos profesionales—. Parece seguro, y no tardarás ni dos minutos en llegar al trabajo —bromeó—. ¿Cuánto tiempo os quedaréis?
—Todavía no lo sé. ¿Cuándo será el juicio?
—Dentro de seis meses, quizá. Pero la citación decía que la vista preliminar se celebrará el martes, y ese día tu abuelo tendrá que comparecer ante el juez.
Frank asintió.
—Lo llevaré y me lo traeré de vuelta en cuanto termine. Hablaré con mi cliente para ver si me deja alquilarle esto hasta que encontremos un apartamento. —Frank miró a Tony Palomo—. Nonno, ¿qué te parece nuestra nueva casa?
—Mi piace. Bien.
—Una noche, ¿eh? Y después io vuelve a casa.
—¿Qué has dicho, nonno?
—Una noche. Después vuelve a casa. Io no quiere esconderse. Los míos palomos, ¿eh?
— Nonno, quítatelo de la cabeza-atajó Frank con firmeza—. Vamos
a quedarnos aquí hasta que sea seguro volver. Hablaré con el propietario para ver si nos deja usar la casa, pero seguro que no le importará.
—Io vuelve a casa. Io tiene que dar de comer a los míos palomos.
Puede ellos vuelven.
—¡Maldita sea, nonno! ¿Por qué tienes que ser tan testarudo? —Frank alzó las manos en un gesto de exasperación—. ¡No puedes seguir erre que erre! ¡Estamos hablando de un asunto de vida o muerte! ¡Olvídate ya de los palomos!
—No puede olvidar —repuso Tony Palomo en tono sereno, impasible ante el arranque de su nieto.
Judy no podía dar crédito a sus oídos.
—Tony, esa gente quiere matarlo, y lo harán si vuelve a su casa.
La luz de la linterna captó el brillo acerado en la mirada del anciano.
—Io no abandona los míos palomos.
Judy tuvo una idea.
—Vale. ¿Y si yo le trajera a los palomos? ¿Se quedaría?
—¡Tú no coge los míos palomos! —exclamó Tony Palomo alarmado, negando con la cabeza, y Frank apuntó a Judy con un dedo recriminador.
—Ni en sueños irás a coger esos malditos palomos, Judy. No tienes ni idea de cómo se hace, y además, es peligroso. Los Coluzzi tendrán la casa bajo vigilancia. No quiero ni que te acerques por el barrio.
—De todos modos, tengo que ir a recoger mi coche. Aprovecharé para coger los palomos y os los traeré. Lo haré esta noche, cuando todo esté a oscuras. Y buscaré ayuda si la necesito. Llamaré a la poli si me veo en apuros.
Los ojos de Frank destellaban en la penumbra.
—¡Te matarán!
Judy estaba hasta el moño. Aquella discusión no los llevaría a ninguna parte. Se hacía tarde y la adrenalina empezaba a circular por sus venas a toda velocidad. La camioneta de Frank estaba aparcada fuera con las llaves en el contacto. De pronto, Judy giró sobre sus talones, corrió hasta la puerta abierta y saltó hacia fuera.
—¡Allá voy! —gritó, pero oyó los pesados pasos de Frank a su espalda, sobre las tablas del suelo.
—¡Judy, no! —gritó.
Judy aterrizó sobre la mullida hierba y echó a correr hacia la camioneta, cuya gran silueta blanca destacaba bajo la luz de la luna como un juguete abandonado en un patio trasero de un barrio de las afueras.
—¡Mierda! —masculló Frank. Entonces Judy oyó un estruendo considerable y dedujo que Frank habría tropezado con algo al salir—. ¡Joder! ¡Mi tobillo!
Judy alcanzó la camioneta, abrió la puerta de un tirón, se metió dentro y bajó el cierre al instante, como hacía en la ciudad, con la diferencia de que en aquella ocasión intentaba protegerse de un italiano enfurecido. Buscó las llaves a tientas y las giró en el preciso instante en que Frank alcanzaba la camioneta y tiraba del picaporte.
—Judy, no! —gritó. Seguía aferrado a la puerta pero la soltó en cuanto Judy encendió el motor, puso las luces y quitó el freno de mano sin pestañear.
—Lo siento, monada —le dijo. La camioneta arrancó con un latigazo que Judy no había sentido desde cierto beso, y se alejó a toda velocidad entre las flores silvestres y la hierba de la pradera, espantando a las golondrinas, que a su paso alzaban el vuelo despavoridas, y encandilando a los enjambres de mosquitos que revoloteaban en los haces de luz de los faros, hasta que al fin se incorporó a la autopista.
Judy consultó el reloj digital de la camioneta. Eran las dos y catorce minutos de la madrugada. Los DiNunzio debían de estar al tanto de su llegada, pues todas las luces estaban encendidas en su casa adosada de obra vista. Se sintió fatal por ser la causa de que estuvieran despiertos a una hora tan intempestiva, y luego entendió el porqué. Frank los habría llamado desde el móvil. Se preguntó si no se habría hecho daño en el tobillo y se dijo para sus adentros que robarle el coche a un hombre no era precisamente la mejor manera de iniciar una relación.
Pasó por delante de la casa de los DiNunzio sin detenerse y dio una vuelta a la manzana, por si acaso. No vio ningún Cadillac negro ni a ningún tipo con la nariz rota, así que aparcó en doble fila al final de la calle. Un poco de precaución nunca estaba de más. Recorrió la calle a paso corto hasta la casa iluminada en cuya puerta mosquitera había una «D» caligráfica, y estaba a punto de llamar al timbre cuando esta se abrió de par en par.
—Judy! —exclamó el señor DiNunzio, sus escasos mechones de pelo revueltos. Llevaba puesto su albornoz de cuadros escoceses, que le daba un curioso parecido con un rollizo cigarro habano de fabricación casera—. ¡Pasa, pasa!
—Gracias —dijo de corazón, mientras el señor DiNunzio tiraba de ella hacia dentro, le daba un cálido abrazo y la conducía de la mano más allá del espacio escasamente aprovechado de la sala de estar y el comedor hasta la diminuta cocina, que era la única estancia de la casa en la que los DiNunzio pasaban algún tiempo.
A Judy eso no le extrañaba lo más mínimo. A ella también le encintaba aquella cocina. Era lo más parecido a un hogar que había visto en mucho tiempo. Era cálida y limpia, con encimeras de fórmica blanca agrietada en las esquinas y armarios repintados que le recordaban a los que había visto en casa de Tony Palomo. Una palma de cuaresma languidecía tras la caja de plomos negra, y una llamativa foto del papa Juan XXIII colgaba de la pared, tan colorida como si el pintor Maxfield Parrish hubiera sido nombrado relaciones públicas del Vaticano. Junto a esta colgaba otra foto en un marco más pequeño, la de Pablo VI, y Juan Pablo II ni siquiera tenía derecho a foto. Al parecer, Juan XXIII había dejado el listón muy alto.
—¡Judy, pasa! —Era la señora DiNunzio, que la llamaba desde la cocina. Salió a recibirla al umbral arrastrando sus zapatillas. Llevaba gafas de cristal grueso con montura de pasta traslúcida y su pelo blanco cardado guardaba un innegable parecido con el algodón de azúcar debido a la redecilla de color rosado con que lo cubría. Pese a su aparente fragilidad física, la señora DiNunzio estrechó a Judy con fuerza. Los efluvios de la cocina —café recién hecho y pimientos fritos— seguían impregnando su fina bata floreada. Judy recordó que no había comido en todo el día, lo que la convertía automáticamente en invitada de honor de los DiNunzio.
—¡Me muero de hambre, señora DiNunzio! —confesó sonriendo mientras se apartaban—. ¡Déme algo de comer, se lo ruego! ¡Voy a desfallecer en cualquier momento!
La señora DiNunzio se echó a reír y le dio unas palmaditas en el hombro.
—¡Ven, siéntate! ¡Venga! —dijo, mientras tiraba de ella y la hacía pasar a la cocina, donde la esperaba Mary, sentada a la mesa con su albornoz de felpilla, despierta contra todo pronóstico frente a una taza de café. Estaba derecha en la silla, lo que suponía un gran paso adelante en su recuperación.
—¡Jude, qué sorpresa! ¡Llegas justo a tiempo para cenar! —dijo Mary—. No sé si lo sabes, pero siempre cenamos a las dos de la mañana —bromeó. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y se había puesto las gafas en lugar de las lentillas. Al otro lado de las lentes, sus ojos parecían alegres. Si Mary estaba sufriendo, lo disimulaba muy bien, y Judy detestaba verla así. Se acercó a ella y la abrazó con cuidado.
—Abrazos y comida casera —dijo Judy—, veinticuatro horas al día. Por eso nos gusta tanto este sitio. Ahora en serio, perdonad que os haya hecho salir de la cama tan tarde.
—No pasa nada —repuso Mary, mirando a Judy con gesto preocupado—. He oído decir que vas por ahí esquivando balas. Este asunto no pinta nada bien.
—Hasta ahora me he hecho la buena. —Judy acercó su silla a la de Mary para que su amiga no se viera obligada a elevar la voz—. ¿Cómo te has enterado? Por Frank, ¿no?
—Entre otros. Las noticias, la poli, nuestra jefa y, por supuesto, tu nuevo ligue. Qué gran invento, el teléfono móvil.
Judy sonrió, aunque le ardían las mejillas.
—Me pregunto cómo supo que yo vendría a veros.
—Sabe que te gusta comer.
Judy reflexionó un instante.
—Es muy largo, no creas.
—Sí, claro. Es un genio. Inventó el fuego. Qué, ¿estás disfrutando con tu trabajo?
—Es un gran caso, me estimula como ningún otro.
Mary soltó una risotada.
—Ya, te fascinan sus aspectos legales, ¿verdad?
—Precisamente —asintió Judy con una carcajada, mientras el señor DiNunzio le servía un café recién hecho en una taza y un platillo deshermanados. Acto seguido, la señora DiNunzio dejó sobre la mesa un par de cubiertos y un plato lleno a rebosar con un revoltillo de pimientos verdes, patatas en rodajas y cebolleta. La primera vez que Judy vio aquel amasijo multicolor pensó que el perro había vomitado en el plato, pero ahora le encantaba. La presentación de los platos era, en su opinión, una virtud sobrevalorada.
—¡A comer, Judy! —ordenó el señor DiNunzio, descansando una mano sobre su hombro.
—Haré un esfuerzo. Gracias, familia DiNunzio —dijo, cogiendo un enorme tenedor e hincándolo en el plato—. ¿Cómo es que no me habías hablado de Frank? —Preguntó a Mary con la boca llena—. De haberlo sabido, me habría afeitado las piernas.
—¿Por qué? Todavía no es domingo.
—Por él, haría una excepción.
Mary sonrió.
—¿Así que el pequeño Frankie te hace tilín? No creí que fuera tu tipo.
—Qué pasa, ¿estás ciega?
—Pese a sus encantos físicos, me refiero. No es de los que se dejan mangonear.
—Lo sé. Ya se le pasará. —Judy comía con fruición. Los pimientos verdes se habían reblandecido en el aceite de oliva, al igual que las patatas y la cebolleta. Los huevos estaban en su punto. En resumen, era la comida perfecta.
—Quiere protegerme.
Mary soltó una carcajada.
—Buona fortuna, Frank.
—¿Te lo imaginas?
—No. Ni siquiera quiero darte de comer.
—Pues tu madre sí.
—Mi madre da de comer a todos los gatos callejeros que se acercan por aquí.
—¡Pues yo me alegro mucho por Frankie! —terció la señora DiNunzio, sentándose frente a Judy a la mesa redonda de formica salpicada de motas doradas. El inglés de la señora DiNunzio era solo un poco menos surrealista que el de Tony Palomo, y Judy recordó que los padres de Mary tenían casi la misma edad que su cliente, aunque habían tenido a su amiga —y a la hermana gemela de esta, Angie— a una edad bastante avanzada. Mary siempre decía que su hermana y ella habían sido un accidente, pero su madre prefería llamarlas «regalos de Dios»—. Conocemos a Frankie desde que es un bambino —prosiguió la señora DiNunzio—. Judy, lo que a ti te hace falta es un buen hombre que te proteja!
—¡Yo no necesito que nadie me proteja! —replicó Judy, solo para que constara en acta, pero Mary la atajó por señas.
—No corras tanto. Puede que necesites refuerzos. Bennie ha llamado tres veces.
—¡Esa bruja! —exclamó la señora DiNunzio, alzando un dedo artrítico, y Judy reprimió una sonrisa. Los DiNunzio culpaban a Bennie Rosato por los líos en que se habían metido Mary y ella, y ninguna de las dos se había molestado en sacarla de su error. Lo último que sabía Judy era que la señora DiNunzio había echado un mal de ojo a su jefa. Solo esperaba que funcionara.
—¿Me estás diciendo que Bennie ha llamado aquí? —preguntó Judy—. ¿Qué le has dicho, Mare?
—Que no te conozco.
—¿Y te ha creído?
—No. Creo que hasta es posible que esté preocupada por ti.
—Ya.
—También ha dicho algo acerca de un artículo sobre la ley antimonopolio.
—Bingo.
—¡Ja! —dijo el señor DiNunzio, que por lo que sabía Judy, bien podía ser la forma abreviada de decir en italiano que alguien debería arder en el infierno por toda la eternidad—. Tú le importas un comino, Judy. ¡Lo único que le importa es ella!
—Lo sé, señor DiNunzio —asintió Judy, que seguía comiendo a dos carrillos—. Si hasta espera que me gane el sueldo trabajando, figúreselo. Es una mujer malvada y cruel.
—Ecco! —La señora DiNunzio aporreó la mesa con una mano que no era tan delicada como parecía—. ¡Es mala como la peste!
Judy terminó el revoltillo y deseó poder repetir. Sabía por experiencia que el mero hecho de pensarlo transmitiría instantáneamente un mensaje telepático a todas las madres italianas del universo, una de las cuales se materializaría ipso facto cargando bandejas de comida humeante. ¿Quién necesitaba el correo electrónico?
—Bennie solo quiere hablar conmigo para poder darme el finiquito.
—No —replicó Mary—. No es eso. Me ha dado poderes para representarla. Estás despedida. Y deja de provocar a mi madre.
—¿Por qué? Quiero que vuelque toda su ira en el vudú. Que clave alfileres en un muñeco, que encienda velas y haga maleficios. Necesito un poco más de tiempo para hacer ese dichoso artículo. —Judy sonrió, pero a la señora DiNunzio ya no había quien la parara.
—¡Esa bruja! Suerte tiene de que trabajéis para ella. ¡Suerte! Yo hablaré con ella. ¡Yo le diré cuatro cosas! —La señora DiNunzio cogió un tenedor de servir y pinchó al aire con un elocuente ademán. Judy, que solo la había visto en acción con la cuchara de madera, se sintió intimidada, y no era para menos. Las situaciones drásticas requerían medidas drásticas.
—¡Vosotras sois chicas listas! —prosiguió, blandiendo el tenedor—. ¡Muy listas! ¡Trabajáis como esclavas! ¡Os desvivís por ella! ¡Mi pobre Maria, hasta le dispararon!
Mary miraba a su madre de reojo.
—Mamá, por favor, deja el tenedor sobre la mesa. Y Bennie no es tan mala como la pintas.
—¡Es el demonio! —insistió la señora DiNunzio, temblando de emoción, y su marido le dio unas palmaditas en el brazo.
—Va bene, Vita. Va bene —dijo con gesto preocupado—. Mary se pondrá bien. Y Judy estará perfectamente, ¿verdad que sí, Judy?
—Por supuesto.
El señor DiNunzio lanzó un suspiro.
—No sé si deberías llevar el caso de Tony Palomo, Judy. Yo, yo soy el responsable. Yo te pedí que lo hicieras, y ahora mira lo que está pasando.
—Lo habría hecho de todos modos, señor DiNunzio. Quería hacerlo. —Judy alargó la mano por encima de la mesa y asió su brazo. Él cogió su mano. Parecía a punto de romper a llorar, y Judy sintió pánico. En un solo día había superado con creces su cupo anual de emociones—. No llore, señor DiNunzio. Todo irá bien, como usted mismo acaba de decir.
Mary sonrió.
—No sufras, Judy. Mi padre llora hasta cuando pierden los Phillies. Le gusta llorar. Solo se siente feliz si puede echar la lagrimita —le aseguró, y volviéndose hacia su padre añadió—: Papá, contrólate. Harás que Judy se sienta mal. No está acostumbrada a las personas como nosotros. Ella es normal.
El señor DiNunzio se rió con voz ronca.
—Estoy bien, estoy bien. Pero te voy a echar una mano, Judy. Me he enterado de lo de los palomos y ya lo tengo todo calculado.
—¿A qué se refiere? —preguntó Judy sorprendida, y entonces alguien llamó suavemente a la puerta.
—Ahora lo verás —dijo, y se levantó para abrir la puerta en el mismo instante en que otra ración de revoltillo aparecía en la mesa delante de Judy.
Mensaje recibido. Corto y cambio.