Capítulo 11
Era casi de noche, y en la angosta calle de South Philly no había sitio para las farolas. Judy apenas distinguía las coloridas tumbonas de plástico que descansaban en la acera delante de cada casa, en grupos de tres o cuatro. Los vecinos merodeaban por allí, pero sus siluetas apenas se adivinaban en la penumbra, con sus rulos de gomaespuma rosada y sus cigarrillos.
Judy avanzó sin dificultad entre el gentío, que se arremolinaba en torno a Frank y Tony Palomo, y una vez que logró trasponer la multitud miró hacia arriba. La puerta delantera de la casa adosada de Tony Palomo había sido arrancada de sus goznes a mazazo limpio, y los escalones de mármol que la precedían estaban cubiertos de astillas. Las dos ventanas de la fachada estaban destrozadas, como si alguien las hubiera aporreado con un bate de béisbol, y el fulgor de una lámpara brillaba en el interior de la casa. Judy se quedó contemplando aquel escenario de destrucción durante unos instantes, estupefacta, y luego hundió la mano en su bolso para sacar el teléfono móvil.
—¡Mis palomos, mis palomos! —gritó Tony Palomo con voz temblorosa, y salió disparado hacia la puerta, pasando delante de Judy como una exhalación y sin apenas apoyarse en la barandilla de hierro forjado tal era su urgencia.
Frank se apresuró a seguir sus pasos pero se detuvo a medio camino para tocar el brazo de Judy y decir:
—Escucha, hay que sacar a mi abuelo de aquí cuanto antes, ¿entendido? —le advirtió en voz baja—. Estará en peligro si se queda aquí esta noche. Él se opondrá con todas sus fuerzas, pero yo le diré que no puede quedarse, y tú me darás la razón. ¿De acuerdo?
—Claro —contestó Judy, que estaba dispuesta a aceptar órdenes de un cliente siempre que le pareciesen sensatas. Ya había abierto su StarTac negro y marcó apresuradamente el 911. Le contestó una voz de mujer.
—¿Oiga? —preguntó Judy, y Frank resopló con sorna.
—Que tengas suerte —le espetó antes de seguir a su abuelo.
—Quiero denunciar un allanamiento de morada —informo Judy y dio la dirección de Tony Palomo. La voz al otro lado de la línea le aseguró que un coche patrulla acudiría al lugar de los hechos lo antes posible. Judy cerró el móvil con un golpe de muñeca. No se sentía mucho más tranquila. Dependía de la policía de Filadelfia, lo que nunca era una apuesta segura. A menos que ella hiciera algo por impedirlo, la ley tenía todas las de perder frente a la vieja manera italiana de hacer justicia.
Un tintineo la sacó de su ensimismamiento; entrecerró los ojos para distinguir la figura de una mujer que llevaba una camiseta de los Phillics y se dedicaba a barrer las esquirlas de cristal con un recogedor de mango largo. Judy se sintió conmovida por el gesto, pero no podía dejar que siguiera barriendo.
—Sé que intenta usted ayudar, pero quizá no sea buena idea ponerle a barrer ahora mismo —dijo dirigiéndose a la mujer lo más educadamente posible—. Podría haber huellas dactilares en el cristal, u otras pruebas. Es, por así decirlo, la escena del crimen.
—Ah, lo siento —se lamentó la mujer, dejando de barrer al instante, Algunos pedazos de cristal habían quedado esparcidos en la acera y relucían a causa de la luz que manaba desde la ventana—. No tenía ni idea. En fin, usted sabrá, que es la abogada.
Judy no preguntó a la mujer cómo se había enterado de quién era ella, si por la tele o por el boca a boca de los vecinos de South Philly, que al parecer funcionaba mejor que la comunicación vía satélite.
—¿Dónde está la policía? ¿Nadie ha llamado a la policía? —No lo sé, señorita. Es una vergüenza, lo que le han hecho a ese pobre anciano —dijo la mujer.
—¿Quién lo hizo? —preguntó Judy, aunque sospechaba cuál sería la respuesta.
—No lo sé.
Judy no necesitaba verle la cara para saber que mentía. —¿No tiene usted idea de quién pudo haber sido?
—No —contestó la mujer, negando con la cabeza.
—¿Sabe usted a qué hora ocurrió? —No —respondió la mujer, alejándose. —¿Ha oído algo? ¿Ha visto algo? —No, nada —contestó la mujer, y desapareció entre la multitud, pero Judy no pensaba rendirse tan fácilmente. Alzó las manos, en una de las cuales sostenía el móvil.
—¡Por favor! ¡Escuchad! ¡Un momento de atención, por favor!
Los vecinos que aún rondaban por allí se detuvieron para mirarla. Judy no podía adivinar sus expresiones en la oscuridad, pero sabía que i la escuchaban porque de pronto se hizo el silencio, y un mar de gorras deportivas y redecillas rosadas se volvieron en su dirección. Las puntas de los cigarrillos relucían como gomas de lápices ardientes junto a los extremos más gruesos y menos incandescentes de los puros. Desde atrás, alguien soltó una carcajada, y otra persona gritó:
—Oye, ¿qué llevas en la mano, una bomba?
Todos se echaron a reír, incluida Judy, que se apresuró a guardar el móvil en su bolso.
—Como es evidente, tenemos un problema —gritó—. Alguien ha entrado en casa de Tony Palomo. ¿Alguno de los aquí presentes ha visto quién rompió la puerta y los cristales?
Su pregunta cayó en saco roto, aunque algunos vecinos empezaron a cuchichear entre ellos y el bromista del fondo seguía riendo entre dientes.
—Escuchad, alguien tuvo que haber visto u oído algo. No se abre una puerta a mazazos en cinco minutos, y romper una ventana es algo que hace mucho ruido. Ha tenido que pasar a plena luz del día. ¿Es que nadie va a echar una mano a Tony Palomo?
No hubo respuesta alguna desde la multitud, que empezaba a dispersarse. Alguien seguía riendo con disimulo, y Judy sintió ganas de estrangularlo.
—¡Esperad! No os vayáis. Todos vosotros sois vecinos de Tony Palomo. Os preocupáis lo bastante por él para recoger los cristales rotos. ¿Acaso no os preocupáis lo bastante para ayudarle a pillar a quien hizo esto?
Un murmullo recorrió la multitud en penumbra, que iba menguando minuto a minuto. Judy observó consternada cómo las sombras se deslizaban hacia sus casas adosadas y cerraban la puerta tras de sí. De pronto, aquella risita dejó de sonar y alguien gritó desde atrás:
—¿Quién demonios crees que lo hizo?
Judy respiró hondo. Lo único que iba a sacar de aquella gente eran suposiciones.
—Creo que sé quién lo hizo. De hecho, todos creemos saber quién lo hizo. Pero para poder obligarle a pagar por lo que ha hecho, tiene que haber alguien que lo haya visto u oído. Por eso, lo que ahora necesitamos, lo que Tony Palomo necesita es un testigo.
La multitud enmudeció de pronto, y Judy entendió por qué. Aquella última palabra había resonado en el aire nocturno de un modo que hasta a ella le había puesto la carne de gallina.
—Sabéis lo que es un testigo, ¿verdad? Os lo explicaré, puesto que soy la abogada de Tony Palomo y se trata de un término legal que tiene su intríngulis. Un testigo es alguien que tiene los huevos de dar un paso adelante y decir la verdad.
La multitud se echó a reír, esta vez con ella, aunque Judy notó que las deserciones no se habían detenido. Solo quedaban cuatro siluetas delante de ella, y una se veía obligada a hacerlo porque su perro, un beagle, se empeñaba en olisquear la acera.
—No tenéis que hacerlo ahora mismo. Podéis llamarme cuando queráis. Me llamo Judy Carrier y trabajo para Rosato y Asociadas, un bufete del centro. —Para cuando terminó la frase, todos los vecinos se habían marchado excepto el propietario del beagle, que seguía allí retenido, con aire infeliz, al otro lado de la correa.
—Bonito perro —dijo Judy.
—Es un coñazo —repuso el hombre, y se fue arrastrando al animal.
Frustrada, Judy se dio la vuelta y entró en la casa. Debería haber previsto lo que encontraría en el interior, pero no lo hizo. En circunstancias normales, la puerta delantera —o lo que quedaba de ella— habría dado paso a una pequeña sala de estar con un viejo sofá de color verde apoyado contra la pared de la izquierda, de la que colgaría un gran espejo y varias fotos en blanco y negro enmarcadas. Delante del sofá habría encontrado una mesa de centro de madera y junto a esta un viejo y rechoncho sillón de orejas tapizado con la misma tela verde oscura del sofá. Pero ahora apenas se podía reconocer la estancia. Aquello iba más allá del más puro vandalismo.
La mesa de centro estaba partida en dos y daba la impresión de que alguien había saltado sobre ella hasta que las patas habían cedido. El sofá estaba totalmente despanzurrado. Lo habían cosido a cuchilladas hasta dejar su tela verde convertida en un montón de jirones. Luego habían arrancado el relleno de guata blanca y lo habían esparcido por el sofá destripado y por el suelo. El sillón de orejas había sido acuchillado hasta la muerte, y alguien la había emprendido a mazazos con su armazón, que se había astillado en mil pedazos como si en lugar de madera fuera la osamenta de un esqueleto humano.
Horrorizada, Judy miró a la pared. Un golpe había bastado para hacer trizas el espejo, que colgaba de un solo lado, en un ángulo absurdo. La furia vandálica no se había detenido en el espejo, sino que se había abierto paso a golpes hasta el otro lado del tabique, destrozando el yeso y la malla metálica de su interior. La única parte de la pared que había resultado indemne era un crucifijo de madera que daba fe, al parecer, del espíritu cristiano de quienes habían perpetrado aquella atrocidad.
Judy movió la cabeza en señal de negación, pues no acababa de dar crédito a sus ojos. Aquel era un barrio de casas adosadas, donde todas las viviendas estaban unidas entre sí por una pared medianera. Era impensable que los vecinos de la casa contigua no hubieran oído los golpes, que habrían retumbado como si alguien estuviera echando la casa abajo. Si no le contaban nada a ella, se lo contarían a los policías. ¿O no? No podía pensar en eso ahora. Abandonó lo que había sido la sala de estar para seguir buscando a Tony Palomo y a Frank.
La estancia contigua a la sala de estar era la cocina, y estaba tan destrozada como esta. Todas las luces habían quedado encendidas, como si alguien hubiera querido asegurarse de que los daños serían debidamente apreciados. La mesa de la cocina, que se había llevado la peor parte, había cedido en el centro y estaba en el suelo partida en dos. El teléfono había sido arrancado de cuajo de la pared. Los cajones de los armarios, que parecían haber sido pintados de blanco no hacía mucho, habían sido arrojados al suelo, mientras que la cubertería y los utensilios de cocina yacían desparramados por toda la habitación. En una de las paredes, habían arrancado las puertas de los armarios y las habían arrojado al suelo de linóleo para luego vaciar el contenido de los mismos. Desperdigados sobre la encimera había varias bolsas de lentejas, dos latas de garbanzos y un frasco de altramuces. Platos rotos, punzantes esquirlas de vidrio y trizas de porcelana sembraban las baldosas. Había un paño de cocina atascando el desagüe del fregadero y el grifo estaba abierto, por lo que el agua inundaba la encimera y manaba hacia el suelo.
Judy se esforzó por comprender la mentalidad de quienes habían sido capaces de hacer algo así. Actuaban como vulgares matones, destruyendo cuanto encontraban a su paso sin miramientos de ningún tipo hasta agotar su ira. No habían robado los únicos objetos de la casa que podían tener algún valor, un televisor y un pequeño aparato de radio, sino que los habían destrozado. Nada de todo aquello parecía real, pero Judy tuvo entonces la misma sensación que había experimentado al presenciar la trifulca en la sala de juicio. Era real, sus ojos no podían negar la escena.
Movida más por instinto que por el uso cabal de la razón, Judy se acercó al grifo y lo cerró. El silencio le permitió oír la voz de Frank, procedente de la parte posterior de la casa. Debía de haber un patio trasero. Judy recordó lo preocupado que estaba Tony Palomo por sus aves. Se dirigió a la puerta trasera, temiendo lo que podía encontrar.