Capítulo 3

Tony Palomo se le antojó a Judy el acusado más entrañable de la historia, y nada más verlo en la sala de comunicaciones de la la Roundhouse, el edificio que albergaba las dependencias administrativas de la policía de Filadelfia, sintió un deseo irrefrenable de salvar a aquel anciano menudo. Medía tan solo un metro sesenta de estatura, probablemente no pesaría más de sesenta kilos y se llevó un susto de muerte cuando Judy irrumpió en la sala de interrogatorios. Llevaba puesto un mono de color blanco nuclear, a todas luces enorme para su raquítico cuello y su pecho de alfeñique. Los brazos, atrofiados, colgaban como ramas de las mangas cortas del mono, y un par de esposas de acero ceñían sus huesudas muñecas. Un puñado de hebras plateadas cubrían su calva, dorada por el sol y constelada de pequeñas manchas. Presidiendo el rostro, una nariz menuda y aguileña, despellejada. Bajo la breve frente asomaban los ojos, redondos y de un marrón muy oscuro, casi negro. Judy no podía explicarse aquel bronceado de surfista, pero dedujo que le llamaban Tony Palomo por su similitud física con dicha ave.

—Señor Lucia, soy abogada —empezó, la cartera en la mano—. Me llamo Judy Carrier y estoy aquí a petición de los señores DiNunzio. Ellos me han pedido que viniera a ayudarle.

Por toda respuesta, el anciano se limitó a mirarla con ojos entrecerrados, un gesto que Judy no supo cómo interpretar. A lo mejor no hablaba inglés. A lo mejor no quería un abogado. A lo mejor tendría que haberse puesto medias.

—Soy amiga de Mary DiNunzio. —Judy se sentó frente a Tony Palomo, en la silla de oficina de color naranja que encontró al lado de la mesa destinado a las visitas. Cinco destartaladas mamparas separaban sendos compartimentos de entrevistas. No había nadie más en la sala, no porque escasearan los criminales, sino más bien los abogados. Pocos se molestaban en visitar las entrañas de la Roundhouse, y la mayoría prefería citarse con sus clientes en algún lugar donde las cucarachas no camparan por sus respetos—. Conoce a Mary DiNunzio, ¿verdad?

El anciano, que la seguía observando con los ojos entornados, alzó lentamente el brazo y señaló a Judy con un dedo, que, aunque se veía torcido y nudoso, no temblaba. La manga se le arrugó al alzar el brazo, descubriendo un bíceps sorprendentemente musculoso y un crucifijo azul tatuado que se había ido desdibujando con el paso del tiempo. Pero Judy seguía sin entender qué señalaba Tony Palomo.

—Señor Lucia, ¿qué ocurre?

—Tu... tu cara —dijo al fin, con un inconfundible acento italiano—. Tu boca. ¿Sangre?

Judy se ruborizó. ¡El lápiz perfilador! O, mejor dicho, el lápiz rojo de las correcciones. Con razón los policías habían retrocedido al verla. Y ella que creía que les imponía respeto como abogada.

—No, no estoy sangrando. Lo siento. —Judy se frotó la boca rápidamente con el dorso de la mano—. Pese a las apariencias, no soy payasa sino abogada, y no del todo mala, señor Lucia.

—Mariano me lo dice. Io lo llama, y él dice que tú viene. Gracias. —El anciano asintió con un ademán cortés—. Y prego, me llama Tony Palomo. Todos me llaman así.

—De acuerdo, Tony Palomo, no hay de qué, y me alegro de representarle —le aseguró Judy, y entonces recordó que podía ser despedida por aceptar el caso de un cliente afable. Últimamente se dedicaba a representar empresas, la clase de entidades en cuyos estatutos internos se imponía la hosquedad en el trato—. Tendré que asegurarme de que mi jefa esté de acuerdo en que el bufete acepte su caso. Hoy solo he venido para asegurarme de que no se perjudique a sí mismo.

Tony Palomo frunció el ceño, confuso.

Judy se regañó mentalmente por no pensar antes de hablar. Su única experiencia con interlocutores cuya lengua materna no era el inglés había sido en la facultad de derecho, en cuyo consultorio jurídico había hecho prácticas, y en aquella ocasión el latín tampoco le había servido de mucho.

—Lo que quiero decir es que podría ir en contra de sus propios intereses sin querer, si por ejemplo le dijera a la policía cosas que más tarde se puedan utilizar en su contra. No habrá hablado con la policía, ¿verdad?

Io no dice niente, como me dice Mariano.

—¿Le ha hecho la policía alguna pregunta sobre el asesinato? —preguntó Judy, al tiempo que abría el cierre de su desordenada cartera y hurgaba entre un sinfín de objetos inútiles hasta encontrar un bloc de notas y un rotulador Pilot que apareció por pura chiripa. ¿Y qué si su cartera estaba un poco llena? A veces uno tenía que salir con la casa a cuestas. Nada como ser hija de un militar para aprender a montar una tienda de campaña en un periquete.

—Sí, sí, ellos me preguntan muchas cosas.

—¿Como qué? —Judy quería averiguar si los policías habían intentado saltarse a la torera los derechos del detenido, como seguían haciendo en algunos casos. Era inadmisible que intentaran aprovecharse de un pobre anciano, alguien que por más señas ni siquiera dominaba el inglés. Deberían avergonzarse.

—¿Muchas cosas?

Io no dice niente.

—Bien hecho.

—No gusta a mí.

Judy empezaba a cogerle el truco a la lengua híbrida que hablaba Tony.

—¿Qué es lo que no gusta a usted?

—La policía.

Judy sonrió mientras quitaba el capuchón al rotulador y hojeaba el bloc de notas en busca de una página en blanco.

—Bien, ¿y qué más ha hecho la policía?

—Me traen aquí, me cogen manos. —Tony Palomo alzó las pequeñas palmas de sus manos para que Judy pudiera ver las yemas de sus dedos, negras a causa de la tinta—. Me sacan foto. Me quitan tutto: ropa, zapatos, calcetines. ¡Me quitan sangre! Me quitan tutto, tutto. ¡Io no puede creer!

Sus ojos negros rebosaban indignación, y Judy dedujo que su nuevo diente no había visto mucho mundo.

—Le han quitado la ropa y le han sacado una muestra de sangre porque pueden ser utilizadas como pruebas circunstanciales. Siempre lo hacen. Es lo habitual en estos casos.

—¿Pruebas circunstanciales? —repitió Tony Palomo despacio, separando las sílabas del segundo término, cuyo significado ignoraba—. ¿Qué es pruebas circunstanciales?

—Es lo que demuestra que alguien es culpable del delito del que se le acusa. Las pruebas circunstanciales demuestran sin lugar a dudas que esa persona cometió el delito.

—¿Demostrar? ¡Me quitan mutandine!

—¿Qué significa mutandine? —preguntó Judy, y Tony Palomo se ruborizó, delatado por su fina piel. Judy supuso que mutandine significaba ropa interior.

Niente —añadió enseguida, apartando la vista, y Judy reprimió una sonrisa. No podía creer que la policía hubiera detenido por asesinato a un ancianito tan adorable. Tenían que haber perdido la chaveta. También ella empezaba a tenerles cierta antipatía.

—Según tengo entendido, se le acusa de asesinato —prosiguió Judy, comprobando sus notas—. El hombre al que dicen que usted mató tenía ochenta años y se llamaba Angelo Coluzzi. ¿Lo he dicho bien, Coluzzi? —Lo había pronunciado como si fuera un plato de pasta, aderezándolo con ese toque alegre y dicharachero que asociaba a todo lo italiano—. ¿Lo he dicho bien?

—Sí, sí. Coluzzi.

—Estupendo. Arriba estarán tramitando, es decir, preparando, la acusación contra usted. ¿Lo entiende?

—Sí —contestó Tony Palomo, y se le nubló el rostro—. Asesinato.

—Eso es, asesinato, y yo debo saber qué pruebas tienen contra usted. Voy a empezar por hacerle unas cuantas pregun...

Io mata a Coluzzi —soltó de pronto Tony Palomo, y Judy se quedó muda. Supuso que no lo había escuchado bien. No podía haber dicho lo que creía haber oído. Se aclaró la garganta.

—No acaba usted de decir que asesinó a Coluzzi, ¿verdad que no? —preguntó, en un tono horrorizado que de profesional tenía muy poco. No sabía qué se suponía que debía hacer un abogado cuando su cliente se confesaba culpable motu proprio. Probablemente aconsejarle que se callara, pero ese no era el estilo de Judy. Si lo que decía era cierto, por muy espantoso que fuera, necesitaba saber qué le había empujado a cometer semejante atrocidad—. ¿Ha dicho usted que asesinó a Coluzzi?

—No.

Judy suspiro de alivio. Debía de haber algún problema de comprensión lingüística.

—Menos mal.

Io no asesina a Coluzzi.

—Ni por un momento he pensado que lo hubiera hecho.

Io lo mata.

Tony Palomo asintió con firmeza, sus finos labios cerrados en una línea obstinada, sumiendo a Judy en la más perfecta perplejidad.

—Volvamos al principio, señor Lucia, quiero decir, Tony. ¿Mató usted a Angelo Coluzzi? ¿Sí o no?

—Sí, sí. Io lo mata. Pero —Tony Palomo alzó un dedo en ademán de advertencia— Io no lo asesina. Io no lo asesina!

—¿Qué quiere decir? —preguntó Judy confusa. De pronto se acordó del caso antimonopolio que tenía entre manos. La ley Sherman era pan comido comparada con un inmigrante italiano—. Mató usted a Coluzzi pero no lo asesinó, ¿es eso?

Ecco.

—Eso es que sí, ¿verdad? —insistió. Quería asegurarse. La claridad era su máxima prioridad en aquel momento, puesto que estaban hablando de un asesinato.

—Sí, sí. Él mata a la mía esposa, así que io lo mata a él. Non es asesinato.

Judy sintió que le quitaban un peso de encima. A lo mejor había actuado en defensa propia.

—¿Dónde estaba su esposa cuando Coluzzi la mató? ¿Intentaba usted protegerla en ese momento? ¿Por eso lo mató?

—No.

—¿No?

—La mía esposa muere hace sesenta años. Coluzzi asesina a la mía esposa.

Desconcertada, Judy dejó su rotulador Pilot sobre la mesa.

—¿Me está diciendo que Coluzzi mató a su esposa hace sesenta años, y que por eso lo ha matado usted hoy?

—Sí.

—¿Por qué ha esperado tanto tiempo?

—¡Sí, sí! —Tony Palomo se puso rojo de emoción—. Sesenta años, no importa. Occhio per occhio, dente per dente. Coluzzi hombre grande, hombre importante —prosiguió, animándose sobre la marcha y llenando de aire su pecho cóncavo—. Fascisti! Capisci, fascisti?

—Sí, fascistas, supongo. —Judy se estrujó la sesera en busca de información sobre la historia de Italia, pero lo único que le venía a la mente eran escenas de Los Soprano. Se esforzó un poco más—. ¿Como Mussolini, quiere usted decir?

—¡Sí! Il Duce!-Tony Palomo sacó el labio inferior hacia fuera, remedando al dictador italiano—. ¡Asesino! ¡Él sí, ma io no!

—No entiendo qué...

—¡Coluzzi asesina a la mía Silvana! —Las lágrimas asomaron a los ojos de Tony Palomo, prestándoles un inconfundible brillo que el anciano conjuró pestañeando furiosamente, a todas luces avergonzado. Su protuberante nuez de Adán subía y bajaba sin cesar por el cuello nervudo—. Así que io mata a Coluzzi.

—¿Me está diciendo que ese tal Coluzzi mató a su esposa en Italia?

Ecco! ¡Él la asesina!

—¿Por qué lo hizo?

—Porque él la quiere, pero ella no quiere a él. ¡Así que él la mata!

Tony Palomo se estremeció al recordarlo, y un escalofrío recorrió su rostro, poniendo de manifiesto su fragilidad. Judy volvió a sentir lástima por él.

—Entonces, ¿ha sido una venganza?

—Sí, sí.

Judy empezaba a comprender las circunstancias, pero seguía habiendo muchos cabos sueltos en toda aquella historia.

—¿Significa eso que Coluzzi no fue detenido por el asesinato de su esposa?

—¡Sí, sí!

—¿Y qué hizo la policía?

—¡Coluzzi es la policía, los fascisti son la policía! ¡No les importa! ¡Io lo dice, y ellos no hacen niente! ¡Se ríen! —Sus finos labios dibujaron un rictus de amargura—. Allora viene la guerra, y a nadie le importa una pobre ragazza. Nadie quiere saber niente ¡Allora Tony Palomo hace justicia! ¡Por Silvana! ¡Por Frank, el mío hijo! —Tony se inclinó hacia delante y se aferró a la mesa de formica con sus manos esposadas—. Andiamo! ¡Io dice al juez!

Judy alzó las manos en el aire.

—¡No! No andiamo a ningún sitio, y no se lo vamos a decir a nadie. ¡A nadie! —recalcó, para añadir a renglón seguido—: No le habrá dicho nada de todo esto a la policía, ¿verdad?

Tony Palomo negó con la cabeza.

—No gusta a mí.

—¿El qué?

—La policía.

Lo había olvidado.

—De acuerdo, veamos: después de la comparecencia ante el juez, que es cuando lo acusarán formalmente, se decidirá si le imponen una fianza, lo que significa que lo pondrán en libertad pero a cambio de cierta cantidad de dinero. Creo que lo dejarán salir bajo fianza, habida cuenta de su edad y la ausencia de antecedentes penales. —No bien lo dijo, Judy cayó en la cuenta de su imprudencia—: No habrá matado usted a nadie más, ¿verdad?

Tony Palomo pensó un momento antes de contestar.

—No.

—Bien. ¿Ha cometido algún otro delito?

—No.

—Estupendo. En el caso de que le concedan la libertad bajo fianza, ¿quién la pagará?

Tony Palomo volvió a fruncir el ceño, como si no hubiera entendido sus palabras.

—¿Quién vendrá a sacarle de la cárcel? ¿Quién pagará el dinero para que lo dejen salir en libertad? ¿Tiene algún familiar que se pueda hacer cargo de usted?

—Frank. El mío nieto. El viene. —Tony Palomo se puso tenso—. Io dice al juez.

—No, no le dirá nada al juez. —Judy tenía el deber legal dé protegerlo y quería llegar al fondo de aquella historia antes de condenarlo, aunque se tratara de un asesino—. Escúcheme bien: esto no es Sicilia, y aquí la venganza no sirve como atenuante en caso de asesinato.

Com'e?

—No se lo puede contar al juez. Si lo hace, la policía lo pondrá entre rejas para el resto de su vida. Y no queremos que eso ocurra, ¿verdad que no? Nunca volvería a ver a Frank. —Al oír estas últimas palabras, Tony apretó los labios. Por fin lo había entendido—. Bien. Entonces estamos de acuerdo. Ahora iré arriba para intentar averiguar cuándo es la comparecencia ante el juez. Tiene que prometerme que no hablará de esto con nadie más. ¿Me lo promete?

—Sí, sí. Io lo fatto.

Judy no tenía tiempo para traducir. Quería irse arriba cuanto antes y averiguar qué pruebas tenían contra él.

—Prométamelo, ahora.

Tony Palomo frunció el labio inferior, pensativo.

—No oigo nada —canturreó Judy, llevándose una mano a la oreja y arrancándole una sonrisa a Tony Palomo.

Io promete a la signorina de la boca grande —soltó al fin, y Judy dio por sentado que se refería al perfilador labial.