Capítulo 8
Judy nunca había presenciado nada remotamente similar en ninguna de las salas de juntas de Rosato y Asociadas, ni en ningún otro bufete, ya puestos. Alrededor de la elegante y reluciente mesa de nogal se congregaban tres octogenarios italianos cubiertos de magulladuras y cardenales, desplomados sobre sus sillas delante de sendas tazas de café. En el centro de la mesa descansaban inadvertidos varios blocs de notas en blanco y una pila de lápices con la punta afilada, listos para escribir. El sofisticado intercomunicador de color gris permanecía mudo. Tras los Inmensos y relucientes ventanales se atisbaba la línea del horizonte, erizada de rascacielos de granito y columnas de cristal espejado, y aunque eran las mejores vistas de toda la ciudad, los ancianos reunidos en torno a la mesa estaban demasiado doloridos para dejarse impresionar.
Judy examinó los daños al tiempo que repartía analgésicos entre los heridos. Por lo menos nadie había acabado en el hospital. El señor DiNunzio tenía un corte bastante feo en la barbilla, que se veía hinchada, pero no necesitaba puntos, y había repartido en la misma medida en que había recibido. Tony el de la Esquina, que había revelado una sorprendente agilidad pese a sus kilos de más, fue el primero en responder al ataque del clan Coluzzi, indignado cuando alguien le llamó «gordo cabrón».
Frank tenía un buen tajo por encima del ojo derecho —por suerte, la hemorragia se había detenido— y había logrado el mayor número de bajas en el bando opuesto, seguramente por su mayor estatura y su complexión atlética, pero también porque era el único con menos de setenta años. Estaba a punto de tumbar al más robusto de los hermanos Coluzzi cuando un ejército mixto de guardias de seguridad del tribunal y policías uniformados entraron en la sala por orden del juez de instrucción, que parecía al borde de un ataque de nervios. Los policías disolvieron la pelea, separando a los contendientes y amenazando con hacer uso de la fuerza hasta que la multitud se dispersó y cada uno volvió a su esquina del barrio. Si ningún Lucia había ido a la cárcel era tan solo porque lo había impedido una rubia lenguaraz cuya predilección por el grupo de la derecha apenas se notaba.
Judy cerró con un chasquido el envase de los analgésicos y vio cómo Frank aplicaba una tirita sobre la calvorota de Tony Dos Pies que, como no podía ser menos, había demostrado un talento inigualable para patear las espinillas de los Coluzzi. Por desgracia, las gafas de señor Cabeza de Patata habían ido a parar al suelo en medio de la reyerta y las llevaba hechas añicos en el bolsillo de la camisa, cuya delgada tela dejaba entrever la montura.
En lo tocante al papel de Judy en la batalla campal, se había visto relegada a la línea de banda. Al parecer, para los Coluzzi ella era algo así como Suiza. Tras haber perdido uno de los zapatos marrones de Bennie en medio de la confusión, pérdida que no lamentó demasiado, ayudó a los policías a poner fin a la trifulca. Tony Palomo resultó ileso, pero solo porque no estaba presente en el momento en que había estallado la refriega, ya que se hallaba todavía bajo custodia policial. Atendiendo a los hechos, Judy estaba dispuesta a reconsiderar su opinión sobre las comparecencias televisadas. Eran una idea excelente cuando había italianos de por medio.
Estaba de pie junto a la cabecera de la mesa cuando tomó la palabra-Muy bien, ahí va el sermón. En primer lugar, tenemos una suerte tremenda de que el juez no le haya retirado a Tony Palomo la libertad bajo fianza, y espero que todos seáis conscientes de eso. Quiero que tengáis muy claro que a partir de ahora este asunto se va a llevar de un modo muy distinto. Puede que sea un poco lenta, pero empiezo a captar la idea. Lucia detestan a los Coluzzi, y los Coluzzi detestan a los Lucia. Perfecto, pero ahora mismo eso da igual. Yo no puedo ni quiero defender a Tony Palomo en este caso si vosotros no podéis controlar vuestros impulsos. —Judy no estaba acostumbrada a hablar en un tono tan autoritario, pero empezaba a tomarle gusto a la cosa del poder femenino, aunque en su caso sonara como una profesora de gimnasia. Deseó tener un silbato colgado un cordón de seda con los colores de su club—. Tenéis que acostumbraros a pensar en las consecuencias de vuestros actos. No podéis ser tan temperamentales, al menos en ciertas circunstancias.
Tony Palomo parpadeó. El señor DiNunzio miraba con gesto grave; Tony Dos Pies no se atrevía a levantar la cabeza. En cambio, Frank sonreía, pese a la hinchazón de su pómulo derecho. Estaba de pie junto al extremo opuesto de la mesa, con las manos apoyadas en el respaldo de la silla de Tony Palomo.
—Te recuerdo que así somos los italianos.
—Te recuerdo que es la vida de tu abuelo lo que está en juego —le espetó Judy, y vio cómo se le borraba la sonrisa de los labios—. Tenéis que estar por encima de ciertas cosas. El hecho de ser italiano no es una excusa para hacer lo que a uno le venga en gana. Al menos en lo que a mí respecta. De ahora en adelante, o llevamos este asunto a mi manera, o Tony Palomo tendrá que buscarse otro abogado.
El aludido dejó de parpadear, y las comisuras de sus labios dibujaron un arco hacia abajo.
—Tony, escúcheme —Judy suavizó su tono, pues hasta las profesoras de gimnasia tenían su corazoncito—. ¿Entiende lo que estoy diciendo?
—Judy, nosotros no empieza la pelea. Los Coluzzi empieza —adujo, agitando en el aire su puño huesudo—. Ellos golpea, nosotros golpea.
Tony Dos Pies asintió en silencio, secundado por Tony el de la Esquina, y Judy se dio cuenta de que aquello no iba a ser precisamente coser y cantar.
—Caballeros, caballeros. Por favor. No quiero tener que oír aquello de «fueron ellos los que empezaron» de labios de hombres de ochenta años. Ustedes ya no son ningunos niños, sino hombres hechos y derechos. Deberían avergonzarse de lo que han hecho, pero siguen sin entenderlo. —Judy se escuchó a sí misma y se preguntó cuándo sonaría la campana del recreo—. Esto no es un patio de colegio, ni una pelea, ni tan siquiera una guerra, sino un caso jurídico. Una cuestión legal.
—Dentro de una guerra —apostilló Frank sin inmutarse, mientras bebía a sorbos su café, y Judy resopló, exasperada.
—Puede que sí, pero yo mando en esta guerra, o me largo ahora misino. —No bien lo dijo, cogió su cartera y se encaminó a la puerta, por si Tony Palomo no había captado el mensaje. El hecho de que fuera su propia sala de reuniones le parecía una nimiedad en comparación con el efecto dramático del ultimátum. Si lograba salirse con la suya, la ascenderían a profesora de ciencias naturales y podría dibujar en la pizarra trompas de Falopio con forma de cornamenta de alce—. O lo hacemos a mi manera, o me voy.
—¡No, Judy! —exclamó Tony Palomo en tono angustiado. Judy dio media vuelta girando sobre un solo zapato, lo que tampoco estaba nada mal.
—¿Quiere que yo lo defienda en el juicio? —preguntó, y la cabeza morena del anciano se movió arriba y abajo.
—¡Sí, sí!
—¿Se portará bien?
—¡Sí, sí!
—¿Se acabaron las peleas?
—¡Sí, sí!
—¿Me lo promete, como antes? Cuando estábamos en la sala de comparecencias, me preguntaba si cumpliría su promesa.
Tony Palomo seguía asintiendo.
—È vero. Io promete.
—Y todos los Lucia tienen que aceptar las reglas, Tony Palomo. Todos los que estaban hoy en la sala. Todos los del barrio, de la dichosa aldea italiana, el equipo al completo. ¿Lo entiende? ¡Se acabaron las peleas! De lo contrario, me voy.
—¡Sí, sí!
El señor DiNunzio se levantó, visiblemente contrariado.
—No te vayas, Judy. Tienes razón en todo lo que has dicho. Yo me aseguraré de que no haya más peleas. Lo juro ante Dios.
Los dos Tonys parecían sinceramente arrepentidos.
—Vale, tú ganas. Se acabaron las peleas —concedió Tony Dos Pies, parpadeando sin sus gafas, y Tony el de la Esquina se sumó a regañadientes con un breve ademán.
Judy miró a Frank, que seguía bebiendo su café a sorbos.
—¿Y bien?
—Y bien, ¿qué? —replicó Frank, mientras dejaba su vaso de polietileno sobre la mesa—. ¿La pregunta es si prometo no luchar cuando vengan a por mi abuelo? La respuesta es no.
—¿Te has vuelto loco? —Judy dejó caer su cartera, sin acabar de dar crédito a sus oídos—. Ya no estáis en Nápoles. Todo aquello ocurrió en el año mil novecientos, y ha llovido mucho desde entonces. Ahora estáis en Filadelfia, en un nuevo milenio. Tenemos internet, y libros electrónicos, y estrellas pop adolescentes. Tenemos a Microsoft y a Britney Spears. Nadie tiene que ir al pozo a buscar agua en esta ciudad, ni que aporrear los calcetines contra las rocas para lavarlos. ¡Si alguien viene a por tu abuelo, llamamos a la policía y fuera!
—¡No gusta a mí la policía! —gritó Tony Palomo, golpeando la mesa con su pequeño y encallecido puño—. Io non sono napoletano!
Judy no entendió sus palabras.
—¿Qué ha dicho? —preguntó a Frank, que sonrió ante el arrebato de su abuelo, esta vez con evidente regocijo.
—Le ofende que le hayas dicho que es de Nápoles. Cree que todos los napolitanos son unos ladrones.
Judy soltó un gruñido.
—¿Es eso lo único que has entendido de todo lo que he dicho?
—No, pero no estoy de acuerdo contigo —contestó Frank en tono conciliador—. Tú dices que se trata de un caso jurídico, pero cuando yo digo que se desarrolla en medio de una guerra, lo digo en serio. Tú crees en la ley y en sus reglas, pero la vendetta existe al margen de la ley. El tiempo y el espacio le son indiferentes, y no se terminó como tú dices en mil novecientos. Está tan viva como los recuerdos de los Coluzzi y los Lucia, que se criaron en otro tiempo, en otro país, y cuya forma de vida sigue viva para ellos, para sus hijos y para sus nietos.
—¿Estás defendiendo las vendettas?
—No, te las estoy explicando. O al menos esta. Tienes que entender cómo funciona todo esto si quieres representar a mi abuelo.
Judy se quedó sin palabras. Frank estaba dando la vuelta a la tortilla delante de sus narices, lo que no le hacía ninguna gracia. Su voz estaba cargada de autoridad y convicción, y no podía dejarle ganar, por su propio bien y por el de Tony Palomo. Las palabras de Frank atacaban los cimientos del sistema jurídico en cuya creencia Judy había sido educada y que incluso había llegado a amar. Las palabras seguían sin acudir a la mente de Judy, lo que le producía una gran inquietud.
—John y Marco Coluzzi no van a consentir que esto quede así, Judy. Vendrán a buscarle, de eso puedes estar segura, y no tardarán en hacerlo. ¿Qué quieres que haga cuando eso pase? Es mi abuelo, y tu cliente.
Judy alzó las manos en un gesto de impotencia.
—Si eso es cierto, ¿por qué acabo de conseguir que lo pongan en libertad bajo fianza? ¿Por qué no lo hemos dejado en la cárcel?
—Hemos hecho lo correcto. En la cárcel correría más peligro. Aquí lucra puedo protegerlo, y es mi deber hacerlo. Tus leyes no servirán de nada.
—¿Por qué?
—Porque los Coluzzi están por encima de ellas. Lo han estado hasta ahora. Tienen dinero y poder, y acabarán con él si les dejamos. Tus leyes no permiten arrestar a nadie hasta que haya asesinado a alguien, y a veces ni siquiera entonces.
Tony Palomo asintió con gesto abatido.
—È vero —puntualizó, y Judy intentó traducir sus palabras. Sonaba como el sustantivo latino veritas, «verdad». Ambos hombres la miraban ahora con expresión grave, en sus labios un mismo rictus obstinado, en los ojos un oscuro fulgor. Se sintió abrumada por el tremendo parecido entre abuelo y nieto. Era como una prueba viviente de que las similitudes de rasgos y carácter saltan una generación para pasar a la siguiente. A lo mejor era cierto todo lo que decían. Ella nunca lo habría creído de no haber visto con sus propios ojos la que se había armado en la sala de juicio. Y si toda aquella locura de la vendetta era verdad, Tony Palomo podía acabar muerto antes de que ella pudiera defenderle en un juicio con todas las de la ley.
—De acuerdo —concedió Judy de pronto—. Reconozco que tu abuelo puede estar en peligro, pero tenemos que investigar las circunstancias que rodean este caso para poder elaborar una defensa. Tenemos que avanzar. Así que tú protégelo a tu manera y yo lo haré a la mía. Devuelve los golpes, solo para protegerle, y yo atacaré con la ley.
El gesto grave de Frank se deshizo en una sonrisa de alivio.
—¿Quieres apostar cuál de los dos ganará?
—No puedo aceptar tu dinero —repuso Judy—. Y ahora, en marcha.
Judy no tenía una religión propiamente dicha, pero creía en su buena estrella, en los donuts Krispy Kreme y en Vincent van Gogh. De hecho, estaba segura de que había sido su inmensa buena estrella la que había hecho que su jefa no estuviera en el bufete cuando ella se había presentado allí con sus maltrechos clientes. Solo esperaba que le quedara suficiente suerte en la reserva para poder salir de la sala de reuniones sin ser vista. Se había vuelto a calzar sus zuecos amarillos para facilitar la fuga y también por evidentes motivos de estilo.
Entornó la puerta de la sala de reuniones para asegurarse de que no había moros en la costa. Una estancia cuadrada con una elegante moqueta azul hacía las veces de distribuidor y zona de reunión informal. A su alrededor se concentraban los despachos, presididos por secretarias; que trabajaban enclaustradas entre mamparas. Las impresoras estaban en marcha, se oía el tamborileo de los teclados, las abogadas daban a la sin hueso. Las secretarias hacían el trabajo de verdad. Todo en orden. Y ni rastro de la jefa.
Judy salió de la sala de reuniones flanqueada por Frank y el señor DiNunzio. Los seguían «los Tres Tonys», que sonaba a nombre de trío operístico pero no lo era. Las secretarias apartaron la mirada pudorosamente al paso de los heridos, del mismo modo que las buenas personas evitan quedarse mirando boquiabiertas el escenario de un accidente de tráfico, pero las abogadas no se anduvieron con tales sutilezas. Murphy y su séquito de abogadas murphianas, que se dedicaban a matar el tiempo en los pasillos, se los comieron literalmente con los ojos, y a Judy no se le escapó que los labios de Murphy se entreabrieron en cuanto se fijó en Frank, aunque no habría sabido decir si porque estaba tan bueno o porque estaba tan bueno incluso cuando iba hecho un Cristo.
—Son clientes míos —explicó Judy a las abogadas murphianas al pasar por delante de ellas—. Por favor, no babeéis, ni señaléis, ni os quedéis boquiabiertas, ni os echéis a reír. Limitaos a saludar.
Murphy tendió a Frank una mano delicada.
—Jamás haría algo semejante. Tú debes de ser Frank Lucia. Te he visto en la tele.
—No me cabe duda —observó Judy con sorna. La reyerta en plena sala de comparecencias había acaparado los titulares de los telediarios locales—. Ahora despídete.
—Encantada —le dijo Murphy a Frank, haciendo oídos sordos a las palabras de Judy. Estrechó la mano de Frank y él correspondió al saludo, para decepción de Judy—. Hay que ver la que habéis montado en el tribunal. Todo el mundo liándose a puñetazos, incluso fuera de la sala, cuando llegó la policía para separaros. El del telediario dijo que nunca había visto nada semejante en un juzgado.
Frank sonrió.
—Falsa modestia, seguramente.
Murphy rompió a reír, al igual que sus amigas, puesto que esa era su principal ocupación en la vida, y la única para la que estaban capacitadas. Judy estaba hasta las narices.
—Bueno, ahora tenemos que irnos. Di adiós.
—¿Pero es que no vas a presentarme? —preguntó Murphy, y Judy apretó los dientes. Murphy no estaba interesada en conocer a los Tres Tonys.
—Frank Lucia, te presento a Murphy. Se hace llamar así, nadie sabe por qué. Ahora vámonos.
—Encantado de conocerte —dijo Frank, y Judy lo cogió del brazo. No quería toparse de narices con Bennie, y sí, también estaba un poco celosa de Murphy. Podía tener más de un motivo para hacer algo, era una chica de personalidad compleja.
Se encaminaron a la recepción, seguidos por los Tres Tonys, que ya no recordaban a Judy a nada remotamente relacionado con la ópera, sino más bien una de esas furgonetas municipales de las que cuelga el letrero vehículo lento. Los vio arrastrar los pies por la mullida moqueta, cansados y magullados, y le dieron lástima, pero tenían que marcharse. Casi habían llegado a la recepción cuando se agotó la reserva de suerte de Judy.
—¡Justo la abogada con la que quería hablar! —tronó Bennie, irrumpiendo en el bufete con su pesada cartera en una mano y dos diarios bajo el brazo. Se detuvo un instante, se presentó a Frank y al Vehículo Lento y les sonrió, más que nada para tranquilizarlos. Seguía manteniendo aquella sonrisa forzada cuando sacó un diario de debajo del brazo y lo tendió a Judy—. Tengo que irme a mi despacho, pero he pensado que quizá te gustaría echarle un vistazo a esto. Tal vez quieras añadirlo a tu álbum de recortes. Ah, y esto de aquí es muy instructivo. Parece ser que tus clases de boxeo empiezan a dar sus frutos.
—Gracias —dijo Judy, también para tranquilizar a sus clientes, y abrió el Daily News, el diario sensacionalista más vendido de Filadelfia. derecho incivil, rezaba en grandes letras el titular de la primera página, y debajo había una foto de los guardias de seguridad acompañándoles a ella y a Frank hasta la puerta de salida de los juzgados. Judy pensó que hacían buena pareja, pero no le pareció el momento oportuno para comentarlo—. Es verdad que la cosa se nos fue un poco de las manos.
—Salta a la vista. No creo que liarse a puñetazos en plena sala de juicio sea la línea de defensa más aconsejable en este caso, Judy. —Bennie se volvió hacia Frank, a todas luces enojada, aunque seguía sonriendo—. Por cierto, solo para que no se hagan una idea equivocada, en Rosato y Asociadas solemos reservar las agresiones a terceros y otras faltas graves para las horas de despacho.
Frank forzó una sonrisa.
—Por favor, no culpe a Judy por lo que ha pasado. Yo soy el responsable de lo que ocurrió, y ella ya nos ha leído la cartilla. Lo siento mucho.
Bennie dio un manotazo en el aire, como restándole importancia, y se fue sin más.
—No tiene por qué disculparse —añadió cuando ya se iba—. Si han ganado la pelea.
—Hemos ganado —confirmó Frank, elevando la voz para que ella pudiera oírlo, y mientras se dirigía a grandes zancadas a su despacho, Bennie levantó el puño con el pulgar hacia arriba.
El breve encuentro dejó atónitos a los ciudadanos de la tercera edad allí reunidos y a la propia Judy, hasta que cayó en la cuenta de que tenía que ponerse manos a la obra. De camino a la salida, cogió los mensajes de teléfono que la recepcionista tenía para ella y mientras se dirigía al ascensor hojeó las finas cuartillas de color rosado. Había tres mensajes del abogado de la acusación, uno del fiscal general de Huartzer y otro de Mary. De momento, haría caso omiso de todos menos del fiscal general y del de Mary. Tampoco comprobaría si había mensajes en el correo electrónico ni el buzón de voz.
Lo primero era lo primero, y tenía un italiano al que defender.