Capítulo 21
La luna llena derramaba su luz sobre una insólita caravana que se abría paso entre los bloques de edificios. Viejos Chryslers, Toyotas, Hondas y un destartalado Ford Fiesta serpenteaban por las calles formando una línea de diez vehículos. No era la Carrera del Oro, sino la Carrera del Palomo, e iba bastante más despacio porque estaba llena de septuagenarios cuyos reflejos al volante en plena madrugada no eran precisamente rápidos. Judy, que encabezaba la marcha, conducía la camioneta de Frank a paso de tortuga por la angosta calle, con el señor DiNunzio sentado en el asiento del acompañante, mientras Tony el de la Esquina y Tony Dos Pies iban detrás.
—Frena, Judy. Perderemos a Tullio —le advirtió Pies, inclinándose hacia delante. Se había roto el puente de las gafas y había pegado las dos partes de la montura con una gruesa tirita que no podía facilitarle demasiado la visibilidad.
—En Ritner tienes que torcer a la izquierda —avisó el señor DiNunzio, señalando.
Judy dobló la esquina despacio y frenó hasta alcanzar diez kilómetros por hora, pese a que el potente motor de la camioneta chirriaba en señal de protesta. Aquello era como llevar a un tigre de la correa.
—Tullio sigue rezagado —anunció Tony el de la Esquina, sosteniendo entre los labios el puro a medio fumar que había apagado por insistencia de Judy aunque apestaba incluso después de apagado—. La culpa es del dichoso Fiesta. Ya le he dicho que se deshaga de ese coche. Es pura chatarra.
—No escucha a nadie —intervino Pies, y Tony el de la Esquina asintió.
—Como se quede tirado, yo no pienso salir a empujar.
—Yo tampoco. Que vuelva caminando. Yo también le he dicho que se cambie de coche, pero es un tacaño de mucho cuidado.
—Dios nos libre de tener que mandarlo algún día a recoger un talón.
Pies chasqueó la lengua.
—Antes muerto.
—Antes muerto —confirmó Tony el de la Esquina, y se sorbió la nariz con estridencia—. No olvidéis que se negó a participar en el regalo del juez del hipódromo de Newark. ¡Es increíble! Ni siquiera por el juez fue capaz de aflojar la bolsa.
—Antes muerto.
—Antes muerto. Ni siquiera por el juez. Y yo me pregunto: ¿cómo creéis que le va a ir en la próxima carrera de palomos? Eso me pregunto yo. ¿Creéis que alguna vez ganará una competición?
Pies volvió a chasquear la lengua.
—¿Crees tú que ese juez va a dejar pasar por alto lo que hizo?
—¿Crees que ese juez va a olvidar al desgraciado que no quiso participar en su regalo? ¿Que ni siquiera sabía cuál era el regalo? Nunca.
—Antes muerto.
—Antes muerto.
Judy alzó los ojos al cielo, exasperada. Ya no sabía cuál de ellos estaba hablando, ni le importaba.
—Caballeros, ¿les importaría decirme si Tullio sigue entre nosotros?
—Sigue vivo, si te refieres a eso, Jude —contestó Pies entre risas—. A estas edades, no se puede dar nada por sentado.
Tony el de la Esquina rompió a reír.
—Mira, ahora parece que se mueve. Se habrá tomado la Viagra —aventuró, y soltó una carcajada de sonoridad expectorante, secundada por Pies.
El señor DiNunzio señaló a la derecha mientras tomaban la calle Ritner.
—Sigue recto hasta que hayamos pasado las siguientes dos manzanas —indicó, y Judy asintió. A solas se habría perdido. South Philly era un laberinto de casas adosadas, salones de belleza y panaderías. A menos que uno fuera del barrio, se tenía que hacer acompañar de algún residente para poder orientarse.
—¿Falta mucho para llegar, señor DiNunzio?
El interpelado miró hacia atrás.
—A este paso, tres días.
Judy sonrió mientras seguía por el espejo retrovisor el parsimonioso avance del Fiesta, que frenaba al resto de la caravana, si es que era posible ir más despacio. Pero no podía tenérselo en cuenta a ninguno de ellos, ni siquiera a Tony el de la Esquina, con su pertinaz congestión de las vías respiratorias. Todos eran socios de la asociación colombófila, cada uno tenía su propio palomar y se habían ofrecido para rescatar las aves de Tony Palomo en mitad de la noche. Incluso habían confeccionado una tabla en la que se repartían las aves equitativamente entre lodos y se comprometían a tenerlas en sus propios palomares y a cuidarlas hasta que Tony Palomo las pudiera reclamar. Judy confiaba en que los Coluzzi no se atreverían a atacarlos a todos, y los ancianos estaban poniendo todo lo que podían de su parte. El colegio de abogados debería tomar ejemplo.
—Mira que se lo he dicho —insistía Pies—, vende el maldito coche, si ahora hasta puede hacerlo por internet, en eBay. ¡Se lo venden gratis! Ni siquiera tendría que poner un anuncio en el periódico. Me lo ha dicho mi chico... eBay se llama ese sitio de subastas.
—Me tomas el pelo. ¿De verdad que puedes vender el coche en eso de internet?
—Como lo oyes. Y yo se lo he dicho, le he dicho: Es gratis, Tullio, que no tienes que pagar nada, tacaño, más que tacaño.
—Pero él no tiene ordenador.
—¿Cómo iba a tener ordenador, con el dinero que cuestan! Esos sí que no los dan a cambio de nada.
—¿Creéis que se comprará uno?
«Antes muerto», tuvo ganas de decir Judy, pero no lo hizo. Miró por el espejo retrovisor. El Fiesta los seguía a una distancia equivalente a tres coches. Volvió a pisar el freno con un suspiro de resignación.
—Si esto sigue así, Pies, quiero que se baje del coche y ocupe el lugar de Tullio al volante con cualquier excusa.
—Vale, Jude. Lo engañaremos como a un chino.
—No debería decir eso, Pies.
—¿Por qué no? ¿Acaso es un delito?
—En cierto sentido, sí —contestó Judy, mirando por el espejo retrovisor. El Fiesta bien podía ir marcha atrás, que nadie notaría la diferencia. Los palomos se morirían de viejos antes de que llegara el séptimo de caballería—. A las personas de origen chino no les gusta nada que se diga eso.
Pies se encogió de hombros.
—Pues no se lo diré.
—Yo ni siquiera conozco a ningún chino —dijo Tony el de la Esquina, y la caravana siguió reptando por la calle iluminada por la luna.
Eran casi las cuatro de la mañana cuando por fin la última de las aves de Tony Palomo entró aleteando en una jaula y todas las jaulas se trasladaron a los desvencijados coches. No fue tarea fácil. Los ancianos tuvieron que embutir las jaulas en el suelo de los Hondas, en los salpicaderos de los Chryslers e incluso sobre el panel de control del Fiesta de Tullio. Los palomos estaban aterrados y no paraban de batir las alas, dando a Judy un cursillo acelerado sobre lo estridente que podía ser el chillido de un palomo.
El ruido y el alboroto despertó a muchos vecinos, que salieron en pijama a las ventanas y puertas de sus casas para contemplar el espectáculo. Ninguno de ellos dijo nada, ni ofreció su ayuda, pero uno de ellos rompió a aplaudir mientras los ancianos salían de entre los escombros de la casa cargando jaulas repletas de aves, sacos verdes de pienso, cajas de cartón con vitaminas y atomizadores vacíos de los que se usaban para desinfectar los palomares. El Anciano, que según había sabido Judy era el palomo preferido de Tony Palomo, aún no había vuelto ni se esperaba que lo hiciera. Otras cinco aves sí lo habían hecho. Judy esperaba que la noticia levantara el ánimo de su cliente.
Se quedó por fuera de la casa, junto al bordillo, vigilando con mirada inquieta la calle oscura y silenciosa. Iba armada de su móvil, lista para llamar al 911 a la velocidad del rayo para que los polis llegaran una hora más tarde. Tenía que reconocer que las autoridades no estaban muy por la labor. Un comando de treinta y pico septuagenarios acababa de vaciar el contenido de una casa y allí nadie decía esta boca es mía.
Aparte de un hurto menor perpetrado por una cuadrilla de ladrones de la tercera edad, no ocurrió nada excepcional. No había ni rastro de los Coluzzi, ninguna pistola a la vista, ningún bate de béisbol. Ni tan solo un rodillo de cocina. Aun así, Judy solo empezó a respirar con normalidad cuando la puerta del último coche se cerró de un portazo y los dos Tonys subieron a la furgoneta junto con el señor DiNunzio, que le enseñó un pulgar levantado. Judy cerró la solapa de su móvil StarTAC y se sentó al volante de la camioneta. Hasta entonces todo iba sobre ruedas, pero solo habían cumplido la primera parte de su arriesgada misión nocturna. La segunda parte era idea suya, y todos la habían secundado. De hecho, a instancias de Frank, habían insistido en acompañarla.
Judy arrancó el motor del F-250, que rugió esperanzado pero tuvo que conformarse con un suave ralentí. Judy rozó el acelerador con el pie y la camioneta avanzó lentamente, arrastrando tras de sí la caravana de coches, reptando como una oruga soñolienta.
El corazón de Judy empezó a latir desbocado en cuanto lo vio. Su escarabajo verde Volkswagen seguía aparcado debajo de una farola, frente a la sede del club, y no tenía un solo rasguño. Esperaba encontrarlo convertido en un amasijo de cables y chatarra, pero allí estaba, tan reluciente y perfecto como el día en que lo había comprado.
—¡Sigue entero! —exclamó. Cada vez que veía su coche, se ponía contenta. No podía evitarlo.
—Parece estar bien —observó el señor DiNunzio, sorprendido.
—¿Bien? ¡Lo que está es precioso! —Judy apagó el motor de la camioneta y abrió la puerta, pero el señor DiNunzio la detuvo antes de que pudiera apearse.
—Espera un momento —dijo, asiendo el brazo de Judy—. Nunca se sabe.
—¿Qué es lo que nunca se sabe?
—Podría ser una trampa.
—¿Una trampa? ¡Pero si no es más que mi escarabajo! —exclamó, pensando que aquella manía persecutoria ya había llegado bastante lejos.
—Tiene razón, Jude —apuntó Pies desde el asiento trasero, y Tony el de la Esquina asintió.
—No hay que fiarse de los Coluzzi, Judy. Podría haber una bomba en el coche. Mejor quédate aquí.
Judy se quedó literalmente boquiabierta.
—Antes muerta —dijo, pero nadie le rió la gracia.
—Deja que vaya a echarle un vistazo —insistió el señor DiNunzio, al tiempo que abría su puerta, apoyaba los pies en el estribo negro y se apeaba de la camioneta, no sin dificultad. El modelo F-250 Ford no era precisamente un vehículo pensado para la tercera edad.
—Espere, señor DiNunzio. —Judy cogió su mochila y se apeó de un salto. Los dos Tonys salieron como pudieron por las estrechas puertas de atrás y se unieron al señor DiNunzio, que observaba el escarabajo verde desde una distancia prudencial, como si fuera radiactivo. La caravana se había detenido en doble fila a lo largo de la calle, y los demás ancianos empezaban a salir de sus vehículos, rasgando el silencio de la noche con una sucesión de portazos de coche. Judy pensó que todo aquello era absurdo.
—Pero ¿cómo va a haber una bomba en mi coche?
—¿Por qué no? Hacer una bomba es cosa de niños —replicó Tony el de la Esquina, y Pies asintió.
—En internet te explican cómo hacerlo paso a paso, como si fuera la receta de los ñoquis. Me lo ha dicho mi chico. En el eBay ese seguro que viene.
Judy reprimió una carcajada. El escarabajo relucía como una esmeralda bajo la luz de la farola. No podía imaginarlo volando por los aires. Entonces recordó que los Coluzzi habían matado a los padres de Frank en su camioneta, y que habían hecho estallar el coche de Tony Palomo en Italia. Aun así, no se sentía atemorizada, no de verdad.
—Pero si conmigo no va la cosa. Y tampoco han disparado contra mí. Yo solo soy la abogada.
—Sí, claro. Y todo el mundo adora a los abogados —le espetó Tony el de la Esquina, que encabezaba, junto a Pies y al señor DiNunzio, un ejército de lentes bifocales, boinas y calcetines negros.
Pies se ajustó las gafas presionando el puente ligado con una tirita.
—No me da buena espina, Jude.
El señor DiNunzio movía la cabeza de un lado a otro.
—No lo hagas, Judy. Frank nos lo advirtió. Dijo: Si el coche de Judy está perfecto, no dejéis que se acerque. Podría ser una trampa.
Judy se volvió para mirarlo a los ojos.
—¿Frank le dijo que no me dejara? —preguntó indignada.
—Sí, pero en el mejor de los sentidos. Quiero decir, solo lo dijo porque estaba preocupado por ti.
Mmmm. Una vez más, no tenía ningún sentido ponerse a discutir por aquello. Judy se echó la mochila al hombro y empezó a avanzar hacia el coche a grandes zancadas. Estaba cansada, y lo único que quería era llegar a casa y meterse en la cama. Tenía una perra a la que sacar, una vida que vivir. Su propia vida.
—¡Judy! —gritó el señor DiNunzio, corriendo tras ella, pero Judy no se detuvo. Llegó al coche y hurgó en su mochila en busca de las llaves. Teniendo en cuenta el desorden que reinaba en el interior de su bolso, podía tardar casi una hora en dar con ellas. Por desgracia, el señor DiNunzio tuvo tiempo de alcanzarla, casi sin aliento, con sus bermudas y su camiseta blanca de cuello de pico—. Judy, deberíamos llamar a la policía. —El señor DiNunzio se pasó una mano por la calva, que parecía sudorosa—. Ellos tienen expertos en desactivar explosivos, podrían repasar el coche antes de que lo cojas, solo para asegurarnos de que todo está en orden.
—Tonterías, señor DiNunzio. Todo está perfectamente. Solo es un coche, y no quiero tener que esperar una eternidad hasta que lleguen. Hasta ahora la poli no nos ha hecho mucho caso, ¿verdad que no?
—No te subas al coche, Judy. No sabemos si es seguro —insistió el señor DiNunzio, los labios tensos.
Mientras tanto, Tony el de la Esquina se había apresurado a darles alcance junto con Pies, que venía resoplando. Los demás ancianos se habían detenido a corta distancia, rodeando el coche como una decidida falange romana. El señor DiNunzio miró a su alrededor complacido y se subió las gafas.
—Mira, estamos todos aquí. Si tú vuelas por los aires, nos llevarás a todos por delante.
—¡Señor DiNunzio, está haciendo una montaña de un grano de arena! —Judy se sentía conmovida, pero la situación se le había ido de las manos. Por fin encontró la llave del coche. Tanto afán protector empezaba a sacarla de sus casillas—. Los Coluzzi no quieren matarme.
—¿Ah no? —preguntó una voz desde la parte de atrás del coche, y todos miraron en aquella dirección. Era Tullio, que sacó la cabeza por encima del parachoches trasero, incorporándose sobre sus desvencijadas rodillas.
—¿Qué quiere decir?
Tullio frunció el ceño.
—Si no tienen intención de matarte, ¿cómo es que te han metido una bomba en el tubo de escape?