Capítulo 12

Fuera estaba oscuro, pero Judy alcanzaba a ver las ruinas iluminadas de una casucha blanca que ocupaba casi todo el patio trasero de la casa. Debía de ser el palomar donde criaba a sus aves, aunque el triste silencio reinante parecía negarlo. Solo el rumor del tráfico y una sirena lejana perturbaban la quietud de la noche. Un muro de hormigón cercaba el patio, trazando un pequeño rectángulo.

Judy avanzó en la penumbra hasta el palomar y tragó saliva cuando se acercó lo bastante para poder observarlo con nitidez. En el extremo más alejado de la construcción, alguien la había emprendido a hachazos con los tableros de contrachapado que formaban el suelo, de modo que la parte posterior del palomar se había desplomado sobre los cimientos, que al parecer se apoyaban sobre pilotes. Judy supuso que los pilotes habrían sido cortados, y que eso había provocado el derrumbe de toda la construcción, pero al parecer los vándalos habían entrado en el palomar y, después de haber destrozado cuanto encontraban a su paso, habían huido por la puerta delantera. En el interior del palomar había una luz encendida que se colaba por los boquetes hechos con un hacha o un bate de béisbol. Judy comprobó a través de las mallas mosquiteras desgajadas o arrancadas de cuajo que Tony Palomo y Frank estaban dentro.

Se abrió camino entre los trozos de contrachapado que cubrían el suelo hasta lo que solían ser los escalones de madera que conducían al umbral, donde faltaba la puerta delantera, que había sido violentamente arrancada y arrojada a un lado. Judy entró en el palomar pero ninguno de los dos hombres alzó los ojos ante su llegada. Estaban arrodillados en el suelo, absortos en alguna tarea compartida, y ella miró a su alrededor, consternada. En el interior del palomar no quedaba nada intacto, nada en absoluto, como si alguien se hubiera dedicado a arrasarlo todo con un bate de béisbol: pajareras, perchas, tela metálica, marcos de madera, todo había sido demolido. Al fondo del pasillo había un botiquín de medicinas cuyo contenido yacía diseminado en el suelo. Los cubos de hojalata que contenían pienso para las aves habían sido volcados y abollados. El suelo estaba cubierto de alpiste.

Judy tuvo la impresión de que habían matado, de un modo brutal, a todas las aves que habían podido. No tenía ni la más remota idea de cuántas palomas tenía Tony Palomo, pero contó siete muertas. Algunas tenían el cuello retorcido, otras habían sido pisoteadas hasta la muerte y ofrecían un espectáculo horripilante. Algún sádico le había arrancado la cabeza a un palomo de color pizarra, dejando expuesta la sangrienta sección de su delicada columna vertebral. Mareada, Judy dio un paso y casi tropezó con el cuerpo sin vida de un palomo blanco cuya cabeza se había convertido en una pulpa sanguinolenta y yacía boca arriba con las garras arqueadas. El anillo plateado que ceñía su pata rosada se había deslizado hasta las sedosas plumas de su vientre. Su sangre manchaba el suelo enjalbegado, impregnando el aire de un olor acre y nauseabundo. Judy sintió una arcada.

—¿Estás bien? —preguntó Frank, lanzándole una ojeada. Estaba de cuclillas en el suelo, ayudando a su abuelo a curar a un gran palomo gris que milagrosamente había escapado con vida—. Tal vez debieras sentarte.

Judy negó con la cabeza, temerosa de hablar hasta que se le pasaran las náuseas. Frank volvió a concentrarse en su tarea. Sostenía hábilmente al pájaro herido entre sus manos ahuecadas, para que el cuerpo del animal se acomodara en ellas mientras con los dedos lo sujetaba por debajo de las alas. Tony Palomo vendó el extremo superior del ala izquierda, que primero había estirado, con gran habilidad. Ninguno de los dos hablaba, pero en sus rostros y en sus ojos marrones había una tensión casi idéntica.

Judy los observó y empezó a sentirse un poco mejor. Se concentró en el palomo vivo. Nunca había visto a ninguno tan de cerca, sobre todo porque nunca se había molestado en observar a las palomas que picoteaban entre la basura en Washington Square o caminaban apresuradamente por la calle como si participaran en una competición de marcha atlética. El palomo herido se mantenía alerta, y su ojo dorado, con la pupila negra como un signo de puntuación, se movía rápidamente de un lado a otro. Una serie de pliegues de piel blancuzca rodeaba el ojo como una suerte de aro, y Judy se preguntó cuál sería su utilidad. Se sorprendió al comprobar la envergadura del ala, que mediría sus buenos cincuenta centímetros, con diez plumas en el extremo del ala claramente más largas que las que quedaban pegadas al cuerpo. Judy deseó haber prestado más atención en la clase de ciencias mientras el profesor de turno explicaba la anatomía de las aves, pero dio por sentado que aquello servía para que volaran mejor. A decir verdad, no le importaba demasiado. Lo único que quería era que el palomo sobreviviera.

—¿Se pondrá bien? —preguntó, y Frank levantó los ojos.

—Eso espero —dijo, esbozando una sonrisa amarga—. Solo tiene esta fractura y es joven y fuerte, así que no creo que vaya a morir.

—Me alegro. Es horrible... lo que han hecho con la casa y las palomas.

—Hemos tenido que sacrificar a dos, para ahorrarles sufrimiento —precisó, los labios tensos—, pero la mayoría ha logrado escapar. Calculamos que habrán sobrevivido treinta, incluido este, que se llama Jimbo.

Judy sonrió, aliviada.

—¿Volverán a su casita?

—Palomar. Después de algo así, no hay manera de saberlo. —Frank volvió a centrar su atención en el pájaro. Tony Palomo, que casi había terminado de vendarle el ala, cortó la gasa con unas tijeras de uñas—. El instinto les aconsejará que se mantengan alejados durante un tiempo, sobre todo si se han ido con sus parejas, cosa que han hecho todos excepto dos.

—¿Qué dos?

—Uno cuya pareja han matado, un macho llamado Niño, y el Anciano. Su compañera murió hace mucho tiempo.

Tony Palomo no dijo nada mientras presionaba suavemente el extremo cortado de la venda. En ese momento, el ingrato palomo le dio un picotazo en el dedo. Una diminuta gota de sangre asomó en su mano curtida, y al darse cuenta reprendió cariñosamente al palomo con un «eh, eh, eh» y luego se restregó la mano en sus holgados pantalones.

Frank se echó a reír.

—Ya se encuentra mejor, nonno.

—Sí, sí. Va bene.

Tony Palomo sonreía, pero sus ojos oscuros reflejaban el dolor por la pérdida de sus aves. Sostuvo el palomo contra el pecho, encorvándose con ademán protector, y luego se incorporó hasta quedarse de rodillas, mientras Frank lo ayudaba asiéndole el codo. Tony Palomo asintió en silencio y, sin soltar el palomo, enfiló el pasillo lleno de destrozos.

Frank indicó a Judy por señas que había llegado el momento y luego se dirigió a su abuelo.

Nonno, tenemos que irnos de aquí. Judy está de acuerdo conmigo.

Tony Palomo siguió caminando con su paso cansino, pero Judy sabía que solo fingía no percatarse de la presencia de ambos.

—Estoy de acuerdo con Frank, Tony. No sería buena idea que se quedara aquí después de lo que ha pasado. Lo mejor es que se marchen los dos, y yo me quedaré a esperar a la policía.

—¡La policía! —Tony Palomo movió la cabeza quejumbrosamente mientras trataba de poner un poco de orden en la habitación que utilizaba como almacén, enderezando frascos de medicinas y jeringuillas sin usar con su mano libre—. ¡No gusta a mí la policía! ¡La policía nunca hace niente! Niente!

Judy soltó un suspiro. Se le olvidaba una y otra vez que los Lucia vivían en Palermo, no en Filadelfia.

—Me he visto obligada a llamar a la policía. Tenía el deber de denunciar lo ocurrido. Lo que han hecho con su casa, su palomar, sus palomas, es un crimen. Allanamiento de morada, vandalismo, crueldad hacia los animales, daños a la propiedad. La policía tomará las medidas oportunas en cuanto llegue.

Niente! —insistió Tony Palomo, pero seguía absorto en sus pensamientos. Se las arregló para encontrar entre toda aquella confusión una caja de cartón verde con la palabra peroni escrita en letras rojas y verdes. Judy imaginó que se trataba de un término específico relacionado con la cría de palomas, hasta que tradujo mentalmente la palabra birra escrita más abajo. De algo le tenía que servir leer los rótulos de las Budweisers. Tony Palomo abrió la tapa de la caja, colocó al palomo en su interior con suma delicadeza y luego bajó la tapa sin llegar a cerrarla del todo.

Io no marcha. Io queda aquí.

—No puede quedarse aquí.

—No —insistió, mientras sacaba las tijeras del bolsillo y las utilizaba para abrir un orificio de respiración en la caja—. Io queda aquí.

Judy miró a Frank, que le indicó con un ademán que no siguiera insistiendo.

—Gracias, pero déjame intentarlo de nuevo. No te lo tomes a mal, es cosa de familia —dijo a modo de disculpa antes de volverse hacia el anciano—. Nonno, tienes que venirte conmigo. Los Coluzzi volverán, de sobra lo sabes. Iremos a mi casa, o a un hotel. Es peligroso quedarse aquí.

Io no marcha —repitió Tony Palomo, al tiempo que abría otro orificio en la caja—. Los palomos vuelven a casa. El Anciano vuelve a casa.

—No puedes saberlo.

Io sabe, io sabe —Tony Palomo abrió un tercer agujero de respiración en la caja, y el palomo herido sacó la cabeza empujando hacia arriba la tapa entreabierta. Se quedó mirando a su alrededor, sin el menor indicio de querer escapar, mientras Tony Palomo volvía a perforar la tapa—. El Anciano vuelve a casa.

—Pero no sabes cuándo lo hará, nonno. No puedes quedarte aquí. Ya nos tendríamos que haber ido.

Io no marcha. —Tony Palomo seguía haciendo agujeros para su único espectador-Los míos palomos. La mía casa. El mío palomar. Todo mío.

Nonno, no es seguro. —Frank elevó la voz, el rostro congestionado—. No quiero discutir contigo por esto.

—¡Io no marcha y punto! —gritó Tony—. ¡Basta, Frankie!

¡Nonno, no te puedes quedar aquí! —replicó Frank a voz en grito, y solo entonces levantó Tony Palomo la vista de sus orificios de respiración. El palomo los observaba, girando la cabeza ora en una dirección, ora en otra.

—¡Io queda aquí! —gritó Tony Palomo, blandiendo las tijeras para recalcar sus palabras, y en ese momento Judy supo que se había salido con la suya. Un italiano con un objeto punzante siempre gana, si exceptuamos en la Segunda Guerra Mundial.

De pronto, se oyó un ruido que llegaba desde la casa y Judy miró por la puerta mosquitera rasgada. Dos policías uniformados inspeccionaban la cocina. Había llegado la caballería. Por fin.

Se reunieron los cinco —Judy, Frank, Tony Palomo y dos policías corpulentos y algo mayores— en el reducido espacio de la cocina devastada. Judy se aseguró de que Tony Palomo quedaba a su espalda, para impedir que gruñera a los policías mientras ella hablaba con ellos. Tony permaneció inmóvil, con aire infeliz, aferrado a su caja de Peroni, de cuyo interior provenían los arrullos que sirvieron de sonido de fondo a las palabras de Judy. Uno de los policías, en cuya placa negra ponía McDade, escuchaba con gesto desconfiado, mientras el otro, que se llamaba O'Neill, apuntaba cada detalle en su bloc de incidencias. Judy sabía que no iban a comprender la situación en toda su complejidad. Ni siquiera los irlandeses llegaban tan lejos por un ajuste de cuentas. La vendetta era para los italianos sinónimo de motivo justificado.

El agente McDade cerró su bloc de notas con un golpe de muñeca.

—Muy bien, he tomado nota de todo lo que necesito para redactar el informe. Nos pondremos manos a la obra enseguida. Gracias.

Judy miró en derredor.

—¿Cuándo llegarán los peritos criminalistas?

—¿Los peritos criminalistas?

—Ya sabe, los que investigan la escena del crimen. Siempre los hay por todas partes en los casos de homicidio. Buscan huellas digitales, sacan fotos...

—Eso lo hacemos en los casos de homicidio, pero no para un simple allanamiento de morada.

Judy parpadeó, percatándose solo a medias de la impaciencia de Frank, que estaba a su lado.

—Sigue siendo una escena del crimen.

—No tenemos recursos para ponernos a buscar huellas en todos los casos de allanamiento de morada.

—Ya, pero este allanamiento de morada forma parte de un caso de homicidio —adujo Judy, haciéndose eco de las palabras que Frank había pronunciado poco antes—. Mi cliente, el señor Lucia, ha sido acusado esta tarde del asesinato del patriarca de los Coluzzi, que como salta a la vista no han tardado en tomar represalias.

—Ya le he dicho al señor Lucia —replicó el policía, mirando a Frank— que interrogaremos a la familia Coluzzi. —El agente McDade movía nerviosamente sus relucientes zapatos negros y su compañero echó a andar hacia la puerta—. Empezaremos por John, el hijo al que ha mencionado.

—Pero esto no es más que una advertencia. Los Coluzzi le han declarado la guerra a mi cliente.

Judy sabía que estaba abusando de su suerte, pero eso era lo que se suponía que debían hacer los abogados. No podía dejar a Tony Palomo sin protección. La justicia se encargaría de garantizar su seguridad, ¿o no?

—Quiero ver entre rejas a quien hizo esto —afirmó—. Es la única manera de que el señor Lucia esté a salvo.

Los ojos azules del policía relucieron un instante.

—Nadie ha atentado contra su vida.

—Todavía no, pero podría ocurrir.

—Lo tendremos en cuenta, señorita Carrier. —El agente lanzó una mirada fugaz a su compañero, que ya se iba—. Ahora tenemos que marcharnos.

—Pero la cuestión es qué pasará esta noche. Si no creen ustedes que la amenaza es real, pueden salir de dudas viendo el telediario de las once. Estoy segura de que las escenas de la pelea en los juzgados acapararán los titulares.

—Tenemos otras doce denuncias de allanamiento a las que atender esta noche. Es viernes y hay luna llena; media ciudad se ha vuelto loca. Hemos registrado la casa de arriba abajo. No falta nada, y este señor, su cliente, ni siquiera ha perdido ningún objeto valioso.

—Aparte de su hogar, y unas mascotas a las que quería mucho —intervino Frank, y el agente McDade se volvió hacia él.

—En ningún momento he querido faltar al respeto a su abuelo, señor Lucia, pero acabo de venir de un piso en la calle Moore, cerca de la calle Quinta, cuyo propietario no solo ha visto su hogar reducido a escombros, sino que además se han llevado todas sus pertenencias. —El agente McDade se tocó la visera acharolada de su gorra en un ademán respetuoso—. Haremos todo lo que podamos. Tendrán noticias nuestras tan pronto como sepamos algo.

Judy no podía dejar que se fueran sin más.

—¿Quiere eso decir que detendrán a John Coluzzi?

—¿Detenerle? Yo no he dicho eso. He dicho que hablaríamos con él, eso es todo.

—¿No lo pueden retener en la Roundhouse para interrogarlo? ¿No es un sospechoso?

—Con la ley en la mano, no —puntualizó el agente McDade frunciendo el ceño—. No tenemos ninguna prueba, solo sus sospechas. Lo interrogaremos, como he dicho, pero no tenemos motivos para detenerle, al menos basándonos en los hechos que conocemos.

—Si hablaran ustedes con los vecinos...

—Ya lo hemos hecho. Nadie ha visto nada.

—Lo que pasa es que tienen miedo.

—Es posible, pero no podemos inventarnos los testimonios, señorita Carrier. Entre los dos, mi compañero y yo —añadió el agente, ladeando la cabeza en la dirección del policía ausente— tenemos más de cuarenta años de experiencia en el trato con los testigos. Créame, sabemos cómo hacer nuestro trabajo.

Judy hurgó en su bolso, sacó el monedero y extrajo de su interior una tarjeta de visita que tendió al policía.

—Yo les diré si alguno de ellos me llama. ¿Harán ustedes lo mismo?

—Claro, es lo habitual en estos casos —contestó el policía, al tiempo que introducía la tarjeta en el bolsillo trasero del pantalón, junto con el bloc de notas. Por un instante, Judy tuvo la desagradable sensación de que iba a ponerle una multa.

—Gracias —dijo, por más que sospechara que sus ruegos caerían en saco roto. El agente McDade estrechó su mano y la de Frank, y luego asintió a Tony Palomo, que seguía aferrado a su caja de cerveza. No había transcurrido ni un minuto desde que los policías se habían marchado cuando Judy rompió a hablar antes de que Frank pudiera abrir la boca:

—Es todo un proceso, Frank. Estas cosas llevan su tiempo.

—Lo sé. La verdad es que no esperaba gran cosa. —Frank no parecía enfadado, ni tan siquiera alarmado. En sus ojos marrones solo había inquietud, y una incipiente barba le ensombrecía el mentón. Se volvió hacia su abuelo—. Bueno, nonno, ya veo que no voy a poder moverte de aquí, así que me quedo contigo.

—¿Tú? ¿En esta casa? No. ¡No! —protestó Tony Palomo con cara de pocos amigos, pero Frank alzó la mano como si fuera un policía de tráfico.

—Me quedo. No se hable más. Dormiré en el sofá.

Tony Palomo asintió a regañadientes, aunque la caja de cerveza emitió un arrullo de satisfacción.

De vuelta en su piso, Judy intentaba en vano conciliar el sueño. No paraba de dar vueltas en la cama porque su camiseta azul de surfista, la misma con la que dormía desde hacía tres noches, se empeñaba de pronto en arrugarse bajo su cuerpo. Se la quitó bruscamente, la arrojó a los pies de la cama y volvió a meterse desnuda bajo las sábanas. Tenía frío. Se negaba a ponerse de nuevo la camiseta, porque hacerlo no solo implicaba salir de la cama, sino también admitir la derrota, así que alargó el brazo y encendió la manta eléctrica, a resultas de lo cual empezó a sudar de calor. Tampoco le sirvió de nada taparse la cabeza con la almohada. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.

Tony Palomo estaba en su casa destrozada, en la otra punta de la ciudad, y su vida corría peligro. Frank estaba con él, dispuesto a protegerlo y a protegerse a sí mismo sin más arma que un ordenador portátil. Los dos agentes de policía estarían cambiando de turno y demostrando que Judy se había equivocado al depositar en ellos sus esperanzas. Tenía entre manos la defensa de un caso de homicidio, y su cliente era culpable. Por si fuera poco, el asesino le caía estupendamente y presentía que acabaría bebiendo los vientos por su nieto. Mientras lo pensaba sus labios empezaron a dibujar una sonrisa que se desvaneció en cuanto reflexionó sobre el berenjenal en que se habían metido y recordó la casa arrasada, las palomas degolladas, el sufrimiento estampado en el rostro de Tony Palomo.

Ahuecó la almohada y se acurrucó en la cama, que era de matrimonio pero de pronto se le hacía pequeña. El dormitorio era amplio, aunque eso no impedía que siempre estuviera desordenado. En la pared más alejada de la cama había dos cómodas de Ikea con los cajones abiertos y abarrotados de ropa, y entre ambas un viejo balancín sobre el que se apilaban prendas deportivas. Su bicicleta, una Cannondale de color amarillo, descansaba apoyada contra la pared, mientras que el equipo de boxeo se apilaba en un rincón. Podía levantarse y adecentar la habitación, pero eso no contribuiría a mejorar su estado de ánimo. Podía ponerse a trabajar en el caso, pero estaba demasiado angustiada para concentrarse. Se dio la vuelta y se quedó mirando la pared opuesta.

La luz de la luna se colaba a su antojo por el ventanal con parteluces, un elemento arquitectónico habitual en aquella parte de la ciudad. Judy se había mudado a vivir a Society Hill, el casco antiguo de Filadelfia, en su enésimo intento de dar con el piso perfecto. Las posibilidades de encontrarlo se habían visto reducidas desde que tenía a Penny, una vigorosa golden retriever de nueve meses que roncaba feliz a los pies de la cama. No era fácil encontrar un piso de alquiler en el que se admitieran mascotas, y ni siquiera las fianzas más generosas disipaban los recelos de los caseros. Judy solo había conseguido aquel piso, el más bonito y espacioso de cuantos había tenido hasta entonces, porque había accedido a prestar asistencia legal al casero de forma gratuita durante todo un año. En aquellos momentos le estaba llevando un pleito contra un inquilino de otro edificio pero, al igual que sus demás clientes, tendría que esperar. Judy no se había acordado en todo el día de llamar al fiscal de Huartzer, y solo al volver a casa le dejó un mensaje en el contestador. Y aún tenía que acabar el artículo sobre la ley antimonopolio. El martes se terminaba el plazo de entrega, y ya se veía inventándose una disculpa para su jefa, que acaparaba buena parte de sus pensamientos.

Judy se incorporó en la cama. No podía relajarse. Si le gustaran las drogas habría recurrido a ellas, pero prefería no tocarlas. Ya era adicta a los M amp;M, un vicio del que nunca se podría quitar. Podía tomar una copa de Zinfandel rosado bien frío, pero eso le daría ganas de bailar, no de dormir. No tenía nada que leer, aunque la pila de libros que descansaban sobre la mesilla de noche amenazaba con desmoronarse en cualquier momento. Decidió que a partir de aquel momento solo compraría libros que le apeteciera leer, y no los que creía que debía leer, y de pronto se sintió libre. ¡Libre! Encendió la lámpara en forma de jarrón que descansaba junto a los libros y saltó de la cama. La perra se despertó, levantó la cabeza un momento y volvió a apoyarla sobre sus enormes patas. Sabía dónde iba su dueña y decidió que no valía la pena seguirla.

Judy salió del dormitorio sin hacer ruido y se encaminó al estudio, que ocupaba la habitación contigua. Encendió las luces. Al igual que el dormitorio, era una habitación espaciosa y casi desnuda, con las paredes pintadas de blanco, aunque ahí se terminaban las similitudes. En el estudio no había mobiliario alguno, pero sí estuches desplegables de madera repletos de tubos de pintura acrílica, frascos con pinceles de pelo de marta de todas las formas posibles y lienzos de gran formato, en su mayoría concluidos, reclinados contra las paredes.

Los paisajes, de colores fuertes y trazo enérgico, dominaban su obra, en la que plasmaba a través del recuerdo o la fotografía los lugares en los que había vivido. Allí estaban las montañas que había recorrido a pie en el Big Sur cuando su padre estuvo destinado en Stanford, los peñascos que había escalado en Virginia, cerca de la base militar de Quantico, o los verdes senderos tropicales que había surcado en bicicleta en las afueras de Pensacola, donde se habían mudado cuando su padre había empezado a impartir clases de vuelo para principiantes. El lienzo que descansaba sobre el caballete mostraba un arroyo secreto que había descubierto en las marismas, de camino al parque nacional de Everglades. Contempló los ricos matices de verde, el profundo azul cobalto y los cálidos tonos anaranjados del paisaje sin experimentar la satisfacción habitual. Algo no funcionaba en el cuadro, pero ¿qué? Desde el extremo opuesto de la habitación el cristal de la ventana, convertido en espejo, le devolvía la silueta desnuda de una mujer alta y atlética con su pelo rubio alborotado.

La imagen captó su atención. Pensó en bajar la persiana, pero no había ninguna persiana que bajar, y comoquiera que fuese la ciudad estaba dormida. La luna llena era la única que se atrevía a espiarla. Su fulgor se reflejaba en la granulosa azotea de alquitrán de la casa de enfrente y hacía brillar el canalón de aluminio como si fuera un perfil de luz. Más allá del tejado titilaban las luces de la calle y de los edificios de oficinas de la parte alta de la ciudad. Por primera vez, Judy percibió su áspera belleza, sus tonos de negro azulado, fría plata y resplandeciente blanco. Recordó las fachadas de obra vista que había contemplado desde la ventanilla del taxi, de camino a South Philly. La ciudad reverberaba ante sus ojos, y Judy los cerró para seguir viéndola en su interior, con su propia silueta desnuda insinuada en primer plano. Transcurrido algún tiempo, avanzó a grandes zancadas hasta el caballete, cogió el lienzo inacabado y lo dejó en el suelo.

Para cuando apartó los pinceles, la luna había adelgazado hasta convertirse en una pálida sombra sobre el cielo gris del alba, y aprovechó para dormir dos horas antes de ducharse, vestirse y salir de casa. Se sentía tranquila, descansada, ansiosa incluso por echarse a la calle, todo lo cual le haría buena falta para cumplir la difícil tarea que se había propuesto.