Capítulo 36
Era de noche cuando Judy llegó al bufete sin más compañía que Penny. Los dos Tonys y el señor DiNunzio se habían ofrecido para quedarse con ella mientras trabajaba, pero Judy sabía que tenían un hogar y una vida a la que volver, así que rechazó el ofrecimiento. Pasaría la noche en un hotel que admitiera perros, pero tenía por delante una larga noche de trabajo. Había preferido llevar a Penny consigo por su propia seguridad, y se aseguró de informar al guardia de seguridad del edificio de que estaba sola en el bufete.
Se sentó a su escritorio para terminar de redactar un requerimiento relacionado con el caso Lucia. El bufete estaba desierto. La ventana situada a su espalda enmarcaba un cuadrado negro como la pez. El único sonido que se oía era el tamborileo de sus dedos sobre el teclado. Había tenido la idea del requerimiento camino del bufete. En vista de los incesantes ataques contra su vida y la de su cliente, había decidido solicitar al tribunal la celebración anticipada del juicio. Aquella medida desesperada le parecía la única con alguna posibilidad de éxito que podía emprender desde el punto de vista legal, y en un primer momento incluso había despertado su entusiasmo.
Sin embargo, al releer el texto que había redactado, la asaltó una gran inquietud, y su pie desnudo empezó a golpetear el suelo incesantemente. No recordaba la última vez que había comido. No dormía ocho horas seguidas desde hacía días. Estaba demasiado nerviosa para beber café y Penny, que se daba cuenta de su estado, la observaba con ojos atentos, la cabeza entre las patas, desde el umbral del despacho. Judy pensó en contestar a los muchos mensajes que Frank había dejado en el buzón de voz de su móvil, pero no quería hablar con él, no hasta que cambiara su estado de ánimo, y tampoco quería que él supiera lo que había ocurrido en su piso. Bennie estaba ilocalizable. Había dicho que estaría en casa de su cliente hasta medianoche, negociando un acuerdo. Judy sintió la tentación de llamar a Mary, pero tampoco quería preocuparla. Ni siquiera podía contar con Murphy. Se sentía aislada de todo y de todos, impotente, y más desarraigada que de costumbre.
Intentó concentrarse en el expediente que tenía entre manos y leyó: «Como demuestra la declaración jurada adjunta, es evidente que, desde que abandonó el juzgado tras su primera comparecencia ante el juez, el señor Anthony Lucia y su familia han sido víctimas de continuas agresiones, empezando por el altercado que tuvo lugar en el tribunal de justicia, al que siguió un intento de asesinato con arma de fuego y una persecución a toda velocidad por las calles del sur de Filadelfia. El hogar y las pertenencias del señor Lucia han resultado totalmente...».
Judy se removió en su silla. Cuanto más leía, más furiosa se iba poniendo. Apenas había pasado una semana desde que había aceptado el caso y ya se habían producido todos aquellos intentos de agresión contra Tony Palomo, Frank y ella misma. La policía no movería un dedo hasta que todos ellos estuvieran muertos. La situación estaba fuera de control, y Judy sentía que ella no tardaría en perderlo también. Bajo el barniz de la profesionalidad, sentía tambalear todos sus principios. Se notaba ligeramente trastornada. Ahora se daba cuenta de que aquel estado de ánimo se había ido gestando a lo largo de todo el día, desde que había visto su autorretrato ensangrentado y con una navaja clavada entre las piernas.
Judy apartó los ojos de la pantalla, se levantó bruscamente y empezó a caminar a grandes zancadas por su despacho. Penny la observaba sin levantar la cabeza de las patas, acompañando con sus grandes ojos marrones el vaivén de su dueña. El despacho era pequeño y no daba para grandes paseos. Hasta eso la frustraba. Su defensa hacía agua por todas partes, el experto en reconstrucción de accidentes le decía que no podía acusar a Angelo Coluzzi de homicida y las cintas habían desaparecido. Jimmy Bello declararía ante el jurado que había oído a Tony Palomo decir «Te voy a matar». Todo parecía venirse abajo rápidamente, y las repetidas amenazas contra su vida solo podían tener un desenlace, antes o después, si seguía empeñada en no apartarse del caso.
Judy seguía caminando por el despacho en un incesante ir y venir, como una bala de cañón suelta que rodara de un lado al otro de la cubierta de un barco. Caminó hacia delante, deseando poder recuperar su coche. Volvió sobre sus pasos, deseando poder volver a su casa. Hacia delante, deseando poder hacer algo —lo que fuera— más eficaz que interponer demandas y querellas contra los Coluzzi. Eso tal vez los cabreara, los distrajera, y puede incluso que los llevara a enfrentarse entre sí, pero no iba a detenerlos.
De pronto, Judy se detuvo en seco. Se pasó una mano por la frente, súbitamente empapada. Penny levantó la cabeza, percatándose de que algo había cambiado.
Judy se dio cuenta de que sí podía hacer algo. Algo que aún no había probado. Era una locura, sin duda, y una locura peligrosa, pero desde luego era mejor que quedarse allí sentada redactando diligencias. Se puso delante del ordenador, mandó a Bennie un mensaje de correo electrónico en el que exponía sus razones y luego siguió adelante con su plan. Tenía un Saturn alquilado. Tenía un golden retriever. Incluso creía haber recuperado su sentido del humor. ¿Qué más podía pedir una chica?
Cogió su mochila y bajó en ascensor con la perra. Salió por la puerta de atrás, se metió en el Saturn y arrancó, con los ojos puestos en el espejo retrovisor. Penny iba sentada en el asiento del acompañante, muy recta y mirando al frente, como de costumbre. Judy siempre había pensado que lo suyo en el coche era pura coquetería, pero aquella noche algo había cambiado. Aquella noche Penny parecía darse cuenta de que su dueña la necesitaba.
Tomó la dirección habitual, y en un visto y no visto se estaba abriendo paso por las calles de South Philly como una italiana de pro y no la advenediza que en realidad era. Tanto era así que ni siquiera se fijó en las filas de coches aparcadas en doble fila, los pequeños comercios de barrio o las curiosas tonalidades de las fachadas de obra vista. Las chicas tenían una misión que cumplir.
Torció a mano derecha en la calle McKean, bajó por la calle perpendicular y luego volvió a girar a la altura de la calle Ritner. El tráfico era escaso. Las tumbonas estaban vacías. Los Phillies tenían dos partidos consecutivos aquella noche, pero los vecinos de South Philly los verían por la tele. Los asientos eran más cómodos y la cerveza más barata. Judy hasta lo encontraba lógico, ahora que se había hecho italiana. Al fin y al cabo, aquella gente había dado al mundo personajes de la talla de Miguel Ángel y Mike Piazza. A lo mejor sabían lo que hacían.
Judy volvió a doblar a mano izquierda y avanzó calle abajo hasta que vio el letrero. Allí estaba. Era un edificio de oficinas con fachada roja de obra vista y gruesas puertas de vidrio, a ambos lados de las cuales se abrían estrechos ventanucos antirrobo. Alcanzó a distinguir la voluminosa silueta de un guardia de seguridad al otro lado de la puerta, pero la multitud que se agolpaba frente al edificio por la mañana había desaparecido. Marco Coluzzi había culminado con éxito su asalto al poder.
Judy aparcó el Saturn delante de Construcciones Coluzzi, sacó la llave del contacto y apagó las luces. Inspiró profundamente para estabilizar su respiración y tranquilizarse. Sudaba profusamente, algo extraño en ella, y apartó un mechón húmedo de la frente. Escrutó la calle, en un sentido y en otro.
Estaba oscuro, y de las cuatro farolas que supuestamente debían alumbrar la calle solo una funcionaba, dibujando un halo violáceo en el aire húmedo de la noche. La calle era estrecha, como casi todas las del barrio, y solo se podía aparcar a uno de los lados. En aquella zona de South Philly había más oficinas que viviendas. Pequeños negocios flanqueaban la calle, aunque habían cerrado ya sus puertas, como indicaban los letreros apagados y los establecimientos vacíos. No se veía un alma, pero había luz en la sede de Construcciones Coluzzi. Después de todo lo que había pasado durante el día, Marco y los suyos habrían tenido que quedarse a trabajar hasta tarde. Judy había contado con eso.
—Muy bien, Penny. Ha llegado la hora de la verdad —dijo en voz alta. La perra se volvió para mirarla y se arrimó más a Judy para poder apoyarse mejor en su hombro. Penny se ponía muy cariñosa en el coche, pero Judy nunca la apartaba aunque fuera peligroso conducir teniéndola prácticamente encima, y aquella noche desde luego no iba a rechazar una mano amiga, por más peluda que fuera.
Debería estar apeándose del coche y dirigiéndose al edificio, pero en el último momento empezó a dudar. ¿Por qué había ido hasta allí? Su plan era entrar allí dentro y encararse con Marco Coluzzi. Decirle que llamara a los perros, convencerlo para que dejara que el jurado decidiera libremente. Explicarle que, aunque consiguieran que se apartara del caso, aunque la mataran, otro abogado ocuparía su lugar. Si algo sobraba en el mundo eran abogados, eso lo sabía todo el mundo.
Judy apretó los dientes. Su plan era mirarlo a los ojos y plantarle cara. Si Bennie estaba negociando un acuerdo, ella también podía hacerlo. Los abogados sabían convencer. Engatusar. Comprometer. Sonsacar y manipular. Y Judy tenía una oferta para empezar las negociaciones. Si Marco ponía punto final a la violencia, Judy retiraría la demanda que había presentado contra él y que le estaba costando una fortuna a la familia Coluzzi. La pérdida de la contrata municipal para la construcción del centro comercial solo era el principio, y ella podía hacer que se terminara ahí. Sería el fin de la sangría por ambos lados. En cambio, si su plan salía mal y a ella le ocurría alguna fatalidad, su ordenador portátil se encargaría de decirle a todo el mundo dónde había ido aquella noche y quién era el culpable.
Menudo consuelo. Judy recordó fugazmente el depósito de cadáveres y sintió el gélido vaho que envolvía las bolsas negras de los cadáveres.
Ahora que estaba a punto de ponerlo en práctica, su plan se le antojaba una perfecta locura, así que siguió sentada en el coche delante del edificio, dándole vueltas y más vueltas en su cabeza. No iba armada; Marco, en cambio, sí. Tenía un cachorro peludo; él en cambio guardias uniformados. Y puede que Marco se hubiera licenciado en la Universidad de Wharton, pero eso no le impedía pegarle dos tiros y enterrarla en los cimientos de hormigón de un centro comercial. A la mañana siguiente, Judy formaría parte de un Blockbuster. Y eso en el mejor de los casos, porque también estaba la opción de la navaja. Brrrrr.
Judy rascó a Penny por detrás de la oreja izquierda, donde el pelo se le había enmarañado formando nudos, y se dijo a sí misma que no se estaba acobardando, sino proporcionando a su mascota el tiempo de caricias que necesitaba. En el interior del coche reinaba un silencio tan absoluto que oía pasar los minutos en el reloj digital, que señalaba las 23.50 horas. Suspiró profundamente. Debería volver al bufete, borrar el testamento que había dejado en su portátil y hablar con Bennie, que no tardaría en volver. Presentaría su requerimiento, buscaría un hotel y a la mañana siguiente se sentiría mucho mejor.
No entendía qué demonios había ido a hacer allí. Era una idea no solo absurda, sino rematadamente estúpida. Suerte tenía si lograba salir de allí con vida. Metió la llave en el contacto y estaba a punto de hacerla girar cuando un potente halo de luz bañó la angosta calle desde los altos faros de un sedán que apareció de pronto, acelerando calle abajo con un estrépito de mil demonios.
Judy frunció el ceño, confusa. Si no aminoraba la marcha, el coche se estrellaría. Avanzaba a toda velocidad en su dirección. Judy abrazó a Penny, atónita.
El sedán frenó con un terrible chirrido delante del edificio de Construcciones Coluzzi. Instintivamente, Judy buscó el número de matrícula, pero el coche no tenía placa alguna. Era grande y oscuro. De repente, sus cuatro puertas se abrieron al unísono y de su interior se apearon cuatro hombres con pasamontañas que empuñaban enormes rifles de asalto. Judy se quedó boquiabierta, presa del terror. Su corazón latía desbocado.
De pronto, una explosión hizo saltar por los aires la puerta de acceso al edificio de oficinas, con un estruendo ensordecedor que retumbó en el pecho de Judy. Las llamas de color naranja se elevaban hacia el cielo. El humo tapaba la entrada. Las lunas de cristal de las puertas se desplomaron sobre la acera, resquebrajadas en mil pedazos. Aquello parecía una escena de una película de acción, con la diferencia de que Judy notaba perfectamente el olor a chamusquina que impregnaba el aire. Penny aulló de miedo y empezó a ladrar. Judy le rodeó el hocico con las manos. No podía dar crédito a sus ojos.
Los cuatro hombres echaron a correr entre la humareda en dirección al edificio, pisoteando las esquirlas de cristal que alfombraban la entrada. Dentro, las luces parpadearon dos veces antes de apagarse definitivamente, sumiéndolo todo en la más completa oscuridad. Desde el interior del edificio, se oyó un estrepitoso ra-ta-ta-ta-ta, como de petardos haciendo explosión. Una ráfaga de balas.
Judy solo podía suponer lo que estaba ocurriendo dentro del edificio. ¿Habrían venido aquellos hombres a matar a Marco? ¿Era John uno de los enmascarados? ¿Llegaría John hasta el punto de matar a su propio hermano? Judy sabía que los Coluzzi no eran precisamente hermanitas de la caridad, pero aquello era inadmisible. Tenía que hacer algo.
Se agachó en el suelo del coche para coger su mochila, buscó a tientas el teléfono móvil y en cuanto lo encontró marcó el 911, al tiempo que empujaba a Penny hacia abajo para que no le alcanzara ninguna bala perdida. Judy tenía los ojos puestos en la entrada, que seguía envuelta en humo cuando tres de los hombres que habían entrado al edificio salieron precipitadamente y se subieron al sedán, que arrancó con un chirrido.
La operadora atendió la llamada pero Judy no le dio tiempo a terminar el consabido «¿En qué puedo ayudarle?» o lo que quiera que fuese que decía.
—¡Por favor, vengan deprisa a las oficinas de Construcciones Coluzzi, en South Philly! ¡Ha habido una explosión, un tiroteo! ¡Dense prisa!
—¿Ha visto usted al agresor, señorita? ¿Puede describirlo?
—Eran cuatro. Llevaban pasamontañas. ¡Dense prisa! ¡Y envíen una ambulancia!
—¿Cuántos agresores ha dicho que había? —preguntó la telefonista, pero Judy ya se estaba apeando del Saturn, sin despegar el teléfono de la oreja. Tal vez pudiera hacer algo. No sabía nada de primeros auxilios, pero quizá alguien del servicio de urgencias le pudiera dar instrucciones sobre la marcha a través del teléfono.
Cruzó la calle a la carrera, llevándose la mano al rostro para protegerse del humo, y atravesó el lecho de cristales rotos. A medio camino perdió el equilibrio y cayó sobre las resbaladizas esquirlas de cristal, pero se levantó enseguida y entró corriendo en el edificio. Se encontró en medio de un vestíbulo tiznado de negro y completamente destruido que solo unos segundos antes estaba intacto. Lo único que alcanzaba a ver era el mostrador de recepción, astillado y envuelto en llamas a causa de la explosión. En la pared, una inmensa foto enmarcada había quedado hecha trizas.
—¡No disparen! ¡He venido a ayudar! —gritó.
Pero un segundo más tarde se percató de que era en vano. En aquel lugar reinaba un silencio sepulcral. La humareda que cubría el suelo de baldosas empezaba a disiparse. Judy notó algo junto a sus pies y miró hacia abajo.
Era un guardia de seguridad, cuyos ojos vidriosos parecían mirarla fijamente. Sobre su pecho cosido a balazos, una gruesa línea roja empapaba el uniforme azul. Judy se tapó la boca con la mano y se obligó a seguir adelante.
Un poco más allá había un pasillo oscuro y lleno de humo que enfiló, deslizando una mano por la pared para no perder el equilibrio. En su camino yacían otros dos hombres uniformados. Guardias de seguridad. Judy se agachó junto al primero y le bajó el ajustado puño de una de las mangas del uniforme para comprobar si tenía pulso. Luego corrió hasta el segundo hombre. Ambos retenían en la piel el calor de la vida, pero sus corazones habían dejado de latir. Tres hombres muertos. ¿Cómo podía ser? Aquello era horrible. Judy sintió una arcada culebreándole por la garganta pero la reprimió. No podía permitirse el lujo de perder el control en un momento así.
—¡Marco! —gritó a través de la humareda, sin saber por qué. El día anterior le había deseado la muerte, y ahora quería salvarle la vida. Echó a correr por el pasillo y, al llegar a un despacho que quedaba al final del mismo, oyó un gemido.
El despacho era grande y estaba a oscuras. No había una sola ventana. Judy no veía nada, pero supuso que el escritorio estaría junto a la pared del fondo, y que Marco estaría sentado al otro lado del mismo. Un nuevo gemido confirmó sus suposiciones y corrió hacia allí. Se arrodilló y buscó a tientas el cuerpo tumbado en el suelo. La silueta de Marco Coluzzi se distinguía vagamente, pero había dejado de gemir.
Un líquido oscuro manaba a borbotones por la comisura de su boca. Judy sintió su tacto caliente en los dedos. Era sangre.
Empezó a actuar como una autómata, presionando rítmicamente el pecho de Marco mientras sujetaba el teléfono móvil entre la oreja y el hombro.
—¡Dígame qué debo hacer! —gritó a la telefonista del 911, pero se estaba quedando sin cobertura.
Siguió presionando frenéticamente arriba y abajo. A sus oídos llegó el sonido todavía distante de una sirena, y luego otra. Ya venían. Le habían hecho caso.
—¡Marco, Marco! —gritó, pero el cuerpo tendido en el suelo no emitía sonido alguno.
Presionó su pecho con todas sus fuerzas, se apartó y volvió a ejercer presión. Seguía llevando la corbata perfectamente anudada, aun siendo la hora que era, lo que de algún modo la conmovió. Pero Marco no había recobrado el conocimiento. No iba a poder salvarlo.
—Operadora, ¿qué hago? —preguntó, desesperada, pero la voz al otro lado de la línea había sido reemplazada por un molesto chisporroteo—. ¡ ¡No!!
Judy tiró el móvil a un lado y acomodó a Marco sobre su regazo, rodeándolo con los brazos. Su cabeza cayó hacia atrás, inerte, dejando a la vista el reluciente chorro de sangre negra que le bajaba por el cuello. Tenía la camisa empapada. Había perdido mucha sangre. Iba a morir desangrado, y ella tenía la culpa. Había enfrentado a ambos hermanos. Jamás había supuesto que llegarían tan lejos. Tenía que haberlo visto venir.
—¡Socorro! —berreó, mientras acunaba a su enemigo entre los brazos, pero sabía que era demasiado tarde. Marco Coluzzi estaba muerto, y ella no podía hacer nada excepto abrazarlo—. ¡No, por favor! ¡Ya basta! ¡Esto tiene que parar! —gritó, sin saber muy bien si se refería a la sangre, a las muertes o a la vendetta. Se sintió aliviada cuando se dio cuenta de que tenía los ojos arrasados en lágrimas que no tardaron en caer rodando por sus mejillas, porque su llanto significaba que seguía siendo humana, que seguía teniendo un corazón, una conciencia y un alma, algo que nadie le podría arrebatar, y mucho menos aquel pobre desgraciado que se moría entre sus brazos.
Las siguientes dos horas se tradujeron en un borroso ir y venir de paramédicos, camillas y policías uniformados que le hacían preguntas y más preguntas. Primero llegaron los criminalistas de la policía, con sus monos y botines de trabajo, y luego el doctor Patel, el médico forense, que saludó a Judy con gesto grave. Por último, la policía precintó la escena del crimen con una cinta amarilla y se llevó los cadáveres envueltos en bolsas negras. Entonces llegaron las cámaras, los focos de luz y las reporteras con maquillajes de tonos anaranjados. El teléfono de Judy no paraba de sonar.
«Sin comentarios», decía a todo el que no llevara una placa de policía, y debió de decirlo al menos cien veces. Alguien le ofreció un pañuelo de papel con el que se limpió el rostro. Cuando lo retiró, estaba manchado de sangre, una sangre más roja que cualquier pintura al óleo.
Judy aguantó hasta el final, contestó en tono lacónico a las preguntas de la policía, y más tarde, cuando llegó el inspector Wilkins, le relató lo que había visto y por qué se encontraba allí, mientras se estrujaba la sesera para intentar recordar cualquier detalle adicional del sedán y los hombres que viajaban en él, o cualquier otra cosa que permitiera demostrar quién lo había hecho, aunque ambos sabían que solo podía ser John Coluzzi. El inspector no la obligó a pasar por la Roundhouse, porque mientras tanto llegó Bennie, que se encargó de ahuyentarlos a él y a la prensa. Luego rescató a Judy y la sacó de allí como si fuera una niña perdida, la acompañó de vuelta al Saturn y la hizo sentarse en el asiento del conductor, junto a Penny, que se removía frenéticamente y olisqueaba la sangre en la ropa de Judy.
—¿Cómo estás? —preguntó Bennie, de cuclillas frente a la puerta abierta del coche para poder mirar a Judy a los ojos—. ¿Quieres ir al hospital?
—No, qué va. Estoy perfectamente. De verdad, estoy bien. —Judy sintió que volvía en sí, al menos en parte, como si el mero hecho de decirlo lo convirtiera en realidad. Penny se le subió al regazo y le lamió la cara. Judy no pudo evitar reír, pese a la situación—. Los perros son buenos.
—Los perros son esenciales —repuso Bennie con una amplia sonrisa—. Quiero que te largues de aquí ahora mismo. ¿Quieres quedarte en mi casa?
—No, ya he reservado habitación en un hotel y todo. Estoy bien. De verdad, estoy perfectamente.
—¿Un hotel? ¿Quieres que me quede con la perra? Puede jugar con el mío, lo pasarían en grande.
Judy lo pensó por un momento. Era lo más razonable, y lo mejor para la perra.
—No. Quiero tenerla conmigo.
Bennie soltó una carcajada.
—Nos vemos a las nueve en el bufete. Entonces hablaremos. Entra por la puerta de atrás. Voy a poner dos vigilantes jurados abajo y otros dos arriba hasta que se celebre el juicio.
—Bien. Gracias.
—Y ahora, largo de aquí. Ahí viene la prensa. —Bennie miró por encima de la capota del Saturn. Los reporteros avanzaban hacia ellas, micrófonos y videocámaras en ristre, y Bennie los rechazó como mamá osa protegiendo a su carnada. Seguía preocupada por Judy.
—¿Estás bien para conducir?
—Lo bastante bien para despistar a esos mamones —repuso Judy, y Penny se sentó muy tiesa en su asiento.
—¡Pues venga, vete ya! —Bennie se levantó para ir al encuentro de la prensa mientras Judy arrancaba el motor del Saturn, daba marcha atrás y se iba, dejando atrás el maquillaje anaranjado, los uniformes azules, el precinto amarillo y los demás colores.
Veinte minutos más tarde, Judy lograba despistar al segundo de los dos coches de periodistas que la seguían, en buena medida gracias al poco afán que estos ponían en la persecución. Encendió la radio y sintonizó la cadena KYW 1060 para escuchar las noticias. Los Coluzzi eran el bombazo del día. No se hablaba de otra cosa. Al parecer, los principales puntos informativos eran la escena del crimen y el hogar de Marco Coluzzi. Judy sintió lástima por la esposa de Marco y sus hijos, tan pequeños. John Coluzzi estaba ilocalizable.
Judy sintió una punzada de culpa. Tendría que haber previsto aquel desenlace. Había subestimado la falta de escrúpulos de John. Había matado a su propio hermano. Tres hombres más habían resultado muertos, hombres inocentes. Su sangre manchaba las manos y la ropa de Judy. Se detuvo ante un semáforo en rojo pero no se dio cuenta de que unos segundos más tarde cambiaba a verde, y solo se puso en marcha cuando el conductor de la furgoneta de atrás hizo sonar el claxon. Enfiló Broad Street en dirección al hotel. El cansancio empezaba a hacer mella en Judy, así como el abatimiento. ¿Se habrían acabado las muertes con lo sucedido? ¿O solo serviría para empeorar las cosas? ¿Asumiría John la presidencia de la empresa? Todas aquellas preguntas la abrumaban.
Se detuvo frente a otro semáforo en rojo. Conducía de forma mecánica, dejando que sus pensamientos fluyeran libremente, y fue así como llegó a una importante conclusión. Los Coluzzi habían librado una guerra contra ella y la habían empujado hasta extremos de comportamiento irracional, como acudir a las oficinas de la empresa para encararse con Marco. Así que, en el fondo, no era muy distinta de Tony Palomo. Si la hubieran presionado como lo habían presionado a él, si hubieran matado a sus seres más queridos, ¿les habría devuelto el golpe con otra muerte? Era cuando menos factible, pero hasta entonces Judy no había sido consciente de ello. Al fin había hallado la respuesta a la pregunta que se venía haciendo desde que había aceptado aquel caso. Bennie le había pedido que decidiera si Tony Palomo era inocente o culpable.
Pues bien, ya lo había decidido.
Era inocente.
Ese descubrimiento, o al menos esa certeza, le brindaba una sensación cercana a la paz de espíritu. Los sucesos del día, por atroces que fueran, quedaron atrás. Judy bajó los cristales de las ventanillas y en la oscuridad de la noche surcó las calles sosegadas. Poco a poco, el aire se fue haciendo más fresco y una ligera llovizna empezó a caer, punteando el parabrisas. Judy siguió avanzando, arrullada por el sonido rítmico de los limpiaparabrisas, y pasó de largo por delante del hotel. No tuvo que pensarlo dos veces. No sintió la tentación de volver atrás.
Torció a mano izquierda para coger la autopista, pisó el acelerador y activó el control automático de velocidad de crucero. No había coches en la carretera a aquella hora. En Boathouse Row, las luces decorativas que perfilaban las construcciones del muelle se reflejaban en líneas temblorosas sobre las aguas del río Schuylkill, cuya superficie de ónix se estremecía bajo el aguacero. Judy tomó suavemente la curva de West Kiver Drive, dejando atrás la ciudad.
Avanzó en línea recta por la autopista hasta tomar la carretera 202, que abandonó a la altura de la 401 para seguir el serpenteante trazado de las carreteras menores, frescas y arboladas. En un momento dado, pisó el freno para permitir que un rebaño de ciervos cruzara la calzada y saltara distraídamente por encima de una cerca. Sonrió al ver la reacción de Penny, que no salía de su asombro. Poco a poco, las carreteras fueron dando paso a solitarios caminos rurales sin semáforos ni farolas. No había nada que orientara a Judy excepto las estrellas, pero era incapaz de guiarse por ellas, aunque su padre había intentado enseñarle a hacerlo. Pero el Saturn siguió avanzando por el condado de Chester en dirección a la vieja casucha del arroyo, guiado por algo mucho más seguro que las estrellas, aunque de similar naturaleza.
El corazón humano.
Cuando Judy detuvo el coche en la hierba mojada, Frank ya estaba allí para recibirla. Se acercó corriendo al coche y la levantó en el aire lomándola entre sus brazos, tan cálidos y fuertes. Judy no tuvo que decir nada, porque Frank borraba con besos la sangre y el dolor de su rostro y de su alma, y cuando al fin le preguntó si podía quedarse a pasar la noche, él contestó:
—Creía que nunca me lo preguntarías.