Capítulo 34
El agente sentado al mostrador estaba hablando por teléfono, pero Judy no podía esperar a que colgara. Pasó de largo por delante de él y entró en la sala de la brigada de homicidios, donde los presentes levantaron la vista sin inmutarse ante su repentina irrupción. A juzgar por el aspecto que presentaba la mayoría —iban en mangas de camisa, el nudo de la corbata aflojado— era evidente que acababan de almorzar y estaban a la espera de trabajo. Tazas amarillas de Blimpie's salpicaban los desordenados escritorios, y los grasientos envoltorios de papel en los que venían envueltos los bocadillos del almuerzo languidecían aquí y allá, muchos de ellos coronados con aros de cebolla que prestaban su característico olor a la sala. Era obvio que estaban al tanto de su visita, pues Judy había llamado a Wilkins antes de salir hacia allá, y se preguntó si habrían hecho apuestas sobre su atuendo, y más concretamente sobre si llevaría medias o no. No las llevaba, por supuesto. Ningún par de medias sobreviviría más de cinco minutos a su peculiar modo de ejercer la abogacía.
—Señorita Carrier —empezó el inspector Wilkins, levantándose y subiéndose los pantalones, que colgaban de sus delgadas caderas. Se había arremangado la camisa blanca, pero seguía llevando la corbata anudada—. ¿Viene a presentar otra denuncia?
—Permita que haga memoria. Primero me ponen una bomba en el coche, luego entran en mi piso mientras yo estoy fuera y hoy alguien se ha hecho pasar por la recepcionista de mi bufete. Llámeme paranoica, pero creo que alguien está intentando matarme.
El inspector Wükins sonrió sin pizca de alegría.
—No creemos que esté paranoica. Nos tomamos muy en serio todas sus llamadas y denuncias, y me alegro de que haya venido hasta aquí para hablar con nosotros sobre este particular.
Aquello sonaba como la charla de «El policía es tu amigo» que solían dar en tercero de primaria. Era obvio que Judy no podía hablar abiertamente del tema en medio de la sala de la brigada de homicidios.
—¿Hay por aquí algún lugar donde podamos hablar en privado?
—Tengo una idea mejor —contestó, cogiendo la chaqueta del respaldo de la silla—. Acompáñeme.
Diez minutos más tarde, Judy iba sentada en el desvencijado asiento derecho del maltrecho Crown Victoria del inspector Wilkins, poniéndolo al corriente de todo lo que había ocurrido en los últimos dos días, exceptuando aquella cosilla de nada del desguace. Se sentía ligeramente hipócrita por el hecho de estar buscando protección policial después de haber conspirado para desvalijar un cementerio de coches. En términos legales, eso se llamaba «tener las manos sucias». Judy intentó ahuyentar este pensamiento de su mente, lo que en términos legales recibía el nombre de «escurrir el bulto».
Apenas había tráfico a aquella hora, un paréntesis entre el ajetreo del almuerzo y el final de la jornada, pero el inspector Wilkins conducía como si fuera hora punta, acelerando incluso cuando el semáforo estaba rojo y arrancando con un rugido cuando se ponía verde. Se dirigían al piso de Judy, que se alegraba de que Society Hill estuviera tan cerca.
—¿Así que vamos a comprobar si todo está en orden en mi piso? —preguntó, y el policía asintió. Tenía los ojos puestos en la calzada y sus manos descansaban con naturalidad sobre el volante. El sol daba de frente en el parabrisas, obligándolo a entornar los ojos.
—Escuché su mensaje al llegar. En él decía que la puerta de su piso estaba abierta, pero también lo estaba la puerta del edificio, la que da a la calle. Decía que no había señales de violencia ni de que hubieran forzado la puerta de ningún modo.
—Todo eso es cierto, pero también lo es que alguien entró en mi piso. No son alucinaciones mías, inspector.
—No he dicho que lo fueran. Pero ¿no podría ser que dejara abierta la puerta de su piso? —El Crown Victoria se detuvo con un frenazo delante de un semáforo rojo.
—No. Nunca dejo la puerta abierta. Y la puerta de la calle tampoco estaba abierta. Anoche tuve que abrirla con llave para entrar al vestíbulo.
—Cuando lleguemos registraremos el piso juntos y usted me avisará si ve algo raro, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —Judy reflexionó unos segundos—. ¿Qué hay de los tipos que nos dispararon y luego se empotraron contra el camión de mudanzas? ¿Se sabe algo de ellos?
—No tenemos más pistas. Seguimos peinando el barrio, hablando con los vecinos, intentando conseguir una descripción de la persona que robó el coche, pero hasta ahora no hemos conseguido nada.
Judy suspiró.
—¿Y qué hay de la bomba que apareció en los bajos de mi escarabajo? ¿Qué se sabe de ella? —Aquello era el cuento de nunca acabar.
—Es una bomba de fabricación casera, nada demasiado sofisticado.
—Qué alivio. Por nada del mundo querría que me pusieran una bomba sofisticada.
El inspector Wilkins entrecerró más los ojos.
—No tenemos suficientes pruebas para acusar a nadie de su colocación. Las huellas digitales que encontramos en el parachoques tampoco nos han servido de nada.
—¿Qué quiere decir?
—Que las huellas encontradas no coinciden con las de ningún criminal conocido. No se corresponden con las de nadie que tenga antecedentes por fabricación de bombas o aparatos incendiarios. Y tampoco con las de ningún miembro de la familia Coluzzi, ni ninguno de sus socios o empleados. ¿Le parece suficiente?
Judy recordó lo que le había dicho la falsa recepcionista, aquello de que los Coluzzi tuvieran a gala el hecho de cometer sus propios asesinatos. Daban un nuevo y siniestro significado a la moda del «hágalo usted mismo».
—¿Alguno de los hermanos Coluzzi tiene antecedentes penales?
—Eso no es asunto suyo. Pero la respuesta es no.
—Así que no tienen ustedes registradas sus huellas digitales.
—No.
El Crown Victoria dejaba atrás la nueva prisión federal, que se alzaba como un clavo gris y lúgubre junto al inmenso edificio de obra vista de los juzgados. Judy miró por la ventanilla con frustración.
—Tanto imponer la ley y el orden, y a la hora de la verdad no sirven para proteger a nadie.
—Ah, no, por ahí sí que no paso. No sé si lo sabe, pero no tengo el deber de hacer esto. Ni siquiera debería estar aquí. Ahora mismo tengo diez casos sin resolver encima de la mesa. Mi compañero va a estar declarando en los tribunales durante cuatro días. Si hago esto es porque le han puesto una bomba en el coche y por la complejidad del caso en el que se ha visto implicada. La policía ya ha hecho por usted más de lo que debía, así que no me venga con pamplinas.
—Pero yo no me siento más segura. Esa chica podía haberme matado. Soy abogada defensora, y resulta que me paso el día defendiéndome a mí misma.
—Bueno, en cierta medida usted se lo ha buscado, ¿no cree? —El inspector Wilkins sonaba irascible, y pisó el acelerador—. Se dedica a presentar demandas contra todo el mundo, a dar conferencias de prensa, a meter las narices donde no la llaman. ¿Qué creía que iba a pasar?
Judy se volvió bruscamente para mirarlo.
—¿Trata de decirme que me lo merezco?
—Trato de decirle que tendría que haberlo sabido. Lo que no puede pretender es nadar y guardar la ropa, señorita.
Algo de razón llevaba, pero Judy seguía teniendo un problema.
—¿Han interrogado ustedes a los Coluzzi sobre algo de lo que ocurrió? ¿La persecución en coche, la bomba, mi piso?
—He ido a verlos esta mañana, pero no he podido dar con John, y Marco estaba muy ocupado. Su secretaria me ha dicho que me llamaría en cuanto pudiera.
—¿Puede hacer eso? ¿Puede permitirse el lujo de decir que está demasiado ocupado para hablar con la policía?
—Si da la casualidad de que está tratando de sofocar un motín a bordo, le concedo cierto margen de confianza. No es un sospechoso, al menos no de modo oficial, y usted no se imagina la tensión que había esta mañana en las oficinas de la empresa, después de que él asumiera el mando. Podía haber habido un baño de sangre. Mandamos a veinte agentes hasta allí solo para mantener el orden.
El Crown Victoria bajó como un bólido por la calle Seis, dejando atrás el centro comercial Independence. Un caballo pinto, amodorrado por el calor, arrastraba un carro con turistas por delante del imponente Constitution Hall, con su aguja y su cúpula de mármol.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Contratar un guardaespaldas?
—Es una posibilidad. Pero si yo fuera usted, me apartaría del caso Lucia.
—Ni hablar —replicó Judy sin pensarlo, pero las palabras del inspector se quedaron rondando en su cabeza. Le asaltó la sospecha de que Wilkins pudiera estar a sueldo de los Coluzzi, pero se dijo a sí misma que eran imaginaciones suyas. Casi seguro—. ¿Por qué cree que debería apartarme del caso? —preguntó, tanteando el terreno.
—Su cliente tiene todas las de perder, y no creo que valga la pena dejarse matar por un asesino.
—¿Conoce usted a los Coluzzi?
—No. —El Crown Victoria bajó zumbando por Market Street, con sus restaurantes griegos, sofisticadas cafeterías y los abigarrados escaparates de la parte antigua de la ciudad, que ofrecían prendas de caballero, joyas de oro y curiosos souvenirs, como los termómetros de la Campana de la Libertad.
—¿No ha cruzado usted ni una palabra con John ni con Marco? —preguntó.
—No.
—¿Ni ha tenido trato de ningún tipo con ellos?
—No, y estoy dispuesto a ratificarlo delante de un jurado, letrada.
Judy se ruborizó. La sutileza nunca había sido su fuerte, así que decidió ir al grano.
—No le estoy acusando de nada, inspector, pero no me puede reprochar por tener mis dudas.
—Sí que puedo —repuso el inspector entre dientes, pero Judy no lamentó haberlo dicho.
—Déme un respiro, inspector. Mi vida pende de un hilo, al igual que la de mi cliente, y la policía no mueve un dedo. Alguien ha destrozado su casa, él tiene que vivir escondido, y la policía sigue sin mover un dedo. Llega un momento en que uno empieza a hacerse preguntas porque, tratándose de los Coluzzi, todo es posible. Han comprado a la mitad de los funcionarios de Permisos e Inspecciones, por no hablar de la persona, sea quien sea, que se encarga de adjudicar los contratos de obras públicas en el ayuntamiento. Tampoco sería la primera vez que la policía de Filadelfia se ve involucrada en un caso de corrupción. —Judy se abstuvo de entrar en detalles, más que nada porque el Crown Victoria había frenado en seco con un chirrido de mil demonios en medio de Market Street, cerrando el paso a un autobús de la SEPTA repleto de pasajeros sin que hubiera ningún semáforo rojo a la vista, lo que no presagiaba nada bueno.
El inspector Wilkins se volvió hacia Judy, sus ojos oscuros encendidos de ira.
—No se le ocurra insinuar que yo tengo las manos sucias, ni yo ni ninguno de los hombres de mi brigada, mientras yo la paseo por la ciudad como si fuera un taxista. No tengo por qué besarle el culo, ¿entiende, señorita? Mi paciencia tiene un límite.
Judy asintió. A juzgar por la vehemencia con la que hablaba, decía la verdad. O eso o estaba escurriendo el bulto. La cabeza de Judy se vio bruscamente empujada hacia atrás cuando el inspector pisó a fondo el pedal y el Crown Victoria torció a mano izquierda en la esquina de su escaparate preferido, Mr. Bar Stool, para recorrer como una exhalación la calle Dos hasta llegar a Society Hill. Judy se sintió ligeramente culpable. ¡Qué diablos! Se suponía que ella era de los buenos.
—Le pido disculpas si le he ofendido —dijo, y era cierto. Al menos en parte.
El Crown Victoria avanzaba traqueteando sobre el irregular adoquinado gris de Society Hill. El inspector no dijo ni media palabra.
—Quiero que sepa que agradezco lo que está haciendo —insistió Judy, y hubo de contenerse para no añadir a renglón seguido «Lo poco que está haciendo».
El Crown Victoria giró bruscamente a mano derecha y siguió en dirección oeste, dejando atrás una vertiginosa sucesión de casas coloniales. El inspector parecía haber perdido la facultad del habla.
—Oiga, yo tampoco tengo por qué besarle el culo.
El Crown Victoria se detuvo frente al edificio de Judy. El inspector Wilkins apagó el motor, puso el freno de mano y salió del coche dando un portazo, todo ello sin pronunciar una sola palabra.
Él lo había querido. Judy salió por su lado del coche dando un portazo más sonoro todavía, avanzó hasta la puerta principal del edificio y hurgó en su mochila en busca de las llaves. Tardó exactamente diez minutos en encontrarlas, prueba de que su buena estrella estaba bajo mínimos, y durante todo ese tiempo ninguno de los dos pronunció una sola palabra. Judy abrió la puerta y guió al inspector escaleras arriba.
Se le encogió el estómago cuando llegó al rellano de la primera planta y empezó a subir hacia la segunda. ¿Y si había alguien dentro del piso? ¿Y si alguien había entrado desde aquella mañana? Le habría gustado pedir al inspector Wilkins que entrara él primero, pero hubiera preferido morir a romper el silencio. En términos legales, lo suyo se denominaba «ser más tozudo que una mula». Alcanzó su rellano, giró la llave en la cerradura y empujó suavemente la puerta para que se abriera de par en par.
A primera vista, el salón estaba tal como lo había dejado. Entró en el dormitorio con todos los sentidos alerta, pero también allí reinaba el más absoluto silencio. Volvió al salón, donde rodeó el sofá y la mesa de centro, tratando de comprobar si faltaba algo. Entró en la estancia contigua, una cocina larga y estrecha, pero los platos seguían en remojo en el fregadero y todo estaba en orden, así que se dirigió con paso decidido a su habitación. Las sábanas formaban un alegre revoltijo y la ropa rebosaba por los cajones abiertos de la cómoda, en cuya superficie reinaba el caos habitual. Judy cogió su joyero y comprobó que no faltaba nada.
Suspiró, frustrada. A lo mejor había dejado la puerta abierta. A lo mejor nadie había entrado en su piso. Se fue al cuarto de baño, donde todo parecía en orden, y luego pasó al estudio. Se quedó paralizada en el umbral.
Sobre el caballete descansaba el lienzo que había empezado a pintar no hacía mucho, su autorretrato de aquella noche de plenilunio en que había decidido introducir algunos cambios en su forma de pintar. Se habían acabado los paisajes rescatados de una infancia nómada, tan lejana en el espacio y el tiempo. Había decidido empezar desde cero consigo misma, así que su primera pintura de esta nueva etapa la representaba a ella tal como se veía aquella noche, totalmente desnuda.
Pero ahora el lienzo la horrorizaba. Un cuchillo había rajado el retrato desde la base del cuello hasta la entrepierna, pasando por los senos. El cuchillo sobresalía groseramente de su pubis, y alguien se había dedicado a embadurnar su cuerpo acuchillado con pintura rojo bermellón, el color de la sangre fresca. El mensaje era evidente.
—¡Por los clavos de Cristo! —dijo una voz a su espalda. Era el detective Wilkins, y Judy vio su propia consternación reflejada en el rostro del policía, que no podía apartar los ojos del lienzo. No sabía qué era peor, que un perfecto extraño estuviera contemplando su autorretrato al desnudo o el estado en que se encontraba el lienzo en sí. Sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas y apartó la vista de la imagen.
—Por favor, no mire —suplicó con un hilo de voz. No comprendía por qué se sentía tan avergonzada. En cierto sentido, aquello era mucho peor que una bomba en su coche. Más aterrador, más personal, porque la amenaza iba dirigida a lo más íntimo de su ser. Y demostraba que, fuera cual fuera la disputa que enfrentaba a los hermanos Coluzzi, no estaban tan ocupados que no pudieran sacar cinco minutos para darle un susto de muerte.
El inspector Wilkins la rodeó con un brazo y la sacó de la habitación.
—Investigaremos lo que ha pasado aquí, Judy. Llegaremos hasta donde haga falta, te lo prometo. Me comprometo personalmente a hacer cuanto esté en mis manos para coger a quien ha hecho esto.
—Gracias.
—Pero no puedo acusar a los Coluzzi de nada, al menos de momento. Tú eres abogada, de sobra lo sabes. Seguiré cualquier pista que surja, pero ahora mismo lo único que tenemos es un acto de vandalismo.
—Lo sé.
—Y tienes que ser realista, por mucho que te duela. No me pidas que busque huellas digitales por todo el piso, porque no tenemos los recursos humanos necesarios para hacerlo, y aunque los tuviéramos no encontraríamos nada. Preguntaré a los Coluzzi dónde estaban anoche, pero te aseguro desde ya que habrá veinte testigos dispuestos a jurar y perjurar que se estaban poniendo morados de langostas en el restaurante The Palm.
Judy sabía que el inspector estaba en lo cierto, pero su corazón no atendía a razones y seguía latiendo desbocado. Aquello era obra de una mente enferma y perversa, y le daba mucho miedo. No quería seguir viviendo allí. Nunca más querría volver a casa. Intentó pensar en algún modo de contraatacar. ¿Qué podía hacer, con la ley en la mano? Tenía que haber algo.
—¿Qué tal una orden de alejamiento, dictada contra los hermanos Coluzzi y demás miembros de la familia? Ninguno de ellos podría acercarse a mí en treinta metros a la redonda, ni a mi piso, ni al bufete. Podría redactar la solicitud y presentarla esta misma tarde.
—¿Una orden de alejamiento? ¿Crees que te la concederían basándote en estos hechos? ¿Sin ninguna prueba? —preguntó el inspector, pero por su tono de voz era evidente que conocía la respuesta, al igual que Judy, si lo pensaba dos veces.
—Lo más probable es que no. Nada demuestra que los Coluzzi estén detrás de esto. Siempre pasa lo mismo, una y otra vez. De todos modos, no veo a los Coluzzi arredrándose ante una orden judicial.
Judy empezó a temblar sin control y el inspector Wilkins intentó tranquilizarla pasándole un brazo por los hombros.
—No te dejes vencer por el miedo. Sea quien sea que ha hecho esto, incluso si son los Coluzzi, están tratando de amedrentarte. No dejes que se salgan con la suya.
Por más que aquellas palabras le resultaran alentadoras, Judy no lograba recobrar el dominio de sí misma. La ley no podía hacer nada por ella. ¿Acabaría teniendo que darle la razón a Frank? De pronto lo echaba terriblemente de menos, cuando hacía siglos que no pensaba en él.
—Escucha, Judy —dijo el inspector Wilkins, en un tono de voz más suave—. Tengo una hija un poco más joven que tú, y por eso te he dicho antes que deberías apartarte del caso. No porque tenga las manos sucias. Solo te digo lo mismo que le diría a ella. Ningún trabajo merece que te dejes la vida.
Judy casi esbozó una sonrisa.
—¿Y qué me dice de usted, inspector? Usted es policía, se juega el pellejo todos los días.
El detective Wilkins no halló una respuesta inmediata a su pregunta.