Capítulo 6
—¿Que has hecho qué? —gritó Bennie, y Judy tuvo la extraña sensación de haber vivido aquello antes. Quizá fuera porque Bennie le había vociferado aquellas mismas palabras unas trescientas veces en el pasado. Judy consideró por un instante mandarlas imprimir en una camiseta, pero entonces seguro que Bennie la pondría de patitas en la calle. Estaba lo bastante enfadada para hacerlo—. ¿Te presentaste en la Roundhouse? ¡No tenías ningún derecho a hacerlo!
Judy estaba sentada frente a Bennie Rosato en el despacho de esta, que la miraba desde el otro lado de un gran escritorio casi tan lleno y desordenado como el de la propia Judy. El despacho de Bennie era tan pequeño como los de sus asociadas, lo que daba fe de sus principios igualitarios, y sus estanterías estaban abarrotadas de actas judiciales, revistas sobre temas jurídicos y carpetas negras repletas de discursos y artículos. Una colección de premios concedidos por organizaciones de derechos civiles y grupos de defensa de la Primera Enmienda llenaba las paredes. En un rincón descansaba una pila de ropa de deporte y un par de zapatillas Sauconys cuyos talones de goma se veían combados por el uso. En resumen, aquel podía haber sido el despacho de Judy. Por más que lo intentara, no lo entendía. Con la de cosas en común que tenían Bennie y ella, ¿por qué se pasaban la vida discutiendo?
—Te has entrevistado con un familiar del acusado, has ido a visitar un cementerio con él, le has dicho que aceptabas el caso ante la tumba de sus padres, pero ¡no has averiguado ni un solo detalle sobre el crimen ni sabes qué pruebas hay contra ese hombre!
Judy tragó en seco.
—Bennie, te juro que he dejado muy claro que el bufete aún no se ha personado como defensa.
—¡No me tomes el pelo! Da igual si el bufete se ha personado o no como defensa. Eso es un detalle sin la menor importancia. Lo que importa es que tú has estado allí. Tú sí te has personado.
Los ojos azules de Bennie parecían despedir chispas. Se quitó la chaqueta de su traje caqui con ademán brusco y la alisó antes de colgarla en un perchero que se alzaba por detrás de su butaca de cuero.
—Le he dicho a la policía que era algo provisional.
—Eso no quiere decir nada. Además, no estamos hablando solo de la policía, sino también del cliente. Del nieto de ese hombre. ¿Y dices que lo acompañaste a visitar un cementerio? —Bennie se pasó la mano por la maraña de cabello claro que le caía sobre los hombros y desaparecía debajo de su camisa de lino—. Estamos atrapadas. No puedes aparecer y luego desaparecer sin más. O al menos yo no puedo hacerlo. ¿Cómo crees que se conquista credibilidad en un bufete? Es nuestra integridad lo que está en juego. Mejor dicho, mi integridad.
—Escucha, soy yo la que está en la cuerda floja, no tú. Yo os he metido en este lío y yo os sacaré de él. Quiero representar a Tony Palomo. —Judy defendió su postura con firmeza, lo que le hizo sentirse bien consigo misma, pero Bennie no parecía impresionada.
—¿Conque esas tenemos? —Bennie caminaba de acá para allá, demasiado exasperada para quedarse quieta. Con su metro ochenta de estatura, su complexión atlética adquirida a lo largo de años de práctica del remo y su fama, ganada a pulso, de abogada dura de pelar, Bennie Rosato intimidaba por igual a sus asociadas, a los compañeros de profesión que se medían con ella en los juzgados y a los criminales de la peor calaña. En definitiva, a todos excepto a Judy, que no acertaba a explicarse por qué su jefa no le infundía el temor que supuestamente debería. A lo mejor lo que ocurría era sencillamente que, tras haber pasado la infancia rodeada de tenientes coroneles, le costaba dejarse impresionar por una abogada con mala uva—. ¿Acaso crees que me importa lo que quieras o dejes de querer? —Prosiguió Bennie—. Este bufete me pertenece. Tú trabajas para mí. Eso quiere decir que representarás a quien yo diga.
—Pero tú misma has dicho que estaría bien que fuéramos haciendo nuestra propia cartera de clientes —adujo Judy, aunque sabía que estaría mejor callada, como Mohamed Alí mientras dejaba que Foreman se agotara asestándole puñetazos. Y sin embargo, no podía evitar devolver los golpes. A lo mejor era por las clases de boxeo que había tomado—. Supuse que aprobarías un poco de iniciativa. La mayor parte de los bufetes creen que es una buena baza para llegar a ser socio.
—En mi bufete, tú hablas con el cliente, me lo traes para que yo hable con él y luego yo decido si puedes aceptar o no el caso. Tú no tienes ningún poder de decisión —zanjó Bennie fulminándola con la mirada—. ¿Acaso estabas pensando en llegar a socia del bufete cuando aceptaste este caso? ¿De veras pretendes que me lo crea?
Judy notó que se ruborizaba. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué había dado aquel paso en falso?
—No, en verdad no.
—Entonces no defiendas algo en lo que no crees. Regla número uno, en el derecho y en la vida —la reprendió Bennie en un tono frío como el hielo. Tenía los brazos en jarras, las manos abiertas sobre las caderas, arrugando la falda—. Y bien, una vez más, ¿por qué fuiste a la Roundhouse? ¿Y por qué quieres representar a Lucia?
Judy intentó poner en orden sus pensamientos. Aquello iba en serio. Nunca hasta entonces había pedido representar a un cliente, y mucho menos a un cliente culpable. Se sentía como si estuviera a punto de cruzar el umbral que separaba la adolescencia de la vida adulta, pero empezaba a comprender que a lo mejor crecer no significaba llevarle la contraria a Bennie de forma sistemática. Le vino a la mente el instante en que había visto por primera vez a Tony Palomo, tan pequeño, enfundado en aquel gigantesco mono de carcelario. Luego pensó en la lápida de granito de la sepultura del matrimonio Lucia, tan elocuente en su silenciosa negrura. Y por último recordó el dolor de Frank ante la tumba de sus padres.
—¿Y bien?
Judy respiró hondo antes de contestar:
—Si lo que me han dicho es cierto, estamos ante una gran injusticia y quiero ayudar a Tony Palomo. Quiero decir, si lo que me han contado es verdad, él no es más que un viejo que carga toda una vida de sufrimiento a su espalda. Hizo de tripas corazón para olvidar su tragedia, y ese esfuerzo tuvo como recompensa la muerte de su propio hijo y de su nuera. Eligió la paz, y lo único que consiguió a cambio fue la guerra. La mayor parte de los hombres que matan son malvados, pero Tony Palomo parece un hombre bueno que mató a otro hombre. —Solo mientras se escuchaba a sí misma se percató de que aquello era lo que realmente sentía. La perspicacia no era su fuerte, pero estaba aprendiendo, y una nueva certeza le infundió el valor necesario para añadir—: Aceptaría el caso aunque me echaras.
—¿Lo dices en serio?
—Sí.
Bennie se quedó inmóvil. La arruga que le tensaba el entrecejo se desvaneció y aquel rubor colérico abandonó sus mejillas. Judy deseó con todas sus fuerzas que no se tratara de la serenidad que se adueña de los jefes justo antes de darte el finiquito.
—Aunque, para qué engañarnos, preferiría que no me echaras. Nunca encontraría otro bufete donde me dejaran vestir a mi aire.
Bennie se rió por lo bajo y se sentó en su mullida butaca.
—Bueno, vale.
—¿Quieres decir que puedo aceptar el caso?
Bennie no contestó, pero cogió una taza de café de su escritorio en la que ponía «Me huelo problemas». Judy estaba casi segura de que su jefa había querido hacer un chiste.
—Vacía —suspiró—. ¿Qué más puede salir mal?
—Yo me encargaré de él. Lo sacaré de paseo todos los días.
Bennie esbozó una media sonrisa mientras contemplaba la taza vacía como si el mero hecho de desearlo pudiera hacer que se llenara de café.
—¿Puede el señor Lucia permitirse nuestros honorarios?
—No lo sé. No se lo he preguntado.
—Por supuesto que no.
—Lo averiguaré, si me dejas aceptar el caso.
La taza de café bailó sobre el escritorio hasta que al fin recuperó su posición vertical.
—De acuerdo, tú ganas. Pero tendrás que hacerlo bajo mi supervisión.
—¡Genial!
—No lances las campanas al vuelo —le advirtió Bennie, imponiendo silencio con un ademán—. Tendrás que mantenerme al tanto de todos y cada uno de tus pasos.
—Entendido.
—Y seguirás siendo responsable de los demás asuntos que tienes entre manos. Aún no has hecho ese artículo sobre la ley antimonopolio, y tienes una fecha límite para hacerme llegar un borrador. El redactor de la revista me ha dicho que lo están esperando para comprobar las citas. Ni se te ocurra escurrir el bulto. —Bennie reflexionó por unos instantes—. Si mal no recuerdo, tienes otros siete casos no demasiado urgentes sobre tu escritorio, todos ellos de civil. Esos clientes estaban primero y no han matado a nadie.
—Sí, señor.
Bennie hizo caso omiso de la provocación.
—Por último, puesto que no te has molestado en saber si Lucia puede pagar tu minuta, lo defenderás gratis. Eso quiere decir que será tu tiempo el que inviertas en este caso. No nos cobrarás un solo minuto, ni a él, ni a mí. A ver si así aprendes.
Aquello pilló a Judy por sorpresa, pero lo aceptó.
—Es justo. La próxima vez me lo pensaré dos veces antes de abrir la boca.
—Y te voy a tener atada corta. Quiero estar al tanto de todas las decisiones que se tomen en relación con este caso. Ese es el último castigo que te llevas por revelar iniciativa propia, tener que pasar más tiempo conmigo.
—Lo que no mata, engorda —repuso Judy, y se agachó para esquivar un lápiz que salió volando en su dirección.
—No abuses de tu suerte, Carrier. Este bufete va mucho mejor que cuando empezamos, y tú no eres la única redactora de publicaciones jurídicas que hay en esta ciudad. Ahora, largo de mi despacho. Una de nosotras tiene que intentar ganar dinero.
Bennie se volvió hacia la pantalla de su ordenador y abrió el programa de correo electrónico. Judy se levantó sintiéndose feliz, pese a la situación. Había logrado quedarse con el caso, aunque tendría que trabajar como una muía para sacarlo adelante. Pero quedaba algo por discutir, algo que la inquietaba.
—Una última pregunta. ¿Cómo defiendo yo a un cliente culpable?
—¿A mí me lo preguntas? —repuso Bennie sin apartar los ojos de la pantalla—. Tú has aceptado el caso, así que tú tendrás que contestar a esa pregunta.
Judy parpadeó, desconcertada ante la brusquedad de la respuesta. Adiós al apoyo emocional.
—Eh... bueno, sé que tiene derecho a una defensa, pero también sé que es culpable, cosa que me molesta, aunque sé que no debiera.
—Siempre has sido demasiado cerebral, Carrier, así que te daré un cursillo acelerado. —Bennie le daba al ratón sin cesar, contestando a sus mensajes de correo electrónico uno detrás de otro—. Si nos atenemos al código de ética profesional, tu única restricción es que no puedes hacer subir a tu cliente al estrado y declarar que es inocente cuando sabes que es culpable. Eso sería cometer perjurio. Y evidentemente, al margen de lo que diga el código, jamás se me ocurriría dar a entender al jurado que tu cliente es inocente.
—Yo no haría eso.
—No pensaba que lo fueras a hacer. Entre otras cosas porque mientes fatal. No me explico cómo te las arreglaste para aprobar derecho. —Bennie hizo un clic sobre el icono «enviar» y abrió el siguiente mensaje. De pronto, Judy no sabía cómo dirigirse a ella.
—Me refería más bien al aspecto... emocional. ¿Alguna vez has defendido a un cliente culpable?
—Lo hice en los viejos tiempos, cuando me dedicaba casi exclusivamente a los casos de homicidio. La verdad es que por eso lo dejé. —Las grandes manos de Bennie cubrían el teclado mientras redactaba otra respuesta, sin dar señal alguna de recordar que había alguien más en el despacho.
—¿Y cómo lo hacías? —Preguntó Judy, pese a todo—. ¿Defendiendo el principio y no a la persona? ¿Repitiéndote aquello de que todo acusado es inocente hasta que se demuestre lo contrario?
—Cómo lo hiciera yo, no importa —contestó Bennie, sin parar de teclear—. Aquí lo importante es cómo lo harás tú. ¿Quieres defender a un hombre culpable? Pues hazlo a tu manera.
Judy percibió un cambio de tono en la voz de Bennie, que de pronto sonaba más suave, aunque seguía sin apartar los ojos de la pantalla.
—¿Podrías darme una pista, o sería ir contra las reglas?
Mientras sus dedos reposaban sobre el teclado con una naturalidad que solo podía deberse al hábito, Bennie levantó la vista del ordenador, y Judy se sorprendió al comprobar que en su mirada no había indiferencia, sino inquietud.
—Antes te he dicho que no defiendas algo en lo que no crees. Lo contrario también vale. ¿Crees en él?
—Sí, eso creo.
—Tienes que estar segura. Debes determinar si es culpable o inocente según tu criterio personal. Pero no lo analices como un asunto jurídico o una pregunta retórica. Eso es demasiado abstracto, demasiado seguro. No lo juzgues, de eso ya se encargará el hombre de la toga negra. Tú tienes que pensar como un abogado defensor.
Judy empezaba a comprenderlo. Sabía que tenía tendencia a ser demasiado cerebral. Eso le había valido sobresalientes y matrículas de honor en la facultad, pero en ningún otro ámbito de la vida.
—Vale, pero supongamos que decido que es inocente. ¿En qué le va a beneficiar eso?
—Te ayudará a elaborar su defensa. Si crees en él, lograrás transmitir esa convicción al juez y al jurado, a través de tu voz, tu forma de estar, todo lo que hagas. Si no crees en él, Lucia no tiene la menor oportunidad. —Bennie volvió a centrar su atención en la pantalla—. En ese caso, serías lo peor que le ha pasado en la vida.
Estas últimas palabras dejaron a Judy helada, y se quedó inmóvil por unos instantes, escuchando el suave tamborileo de las teclas. Al otro lado de la puerta, sonaban los teléfonos y las voces de los abogados, pero los sonidos propios de la jornada laboral empezaban a remitir. Judy tenía la terrible sensación de que aquel caso le venía demasiado grande.
—¿No tienes que comparecer ante el juez? —Preguntó Bennie, rompiendo el silencio—. No es fácil conseguir la libertad bajo fianza en un caso de asesinato. Ponte una chaqueta por encima del vestido. Y cámbiate de zapatos. Puedes ponerte mis zapatos de salón marrones, que encontrarás en el armario de recepción. Es mi segundo armario, y allí siempre hay de todo. Tienes permiso para coger lo que quieras.
Judy consultó su reloj. Eran casi las tres y tenía una cita en el centro de la ciudad. Tendría que dejar atrás su angustia y sus zuecos. Farfulló apresuradamente unas palabras de agradecimiento y salió del despacho mientras Bennie volvía a su correo electrónico.
Judy no podía saber que, después de que se fuera, Bennie pasó un buen rato mirando la pantalla de su ordenador con gesto absorto, incapaz de escribir una sola palabra.