Capítulo 5
—No puedo demorarme. Tengo que volver al bufete antes de la comparecencia ante el juez, que será sobre las tres de la tarde —le advirtió Judy, aunque le picaba la curiosidad.
—No te preocupes.
Abandonaron el edificio de la policía y cruzaron la zona de aparcamiento que se extendía delante de este, repleta a aquella hora de policías y personal administrativo que había salido a disfrutar del sol primaveral, aunque fuera entre los vehículos oficiales y particulares aparcados. Una camioneta blanca Ford-250 destacaba entre los sedanes negros estacionados al fondo, bajo un letrero que rezaba «Solo prensa autorizada». Frank se fue derecho hacia allá, con Judy pegada a los talones.
—¿Así que eres periodista? —preguntó.
—No, pero necesitaba un lugar donde aparcar. —Frank sacó un juego de llaves del bolsillo de atrás de sus vaqueros, abrió la puerta del conductor y dio la vuelta para abrir la del acompañante.
—Pasa, pero ten cuidado con el portátil.
—No tienes que pasarte la vida abriéndome las puertas —le espetó, y Frank esbozó una sonrisa.
—Lo sé —repuso. Luego volvió a rodear la abollada caja de la camioneta y se sentó al volante—. No lo he hecho porque me sintiera obligado.
Judy se mordió la lengua mientras subía al vehículo, que era un auténtico despacho sobre ruedas. ¿A qué se dedicaba aquel tío? El asiento delantero era un banco gris y mullido, pero entre el conductor y el pasajero había una pequeña consola sobre la que descansaba un ordenador portátil Gateway abierto y una estilizada impresora portátil conectada al mechero de la camioneta. Junto a estos había otro teléfono móvil y un walkie-talkie con una antena regordeta. Judy se dio por vencida.
—¿Eres traficante de drogas o algo así? —preguntó, y Frank rompió a reír mientras introducía la llave en el contacto.
—¡Qué va! Soy mampostero —contestó, al tiempo que cogía el móvil de la consola—. Perdóname un momento. Tengo que hacer un par de cambios para poder estar de vuelta a las tres —se disculpó mientras presionaba una tecla de marcación abreviada—. No quiero que pienses que soy uno de esos cretinos que no se despegan del móvil.
—Tranquilo, sé lo que es —le aseguró ella mientras arrancaban. Vaya si lo sabía. Sospechaba que Frank se pasaría el resto del trayecto hablando por el móvil, y eso fue exactamente lo que ocurrió: contestó a varias preguntas, encargó material, calculó sobre la marcha el presupuesto aproximado de un muro de contención. En un momento dado, Judy sujetó el volante mientras él imprimía una orden de compra y discutía con soltura acerca de un envío que había llegado con retraso. Judy se entretuvo comprobando si había mensajes en su propio buzón de voz, más que nada para no quedarse atrás en el tema de la telefonía móvil, y aprovechó para llamar a la recepcionista del bufete con el fin de asegurarse de que Bennie seguía declarando en los tribunales. De momento, estaba a salvo.
Judy miró por la ventanilla mientras la gran camioneta se alejaba veloz y suavemente de la ciudad y se adentraba en la parte occidental del extrarradio, donde el asfalto daba paso a centros comerciales repletos de supermercados, cadenas de restaurantes y tiendas de moda. Judy había vivido en veinte estados diferentes durante su infancia y adolescencia, debido a los constantes cambios de residencia de su padre, que era militar de carrera, y pese a su juventud había tenido ocasión de constatar lo idénticas que se habían vuelto todas las ciudades. Irónicamente, en lugar de hacer que se sintiera menos desplazada allá donde fuera, este hecho le producía el sentimiento contrario. Siguió mirando por la ventanilla, y los centros comerciales no tardaron en dar paso a ondulantes colinas sobre las que se alzaban casas más grandes. Judy empezaba a disfrutar de andar haciendo novillos y paseándose en una camioneta ruidosa en compañía de un cantero que estaba como un tren pese a su aliento a cebolla.
Frank colgó el móvil y soltó un último suspiro mientras aminoraba la marcha ante un semáforo en rojo.
—Perdona la interrupción —se disculpó al tiempo que pisaba el freno. Cada vez que la camioneta se detenía, algo rodaba en la caja de atrás—. Quería dejarlo todo bien atado. No me gusta dejar a mis hombres trabajando sin que yo esté presente. Esto de la mampostería es más complejo de lo que parece.
—¿Qué es exactamente la mampostería?
—El arte de construir con piedra, sin argamasa. A eso me dedico yo, y a nada más, desde hace algún tiempo. Antes solía trabajar en la albañilería, como mi padre y mi abuelo, pero aquello era un aburrimiento. Poner mampuestos es como hacer un puzzle. Tienes que hacer encajar todas las piezas y se utiliza piedra autóctona, a veces sin labrar. Hay que pensar. Mis hombres son buenos, pero nadie trabaja igual sin que esté el jefe cerca.
—Me lo imagino —asintió Judy, como si no pudiera aplicarse el cuento.
—Ahora tengo unas pocas horas libres por delante. —Frank giró a la derecha y enfiló un camino que se apartaba de la carretera, pasando por delante de un letrero que prohibía el paso—. Ya hemos llegado.
Judy presionó el botón del elevalunas eléctrico para abrir la ventanilla. Se estaban adentrando en un hermoso cementerio cubierto de vegetación entre la que se alzaban sobrias tumbas de color gris. En muchas de ellas había flores, y en alguna se veían incluso banderolas que ondeaban mecidas por la cálida brisa, suave como una caricia.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó, sorprendida.
—Quería que vieras por qué mató mi abuelo a Angelo Coluzzi.
Frank abrió camino y al llegar a una sepultura se detuvo y permaneció inmóvil durante unos instantes, la cabeza gacha. Judy miró por encima de su hombro para poder leer la inscripción de la losa de granito, que parecía empotrada en una alfombra de hierba:
Judy tardó unos instantes en comprender lo que tenía ante sí: las sepulturas de los padres de Frank. Había una sola fecha grabada en la reluciente losa de granito, el 25 de enero del año anterior. Judy sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Frank había perdido a sus dos padres. ¿Significaba eso que Tony Palomo había perdido a un hijo?
Frank levantó la cabeza y se dio la vuelta. El dolor suavizaba sus facciones, pero los ojos seguían secos.
—Acércate, no pasa nada —dijo, señalando con la mano, y Judy avanzó hacia él.
—Lo siento.
—Yo también. Pero no te he traído aquí por eso. —Frank se aclaró la garganta pero su voz seguía sonando ronca, como no podía ser menos—. Mis padres murieron el año pasado en un accidente de tráfico. Iban en la vieja camioneta de mi padre, que volcó en un paso elevado de la autopista. Ocurrió de madrugada. La camioneta se incendió. Volvían de una boda en Jersey, y la poli cree que mi padre se quedó dormido al volante.
Judy permanecía callada. No sabía qué decir. La brisa era tan suave, el aire tan fresco. El único sonido que rompía el silencio era la voz queda de Frank, que proseguía su lacónico relato.
—O eso o tuvo un infarto, no lo sé con seguridad. Ahora ya da igual. Hice que los incineraran, porque era... en fin, necesario. Lo que pasa es que su muerte originó un problema, por lo menos en lo que a mi abuelo respecta.
—¿Por qué?
—Pues verás, mi abuelo nunca creyó que la muerte de mis padres fuera accidental. Está convencido de que los asesinaron. Una autopsia habría podido demostrar que no fue así, pero era demasiado tarde para hacerla, y el abuelo se siente culpable de sus muertes.
Judy movió la cabeza en un gesto de desconcierto.
—Pero ¿quién habría querido asesinar a tus padres?
—Angelo Coluzzi. —Frank escrutó los robles que se alzaban en la distancia, y luego deslizó la mirada por la hierba veteada de sol que alfombraba una pequeña colina—. Todo esto empezó hace mucho tiempo, décadas atrás, en Italia. Mi abuelo te ha hablado de Coluzzi, ¿verdad?
Judy reflexionó antes de contestar.
—Lo que tu abuelo me dijo es confidencial. No sería ético por mi parte revelar nada de lo que me dijo, ni siquiera tratándose de ti.
—Lo entiendo, y lo respeto —asintió Frank con una media sonrisa, volviéndose hacia ella. Sus ojos eran de un marrón terroso, y las picaras arruguitas que orillaban sus ojos al sonreír hicieron pensar a Judy que era mayor de lo que había supuesto en un primer momento, quizá rondara los cuarenta—. No pretenderás decir con eso que eres una abogada con principios éticos, ¿verdad?
—Alguno hay.
—De eso nada —replicó Frank con una carcajada. La suya era una risa sonora y viril que gustó a Judy. Siempre había creído que se puede decir mucho de un hombre por su risa, pero lo único que podía decir tras oír reír a Frank era que había pasado una eternidad desde que había tenido una cita con alguien.
—Pues, aunque no lo creas, soy una abogada con principios éticos, y puesto que estamos hablando de una cuestión ética, puedes contarme lo que sea y yo te escucharé. Sin faltar a la ética, por supuesto.
—¿Que yo hable y tú escuches? ¿Pueden las mujeres hacer eso?
Judy rompió a reír, pero enseguida recobró la compostura al pensar que estaban flirteando al pie de una tumba. Por lo menos ella creía estar flirteando, aunque no había sido su intención. En términos legales, no lo había hecho premeditadamente, sino que sus emociones la habían traicionado. Se dio cuenta de que Frank le había gustado desde el momento en que había intentado abalanzarse sobre el policía.
—¿Qué tal si tú hablas y yo te escucho, sin más? Podemos dejar la ética para más tarde.
—Estupendo. —Frank se volvió de nuevo hacia la tumba de sus padres, y se le borró la sonrisa de los labios—. Quizá debiéramos dar un paseo.
—Buena idea —aprobó Judy, y acomodó su paso al de Frank, enfilando el sendero cubierto de hierba que avanzaba entre las tumbas hasta desembocar en el camino de grava. Frank parecía respirar con más facilidad.
—La mujer de mi abuelo, mi abuela, murió asesinada por Angelo Coluzzi en Italia. Mi abuela había salido con Coluzzi antes de conocer a mi abuelo y aceptar su propuesta de matrimonio. Coluzzi se sintió rechazado y nunca lo aceptó. Su reputación quedó hecha trizas y le echó la culpa a mi abuelo, al que odiaba con todas sus fuerzas. Y luego la mató. En el barrio todos lo saben.
—¿Qué barrio?
—La manzana donde vive mi abuelo, en South Philly, que sigue siendo una comunidad netamente italiana. Tenemos coreanos y vietnamitas a la vuelta de la esquina, pero todos los que viven en nuestra manzana proceden de la misma región de Italia, los Abruzzos. Todas las familias se conocían entre sí desde antes de venir a Estados Unidos, y todo el mundo conocía a los Coluzzi, una familia adinerada. Una familia poderosa. Fascistas.
—Entiendo —dijo Judy, percibiendo en la voz de Frank un desdén idéntico al de su abuelo.
—El asesinato de mi abuela quedó impune. Los Coluzzi pagaron para que nadie removiera el asunto. Su poder fue en aumento, y cuando estalló la guerra mi abuela sencillamente pasó a engrosar un abrumador número de muertos y desaparecidos. —Frank enmudeció por unos instantes, y Judy tuvo que reprimir el impulso de preguntarle más detalles. Seguían caminando por el camino de grava, que serpenteaba entre las achaparradas hermosas de día, las afiladas frondas de los lirios atigrados a punto de brotar y el alyssum púrpura que reptaba por las piedras junto a los bordes del camino. Cuando pasaban por debajo de un árbol, notaban el aire fresco. Las botas de Frank crujían sobre la grava, y Judy se alegró por primera vez en todo el día de haberse puesto zuecos.
Tras unos instantes de silencio, Frank retomó la palabra:
—Eran otros tiempos, el mundo era distinto. Mi abuelo intentó llevar al asesino ante los tribunales y eso casi le cuesta la vida.
—¿Cómo puede ser?
—Lo amenazaron. Destrozaron su casa. Hicieron explotar su coche.
—¿Quién hizo todo eso?
—Angelo Coluzzi, o los hombres que trabajaban para él. Camisas negras.
—¿Cómo lo sabes? ¿Los cogieron?
—Por supuesto que no. Lo sabemos y punto. Todo el mundo lo sabe, incluso hoy.
Judy enarcó una ceja. Aquello le sonaba a un montón de conjeturas, unas detrás de otras, pero no era el momento de discutirlo. Necesitaba más información.
—¿Y qué hizo tu abuelo al respecto?
—Se limitó a marcharse. No buscó venganza, ni siquiera cuando hicieron saltar su coche por los aires. Abandonó el país con su hijo Frank, mi padre, que entonces tenía dos años. Se instalaron aquí. Mi abuelo dejó la agricultura y empezó a trabajar como albañil, al igual que montones de inmigrantes de su misma región. Intentó resignarse, aceptar lo que le había pasado a su esposa. Siguió adelante y crió a su hijo, y a sus palomos.
—¿Palomos?
—Se dedica a la cría de palomas de carrera, palomas mensajeras que participan en competiciones de velocidad. Mi abuelo es un fenómeno, tendrías que verlo. Se pasa todo el día al aire libre con ellas, adiestrándolas, poniéndolas en forma, soltándolas.
—¿Soltándolas?
—Sí, se las echa a volar como forma de entrenamiento, para que aprendan a encontrar el camino de vuelta. Se pasa horas sentado fuera, viendo cómo vuelan. —El rostro de Frank se iluminó al recordar a su abuelo, pero aquel no era el tipo de detalles que Judy necesitaba saber en aquel momento.
—Me estabas hablando de cuando tu abuelo vino a Estados Unidos.
Sus pasos los condujeron a un tramo del camino bañado por sol. Frank entornó los ojos y frunció el ceño ante el súbito resplandor.
—Entonces hubo el accidente. Mi padre, mi madre. Yo sé que fue un accidente y punto, pero mi abuelo está convencido de que fue cosa de Angelo Coluzzi. Seguramente has oído hablar de la familia Coluzzi. Angelo y sus dos hijos, John y Marco, son los dueños de una importante empresa inmobiliaria de South Philly. Se dedican a la construcción de centros comerciales y tienen grandes inversiones en la ciudad. ¿Te suena el apellido?
Judy negó con la cabeza. Apenas sabía nada sobre el negocio de la construcción.
—Son una panda de psicópatas, créeme. —Frank seguía con el rostro crispado, y Judy se percató de que no era por el sol—. Mi abuelo cree que Angelo Coluzzi hizo explotar la camioneta de mis padres, como había hecho con su coche en Italia. Y tras la muerte de ambos se fue hundiendo sin remedio. Empezó a decir que nada de esto habría ocurrido si él hubiera vengado la muerte de mi abuela. Estaba convencido de que, si hubiera cumplido su vendetta, su hijo seguiría vivo.
—¿Vendetta? ¿Qué vendetta? —Judy había oído esa palabra en las películas pero no podía creer que se siguiera utilizando.
—Es una cuestión de honor. Una reivindicación de tus derechos, de los derechos de tu familia. Es la ley del ojo por ojo, algo propio de un país en el que la ley era papel mojado, al menos para los hombres como mi abuelo, que carecían de poder. Él no espera de las leyes que lo salven o lo castiguen; la justicia se imparte a través de la vendetta. En mi cultura, que es la suya, una vendetta es algo que hay que cumplir.
Judy empezaba a pensar que los italianos elevaban las emociones a una forma de arte, pero no dijo nada por temor a que Frank la golpeara, o la abrazara.
—Así que perdió la chaveta. Después de la muerte de mis padres, cayó en una profunda depresión en la que parecía hundirse cada vez más. Y además, se está haciendo mayor, lo que tampoco ayuda. —Frank frenó en seco y se volvió hacia Judy, buscando su comprensión—. Es un hombre pacífico. Ni siquiera es capaz de sacrificar a sus propios palomos. Se niega a matarlos. Sigue alimentando a los lentos y los viejos. Es un hombre tierno, te habrás dado cuenta.
—Sí —asintió Judy, y lo decía de corazón—. Resulta difícil imaginarlo matando a nadie.
—No hubiera matado a Coluzzi si no creyera que estaba abocado a hacerlo. No lo hizo en todos aquellos años. Piénsalo. Los Coluzzi se mudaron a Filadelfia, se instalaron a tan solo dos manzanas de la nuestra, y todos los días mi abuelo tenía que convivir con el hecho de que el asesino de su esposa fuera ahora su vecino. Mi padre vivió con esa misma amargura y durante años sufrió los abusos de los Coluzzi, que hicieron lo imposible por arruinar su negocio, pero mi abuelo no consintió que se vengara. Si él, que tenía derecho a vengarse, nunca lo había hecho, tampoco lo haría mi padre.
Judy apartó la mirada.
—Nadie tiene derecho a arrebatar la vida de otra persona.
—Claro que sí. En la guerra, o en defensa propia. En cumplimiento de la pena de muerte. Incluso si eres una esposa maltratada. Esta sociedad, esta cultura, mata a todas horas. ¿O acaso miento?
—Pero...
—Hay más muerte, y más gente que mata a otras personas en Estados Unidos que en ningún otro lugar sobre la faz de la tierra. Justificamos la muerte de alguien a manos de otra persona en montones de circunstancias, así que ¿por qué no si alguien mata a tu esposa, a tu hijo y a tu nuera? ¿No te da eso el derecho a matarle?
—No, no te lo da, y en cualquier caso tu abuelo no tenía manera de saber si Coluzzi había matado a tus padres. De hecho, tú no crees que lo haya hecho.
—Pero mi abuelo sí lo cree, a pie juntillas, y por lo que sé, hasta puede que tenga razón. Tienes que verlo desde su punto de vista, puesto que es su vida la que está en juego, ¿no crees? —Los ojos de Frank escrutaban los suyos con una franqueza que desarmaba a Judy, pero su formación jurídica la obligaba a rechazar sus palabras.
—Las personas no pueden ir por ahí matándose entre sí. El sistema jurídico se inventó precisamente para evitarlo.
—Ya, pero lo cierto es que las personas sí van por ahí matándose entre sí, al menos en el mundo de mi abuelo. Eso es lo que le ocurrió a él. Y ahora aquellos que se comportaron injustamente con él han recibido su merecido. —Frank movió la cabeza en un gesto de exasperación, y las largas ramas del roble que se alzaba sobre él proyectaron una vacilante sombra sobre su rostro afligido—. ¿De qué serviría castigar a mi abuelo? No va a hacer daño a nadie más.
—La cuestión no es esa.
—¿Ah no? —Frank miró las diminutas banderas americanas agitadas por la brisa. Su mirada se posó sobre una lápida con la inscripción ciardi presidida por un ramillete de espliego, algunas de cuyas flores se habían marchitado y empezaban a doblarse en los extremos—. Mi abuelo tiene setenta y nueve años. Ya solo lo espera esto, flores marchitas y lápidas funerarias. Este cementerio, cerca de su hijo.
Judy no podía evitar que todo aquello le llegara al alma, pero se obligó a pensar como una abogada, a no dejar que las emociones interfirieran en su razonamiento.
—Nada de esto me ayudará a defenderlo.
—¿Estás segura? —preguntó Frank al instante—. Había pensado que quizá pudieras alegar demencia o algo parecido.
—La definición legal de la demencia es muy estricta. —Judy movió la cabeza en señal de negación—. Solo Dios sabe qué clase de pruebas tendrán contra tu abuelo, pero si lo que me acabas de decir es la explicación de lo que hizo, no nos proporciona ningún elemento de defensa. Ni uno. No me has dicho nada que justifique legalmente el asesinato.
—¿Ni siquiera un corazón destrozado? —preguntó Frank, y miró a Judy como si su pregunta fuera algo más que pura retórica.
—Ni siquiera eso.
—Entonces, ¿dónde está la justicia de las leyes?
Judy no supo qué contestar. Lo único que sabía con toda seguridad era que quería llevar aquel caso.
Solo le faltaba convencer a su jefa.