Capítulo 7

La prensa se agolpaba a las puertas del palacio de justicia, invadiendo la acera y la calzada de la calle Filbert, una vía de la época colonial lo bastante ancha para acomodar una calesa y el caballo que tiraba de ella, pero no una horda de periodistas y sus respectivos egos. Unos y otros impedían el tráfico frente al tribunal. Estaban a la espera de que pasara algo, charlando bajo el sol entre calada y calada de sus cigarrillos, que esparcían nubecillas de humo en el aire limpio. Judy se preguntó qué clase de carroña les habría llevado hasta allí en aquella ocasión.

—¡Ahí está! —gritó un hombre con un fotómetro al cuello, volviéndose hacia Judy—. ¡Señorita Carrier, solo una fotografía! ¡Aquí, aquí, señorita Carrier!

Judy se alarmó pero no salió despavorida. No podía hacerlo con los zapatos de Bennie, que le iban demasiado grandes. Apretó el paso y siguió adelante, arrastrando los tacones por los adoquines, sintiéndose como una niña vestida de abogada, por si a alguien se le escapaba el detalle. Sus pensamientos iban más rápidos que sus pies. ¿Cómo se había enterado la prensa? ¿Qué más les daba? Todos se volvían hacia ella. Los periodistas arrojaban al suelo sus cigarrillos, los cámaras se echaban los aparatos al hombro, los reporteros se abalanzaban en su dirección blandiendo sus blocs de notas. Judy bajó la cabeza y siguió avanzando, haciendo eses para esquivar a la multitud que se cerraba en torno a ella.

—Señorita Carrier, ¿participa Bennie Rosato en la defensa de Tony Lucia?

—Señorita Carrier, ¿es su cliente culpable o inocente?

—Judy, ¿trabajará Mary DiNunzio con usted en este caso?

—Señorita Carrier, la familia Coluzzi ha declarado públicamente que su cliente es el asesino. ¿Algún comentario?

Judy siguió adelante con paso tembloroso y empujó la puerta giratoria que permitía acceder a los juzgados. No era el fin del mundo verse acosada por un enjambre de periodistas. Bennie y Mary no lo soportaban, pero en sus tiempos Judy había jugado al rugby, mixto por más señas. Los periodistas la empujaban pero ella devolvía los empujones. La justicia como un deporte de combate. Un cámara de la tele le dio un mamporro en el brazo pero Judy no se lo devolvió. No habría quedado demasiado profesional.

—Señorita Carrier, ¿qué opina de las pruebas presentadas por el estado? ¿Se declarará culpable el señor Lucia? ¿Cree que conseguirá la libertad bajo fianza?

—¡Sin comentarios! —gritó Judy, avanzando a empujones hacia el vestíbulo.

Por encima de la puerta, una vidriera de colores reflejaba la luz del sol en deslumbrantes tonos de amarillo, azul y dorado, pero Judy no se detuvo a contemplarlo como solía hacer. Tenía un palomo al que defender, y por lo que sabía, no era nada seguro que le fueran a conceder la libertad bajo fianza. La legislación aplicable al caso negaba esa posibilidad. Su única esperanza era la avanzada edad de su cliente y el hecho de que no tuviera antecedentes penales. Los periodistas la zarandeaban de un lado a otro y le preguntaban a voz en grito cosas a las que no podía contestar, para regocijo de un mar azul de policías enfundados en sus uniformes veraniegos que esperaban junto a la puerta que los llamaran a testificar. Un par de civiles esperaban con ellos frente a la puerta, y Judy casi había logrado franquearla cuando sintió que una mano fuerte se cerraba en torno a su brazo. Se volvió con gesto irritado.

—¡Sin comentarios! —insistió, pero el individuo que le sujetaba el brazo no parecía un periodista. Era un hombre de mediana edad, robusto y entrado en carnes, el pelo grasiento, que llevaba un polo de poliéster. Sus ojos eran dos rendijas de color marrón y miraba a Judy con gesto indudablemente hostil—. Suélteme el brazo —ordenó, zafándose de un tirón.

—Solo quería saludarla, señorita Carrier —dijo el hombre, sonriendo a las cámaras. Judy oyó el gemido de los motores poniéndose en marcha y el zumbido de las videocámaras inmortalizando el momento—. Me llamo John Coluzzi. Soy el hijo de Angelo Coluzzi, habrá oído hablar de él. Su cliente lo asesinó.

Judy se ruborizó. No podía decir una sola palabra. Todo lo que aquel hombre había dicho era cierto. Le ardía el rostro como si estuviera envuelto en llamas.

—Rompió el cuello de mi padre, señorita Carrier. Lo desnucó como si fuera una de sus palomas.

Judy se quedó sin gota de saliva en la boca. ¿Así lo había matado Tony Palomo? Parecía inconcebible.

—He venido a ver qué clase de sabandija ha aceptado defender a un asesino como ese. Debería usted avergonzarse de lo que hace —masculló Coluzzi con la voz embargada por el dolor, y Judy buscó desesperadamente las palabras que se sentía obligada a decir, porque las cámaras seguían enfocándolos a ambos. La vida de su cliente estaba en juego y aquella cinta de vídeo podía salir en antena a las once.

—Lamento su pérdida, señor Coluzzi —afirmó, y se escabulló por la puerta de entrada a los juzgados sin saber quién era el malo de la película, si Angelo Coluzzi o Tony Palomo, sintiendo de pronto que ella era peor que cualquiera de los dos.

La sala de comparecencias se hallaba en los sótanos del edificio de juzgados y parecía contradecir la idea general de cómo debe ser una sala de juicio, seguramente porque en realidad era un estudio de televisión. En Filadelfia, como en la mayoría de las grandes ciudades estadounidenses, se había aprobado recientemente la retransmisión televisiva de las comparecencias ante el tribunal, por lo que aquella sala de juicio se había convertido en un gigantesco escenario, con la misma anchura de siempre pero la mitad de la profundidad normal. El banquillo de los acusados quedaba separado del resto de la sala por una mampara de cristal que iba de pared a pared y aislaba acústicamente ambos espacios. Una serie de micrófonos ocultos hacían llegar las palabras del juez al otro lado de la mampara, pero no a la inversa.

Se había conservado el típico estrado del juez y las dos mesas de los abogados litigantes, pero junto al primero había una inmensa pantalla de televisión que dominaba toda la estancia. El único programa que emitía dicha televisión era El show del acusado. Cada reo aparecía en un descomunal primer plano durante la lectura de los cargos que se le imputaban y no tardaba en agotar sus tres minutos de cuota de pantalla, menos de lo que solía durar una pausa publicitaria. Los acusados iban apareciendo uno tras otro, a veces hasta treinta seguidos, y una vez finalizadas sus comparecencias al juez de instrucción se le escapaba a veces un «Ya puede bajar de la pantalla».

En cuanto entró en la sala de comparecencias, Judy se estremeció. Aquello no solo era estrafalario, sino directamente inconstitucional. Si el acusado quería consultar algo con su abogado, solo podía hacerlo a través de un teléfono especial instalado en su celda, donde el guardián de turno escucharía todo lo que dijera. A la inversa, es decir, si ella deseaba aconsejar a su cliente, podía utilizar el mismo teléfono, pero toda la sala —incluidos el juez de instrucción, la acusación del estado e incluso el público— escucharía sus palabras. Judy pensó que aquello violaba claramente el derecho a una defensa legítima, pero nadie estaba por la labor ni tenía dinero suficiente para presentar una demanda capaz de sentar jurisprudencia contra un procedimiento legal que se había aprobado a lo largo y ancho del país en todas sus variantes. El gobierno se había salido con la suya por la sola razón de qué las comparecencias ante el tribunal se consideraban un trámite meramente burocrático, pero para Judy ningún trámite podía ser meramente burocrático si de él dependía la libertad de alguien.

Enfiló el pasillo de la sala de juicio con un creciente dolor en los tobillos y una sensación de incomodidad que se intensificaba a cada paso. La parte de la sala destinada al público estaba inusualmente abarrotada de asistentes que vestían ropas ligeras, sentados hombro con hombro, apretujados en sus asientos. ¿A qué había venido toda aquella gente? No se explicaba que su caso estuviera suscitando tanta expectación. ¿Y quién había avisado a los periodistas? Le vino a la mente la imagen de John Coluzzi, esperándola a las puertas del juzgado, y recordó su propio acaloramiento. Luego pensó en Bennie y en lo que le había dicho: «Si no crees en él, Lucia no tiene la menor oportunidad».

Judy se sacudió de encima estos pensamientos en cuanto vio a Frank en la primera fila de la derecha, volviéndose para mirarla sin apenas moverse en su asiento. Se había cambiado la chaqueta vaquera por otra de pana y le sonrió con la tensión del momento. Había en sus ojos oscuros un sufrimiento innegable. En cambio, el señor DiNunzio —que estaba sentado junto a él en primera fila, acompañado por un grupo de hombres mayores— empezó a saludarla con un entusiasmo normalmente reservado para el presidente de Estados Unidos. En otras circunstancias, Judy se hubiera echado a reír.

Avanzó hacia ellos a grandes zancadas, consciente de que todos los ojos a la derecha seguían atentamente cada uno de sus movimientos. Primero pensó que eran sus zapatones lo que llamaba la atención de la concurrencia, pero pronto se dio cuenta de que las personas sentadas a ese lado de la sala —ancianos, mujeres, niños— la contemplaban con gesto arrobado, como si fuera una novia camino del altar. La noticia de que ella defendería a Tony Palomo habría corrido como la pólvora en el barrio, que había acudido en masa a la comparecencia. Por fortuna Judy se las arregló para llegar al estrado antes de que nadie rompiera a aplaudir.

El señor DiNunzio se levantó sobre sus pesados zapatos ortopédicos y la abrazó, estrujando la cabeza de Frank entre ambos.

—Judy, cómo me alegro de verte. No sabes cuánto te lo agradezco —dijo, aunque sus palabras se enredaron en el pelo de Judy antes de llegar a sus oídos.

—No se preocupe, señor DiNunzio. Todo saldrá bien —le aseguró, más como un acto reflejo que como una afirmación cabal, porque estaba pensando todo lo contrario mientras le daba unas palmaditas en la espalda e inspiraba su olor a bolas de naftalina aromatizadas y a ropa almidonada. Llevaba puesto el mismo jersey de lana que usaba todo el año, hiciera frío o calor. Era un jersey de color marrón, como todos los suyos, bastante rozado por el uso, y al tocarlo Judy experimentó una sensación de seguridad y abandono, como si fuera una niña en brazos de su padre, aunque evidentemente no era el caso. Bajo el jersey, el señor DiNunzio llevaba una camisa blanca, una corbata anudada al cuello y un pantalón marrón de corte anticuado. Mientras lo ayudaba a acomodarse de nuevo en el banco, Judy dedujo que aquel era su traje de los domingos.

—Usted quédese aquí sentado, que yo me encargo de todo. El bufete ha aceptado oficialmente el caso.

—Gracias a Dios. Gracias, gracias. Ah, mi mujer te envía recuerdos. Se ha quedado en casa con Mary —Sonaba como si se estuviera disculpando, y parecía no darse cuenta de que todos los asistentes al juicio estiraban el cuello para no perder detalle de la conversación—. No es que no quisiera venir, ya te lo puedes figurar. Ambas habrían querido estar aquí. Pero ya sabes lo que pasa, Judy...

—Por supuesto, por supuesto. Soy yo la que les tendría que dar las gracias por cuidar tan bien a mi mejor amiga.

Por el rabillo del ojo, Judy miró la pantalla de televisión, pero aún no se veía a Tony Palomo. El rostro de una mujer negra, joven y llorosa, llenaba la pantalla. Su abogado, un defensor de oficio, pedía su puesta en libertad bajo fianza desde el otro lado de la mampara de cristal, moviendo los labios como en una tele enmudecida.

—Judy, me gustaría presentarte a mis amigos —dijo el señor DiNunzio volviéndose hacia su derecha. Junto a él, alineados en el banco, había un grupo de hombres que bien podían tener la misma edad que él, o más. Todos iban vestidos de un modo muy similar al suyo, con jerséis, camisas blancas y estrechas corbatas, legado de una vida laboral de otra era. El señor DiNunzio señaló con su mano apergaminada al hombre que ocupaba el asiento contiguo, que por su complexión recordaba a una simpática albóndiga—. Este es mi amigo Tony LoMonaco, del barrio. Conoce a Tony Palomo del club.

—¿El club? —Judy no estaba segura de que pudiera tratarse de la misma clase de club al que pertenecían sus padres.

—La asociación colombófila, ya sabes —explicó el señor DiNunzio, y Judy ató cabos.

—Ah, sí, por supuesto. Encantada de conocerle, señor LoMonaco. —Al estrecharle la mano, Judy captó un tenue olor a tabaco entrañado en su ropa y dedujo que era Tony el de la Esquina, amante de los puros.

Judy deseaba terminar cuanto antes con las presentaciones. Tenía que prepararse para la comparecencia ante el juez, al menos psicológicamente, y no recordaba haber entrado tan nerviosa en una sala de juicio. El incidente con John Coluzzi la había perturbado, y al mirar de refilón lo había visto sentado en la primera fila del lado izquierdo de la sala. A su lado había un hombre de menor estatura y ademán igualmente hostil que Judy supuso sería Marco, su hermano, del que le había hablado Frank. Ambos hombres, John y el más pesado de los dos, encabezaban la multitud de gesto ceñudo que se había sentado en aquel lado de la sala, para la cual Judy era a todas luces persona non grata. Si en el ala derecha de la sala estaban los amigos de Lucia, a la izquierda se había instalado el clan Coluzzi al completo. Unos y otros sentados lado a lado sin más separación que un pasillo enmoquetado, como una moderna línea Maginot.

Judy no pudo evitar sentir una punzada de miedo. Se dio cuenta de que la muerte de Angelo Coluzzi podía desencadenar una venganza, tomo si la sala de juicio se hubiera trasladado a Sicilia. Y los hijos del difunto, John y Marco, seguían vivos, muy vivos. Marco, que lucía un buen traje con corbata a juego, parecía el más inteligente de los dos, y Judy dio por sentado que llevaba las riendas del negocio familiar, pero era el brazo carnoso de John el que rodeaba a una mujer de avanzada edad vestida de negro que se enjugaba sus marchitos y enrojecidos ojos con un kleenex estrujado. Solo podía ser su madre, la viuda de Angelo Coluzzi. «Rompió el cuello de mi padre, señorita Carrier. Lo desnucó como si fuera una de sus palomas.» Judy apartó la mirada, absorta en mil pensamientos, pero el señor DiNunzio seguía tirándole de la manga.

—Y este joven de aquí es mi amigo Tony Pensiera —prosiguió el señor DiNunzio—. Le llamamos Tony Dos Pies, pero puedes llamarle Pies a secas —añadió con una carcajada, secundado por el aludido, un hombre enjuto que lucía unas gafas idénticas a las del señor Cabeza de Patata. Judy le miró los pies pero no vio nada fuera de lo normal.

—Encantada de conocerle, señor Pies —dijo, forzando una sonrisa para el señor DiNunzio, así como para Pies y todo aquel curioso grupo de fans.

—Señor Pies. Me gusta cómo suena. Señor Pies —articuló el otro con una gran sonrisa, descubriendo un diente de plata, lo que llevó a Judy a preguntarse por qué no le llamaban Diente en lugar de Pies. Los demás ancianos de la primera fila se acercaron, extendiendo sus temblorosas manos de dedos artríticos con la intención de presentarse, pero Judy escurrió el bulto rápidamente.

—Me encantaría conocerles a todos, pero ahora mismo tengo que irme. Nos veremos más tarde, si les parece bien.

Los ancianos retiraron la mano y volvieron a acomodarse en el reluciente banco, asintiendo con satisfacción. Era evidente que tenían plena confianza en ella. Pertenecían a la clase de hombres que miraban con buenos ojos los zapatos de salón marrones. Tras echar un último vistazo a Frank, Judy se fue y pulsó el botón del timbre para que la dejaran pasar al otro lado de la mampara divisoria, donde se sentó de espaldas a la sala hasta que finalizó la comparecencia que precedía a la de su cliente.

La cara de Tony Palomo saltó a la pantalla cinco minutos más tarde, y al verlo Judy sintió que el corazón se le encogía. El primer plano aumentaba cada pliegue de su rostro curtido, convirtiendo las arrugas en grietas que surcaban la tierra oscura de su piel. La confusión estampada en su rostro ceñudo hacía que pareciera el mismo Matusalén. Sus ojos redondos miraban a todas partes sin detenerse en ningún punto. Era evidente que no sabía si debía mirar al objetivo de la cámara, y que toda aquella parafernalia lo desorientaba y atemorizaba. A Judy le resultaba imposible conciliar aquella imagen de un anciano desvalido con la de alguien capaz de desnucar intencionadamente a un hombre. Recordó las palabras de Frank: «Ni siquiera es capaz de sacrificar a sus propios palomos. Se niega a matarlos». Pero no podía detenerse a reflexionar.

Judy se acercó a la mesa de la defensa mientras el abogado de oficio se hacía a un lado con deferencia.

—Señoría, me llamo Judy Carrier y represento al acusado, Anthony Lucia —declaró antes de tomar asiento.

—Así pues, el señor Lucia tiene un abogado particular —constató el juez de instrucción a micrófono cerrado mientras hojeaba una pila de documentos que descansaban sobre su mesa. El juez de instrucción no era un juez en el sentido estricto de la palabra, por más que luciera toga negra, corbata con alfiler y el gesto abrumado de quien instruye más de ciento cincuenta casos al día. Sus ojos, de un azul traslúcido, miraban atribulados a través de sus gafas de lectura con montura de concha—. Todo listo, alguacil. ¿Dónde está el acusado, Anthony Lucia?

Como si sus palabras fueran una señal pactada de antemano, la pantalla volvió a la vida con un chisporroteo y se oyó la voz de Tony Palomo susurrando:

— Allo? Allo?

Judy temió que su cliente no comprendiera qué estaba ocurriendo. Un estremecimiento recorrió el público tan pronto como los micrófonos propagaron su voz temblorosa. El lado de la sala donde se habían congregado los Lucia se mostraba consternado por verlo en la cárcel, mientras el lado de los Coluzzi se enfurecía por verlo con vida. Judy tragó saliva.

Al otro lado de la mampara de cristal blindado, el juez de instrucción permanecía ajeno a todo esto.

—Se presenta el caso del estado contra Lucia —empezó. Luego leyó el número de registro del caso y miró a la cámara que lo enfocaba, que se encargaría de transmitir su imagen a un aparato de televisión instalado en la celda de Tony Palomo—. Señor Lucia, se enfrenta usted a una acusación genérica de asesinato. ¿Entiende usted la gravedad de dicha acusación?

Allo? ¿Quién habla? —Tony Palomo seguía hablando en susurros, y miraba al objetivo de la cámara con desconfianza.

—Señor Lucia, le habla el juez de instrucción. Mire directamente a la cámara —ordenó el juez, al tiempo que acercaba el rostro al objetivo que lo enfocaba a él, como si posara para una estrafalaria sesión de fotos—. Señor Lucia, ¿necesita usted un intérprete? Creo que disponemos de uno que habla español.

Judy negó con la cabeza.

—Mi cliente es italiano, señoría. Si no hay ningún intérprete disponible, propongo que uno de sus familiares se encargue de traducir las palabras del señor Lucia.

—Eso no sería legal. Veamos si me entiende. Señor Lucia —insistió el juez elevando la voz, como si eso sirviera de algo—. ¿Comprende usted que se le acusa de asesinato?

—Sí, ho capito. Asesinato. ¿Juez? ¿Usted es el juez? —Tony Palomo seguía sin mirar a la cámara, y la angustia de Judy se convirtió en pánico, Si Tony Palomo comprendía que le estaba hablando el juez, podía soltar la verdad, y cualquier cosa que dijera en aquella comparecencia podía ser utilizada contra él durante el juicio. Una confesión en aquel momento sería el fin.

Judy deslizó la mano hasta el teléfono negro que descansaba sobre la mesa de la defensa, el que le permitiría ponerse en contacto directo con Tony Palomo si así lo deseaba. No lo utilizaría a no ser que no le quedara más remedio, ya que todos los presentes en la sala escucharían sus palabras. No podía esperar que Tony Palomo entendiera un mensaje en clave, y decirle algo así como «Por favor, no confiese» sería poner el caso en bandeja a la fiscalía.

—Sí, soy el juez. Muy bien, señor Lucia. —El juez de instrucción miraba por encima de sus gafas de lectura hacia la mesa de la acusación—. ¿Se opone el estado a la concesión de la libertad bajo fianza?

—Sí, señoría —contestó el fiscal. A juzgar por su atrevido corte de pelo y su traje negro, debía de ser un abogado recién salido de la facultad al que había tocado el deber rotatorio de acudir a una comparecencia ante el tribunal—. Como es sabido, en este condado el homicidio es un delito para el que no se prevé la libertad bajo fianza, y estamos hablando de un asesinato especialmente abyecto que terminó con la vida de un anciano de ochenta años. La acusación sostiene que no debe concederse al acusado la libertad bajo fianza.

Tony Palomo abrió la boca como si se dispusiera a hablar.

—Señoría —intervino Judy rápidamente, desplazando la mano hasta el teléfono—, la defensa sostiene que el señor Lucia tiene todo el derecho a salir en libertad bajo fianza. Su expediente judicial está limpio como una patena, y salta a la vista que no supone peligro alguno para sus conciudadanos. Además, a sus casi ochenta años de edad, tampoco es razonable suponer que se dará a la fuga.

—Letrada, ¿tiene el acusado algún familiar en la ciudad? —preguntó el juez de instrucción, como parte del cuestionario habitual a la hora de determinar si procedía o no a la concesión de la libertad bajo fianza.

—Tiene familiares directos en la ciudad, señoría, incluido su nieto, Frank Lucia, que ya se ha ofrecido para pagar la fianza. —A fin de dar mayor énfasis a lo dicho, Judy señaló el lado derecho de la sala, donde los asistentes empezaron a saludar con tal entusiasmo que Judy se preguntó si no creerían que eran el público de algún concurso televisivo—. Como puede ver, cuenta con el apoyo de su familia y de sus muchos amigos, que han querido estar presentes en esta comparecencia. No se irá a ninguna parte, señoría.

—¿Juez? ¿Dónde el juez? —Tony Palomo empezó a moverse en la silla, inclinándose hacia un lado como si quisiera ver lo que había por detrás de la cámara—. Juez, ¿me ve? —Intentó levantarse pero se lo impidieron las esposas que lo mantenían sujeto al asiento. Al verlo, Judy no aguantó más y levantó el auricular negro.

—Señor Lucia, le habla Judy. Coja el teléfono —dijo rápidamente. El aparato debía de estar sonando en la celda, y un segundo más tarde Judy oyó el primer timbrazo, seguido de la voz apagada de un guardián que indicaba a Tony Palomo que contestara al teléfono.

— Come? —preguntó, más confuso que nunca, volviéndose hacia el guardián y saliendo de pantalla, hasta que al fin este desistió de hacerle entender que debía coger el teléfono y alargó el brazo para descolgar el auricular y contestar él mismo. La pantalla de la sala de juicio mostró una manga de uniforme caqui tendiendo un auricular negro a Tony Palomo, que retrocedió como si hubiera visto una serpiente. Ante la insistencia del guardián, cogió el auricular con suma cautela, no tanto por la molestia que le causaban las esposas como por el temor que le infundía el aparato, y contestó al teléfono como si fuera la primera vez que lo hacía.

Si? Chi è? —preguntó, sosteniendo el auricular a una distancia prudente de su rostro. Judy tradujo mentalmente sus palabras. ¡Sí que sonaba a latín!

—Le habla Judy, señor Lucia. ¿Se acuerda de mí? Soy Judy, su abogada. —Tenía que sacarlo de allí cuanto antes. La comparecencia ya había durado más de lo aconsejable—. Quiero que me escuche con atención. Por favor, quédese sentado en su silla y conteste solamente a las preguntas que le haga el juez.

—¿Judy? —preguntó Tony Palomo, y de pronto esbozó una gran sonrisa. La había reconocido—. ¿Judy, la de la boca grande?

—¡Sí, exacto! —confirmó Judy. Era la primera vez que se alegraba de admitirlo, pese a la risa del público asistente.

El juez de instrucción dio un golpe con el mazo y se dirigió al fiscal.

—Letrado, en vista de la dificultad del señor Lucia para manejar un teléfono normal y corriente, me resulta difícil creer que pueda arreglárselas para coger un avión en el aeropuerto de Filadelfia. Creo que no existe peligro de fuga y ordeno que se establezca una fianza de veinticinco mil dólares. —El juez se volvió hacia la cámara antes de añadir—: Señor Lucia, quedará usted en libertad tan pronto como alguien pague su fianza. Deberá volver al tribunal para la celebración de la vista preliminar. Por favor, firme la citación de su próxima comparecencia. Es el documento que tiene usted delante. Bien, pasemos ahora...

—¿Juez? ¿Señor juez? —empezó a decir Tony Palomo a través del auricular, y Judy pasó a la acción haciendo lo que mejor se le daba: hablar.

—Ya está, señor Lucia. Se ha terminado. Es hora de irse. Cuelgue el teléfono y podrá irse a casa.

—¿Judy? ¿Dónde el juez? ¿Ahora nosotros habla con el juez? —preguntó, y Judy contuvo la respiración. Estaba a punto de interrumpirlo con lo primero que le viniera a la mente cuando el juez volvió a hacer sonar el mazo.

—Señor Lucia, usted y yo ya hemos hablado bastante por un día, y a mí aún me queda una pila de casos por resolver, así que doy por finalizada su comparecencia. Por favor, firme el documento que tiene ante usted y vuelva a su celda. Pida al funcionario de la cárcel que le ayude, si lo necesita.

De pronto, el rostro de Tony Palomo se esfumó de la pantalla, convertida en un telón de fondo negro, y Judy casi gritó de alivio. Colgó el teléfono, cogió su cartera y se levantó para salir mientras otro acusado aparecía en pantalla y el abogado de oficio volvía para ocupar su mesa. Judy no se alegraba tanto de ver que algo se terminaba en la tele desde el último episodio de Melrose Place. Y había logrado salirse con la suya. Tony Palomo quedaría en libertad. En el lado Lucia de la sala todos se habían puesto en pie y se abrazaban efusivamente unos a otros.

Judy se sentía casi levitando cuando abrió la puerta de la mampara de cristal blindado y se vio rodeada por Frank, el señor DiNunzio, el fragante Tony LoMonaco, alias Tony el de la Esquina y Tony Pensiera, alias Tony Dos Pies, que corrieron a abrazarla y la colmaron de felicitaciones y palabras de gratitud. Judy nunca había presenciado un estallido de emoción tan espontáneo, ni recibido una demostración de afecto tan sincera por parte de unos perfectos extraños, y se dejó llevar por la euforia del momento, olvidando todo resquicio de duda que pudiera quedarle en torno al caso.

Hasta que empezó el griterío y alguien lanzó el primer puñetazo.