Capítulo 23

Era noche cerrada cuando Judy dio con la casa, o, mejor dicho, con el buzón de correos, ya que la vivienda en sí quedaba oculta tras una barrera de setos y árboles que la aislaban de la carretera. Enfiló el camino sin asfaltar que se extendía más allá del buzón —cubierto de verdín y embellecido con un repujado que representaba unos caballos a la carrera— y cuando vio el letrero blanco de high ridge farm supo que ya no estaba en South Philly.

Los neumáticos del Saturn crujían sonoramente sobre la grava del camino flanqueado de árboles que la condujo a una rotonda ante la cual se alzaba la inmensa mansión con fachada de piedra. Judy se detuvo frente a la casa solariega, que constaba de tres plantas y dos alas, una a cada extremo, con hileras de ventanas enmarcadas por postigos negros. El canto de los grillos resonaba en la noche fresca. El escenario era idílico, pero Judy estaba demasiado absorta en sus pensamientos como para darse cuenta de tales sutilezas. ¿Dónde estaba Frank? ¿Cómo había llegado hasta allí, si ella lo había dejado sin medio de transporte? La casita del arroyo no distaba mucho de la carretera rural más cercana, pero aquello estaba demasiado lejos para que pudiera haber llegado caminando. Apagó el motor del Saturn, se apeó del coche y justo entonces encontró la respuesta a sus preguntas.

En la rotonda había un Bentley azul cobalto, un Jaguar color champán y un descolorido tractor John Deere. Frank avanzaba en su dirección con una sonrisa en el rostro.

—Hola, forastera —le dijo con voz queda al tiempo que la abrazaba, y Judy no se resistió.

—Hola —contestó, mientras se dejaba envolver por sus brazos y se arrimaba a su pecho cálido, cubierto por la misma camiseta gris de algodón fino que llevaba puesta en la víspera. Desprendía un ligero olor a sudor que a Judy no le molestaba, sino todo lo contrario. Era un olor característicamente masculino, y lo prefería mil veces al de la cebolla. Al calor del abrazo de Frank, todo su cuerpo se relajó sin asomo de pudor. Tenía la sensación de que habían pasado siglos desde la última vez que se había sentido tan a gusto entre los brazos de alguien.

—Si no tuviera que demandar a nadie, me quedaría aquí para siempre.

—No seré yo quien te lo impida.

Judy lo estrechó con más fuerza.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Te has subido al primer tractor que has encontrado?

—No, qué va. Dan vino a recogerme en el Bentley.

De pronto, la puerta de la casa se abrió y un hombre alto y enjuto apareció en el umbral.

—Frank, ¿eres tú? —preguntó, obligándoles a deshacer el abrazo.

Frank se volvió hacia la casa.

—Sí, Dan, ahora vamos —contestó elevando la voz. Luego besó fugazmente a Judy en la mejilla y la cogió de la mano.

Una lámpara Waterford cuya base era una piña de cristal tallado despedía un suave fulgor que se derramaba generosamente sobre Judy, Frank y Dan Roser, sentados en sendos sillones de piel en un estudio repleto de libros. Estanterías de cerezo empotradas llenaban todas las paredes de la estancia, en tanto que la tele de pantalla plana, el equipo compacto de música y el ordenador de pantalla grande permanecían apartados en un rincón de ocio hecho a medida en el que no faltaba un mueble bar con relucientes aplicaciones de níquel, listo para aplacar la sed de todos los presentes. Pero tendría que esperar, porque en aquel momento nadie estaba de humor para brindar, y Judy menos que nadie.

Un bloc de notas descansaba sobre su regazo.

—Bien, señor Roser, me gustaría empezar por saber algo más de usted.

—Por favor, llámame Dan —dijo Roser, cruzando las piernas. Llevaba mocasines de Gucci, pantalón de vestir recién planchado y una camisa blanca sin corbata. Judy le echó unos cincuenta y cinco años, aunque parecía más joven, en buena medida por aquel tono bronceado de jugador de golf que resaltaba sus ojos de color avellana y su pelo castaño un poco largo, como mandaban los cánones de la moda—. Si Frank se atreve a llamarme por mi nombre de pila, tú también puedes.

Frank resopló con socarronería, y Judy sonrió.

—De acuerdo, Dan. Dame cuatro pinceladas.

—Bueno, soy promotor inmobiliario —dijo con la naturalidad propia de quienes han alcanzado la cima del éxito—. Invierto en el desarrollo de centros comerciales, o si lo prefieres grandes superficies, en Chester County, Montgomery County y otras zonas periféricas de Filadelfia y Wilmington. Mi empresa factura cerca de dos mil millones al año. No soy Rockefeller, pero a eso voy.

—Así que no te dedicas a la construcción en sentido estricto.

—No, por Dios. —Roser apartó la idea de un manotazo, como si fuera pelusa adherida a sus pantalones—. Yo contrato a los constructores que levantan mis centros comerciales. Frank me ha llamado porque sabe que contraté a Coluzzi para construir un centro no hace mucho, en South Philly, que se ha convertido en una auténtica pesadilla para mí.

Judy sostenía el bolígrafo.

—Explícame por qué.

—El proyecto es una tomadura de pelo de principio a fin. Desde el primer momento, los subcontratistas se han estado...

—¿Los subcontratistas?

—Sí. Verás, Coluzzi es el contratista general, pero luego subcontrata a terceras empresas para que hagan la instalación eléctrica, los sistemas de calefacción y aire acondicionado, las cañerías y cosas por el estilo. También es habitual subcontratar la preparación del suelo, es decir, las obras de excavación y compactación.

—¿Compactación?

—Sí, hay que prensar el terreno sobre el que se echarán los cementos. Si el suelo no está debidamente compactado, se abrirán grietas con el tiempo debido a la carga que se irá acumulando sobre los cimientos. —Roser se contuvo—. En otras palabras, el edificio acabará derrumbándose. Y en el centro comercial del que os hablo, el de South Philly, había, además, un problema ecológico, porque el terreno era propiedad del ayuntamiento y estaba en la orilla del río, avenida Delaware, creo que se llama ahora, aunque no estoy seguro. El caso es que durante las obras de construcción había que controlar al máximo la filtración de residuos líquidos al subsuelo, porque de lo contrario los de la EPA, la agencia de protección medioambiental, se nos echarían encima.

Judy tomó nota.

—Así que se trataba de una contrata pública.

—Sí. Era nuestro primer proyecto en Filadelfia y confiaba en que después de este vendrían otros, porque desde que Rendell y Cohen le dieron la vuelta a esta ciudad las inversiones no han parado. Se supone que con esta obra iba a hacerme un nombre en la ciudad, que serviría para abrirme puertas. Pero al final solo ha servido para cerrármelas a cal y canto.

—¿Qué quieres decir?

—Contraté a los Coluzzi porque fueron los que me presentaron el presupuesto más ajustado, pero no me engañaron ni por un segundo. Sabía perfectamente que tenían contactos en South Philly.

—¿Contactos...?

—Si te refieres a la mafia, no voy a entrar ahí. No tengo pruebas. —Roser se peinó el pelo hacia atrás con un ademán rápido—. Pero puedo y quiero contarte lo que me hicieron los Coluzzi, porque de eso tengo pruebas para dar y tomar. Mis inquilinos están que se tiran de los pelos.

—¿Por qué?

—Problemas estructurales graves. —Roser se inclinó hacia delante y empezó a contar con los dedos—: La lavandería tiene las paredes llenas de grietas, el restaurante japonés tiene el suelo combado y en la zona del vestíbulo no hay una sola junta que no esté torcida. Más que un centro comercial, aquello es una mierda como un piano, y perdona la expresión.

—No pasa nada. —Judy se apresuró a apuntarlo todo.

—Las ventanas están mal instaladas, así que en el restaurante Szechuan sopla una ligera brisa a la altura de la mesa cinco. En el Blockbuster, las escaleras de emergencia se hunden; la semana pasada, un empleado del videoclub se cayó y se rompió una pierna. Los techos de todos los inquilinos (yo tengo quince locales alquilados) están llenos de goteras casi desde el primer día. Ya vamos por el tercer tejado. —Roser cogió un portafolio de piel que descansaba junto a su sillón y extrajo una carpeta de papel de seda—. Aquí tengo archivadas todas las reclamaciones. No está mal, ¿verdad? Vaya una manera de abrirse puertas en el ayuntamiento —dijo, tendiendo la carpeta a Judy, que examinó su interior.

Las palabras «Rescisión de contrato de alquiler» encabezaban el primer documento, que Judy leyó por encima. Era una notificación oficial que Roser había recibido de parte de un inquilino, de conformidad con lo estipulado en el contrato de arrendamiento.

—¿Los inquilinos se están rajando?

—Peor aún. —Roser señaló la primera línea del texto—. Mi principal arrendatario, el que supuestamente tenía que atraer a los demás comercios, es Philcor, la cadena de drugstores, y está a punto de echar el cierre. Cuando eso ocurra, todos los demás saltarán del barco. Y eso en el mejor de los casos, porque también es posible que todo el edificio se venga abajo como un castillo de naipes y que yo acabe con una réplica del Society Hilltop entre las manos.

Judy cerró la carpeta, absorta en sus pensamientos. El Society Hilltop al que se refería Roser era una discoteca a orillas del río que se había derrumbado y en la que habían perdido la vida diez personas. Entonces se había determinado que una serie de fallos estructurales estuvo en el origen de la tragedia. Judy solo veía un problema. Lo que le estaba explicando Roser era terrible, pero no le serviría de gran ayuda. El trabajo mal hecho daba como mucho para una demanda por incumplimiento de contrato, lo que no suponía un golpe demasiado contundente. Pero había algo que Judy no acababa de entender.

—Si los Coluzzi son tan chapuceros, ¿cómo es que ganan tanto dinero? —preguntó.

Roser miró un momento a Frank como diciendo «¡Cuánta inocencia!», y luego se volvió hacia Judy.

—Haciendo trampas, cariño. Yo vi a la gente que subcontrataron, y te puedo asegurar que no estaban cualificados para construir el centro comercial, ni mucho menos. Coluzzi y sus hijos les dieron el trabajo porque ellos les pagaron por debajo de la mesa para conseguirlo, pero luego, para poder sacar algún beneficio, se vieron obligados a recortar gastos en la construcción del centro comercial, que no se hizo de acuerdo con los planos y especificaciones técnicas. Y yo acabé cargando con el muerto.

Judy se animó. El soborno era mejor baza que el incumplimiento de contrato. Intentó parecer más espabilada.

—¿Qué pasó con los inspectores? ¿También estaban comprados?

—Seguro que sí —confirmó Roser, asintiendo—. En cualquier proyecto de construcción intervienen inspectores de dos clases. Los del ayuntamiento, que saben lo que hacen pero no les importa, y los inspectores de los bancos, a los que sí les importa pero no saben lo que hacen.

Judy no preguntó si estaba de broma.

—De lo que no hay duda es de que Coluzzi soborna a los inspectores del ayuntamiento. En el caso de los inspectores de los bancos, puede que sí y puede que no.

Judy estaba demasiado emocionada para tomar notas. Así que el ayuntamiento estaba metido en el ajo, y también algunos bancos importantes.

—¿Cómo ha sabido todo esto?

—Uno de los subcontratistas, McRea, que pavimentó el aparcamiento, acaba de construir una nueva carretera de acceso en la casa que tiene Marco Coluzzi orilla abajo, en Longport. Se lo oí comentar a un amigo mío, así que un día cogí el coche y me pasé por allí. ¡Tiene alcantarillas y todo! Claro, cuando veo que el tipo que ha hecho eso es el mismo que me hizo una mierda de aparcamiento, empiezo a atar cabos. Los Coluzzi no contratan a irlandeses ni a negros, a menos que no les quede más remedio. McRea lleva semanas dándome largas. No contesta a mis llamadas.

—¿Lo ha llamado?

—Por supuesto que sí. Pero al final lo pillaré, y acabará cantando, Esta gente es así. Si los aprietas un poquito, les falta tiempo para señalar a Coluzzi. Es verdad eso que dicen de que entre ladrones no existe el honor. Se comerán vivos los unos a los otros.

Judy dejó el bolígrafo sobre el bloc de notas. Había llegado el momento de cerrar el trato, de echar toda la carne al asador.

—Verás, Dan, te seré sincera. En vista de los hechos, se me ocurren varias causas fundamentadas para llevar a los Coluzzi ante los tribunales. Lo mejor sería demandarlos por corrupción, soborno y otros delitos amparándonos en las leyes federales contra el crimen organizado y alegando graves daños y perjuicios. Yo puedo representarte, y estaría encantada de hacerlo, pero no puedo entablar la demanda a menos que tú me des luz verde.

Roser se recostó en el mullido sillón y unió las yemas de sus gruesos dedos en un gesto reflexivo. Luego suspiró y miró a Frank.

—Lo siento, amigo —dijo al cabo—. Sé que todo esto es muy importante para ti, y estuviste a punto de convencerme por teléfono. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero los Coluzzi son clientes duros.

—Yo me encargaré de ellos —soltó Judy de sopetón, y Roser la miró sorprendido.

—¿De veras?

—Sí.

Roser esbozó una sonrisa condescendiente.

—¿Por qué iba a demandar a los Coluzzi? He tenido pérdidas, pero no es el fin del mundo, y pienso deducir hasta el último centavo del dinero que invertí. ¿Me quieres decir qué conseguiría demandándolos?

Era una buena pregunta. Judy observó los libros con tapas de cuero, las aplicaciones de latón de las elegantes sillas, la exquisita paleta de colores del paisaje al óleo que colgaba de la pared revestida con paneles de madera. Era evidente que los perjuicios económicos no serían una motivación para Dan Roser.

—Algo sí conseguirías —señaló entonces, y el promotor ladeó la cabeza.

—¿Qué?

—Justicia —contestó Judy, y Frank miró a Roser.

—Y si la justicia no te acaba de convencer —añadió él—, ¿qué tal el placer de la venganza?

Las copas de cristal italiano tintinearon alegremente al chocar en el centro de un grupo risueño compuesto por Judy, Frank, Dan Roser y su despampanante «mujer trofeo», Trish. Judy estaba casi segura de que esta acababa de entrar en la universidad, pero no dijo nada. Estaba demasiado contenta para que eso la molestara. Trish era lo bastante mayor para no seguir llevando ortodoncia, y el amor era algo maravilloso, daba igual con quién lo compartías. Como si era con el nieto de un cliente. Judy alzó su copa.

—Por la ley.

Frank alzó la suya.

—Por Judy.

Roser soltó una carcajada.

—Por Trish.

Trish dijo:

—¡Chinchín!

Judy forzó una risita, pero no pudo tomar otro sorbo de su copa de champán. Tenía que ponerse a trabajar cuanto antes en la demanda. Roser tenía un fichero de documentos que se presentarían como pruebas junto con la demanda judicial, y le había dado los teléfonos y direcciones de los subcontratistas. Tenía que redactar una pila de citaciones, aunque de momento dejaría fuera a John y Marco Coluzzi. Echó un vistazo al reloj de latón bruñido y aire naval que descansaba sobre la repisa de la chimenea a gas. Las once.

—¿Tienes que volver? —le preguntó Frank, y Judy asintió.

—Tengo montones de cosas que hacer. Además, mi jefa también está trabajando en el caso. —Judy pensó en Bennie, pero no del mismo modo que antes. No podía dejarla en la estacada—. Ella también tendrá que quedarse en el bufete toda la noche si queremos presentar esas demandas mañana por la mañana.

—Qué lástima... —dijo Trish haciendo pucheros—. Hay un buen trecho de aquí a la ciudad. Dan y yo esperábamos que os quedarais a pasar la noche en nuestra casita de invitados. Está en la parte de atrás de la propiedad, y es tan romántica... el techo del dormitorio es una gran claraboya. Es como dormir bajo las estrellas, y la tendríais para vosotros solos.

Frank sonreía, y Judy pensó que Trish había leído sus pensamientos. ¿Una noche a solas con Frank, en una romántica casita de campo?

Dan Roser movía la cabeza en un gesto de asentimiento.

—¿Por qué no os quedáis a pasar la noche? Es un sitio precioso. Trish y yo vamos allí de vez en cuando, solo por el jacuzzi.

Judy se quedó boquiabierta. ¿Jacuzzi? ¿Alguien había dicho jacuzzi?

Frank se volvió para mirarla, y en sus ojos oscuros había cautela.

—Tú decides —dijo, y entonces Judy supo que tenía un dilema: ¿amor o trabajo?

Reflexión unos segundos. Sigmund Freud había dicho que tanto el amor como el trabajo son necesarios para la felicidad humana, pero nunca especificó el orden de prioridades.

Nadie contesta a las preguntas difíciles.