Braveheart
BRAVEHEART
Aunque gracias al cine se ha asimilado en los últimos años a William Wallace el apodo de Braveheart, Corazón Valiente, en realidad el que lo ostentaba era Robert the Bruce, rey de los escoceses. Según una tradición, cuando James Douglas se vio cercado por los moros y perdido, se arrancó el relicario del cuello y lo arrojó por encima de la cabeza de su caballo. Luego se lanzó a la muerte gritando: «¡Ve delante, Corazón Valiente, que yo te sigo como hice siempre!». Claro que esto pertenece a los dominios de la leyenda porque, como es obvio, de los que oyeran lo que pudiese decir el duque Douglas en sus últimos momentos, ninguno quedó con vida para contarlo.
No lo iban a conseguir. Bastaba con tener ojos en la cara y saber un poco de caballos para darse cuenta de ello. Sus monturas estaban fatigadas luego de horas de cabalgar. Y a las ancas les venía una cuadrilla de moros con cabalgaduras frescas. Nazaríes, a juzgar por el rojo de sus ropajes y unos treinta a tenor de la polvareda. Más que suficientes para derrotarles varias veces.
Guardaban las distancias. Les seguían de lejos como si dieran tiempo al tiempo. Como si quisiesen fatigar todavía más a los caballos de los fugitivos y no arriesgarse a un ballestazo. Martín Abarca los había señalado con la lanza, lacónico.
—Esos saben lo que se hacen.
El de Sangarrén, que llevaba plegado el pendón, convino con él.
—Y tanto. —Alzó la voz para dirigirse a Vega, que cabalgaba delante—: ¿Cuál es el plan, adalid?
—Seguir, a no ser que alguien tenga otro mejor.
El aragonés echó la vista atrás.
—Con el mayor de los respetos, adalid. Nos van a alcanzar.
El enlutado se giró a su vez en la silla para observar a aquellos jinetes lejanos. De forma inconsciente, llevó la mano al relicario que ahora colgaba de su cuello.
Llevaban todo el día huyendo, dando vueltas y revueltas por aquella comarca montuna, retrocediendo incluso para buscar una forma de escapar hacia el este. Pero parecía estar escrito que no lo lograsen. Ozmín se había retirado con sus voluntarios de la fe, sí. Pero el campo estaba ahora lleno de partidas nazaríes, dispuestas a hacer pagar caro el avance de aquellos imprudentes que se adelantasen al grueso del ejército cruzado. Y entre todas esas cuadrillas habían tejido una red que les había atrapado.
—La otra solución es parar y plantar cara. Y son muchos más. Moriríamos.
—¿Qué más da morir ahora que dentro de un rato?
—Que si luchamos ahora moriremos de cierto. Más adelante, ¿quién sabe?
La respuesta contentó al aragonés, que golpeó con sus nudillos enguantando la silla de montar. Así que siguieron la cabalgada, en busca de alguna posible escapatoria.
Pero la cosa no se puso mejor sino peor más adelante. No habían recorrido ni media legua cuando Dobla de Oro, que cabalgaba por delante sobre su tan buscado caballo, lanzó un grito gutural al tiempo que señalaba con la ballesta. Al seguir la dirección del arma, vieron que a su derecha, por las laderas arboladas, corrían hombres de a pie, ballesteros granadinos sin duda, con intención de cortarles el paso.
—¿De dónde han salido esos? —preguntó Juan de Beaumont, desazonado.
—¿Quién sabe? —Abarca se encogió de hombros, ceñudo—. Tal vez alguno de los que escapó anoche dio aviso y nos andaban buscando.
Tras los calados del almete, María Henríquez observó con desaliento a los ballesteros que correteaban como hormigas furiosas por los cerros. Acarició el relicario. Nunca lograría llevárselo al rey. Al menos Aznar Téllez estaba muerto…
Le sacó de esos pensamientos confusos otro grito inarticulado del morisco. Apuntaba ahora en dirección distinta y la expresión de su rostro era, como poco, peculiar. Volvió ella la cabeza, creyendo que había avistado a más enemigos. Puede que otra cuadrilla que, en unión a la primera, les aplastaría como las ruedas del molino al grano.
Pero no eran moros, ni menos cuadrilla, y sí un único jinete que se dirigía a ellos azuzando a su montura como si le llevara el diablo. Cristiano, sin duda. Capacete, tabardo. De haber podido, Vega habría abierto la visera para poder ver mejor y atreverse así a dar crédito a sus ojos.
Fue Juan de Beaumont, quizá por ser el más joven, el que anunció lleno de asombro lo que todos veían:
—¡Bailoque!
El escocés, en efecto. Salido de sabía Dios dónde, galopando a su encuentro a rienda suelta. Los ballesteros granadinos que corrían por los cerros, sorteando troncos y arbustos, y saltando rocas, también le habían visto. Se gritaban unos a otros, le señalaban, antes de seguir su carrera.
El de Sangarrén fue el primero en reaccionar. Adelantó a su caballo ruano con ímpetu para ponerlo a la par del de Vega. Y antes de que este pudiera reaccionar, le había colocado la bandera negra en la mano.
—Adelante, adalid —urgió—. Sal a su encuentro. Apura; salva el relicario y la bandera de la hueste.
Vega se giró hacia él muy despacio, como en sueños, con las plumas del almete agitándose. Luego arreó con brusquedad a su montura para hacer lo que le exhortaban.
Ambos al galope, se encontraron rápido y a cierta distancia del resto. Vega refrenó su alazán al tiempo que tendía al escocés la bandera, como acto previo a sacarse el relicario. Pero el otro, sin hacer ningún caso, detuvo a su bayo pero para desmontar a toda prisa, dejando al enlutado con el pendón tendido. Agachó este la cabeza. Iba a decir algo, estupefacto, pero Blaylock no le dio tiempo. Con voz áspera, producto de la tensión o del polvo del camino, le urgió.
—¡Pasa a mi caballo! —Y como viese que su interlocutor se quedaba helado, con el pendón negro todavía tendido, levantó más la voz—: ¡Monta!
Vega sacudió los hombros.
—¿Qué estás diciendo? Este es el corazón de tu rey. Te corresponde a ti…
—¡Pasa a mi caballo, maldición!
Ahora el enlutado se inclinó con ardor sobre la silla.
—¿Cómo quieres que haga eso? ¿Te parece honroso que un adalid abandone a los suyos en un trance así?
El escocés, con el rostro y las barbas llenas de polvo, sonrió de repente de esa manera amable tan suya.
—¿Te parece a ti honroso que yo, John Glendoning, abandone a la hija de Henrique Gamboa en un trance así?
Se quedó el enlutado como de piedra sobre su silla. El hombre de las barbas claras volvió a sonreír con sosiego.
—Por favor, pasa a mi caballo. No tenemos tiempo de discutir.
Bajó ella de su montura, le habló con esa voz como de campana:
—¿Desde cuándo lo sabes?
Sin responder, sonriendo, el escocés volvió la mirada a los jinetes granadinos que allá a lo lejos ahora habían puesto sus caballos al galope. Más cerca, los de la hueste negra habían formado para cerrarles el paso, aun sabiendo que los iban a arrollar. Miró luego a los ballesteros que corrían por los cerros tratando de ganar posición y ángulo. Borró la sonrisa de la cara.
—¡A mi caballo! Aquí hacen romances por todo y no quiero pasar a la leyenda como el hombre que perdió dos corazones. Con uno y una vez ya me vale. ¡Arriba!
Ella también echó una ojeada rápida a los granadinos al galope. Entreabrió la visera, de forma que el escocés llegó a entrever el rostro de mujer tocado con cofia de armas.
—Téllez ha muerto. Cuando entregue al rey el relicario y dé noticia de tu hazaña, Vega quedará liberado de sus juramentos. Se irá como llegó. Y yo volveré a mi casa de Estepa. Allí te estaré esperando.
—Allí iré, si salgo vivo de esta.
—Hazlo. Vive y ven a Estepa. Mejor sin la espada que sobre la espada. Dame tu palabra.
—La tienes. —Miró angustiado a los ballesteros—. ¡Corre!
Ella no se hizo más de rogar. Cerró de golpe la visera, se encaramó a la silla y lanzó al bayo camino adelante. Blaylock, con el alazán de las riendas, observó cómo galopaba a toda velocidad, inclinada sobre las crines. Algunos de los ballesteros que trataban de cerrar las sendas dispararon sus armas. Pero con la distancia, la velocidad del caballo y la premura de los tiros, fallaron todos. El escocés vio cómo los virotes pasaban silbando por delante y por detrás de la fugitiva, sin alcanzarla.
Para cuando recargaron las ballestas, ya había rebasado su horizontal y se alejaba envuelta en una nube de polvo.
El escocés montó entonces para galopar al encuentro de la hueste negra. Allá, ya a unos cincuenta pasos, los jinetes rojos habían sofrenado sus caballos, como si asumiesen que no iban a alcanzar a aquel jinete de negro cada vez más lejano. Los ballesteros, dando por perdida también esa presa, seguían su descenso y despliegue para bloquear el paso.
Acercó el alazán al ruano del de Sangarrén, que observaba acercarse a los jinetes nazaríes ahora al trote. Saludó a los navarros y a los dos ballesteros, ahora montados también, supuso que en caballerías tomadas en despojo a los de Téllez.
—¿Qué podemos hacer?
El aragonés se encogió de hombros, con los ojos puestos en los nazaríes de a caballo, que estaban cada vez más cerca.
—Lo que esos amigos quieran. Parlamentar o combatir, y en ese segundo caso moriremos. Preferiría parlamentar. Me disgustaría morir así aquí, sin que nadie pueda llevar noticia a Sangarrén de mis hazañas.
Blaylock esbozó una mueca que quería ser sonrisa ante esa ocurrencia. Los jinetes moros se detuvieron a cierta distancia, tal vez recelosos de las ballestas que ahora veían colgadas de las sillas de dos de la hueste negra. Se observaron así, con terreno de por medio. Luego, uno de ellos apuntó con su lanza de manera inconfundible.
El de Sangarrén se rascó la sotabarba con el guantelete.
—Te reclama a ti, escocés. Te ha tocado negociar por todos.
—¿Yo? Pero…
—Si quiere negociar contigo, mejor no le desairemos. Los que estamos en desventaja somos nosotros. —Echó una mirada atrás, a los ballesteros moros—. Y en más desventaja a cada instante. Aligera, escocés.
Así fue cómo Blaylock se adelantó en el alazán de Vega. Observó cómo de los granadinos, ahora detenidos del todo, se destacaba aquel que le había señalado con la lanza. Se aproximaron con los caballos al paso, observándose con mutua curiosidad. El escocés apreció, aún a distancia, la riqueza de los atavíos bermejos del otro, el yelmo de damasquinados envuelto en turbante rojo, la opulencia de los arreos de su caballo. Y la curiosidad se trocó casi en estupefacción cuando, ya más cerca, pudo apreciar que llevaba el ojo derecho cubierto por una banda roja de bordados dorados, a manera de parche.
Con curiosidad idéntica estudiaba Balban el Tuerto a ese guerrero alto, de capacete de alas caídas y tabardo de tres estrellas blancas bordadas sobre azul. Ese era sin duda el escocés de la hueste de Vega, del que tanto había oído hablar. Algo que explicaba por qué se había arriesgado a adelantarse a las vanguardias del ejército cruzado, en busca de la hueste negra y por tanto del relicario. Pero no por qué se había sacrificado y cambiado de caballo con el adalid, pese a que, por los gestos vistos de lejos, la intención primera de este había sido pasarle el receptáculo.
Fue por eso que al llegar a su altura le saludó con deferencia.
—Un gesto muy noble el tuyo, señor.
El otro se tocó el ala del capacete con la lanza.
—Gracias, señor. Pero no creo haber hecho más que lo que debía.
—No lo dudo. Y no dudo que lo mismo ha hecho Jufre Vega, al que me habría gustado tener ocasión de saludar. Digo eso porque me sorprende que haya huido, supongo que con el relicario, dejando atrás a los suyos.
—Motivos tenía.
—Sin duda, sin duda. —Mostró una sonrisa deslumbrante—. Puedo dar fe de que es un hombre de honor. Además, eso ahora ya no importa. Sí que Dios me ha dado la oportunidad de devolver el gesto que tuvo conmigo hace unos días. Os ofrezco que depongáis las armas y os respetaremos la vida.
—Te quedo muy agradecido, pero debemos rehusar.
El nazarí lo miró de medio lado, como es hábito en los tuertos.
—Supongo que pretendéis defender el camino para ganar tiempo para Vega. Sería una hazaña vana. Somos muchos más. Ya os habríamos arrollado si hubiésemos querido.
—Incluso unos instantes pueden marcar la diferencia.
—No lo entiendes. A mí ese relicario no me importa nada. Nada. No estoy dispuesto a matar a valientes por conseguirlo, ni a perder a algunos de mis hombres por su causa. Tampoco deseo apoderarme del corazón de ningún muerto, ni rey ni pelaire. Que descanse en paz en vuestra tierra.
El escocés se echó casi atrás en la silla, ante la vehemencia de la respuesta. El granadino añadió en tono más sosegado.
—Deponed las armas, por favor. No tengo intención alguna de perseguir a Vega.
—Permíteme que consulte con mis compañeros. Siempre hay hombres que prefieren la muerte al cautiverio. Y algunos son gente humilde que no podrá pagar ningún tipo de rescate…
—Me ocuparé de todo eso. No he olvidado el duelo con Vega, cuando la suerte de las armas me fue desfavorable. Consulta con los tuyos y por favor no tardes. No sea que —señaló con su lanza— esos ballesteros que por ahí vienen con la lengua fuera hagan alguna trastada.
Su caballo se agitó como impaciente. Giró de lado la cabeza para observarle con su único ojo.
—Espero que acepten. Deseo pagar mi deuda de honor y, además, tengo curiosidad por saber por qué no escapaste con el corazón de tu rey.
Blaylock ahora sonrió.
—Señor, es una historia un poco complicada.
El otro sonrió a su vez.
—Esas son las mejores. Y, buen amigo, para tu desgracia, me temo que vas a tener tiempo más que de sobra para contármela.