Portillo

PORTILLO

Brecha abierta en las murallas por los disparos de los ingenios o por hundimientos producidos por las minas.

Volaban los bolaños para estrellarse en tiro concentrado contra un lienzo concreto de la muralla. Uno en la cara norte, ya en malas condiciones. Aún desde la distancia se le veía resquebrajado, que iba cediendo a cada impacto resonante de los proyectiles esféricos de roca.

Y sin embargo, aquella imagen, para otros alentadora, había sido de decepción para María Henríquez. Desencanto tan patente que hizo sonreír a Blaylock.

—¿Qué esperabas, señora? —No se pudo ahorrar la zumba cortés—. ¿Que hubiera toda una sección de muralla por los suelos?

María, que encajaba mal las chanzas a su costa, le miró con ojos que echaban chispas sobre el borde del velo negro. Replicó, sin embargo, con voz sosegada.

—Más o menos, eso es lo que contaban en el real.

—Las historias, de boca en boca, suelen crecer y crecer hasta que los enanos se convierten en gigantes.

—Ya.

No contestó más, porque el buen humor con el que comenzó el día se había esfumado. Era cierto que la noticia de que parte de la muralla se había hundido corría por el real. Y ella era una de las que la habían dado por buena, pensando que por fin, tras semanas, los disparos de los ingenios habían dado su fruto.

Se empeñó en verlo con sus propios ojos. Caldera, con su brazo herido, no era escolta adecuada, pero quiso la suerte que Blaylock se presentase en la almofalla a interesarse por Caldera y Ruiz, y a saber cómo iba la recuperación de Gamboa el Viejo. María no desperdició la ocasión de pedirle que la escoltase hasta las líneas de asedio, al menos hasta donde fuera prudente, para poder observar. El escocés accedió, aunque no sin enarcar una ceja.

Así fue cómo las tropas de asedio vieron pasar a aquel extranjero alto de barbas muy rubias, a pie y con cofia de armas. Conducía de las riendas a una mula y, sobre ella y de lado, una mujer de negro, con toca y velo. Al reconocer a la hija de Gamboa el Viejo, los hombres de armas los llamaban a voces y más de un maestro de ingenios acudió a saludar a la dama.

Mostraban así respeto a la hija de Gamboa, pariente de ese Jufre Vega que había lavado con sus victorias el honor de esas tropas. A la postre, el empeño del enlutado por ajustar cuentas con Aznar Téllez era un poco el de todos ellos. No en vano el segundo, al cuestionar al maestro Gamboa, había puesto en entredicho el valor y las habilidades de las tropas de asedio.

—Dicen que Vega y tú, además de llevar la misma sangre, sois parecidos en algunos rasgos de carácter.

—¿Ah, sí? ¿Como por ejemplo…?

—La tozudez, porque sois muy mirados en cuestiones de honor… y también el candor.

Ella se revolvió en la silla con ojos de fuego. Acababa de caer de la forma más simple en una trampa tendida a su vanidad. Él sonreía con sosiego, los ojos puestos en aquel trozo de muro que se tambaleaba.

—Pronto las habladurías se harán verdad. Esa muralla no tardará en ceder y dicen que entonces caerá todo el lienzo de golpe.

—¿Qué has querido decir con eso de «candor»?

—¿No es evidente? Candor es creer lo que cuentan gentes que ni siquiera se han acercado al asedio. Yo también oí esta mañana esos cuentos.

Sonrió.

—Oyendo a algunos, cualquiera habría creído que hasta las torres de Teba se habían derrumbado. —Señaló con el mentón—. Y eso que solo hacía falta volver la mirada para comprobar que no era así.

Ella no cambió de posición siquiera. Blaylock seguía sonriendo con los ojos puestos en la ciudadela. Era obvio que trataba de pincharla.

—Dejemos ese tema. ¿Qué es lo que hay con Vega y su «candor»?

—Que ayer se enojó cuando nos detuvimos, como los demás, a saquear los reales de Ozmín.

—¿Y no tenía motivos para ello?

—No. Ninguno.

Ahora sí que se agitó ella, picada.

—¿Ah, no? Si en vez de pararnos a disputar por telas y ollas hubiéramos seguido la persecución, habríamos exterminado al ejército moro. El reino entero de Granada habría quedado abierto a nuestras lanzas.

—¿Pararnos? ¿Habríamos? —El escocés enarcó una ceja—. Lo dices como si hubieras estado allí.

Ella volvió a revolverse disgustada.

—Es una forma de hablar. Y te agradecería que no dieras la vuelta a la conversación con esas sutilezas.

—No era mi intención. Y te insisto en que Vega no tenía razón al enfadarse. Todo nuestro ejército se lanzó al saqueo. ¿Deberíamos habernos quedado como tontos sin nuestra parte?

—Y yo insisto a mi vez. De no habernos comportado como forajidos, habríamos aniquilado a Ozmín.

—La guerra no es así, señora. Tiene sus propias reglas y es preciso conocerlas. No se trata solo de sobrevivir, sino también de ganarse el respeto de los compañeros de armas.

—¿Desapruebas encima la actitud de Vega?

—No tanto. Pero ese candor del que te hablaba puede ser un rasgo de carácter digno de aplauso en una dama como tú, pongamos por caso. Un adalid, en cambio, debiera curarse lo más rápido posible de eso.

Tres bolaños disparados en batería se estrellaron contra el muro. Un par de merlones se vinieron abajo con estruendo y polvareda. Blaylock frunció los ojos, tratando de evaluar a la vista los nuevos daños. Habló con la mirada puesta en la muralla:

—No es el primer incidente. Recuerda que no quiso aceptar el caballo de Balban el Tuerto. Un caballo por el que más de uno habría pagado una verdadera fortuna, incluido el propio Balban para recuperarlo.

—El caballo, el caballo… seguís todos a vueltas con el asunto de aquel caballo.

—Es que era extraordinario. Es cierto que el gesto que tuvo con Balban le ha reportado fama, pero a cambio perdimos una buena suma.

—Ahora eres tú el que habla de «nosotros», señor. Así que todo se reduce a que andáis escocidos porque pensabais embolsaros parte de su venta.

Blaylock, con las riendas de la mula en la mano, volvió a ella los ojos claros. Sonrió amable.

—No, señora. Yo solo espero reparto de lo conseguido en combate. Vega era dueño único de los despojos del duelo. Pero mantener una hueste, aunque sea pequeña, cuesta. Y la venta o el rescate del caballo negro habría sido una ayuda, digo yo.

María bufó bajo el velo negro.

—¡Por Dios! Todos habláis igual.

—¿Quiénes son «todos»?

—Caldera, Ruiz, ahora tú.

—Será porque nosotros, al revés que Vega, tenemos los pies en la tierra.

Ella rio con dureza.

—¿Los pies en tierra o los ojos en el suelo, a ver si encuentran monedas? No pensáis más que en ganancias.

—Uno lucha por lo que no tiene o por defender lo que sí tiene. —Se encogió de hombros—. Si no, ¿para qué luchar?

—Mira al de Sangarrén. No vino a la cruzada buscando botín. Ni tú tampoco, señor, a pesar de que te expreses sobre este tema como si fueras un chamarilero.

—No he hablado de botín. He dicho lo que se tiene o no se tiene. Al de Sangarrén, según él mismo, no le faltan en su tierra ni pan ni lumbre. Ha venido en busca de hazañas para destacar y estar a la altura de sus antepasados.

»Y mi caso no cuenta. No hice este viaje por decisión propia, sino al servicio de fir James, a quien el Señor tenga en su gloria. Y fir James vino por su honor, que le obligaba mucho porque tenía una alta posición en Escocia.

»Es eso de lo que te hablaba hace un instante. El de Sangarrén busca acrecentar su prestigio y mi señor buscaba mantener el suyo.

»¿No ocurre lo mismo con Vega? Lucha por defender el honor de vuestro linaje. El mismo Aznar Téllez, por muy odioso que resulte, es víctima de circunstancias que le superan y también pelea por un lugar al sol…

Se interrumpió al darse cuenta de que se estaba dejando llevar por la vehemencia. María Henríquez le estaba mirando desde lo alto de la mula. La luz de sus ojos oscuros había cambiado.

—¿Así que resulta que además de buen músico eres un sabio, Bailoque?

Él volvió a sonreír. Una sonrisa deslumbrante entre las grandes barbas rubias.

—No. Pero en el convento tuve la fortuna de escuchar a verdaderos sabios. Hombres de paso que se alojaron en nuestras celdas y comieron en nuestro refectorio. En Escocia la tierra y el clima son duros, y en la frontera siempre estamos en guerra. Hay que dedicar mucho tiempo y esfuerzos a la simple supervivencia. Escasean los hombres letrados, y en esas condiciones el saber es diez veces más valioso. Cuando uno accede a una pizca de conocimiento, da gracias al Señor por ello y lo guarda como el mayor de los tesoros.

—Me sorprendes, Bailoque.

—¿Para bien o para mal?

—Para bien.

Se cruzó el silencio entre ellos. Volvieron como de común acuerdo los ojos a la muralla. Otra descarga de bolaños se estrelló contra la zona dañada con impacto atronador. Blaylock apuntó pensativo.

—No tardará en ceder.

—Creo que eso ya lo has dicho antes. Y tampoco es necesario que nos quedemos aquí hasta que eso suceda, ¿no? ¿Serías tan amable de llevarme de vuelta?

Había recuperado el tono sarcástico de otras veces. Blaylock sonrió como solía, antes de tirar de las riendas de la mula.

Dieron así la espalda al martilleo de los ingenios y a las maniobras en el campo de las manos de ballesteros. Mientras regresaban cruzando las líneas de asedio, María preguntó por el tabardo azul con estrellas blancas. Porque ese día el escocés vestía una gonela blancuzca con cruces negras descoloridas, comprada a un ropavejero.

—A buen recaudo.

—¿Por qué no te lo has puesto? Ayer lo llevabas en la batalla.

—¿Cómo sabes eso?

Ella se echó atrás por un instante en la silla, como pillada en falta. Se echó a reír luego bajo el velo.

—Qué difícil es sacarte nada, Bailoque. Siempre te las arreglas para dar la vuelta a las conversaciones. En cuanto al tabardo… ¿Crees que después de haberlo bordado con mis manos no me iba a preocupar por su destino?

—Ayer lo llevaba, sí. Hoy no por una razón muy sencilla. A mí también me habían picado los rumores sobre la brecha abierta. Pensaba acercarme de todas formas a echar una ojeada y no quería que el polvo de las cavas manchase una prenda así.

María Henríquez no contestó, tal vez porque no encontró respuesta apropiada. Cruzaron una de las cavas por un puente de tablones que se podía derribar en caso de salida enemiga. Los cascos de la mula resonaban sobre los tablones. Un sonido que hizo recordar al escocés cuando pasó, junto con Gamboa y Caldera, rumbo al castillo, en busca de los cadáveres de sus compañeros. Al hilo del recuerdo preguntó:

—¿Cómo está tu padre?

—Ya se le va entendiendo mejor. Todavía sigue desorientado y confuso.

—¿Puede valerse por sí mismo?

—Cada vez más. Pero hay que estar atentos a él y ayudarle todavía a comer.

—Hay que darle tiempo.

—Eso dice don Simuel Abenhuacar. Mandó que camine y que se le dé conversación para ayudar a…

Se le apagó la voz. No completó la frase, como si hubiera perdido el hilo. Blaylock, que hasta ese instante iba atento a guiar por buen terreno a la mula, volvió los ojos primero a ella y luego en la dirección de su mirada.

Delante, había grupos de soldados de espaldas a ellos. Observaban un alboroto de hombres a pie y a caballo que tenía lugar un poco más allá, a retaguardia de las líneas de asedio. Al mirar por encima de los soldados, la primera impresión del escocés era que se trataba de un tumulto festivo y no de un altercado.

Chascó los labios al tiempo que tiraba de las riendas para llevar a la mula a la izquierda y tener mejor visión. María, con una mano sobre el velo ahora, para que la brisa cálida no lo alzase, preguntó:

—¿Qué pasa ahí?

Entendió Blaylock el sentido de la pregunta. Puede que aquellos estuviesen celebrando, pero sus demostraciones no parecían amistosas con respecto a las tropas de asedio, ni estas las recibían bien. Se notaba eso último en las actitudes de los ballesteros que miraban con las armas en tierra y las manos sobre las culatas. Los de allá afuera hacían caracolear caballos, agitaban lanzas, les dirigían gestos de burla.

A buen paso, venía a su encuentro un hidalgo al que el escocés reconoció como uno de los oficiales de don Pedro Fernández de Castro en el asedio.

—Os tengo que pedir que no sigáis.

—No pensábamos hacerlo. ¿Qué ocurre ahí?

—Nada de importancia. Unos que están demasiado alegres y han venido a hacer burla. Pero ya hemos mandado a hombres de confianza para evitar que los nuestros salgan a replicarles y haya pelea.

Intervino María, aunque algunos no lo habrían considerado decoroso:

—¿Y qué mosca les ha picado a esos para que vengan a buscar pendencia?

—Seguro que le han dado de más al jarro y, ya bien calientes por dentro, les ha dado por ahí. —Señaló con sonrisa de desdén—. Si te fijas, algunos no se tienen casi en los caballos.

Blaylock sonrió.

—Como sigan con tanta cabriola, alguno se va a partir el cuello.

—Eso será su problema. No seré yo el que lo sienta ni pague de su bolsa misas, si eso ocurre.

—¿Y qué es lo que los tiene tan contentos?

—Parece que celebran que unos emboscaron a un lugarteniente de Ozmín. Le sorprendieron al sur del río y lo mataron a él y a varios de sus guardas.

Titubeaba. Blaylock frunció el ceño. María se había envarado en la silla, con los ojos clavados en el revuelo de jinetes. El oficial carraspeó.

—Señora. Me parece que has visto ya cierto pendón. Debo aclararte que el que mató a ese moro es Aznar Téllez. Es él quien ha estado convidando a vino para celebrarlo y me da que es él quien ha incitado a esos borrachos.

Blaylock reprimió una mueca de disgusto. Ese era pues un incidente más entre tropas de asedio y huestes de la guerra guerreada. Una rivalidad que se solapaba a las malas relaciones entre fronteros, milicias y compañías de los llamados allegadizos. Remató el hidalgo, sin mirar a la cara a María.

—Os ruego que aguardéis. Aguardad, que no será mucho tiempo. Ya hemos mandado aviso. Vendrán los alguaciles reales y echarán a esos pelaires. Que tampoco tengo yo muy claro que los nuestros se contengan, como esos sigan haciendo burlas. Al fin y al cabo, los hombres tienen sangre en las venas.

María apartó con esfuerzo la mirada de los jinetes. Otra vez con la mano sobre el velo, habló con una calma que sorprendió a Blaylock. Aunque enseguida comprendió que ella jamás se rebajaría a mostrar enojo ante una provocación así.

—Aguardaremos lo que tú dispongas, señor. No tenemos prisa y es un placer disfrutar de compañía de buenos.

Sonrió bajo el velo.

—Sobre todo si la charla está amenizada por un buen espectáculo de bufones.

Los alguaciles reales no tardaron en llegar en gran número y armados hasta los dientes. Su simple presencia bastó para ahuyentar a los jaraneros. Se marcharon sin necesidad de que se les exigiese, y ellos dos pudieron seguir su camino.

Pero ya el humor de María se había echado a perder. Y no mejoró cuando más tarde Téllez y su corte de borrachos se acercaron a seguir su burla cerca de la almofalla de Gamboa. Algo desde luego nada casual.

Ella, al pie de las tiendas, los veía cabalgar entre agitar de pendones, pasándose pellejos de vino al trote y dando grandes voces. Acabó por estallar y a Caldera le tocó soportar el chaparrón. Lo hizo con los pulgares metidos en los sobacos del coleto de cuero y una mueca exagerada de resignación.

—Ya vale. Cálmate.

—¡Calmarme! ¿Por qué voy a calmarme? —rugía ella en sordina bajo el velo—. Nos están provocando.

—Tengo ojos. Ya lo veo.

—¿Y hemos de sufrir que esos tiñosos vengan a burlarse de nosotros en nuestras mismas barbas?

—Tú no tienes barba.

Ella contuvo un grito de ira. Él, siempre con los pulgares en las axilas, observó a los que hacían piruetas con los caballos.

—Así os caigáis y quedéis lisiados, cabrones —masculló—. Ya se cansarán, María.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre? ¿Eso tenemos que hacer? ¿Aguantar su insolencia hasta que se aburran?

Él compuso ahora una mueca de fastidio.

—Podría coger una ballesta y tumbar a alguno. O llamar a nuestros vecinos, que también están comiéndose los nudillos de rabia, y darles una buena lección. Pero no creo que a nuestro señor don Alfonso le gustase. Ya sabes que tiene prohibidas las pendencias.

—Ya. Y esos se aprovechan.

—María, María. Que no eres ya una niña para coger estas pataletas.

—Me hierve la sangre de ver a ese… —No acabó, ahogada de rabia al observar al propio Téllez que ondeaba el pendón partido de su hueste, entre alaridos bufos de guerra.

—Sosiégate, que nada se puede hacer. Ese se aprovecha de que es su día de gloria, como hace poco fue el tuyo… el de Vega, quiero decir.

—¿Es que lo vas a comparar?

—¿Qué diferencia hay?

Bufó, y por un instante pareció a punto de perder la paciencia.

—¿No te lo advertí? La admiración de la gente es efímera. Y la de los hombres de armas más todavía. Hoy están dispuestos a morir por ti, a seguirte hasta el infierno, y mañana te cortarán el cuello sin pestañear.

Observó con expresión casi colérica a los escandalosos.

—Ya te di mi opinión en su momento. Elegiste mal. Entre el aplauso y el caballo negro, debiste optar por lo segundo. Al menos tendríamos dinero. Se nos habría ido tan rápido como la celebridad, pero por lo menos nos habría servido para pagar gastos.

—No me sermonees, por favor. No es momento.

—Tú has preguntado qué hacer. Yo te estoy respondiendo. Esto es lo que debemos hacer: darles la espalda y seguir con nuestros quehaceres, como si no estuvieran ahí. Si nos quedamos aquí, mirándolos, les damos a entender que sus burlas causan efecto. Y eso es lo que buscan. Con nuestra simple presencia les animamos a insistir.

Ella pareció calmarse de golpe. Lo advirtió Caldera en cambios imperceptibles en su postura. Se quedó ahí todavía un instante en silencio, tapada con los velos negros y con los ojos puestos en los borrachos que cabalgaban entre gritos.

—Tienes razón, padrino, como casi siempre. Ignorémosles, que tiempo habrá de vengar esta nueva afrenta.

—Eso es.

—Dame tu brazo sano, aunque sea el de la espada. Vamos a ver a mi padre, a ver cómo se encuentra.