Almogávares
ALMOGÁVARES
Tropa de infantería muy ligera, originaria de Cataluña. Los almogávares apenas usaban protecciones corporales, se tocaban con casquetes semiesféricos o simples redes metálicas. Sus armas eran la azcona, que era una lanza corta, y un cuchillo ancho y filoso llamado cotell —en castellano cortel—. Su efectividad fue tal y sus éxitos tantos que Alfonso X el Sabio creó en Castilla un cuerpo de almogávares, a imitación del original.
Sin miramientos, el morisco al que todos llamaban Mahomed Dobla de Oro hacía rodar a puntapiés el cadáver enemigo. Bajaba este dando tumbos por entre rocas, matojos y troncos de fresno. Y ya por el camino, con su caballo ruano al trote, regresaba aquel hidalgo aragonés al que todos llamaban «el de Sangarrén». Con capellina y dardo en mano, trayendo a rastras a otro muerto al extremo de una cuerda.
Las monturas resoplaban y piafaban mientras ellos cabalgaban por entre los fresnos, con los ojos atentos y las armas prestas. Blaylock, desde lo alto de su bayo, dividía su atención entre esos dos y Jufre Vega, que les observaba, muy tieso sobre su alazán de gualdrapas negras. A la izquierda del adalid se mantenía en todo momento Gome Caldera, que era quien portaba la bandera negra de la hueste.
Esa bandera tan deseada por María Henríquez, posible gracias a que siete de a caballo seguían ya a Vega en sus correrías[5]. Hueste que acababa de librar su primer combate. En realidad, escaramuza. Una tan corta como sucia, sin hechos de armas de los que nadie pudiera vanagloriarse.
Más que escaramuza, emboscada tendida a unos moros de a caballo que habían tratado de sorprenderlos. La hueste había estado explorando hacia el noroeste toda la mañana. Había avistado algunas partidas de jinetes enemigos, pero, como de común acuerdo, todos habían evitado un choque armado. En esos terrenos, la lucha no se buscaba de frente, sino tratando de sacar ventaja, como ya estaba descubriendo el escocés.
Ventaja quiso sacar una cuadrilla de nazaríes que debieron de avistarles o encontrar las huellas de sus caballos, y pretendieron atraparlos por la espalda. Pero el de Sangarrén, que galopaba a la zaga del grupo, les vio de lejos mientras les seguían el rastro. Una veintena de a caballo con seis o siete ballesteros que corrían agarrados a los borrenes de las sillas.
Los cazadores resultaron cazados en uno de los fresnedales que tanto abundaban al oeste de Teba. Los de la hueste negra solo tuvieron que describir un círculo al amparo de la arboleda para cargar de flanco contra los nazaritas, que cabalgaban fiados de tenerlos delante.
No se produjo ni choque. Cuando ellos se lanzaron al galope por entre los fresnos, el enemigo se desbandó. Dobla de Oro mató a un ballestero de un flechazo mientras los demás huían a la desbandada. Y el aragonés abatió a uno de los de a caballo con un dardo. A eso se redujo el amago de combate.
El ballestero muerto rodó desmadejado al pie de los caballos. Dobla de Oro sacó un virote del goldre[6] del muerto. El morisco era un hombre recio, un frontero hirsuto, renegrido y de largas greñas negras. Olisqueó la punta de forma ostentosa, antes de tendérselo a Gome Caldera, que se lo llevó a las narices. Hizo una de sus muecas.
—Envenenado.
El de Sangarrén soltó la cuerda. El muerto que venía arrastrando quedó en el polvo de la senda y él azuzó a su ruano para ponerlo a la par que el bayo de Blaylock.
—Virotes envenenados. Los ballesteros de las Alpujarras envenenan sus flechas. Son gente dura, muy sufrida. Me recuerdan a los de mi tierra.
Aquel hidalgo de cara ancha y manos grandes aludía con frecuencia a «su tierra». Por eso le llamaban el de Sangarrén, que era de donde venía. Según él mismo afirmaba, se había sumado a la cruzada del rey castellano por «deseo de hazañas» y no de ganancias. Y quizás porque era forastero se percataba más que otros de que el escocés Blaylock ignoraba datos que para los demás eran de manejo cotidiano.
—Las Alpujarras, amigo, son unas sierras en el corazón del reino de Granada. Si han bajado ballesteros de tan lejos y luego de tanto tiempo de asedio es que el rey Mahomet está dispuesto a conservar Teba al precio que sea.
El segundo ballestero, el otro de a pie, se colgó la ballesta a la espalda para tirar de cuchillo. Un cortel ancho y filoso, de aspecto atroz, que tal vez le había ganado ese sobrenombre suyo de Fierros. Ese era otro frontero, cristiano este e igual de duro y renegrido que el morisco. Un antiguo ballestero almogávar que se había alistado en busca de ganancias.
Le sacó el yelmo al granadino de a caballo muerto. Lo agarró por los pelos largos y aceitados, y de un tajo le abrió la garganta, de forma que la sangre sin cuajar salió en fuente.
Blaylock advirtió que ese acto sobresaltaba a Vega. Oyó que se dirigía a Caldera, con esa voz campaneante producida por los calados de la visera.
—¿Qué hace ese?
—¿A ti qué te parece? Cortarle la cabeza.
—¿Es necesario?
—Claro que lo es. El rey ha ofrecido galardón por cada incursor muerto. Y la forma de demostrar que se les ha matado es llevar sus cabezas y sus armas.
—¿Armas?
—Por las cabezas solas no pagan, que hay mucho sinvergüenza suelto. Los oficiales del rey han de asegurarse de que lo que se les entrega son de verdad cabezas de incursores enemigos. Los hay capaces de asesinar a labriegos para decapitarlos y cobrar luego los galardones.
Fierros, con el cortel chorreante en la mano, iba ya a por el segundo enemigo. Vega y Caldera espolearon a sus caballos para seguir rondando por entre los árboles, de forma que el escocés ya no oyó más. El de Sangarrén, que también había prestado oídos, y que se había dado cuenta de la atención del escocés, se pasó una mano enguantada por el rostro, como hombre que estuviese fatigado.
—Nuestro adalid es un diablo con las armas en la mano. Pero está bastante verde en los usos de la guerra. ¿Será verdad eso que dicen de que era ermitaño?
—No sé. Los que le rodean le guardan bien el misterio.
—Bien. No importa. Ya aprenderá y rápido. Es bueno que tenga a su lado a ese perro viejo de Gome Caldera.
Escupió a un lado.
—Tú también tienes que aprender, amigo.
—¿Yo?
—Ya sé que has guerreado en tu tierra, pero esto es la frontera de Granada.
Señaló con su dardo a la cabeza del escocés.
—Capacete de ala caída. Buena elección. Es aireado y protege del sol. Pero llevas demasiada armadura. —Apuntaba ahora a la cota de malla bajo la sobreveste azulada con las tres estrellas blancas—. ¿O no tienes calor?
El escocés rio de forma abierta.
—Me estoy cociendo.
El de Sangarrén se echó a reír también de forma tan estruendosa que las carcajadas reverberaban a lo largo de la arboleda.
—Busca algo más ligero o se te harán llagas por el sudor. Eso si un día en una cabalgada a pleno sol no te da algo. Además, es mucho peso. Tu montura se fatigará y eso puede serte fatal.
Fierros se echó las dos cabezas por los cabellos al cinto, sin importarle que la sangre le gotease en las calzas. Se quitó un instante el casco hemisférico, forrado de blanco y con cruces negras, propio de los almogávares, para secarse el sudor. Miró con sorna al ballestero moro.
—Hoy tampoco tendrás tu caballo.
El otro se encogió de hombros, antes de echarse sobre el derecho su ballesta.
—Otro día será. No me importa caminar unos días más.
Aquel morisco del campo de Osuna se había unido a la hueste alegando que lo que él pretendía era hacerse con una montura de guerra. Aunque por algún comentario que se le escapaba de vez en cuando, más de uno sospechaba que alguna cuenta pendiente tenía que ajustar con sus correligionarios de Teba. Su apodo le venía de que tenía fama de codicioso.
Salieron del fresnedal con las monturas al paso. Martín Abarca, que había estado vigilando en las lindes de la arboleda, puso su caballo a la par que el de Blaylock.
—Escocés, sería bueno que estuvieses atento. Me da que ha habido algo raro en esta escaramuza.
—¿Raro? ¿El qué?
—Es como si supieran que íbamos a pasar por aquí.
Blaylock se removió en la silla. El sudor le corría por el cuerpo, tenía el camisote empapado. Llevaba razón el de Sangarrén. Tenía que equiparse de manera más acorde a ese clima cálido y a las cabalgadas ligeras.
—¿Por qué dices eso? Nos avistarían y nos siguieron. ¿Qué tiene eso de raro?
El navarro, tocado con el bacinete con placa nasal que aspecto tan fiero le daba, meneó la cabeza.
—Todo es posible. Pero mucho me parece que han cuadrado los tiempos entre nuestra llegada a estos parajes y su aparición. Y llevaban con ellos ballesteros. Tú piensa lo que quieras. A mí no me gusta nada.
—¿Sugieres que alguien les avisó de que salíamos y de que veníamos hacia esta zona?
—¿Quién sabe? Están pasando cosas raras. Varias de nuestras cuadrillas y algunos atajadores avezados han sido sorprendidos de una forma que… me resulta extraña. Y no dejo de pensar en el incendio de la bastida y en cómo los moros sortearon a nuestros escuchas.
Blaylock no respondió nada. Estaba pensando en cómo había caído fir James con todos los suyos. En lo que se decía del gran número de jinetes moros que hubo aquel día en el campo. Se le achicaron los ojos.
Abarca le palmeó en el hombro, haciendo tintinear la cota de malla bajo la sobreveste.
—No es cuestión de volverse loco ni de perder el sueño. Pero sí de andarse con tiento. Mucho ojo, escocés, que puede que tengamos al enemigo en casa.
Chascó la lengua al tiempo que azuzaba a su montura para adelantarse. Rezagado se quedó el escocés, pensando.