El desastre de la Vega
EL DESASTRE DE LA VEGA
Gran derrota sufrida por las armas castellanas durante la minoría de edad de Alfonso XI. Tuvo lugar en 1319 y en ella murieron los infantes don Juan y don Pedro, tío abuelo y tío respectivamente del rey. Eso supuso una calamidad terrible para el reino, más allá del descalabro militar. Los dos infantes eran regentes junto con María de Molina, abuela del rey. Muertos ambos, quedó el rey, con solo ocho años de edad, sin valedores con poder militar. Se desató guerra de banderías, con el infante don Felipe, don Juan Manuel y don Juan el Tuerto apropiándose del reino y dejando las fronteras desguarnecidas, lo que llevó a que fueran muy castigadas por los moros.
A la entrada quedó el joven Juan de Beaumont de guardia. Dentro, Gome Caldera se ocupó de anudar los cordones de los toldos de la puerta, de forma que nadie pudiese irrumpir de manera intempestiva. Se giró luego con mueca de disgusto. Jufre Vega había dejado que las criadas de María Enríquez le desciñesen el cinto de armas, antes de sentarse.
Ahora aquellas dos le estaban librando ya del almete de hierro negro. Caldera se echó atrás a su vez la capellina de malla, con un resoplido. Con la boca todavía fruncida, observó el rostro que salía a la luz al retirar el yelmo emplumado.
Muchos en el campamento habrían pagado —algunos de ellos fortunas— por poder echar un vistazo a la cara que se ocultaba tras esa visera de pico de gorrión. Seguro que ninguno soñaba siquiera con que bajo el casco se escondía la propia dueña de esa tienda, María Henríquez.
Pero ahí estaba ella, al resplandor del sol que traslucía por los toldos. Sentada en ese asiento de cuero sin respaldo. Vestida como un hombre de armas y con la cabeza cubierta por cofia de armas.
Se quitó esta última prenda para dejar suelto el pelo negro. Su criada Paloma le deshebilló la parte superior de la cuera de armar. Lo justo para descubrirle los hombros y, a través de la ropilla, masajeárselos. María suspiró hondo.
—¡Por Dios! Gracias, Paloma. Ese almete será todo lo útil que quieras, padrino, pero le destroza a una los hombros.
—Más los destroza un martillazo bien dado.
Caldera desciñó igualmente su cinto de armas. Lo arrojó sobre uno de los arcones, antes de librarse de guantelete y capellina.
—Acolcha más las hombreras y no te quejes tanto. Si llevases bacinete o capacete ya verías, ya. Cuando pasas demasiado tiempo cubierto, sientes como si la cabeza se te fuera a hundir como un huevo.
Aceptó el jarrillo de vino que le ofrecía Juana. Dio un sorbo. Resopló luego, señalando a María con el recipiente.
—Ya que hablamos de eso. Si quieres jugar a los hombres de armas, aguanta el tipo y lleva el juego hasta el final.
—¿Qué dices, padrino? —murmuró ella, más atenta a sus hombros martirizados.
—Fue patente tu sobresalto cuando Fierros le cortó la cabeza a aquellos moros.
Ella alzó ahora los ojos.
—Me pilló de sorpresa.
—Ya lo noté, ya. Y lo malo es que algún otro se dio también cuenta.
—¿Y qué?
—¿Cómo que «y qué»? ¿Pero no te das cuenta de que Jufre Vega es la comidilla del real? Está en boca de todos. ¡Anda que no daría más de uno lo que fuese por saber quién es y de dónde ha salido exactamente!
Ella, ya libre de la cuera de armar y del jubón, vestida solo con ropilla y calzas, recibió de manos de Juana un jarro de vino. Se echó a reír en esa forma afilada que tan bien conocían Caldera y las dos criadas.
—Ya lo sé, padrino. Pero te digo que es una suerte eso. Ya he comprobado que la gente de armas es tan chismosa como las monjas. Tienen la lengua igual de larga. Igual de venenosa también. Y eso nos ayuda.
Caldera, recostado contra un poste, no respondió nada, pero el curvar de su boca lo decía todo. Ella volvió a reírse.
—Dicen por ahí que Vega es un hijo bastardo de mi padre. Que lleva distinto apellido, que otro pasa por ser su padre. Que no quiere que todo eso se sepa y que esa es la razón de que haya acudido aquí a rostro cubierto y con nombre supuesto.
Rio por tercera vez, con luces danzando en sus ojos oscuros.
—Aunque también los hay que dicen por ahí que Vega es mi amante.
Volvió a suspirar cuando las manos fuertes de Paloma la masajearon otra vez. Por encima del borde de su jarro, Caldera observó adusto a su ahijada. Mientras pensaba en una posible réplica, las fosas nasales se le llenaron del aroma a hierbas con las que aquellas tres mujeres saturaban su tienda. Un olor bien distinto a la pestilencia a enfermo de la carpa de su compadre Gamboa.
—Me parece que te tomas todo esto a broma. No debieras. Y tienes que medir tus actos y reacciones en público.
—¿Broma? Yo no me tomo a la ligera nada que tenga que ver con mi honor, padrino. Parece mentira que tú me digas eso. Que me ría no quiere decir que no te escuche con atención. Siempre lo hago. Pero ya sabes que a veces puedo ser muy risueña.
Bebió.
—Razón no te falta. Tal vez sería útil que Juan de Beaumont se volviera a vestir de Vega. Que nos vean juntos.
El otro asintió. Ya lo habían hecho así en más de una ocasión, para que la gente los viese a los dos a la vez, al pie de la almofalla.
—Esa es una buena idea. Qué mejor forma de evitar que a alguien se le pueda ocurrir que…
Le cortó Juana, que había tomado una pierna de su ama para descalzarla.
—Pues no se hable más. —Le sacó una bota—. Vamos a desnudarla. Sal de aquí, Caldera.
El aludido apuró, antes de dejar el jarro en el primer lugar que encontró a mano.
—Me preocupa el escocés, Bailoque. Ese está siempre ojo avizor a todo. Será porque es forastero y muchos detalles le chocan. Pero ese se dio cuenta de que te sorprendías y se sorprendió a su vez. Lo vi en la expresión de su cara.
—Ya le buscaremos una solución, padrino. Pero apiádate ahora de mí, que estoy molida y acalambrada.
Rezongando, el otro recogió capellina, cinto de armas y guanteletes, y se marchó entreabriendo los toldos lo justo para pasar. Paloma se ocupó de anudarlos de nuevo, mientras Juana despojaba a María de calzas y ropilla. Le pasó los dedos por la espalda y las costillas.
—Niña. Tienes rozaduras y mataduras.
A María se le escapó una mueca cuando los dedos de la criada tocaron una zona enrojecida.
—¿Te extraña? Estoy rota de cabalgar con la armadura y el almete. Roza todo.
—Hay que hacer lo que dice Caldera. Tenemos que acolchar en estas zonas o se te van a abrir heridas.
Paloma intervino sin levantar la mirada del emplasto que estaba preparando.
—Ese gruñón suele llevar razón en casi todo lo que dice. Estás jugando un juego peligroso, María.
—No lo juego por propia voluntad.
Las otras dos rompieron a carcajadas, sin necesidad siquiera de cruzar los ojos. Juana apretó con fuerza los hombros desnudos de su ama, para soltar tensiones.
—¿Qué pretendes, niña? ¿Te has creído que puedes engañarnos a nosotras? ¿A nosotras, que ayudamos a traerte al mundo? Siempre te gustó jugar con hierros y con caballos.
Paloma se allegó para pasarle el paño mojado por los roces y los moretones. María dio un respingo al escozor. Suspiró luego, ahí sentada, desnuda, en la media luz de su tienda.
—Ay, qué maravilla. ¡Cómo alivia! Dadme un poco más de vino.
Juana volvió a apretarle los hombros.
—Ya está mal que te disfraces. Pero no eres hombre de armas para andar emborrachándote al cabo del día, de regreso de la cabalgada.
Le sirvió, sin embargo, algo más de la jarra. María dio un sorbo. Se apartó los cabellos negros que le caían sobre el rostro.
—En cuanto a lo de caballos y hierros… ¿Por qué voy a negarlo? De pequeña envidiaba a mis hermanos. Oía a mi padre y a sus compadres cuando se sentaban a hablar y hubiera dado lo que fuese por ser como ellos. Ser hombre e ir a la guerra.
—¡Bonito deseo! ¡La guerra! La guerra lisió a tu padre. La guerra se llevó a tu esposo, a tus hermanos, a mi hombre y al de Paloma, a mi padre y a tres de mis hermanos… Y ahora a ti no se te ocurre otra burla que disfrazarte de hombre. Tomar armas y cabalgar contra el moro para poder retar a duelo algún día a ese sarnoso de Aznar Téllez.
—Me disfrazo de hombre por el honor…
—Que no mientas, que es pecado.
María resopló, haciendo vibrar los labios.
—No te voy a negar que disfruto con las cabalgadas. Es como siempre había soñado. Y la otra noche, cuando luchamos al pie de la bastida en llamas, sentí…
No acabó porque no fue capaz de encontrar las palabras. Bebió un poco más. Paloma le pasó un nuevo emplasto, esta vez por las rozaduras de los muslos. Habló Juana de nuevo:
—Presta atención al aviso de ese jamelgo de Caldera. Extrema las precauciones. Si se descubriera que Jufre Vega es en realidad una varona, no podrías llevar a cabo tu venganza.
—Que sí. Tendré cuidado, descuida.
Plegó las piernas, ahora que había acabado Paloma de frotárselas. Apoyó los antebrazos sobre los muslos, evitando las zonas doloridas. Se quedó ahí, con el jarro entre las manos y los cabellos cayendo hacia delante.
—¡Dios! Estoy molida y muy cansada. Y mañana otra vez a campear…
Se puso de repente en pie, de un tirón. Apartó el jarro para tomar su espada. Esa espada jineta que le había entregado el escocés Bailoque. La desenvainó, estudió la hoja a la luz de última tarde que se colaba por las lonas. Después se sentó a aceitarla.
Pasar el paño por ese acero recto de filo doble y hoja acanalada le hizo pensar en el escocés. Los ojos se le fueron a la guitarra morisca que colgaba del poste.
—Sacad ropa, que voy a ver a mi padre.
—Después. Tienes que descansar.
—Ahora. Sacad ropa y ocupaos de las piezas de armadura. Si viene alguien preguntando por Vega, ya sabéis lo que tenéis que decir. Que se ha ido por detrás y no tenéis ni idea de dónde pudiera estar.
Sentada desnuda en la penumbra, con los cabellos sueltos y la espada entre las manos, puso de nuevo los ojos en la guitarra morisca. Sonrió como para ella misma.
—Mi padrino sabe lo que se dice. Nada de extremos sueltos. Antes de que caiga la noche, mandad a alguien con un recado a la almofalla de los escoceses. Que le dé a Bailoque un mensaje de mi parte.
—¿Qué mensaje?
—Que tiene una cuestión de guitarras pendiente conmigo. Y que ya va tardando en saldarla.
—¿Eso es todo?
—No te preocupes. Él entenderá, y será más que suficiente.