Ingenios
INGENIOS
Ingenios o engeños era el nombre que en la Baja Edad Media se daba a las máquinas de guerra. En especial, recibían ese nombre las destinadas a lanzar proyectiles, fuesen de piedra o incendiarios. Las había que disparaban gracias a la tensión de cables; era el caso de las catapultas o las espingardas. Otras lo hacían mediante juegos de contrapesos, como por ejemplo los trabucos, los trabuquetes o las cabrillas. Las de esta última clase eran las que lanzaban mayores pesos y a mayor distancia. Algunas cabrillas podían arrojar proyectiles enormes; hasta de quinientos kilos y a unos trescientos metros de distancia. Su fabricación se confiaba a artesanos especializados y la supervisión de sus operaciones en el campo de batalla correspondía a los llamados maestros de ingenios.
Se había acordado tregua, estaban quietas las armas. Un sosiego impropio reinaba en las líneas de asedio y en las almenas. Casi nada se movía. Los ingenios parados. Las labores de cava detenidas. Ballesteros, peones, ingenieros; todos descansaban al resguardo de gatas y tapias albarradas. Hasta el aire estaba ese día quieto.
El escocés Blaylock, al que la fiebre dotaba de una sensibilidad anómala, era, al cabalgar, consciente de esas quietudes y silencios. El chacoloteo de los cascos de las caballerías y los gritos de las aves resonaban en sus oídos como estampidos. Olores a tierra removida, a estiércoles, a madera quemada, llenaban sus fosas nasales. Y los pendones al ondear eran estallidos de colores ardientes a sus ojos afiebrados.
Con las monturas al paso, atravesaban las líneas de asedio camino de la fortaleza de Teba. Una trama de cavas, muretes, máquinas de guerra, palenques no del todo desconocida. Los cruzados escoceses no habían participado en asalto alguno. Pero como a fir James, a quien el Señor tuviera en su gloria, nada tocante a la guerra le era indiferente, días antes quiso acercarse. Quiso ver con sus ojos los trabajos de cerco y tocar con sus manos los enormes ingenios. Y Blaylock, escudero y deudo suyo, fue uno de los que le acompañó en aquella jornada.
Siendo fir James como era, no pudo por menos que visitar el asedio en mitad de uno de los combates. En horas en las que todo era clamor, gritos de órdenes, humo, restallar de cables, chasquear de maderos, zumbido de virotes, vuelo de proyectiles de ingenios. Pasaban sobre sus cabezas bolas incendiarias con estelas de humo negro y los bolaños se estrellaban con estruendos lejanos contra las torres y las grandes murallas.
Aquel día, el aire apestaba a pez y a chamusquina. El polvo en suspensión secaba las gargantas. Los sitiados respondían con sus pocos ingenios todavía operativos, así como con sus ballestas. Llovían sobre las zanjas rocas y oleadas de flechas. Los ballesteros castellanos respondían a descargas, los cavadores abrían la tierra con sus azadas, los ingenieros giraban los tornos de las máquinas, a resguardo de paveses adornados con cruces.
Sí. Para Blaylock, nada acostumbrado a esa forma de guerra, fue una jornada extraña. Y, ¿por qué no decirlo?, también aterradora.
Pero el alcaide de la fortaleza se había avenido a una tregua de un día. Por eso ahora estaba todo en calma. Por eso también era posible que tres jinetes de la cruzada se acercasen a Teba por el camino principal. A la cabeza Henrique Gamboa, caballero bueno de Estepa y maestro de ingenios en el ejército del rey. A su lado Gome Caldera, paisano y compadre suyo, viejo compañero de armas y hombre de confianza. Y algo detrás John Glendoning, al que apodaban Blaylock, que había sobrevivido, a su pesar, al combate que le había costado la vida a James, conde de Douglas.
Había momentos en los que temía no poder mantenerse sobre la silla. Aguantaba a fuerza de voluntad y gracias a un brebaje suministrado por un físico hebreo del campamento. Mucho había porfiado por subir con la embajada, pese a estar tan débil y todavía con fiebres. «Fiebres del real», así las llamó el físico. Fiebres malditas las consideraba él, pues le habían postrado e impedido cabalgar tras fir James aquella jornada fatídica.
—¡Ánimo, joven! —le intimó Gamboa sin volver la cabeza.
¿Por qué le había espetado eso? Tal vez porque notaba su debilidad. Sin duda iba atento, pese a no haberse girado ni una vez. Pero fue Gamboa quien más intercedió para que le permitieran acompañarle, tal vez por simpatía, ya que también él veía su honor en entredicho por culpa de una circunstancia ajena.
Cruzaron la cava más avanzada por un puente de tablones. Los cascos herrados retumbaban sobre la madera. Blaylock alzó los ojos. Ni una nube en el cielo. Era aún primera hora, pero no tardaría en apretar el calor. Sí. Iba a ser otra jornada de agosto sofocante en el cerco de Teba.
No pocos hombres de armas les seguían de lejos con las miradas, unos apoyados en las lanzas y otros descansando ballestas en el suelo. Bastantes interpretaron mal aquel acto. Muchos creyeron que pedía protección al cielo al entrar en tierra de nadie. Y no pocos se dijeron que tal vez la iba a necesitar.
Ninguno de los tres portaba casco, escudo o lanza. Así se había acordado. Pero sí cotas de malla, sobrevestes —blancuzcas con cruces negras los castellanos, azulada con tres estrellas blancas el escocés— y cofias de cuero. Llevaban los caballos al paso e iban sorteando hoyos, escombros, bolaños perdidos.
Más de un espectador, al ver cómo se aproximaban a esa fortaleza de muchas torres, no pudo por menos que santiguarse y desearles la protección de los santos. No así Aznar Téllez, que también se había acercado esa mañana al asedio norte junto con los tres de su hueste. Él, brazos en jarras, puños en las caderas, no se ahorró una pulla al tiempo que señalaba con el mentón.
—Dos viejales, uno de ellos tullido, y un enfermo que casi no se puede valer. ¡Buena embajada mandamos a los moros!
Los suyos le rieron la gracia, hasta que les secó el buen humor una voz a las espaldas.
—Yo que tú sujetaría esa lengua, adalid.
Alguno se sobresaltó. No así Téllez, que se limitó a despegar los puños del cuerpo para girarse y encarar al que había hablado. Mantuvo la diestra lejos del pomo de la espada. Había reconocido por la voz a Lope Núñez de Montenegro, mayordomo del ricohombre Pedro Fernández de Casto, «el de la guerra», a quien el rey había encargado el asedio.
—¿Sujetar la lengua? ¿Por qué, señor?
El caballero gallego contempló colorado de enojo a ese pendenciero de arreos gastados.
—Porque, adalid, las lenguas son como los canes. Quienes las sueltan, corren el riesgo de perderlas.
Sonrió Téllez con amabilidad, como si lo considerase una salida ingeniosa y no una amenaza nada solapada. El mayordomo de Castro frunció el ceño al ver cómo ese castellano de barbas castañas y ojos verdosos le aguantaba con sonrisa socarrona. La mano casi se le fue a la espada, pero se contuvo y no por temor a cruzar hierros. Tenía con él a sus guardas y sin duda muchos de los presentes acudirían en su ayuda, pues era el segundo al mando en el asedio.
Pero no era momento para altercados ni lugar para dejar que cuestionasen su autoridad.
—Bien, adalid. Márchate. Y que se vayan contigo tus hombres.
—¿Por qué, señor?
—¿Si te dijese que porque aquí mando yo, en nombre de mi señor don Pedro, que a su vez lo hace en el del rey, no te bastaría? Pero evitemos enojos. Vamos a aprovechar la tregua para hacer obra de consolidación en las cavas de la zona.
»Vuestra presencia sobra, tanto como la de cualquier ajeno al asedio. Los ociosos estorban. Así que marchaos, que tendréis obligaciones que atender.
—Nuestras obligaciones están atendidas, pierde cuidado. Pero ya nos vamos, sí. Que si no acabaremos cubiertos de polvo y podrían confundirnos con peones.
Ajenos al incidente, el trío seguía su avance. Entre las posiciones avanzadas de los sitiadores y la muralla exterior de la ciudadela mediaban menos de trescientos pasos. Corta distancia. La justa para que los ingenios alcanzasen con sus proyectiles a los muros y las torres. Proyectiles que, visto de cerca, no habían hecho el daño que debieran. Al menos no en aquellas murallas enormes de piedra.
Los árboles de sombra que flanqueaban el camino estaban rotos y quemados. Pero en cuanto a los muros… Había melladuras, sí. Escombros y bolaños a pie de muralla. Y, a simple vista, poco más. Si el machaqueo de proyectiles había causado daños estructurales en los lienzos, el ojo no lo apreciaba. No era solo que las murallas de Teba fuesen de sillares sólidos. Era que paramentos, torres, almenas, estaban bien construidos, con ángulos capaces de absorber el impacto de los bolaños.
Pero Blaylock, antes que a rotos en mampuestos o merlones, tenía ojos para lo alto de las torres. En algunas ondeaban los estandartes rojos de Granada y los verdes y dorados del sultán benimerín. Pero en otras oscilaban cadáveres al extremo de cadenas y sogas. Cuerpos desnudos, mutilados por aves carroñeras que en esos mismos momentos estaban posadas sobre las carnes, picoteando.
Casi como si hubiese sentido su aprensión, habló ahora Caldera por encima del hombro:
—Sosiego, escudero, que esos de arriba no son tus compañeros de armas. El alcaide de Teba es un bueno. No deshonraría de esa forma a enemigos caídos en buena lid.
El veterano —recio, alto, de rostro expresivo y barbas rojas sembradas de canas— hablaba despacio, consciente de lo que le costaba al escocés entender el castellano de frontera. A este alguna palabra se le escapó, pero llegó a captar el sentido general. Eso le habían estado diciendo los ojos, pero había tenido miedo de engañarse. Mas no. Ahí, entre los que colgaban, no había cruzados escoceses.
—¿Quiénes son?
—¿Quién sabe? Están comidos por los cuervos y mi vista no es lo que era. Supongo que algunos serán espías e infiltrados nuestros. Otros serán moros. Reos de cobardía y desertores capturados en la fuga.
Blaylock levantó de nuevo la mirada a los cadáveres y a los pajarracos que revoloteaban en torno a la carroña graznando. Había visto espectáculos peores en su tierra natal. Mucho peores. Pero no por eso dejó de estremecerse. Se preguntó si esos cuerpos suspendidos entre el cielo y la tierra, a merced de las aves, no serían un presagio de lo que les esperaba a ellos mismos ahí adentro.
Luego agitó la cabeza para espantar esas ideas tétricas. Sentía náuseas y le daba vueltas la cabeza. Apretó los dientes. Azuzó a su montura para no rezagarse.