Nazarí
NAZARÍ
Dinastía mora que gobernó el reino de Granada desde 1238 hasta su caída en 1492. Por extensión se puede usar el nombre para designar a los súbditos de su reino. Ya en el siglo XIV, su existencia estaba marcada por las turbulencias internas, levantamientos y golpes palaciegos, así como por la presión constante de Castilla, que iba arrancándole territorios unas veces y obligándole a comprar paz a cambio de tributos otras.
Por la mañana, antes de que apretase demasiado el calor, huestes de ambos bandos fueron a encontrarse a algo más de media legua al oeste de Teba. Los montaraces y atajadores cristianos que corrían por los altos, en busca de posibles emboscados, podían ver cómo los de a caballo se aproximaban entre ondear de pendones, con la tierra trepidando bajo los cascos de sus monturas.
Por esa zona el terreno era menos accidentado que al sur de la fortaleza. De hecho, el lugar acordado para el duelo era un rellano entre cerros al sur del río Almargen. Y hasta una de esas elevaciones habían cabalgado Blaylock y el de Sangarrén, a otear para asegurarse de que no había celadas.
Desde allí arriba, sobre su caballo, si se giraba a oriente, el escocés podía ver a los cruzados desplegándose con el sol a la espalda. Un mar de lanzas y de pendones. Enseñas blancas con cruces negras o rojas, con castillos y leones, con las cruces florlisadas negras de Calatrava, las verdes de Alcántara, las apuntadas rojas de Santiago…
Tan absorto estaba en ese ondear de lienzos sobre las puntas que casi le sobresaltó el vozarrón del de Sangarrén:
—Quinientos nuestros de a caballo. Así fue pactado.
Señaló con su dardo hacia el oeste.
—Y ahí otros quinientos de los moros. Ni uno más, ni uno menos.
En efecto, allá por el oriente y con el sol de cara se acercaba otro contingente grueso, erizado de lanzas y pendones que en su caso eran unos rojos y otros verdes. Blaylock se giró para contemplar dudoso ese despliegue de fuerzas. Se acarició la gran barba rubia.
—¿Seguro que no habrán planeado nada?
—Y tan seguro. Amigo, los granadinos antes se dejarían cortar la mano derecha que faltar a un acuerdo de esta clase.
—¿Y Ozmín?
—Ese es muy zorro pero noble, y si tratase de armar algo, los de Granada se lo impedirían…
—¿Y qué hacemos patrullando por estos altos entonces?
—Hacemos lo que debe hacerse. Ni más ni menos.
—Ya.
Asentía el escocés sin estar convencido. Avizoraba por los alrededores con ojos achicados. Inclinaba a veces la cabeza, para que el ala del capacete le protegiera del deslumbre del sol. Pero, por más que miraba, no veía nada que se pudiera considerar sospechoso.
Bajó los ojos al llano. Allí habían clavado gallardetes rojos al extremo de varas finas para formar un gran cuadrado. Y hacia ese lugar se destacaban ya de las respectivas huestes dos parejas de a caballo, cada uno con un pendón. El que salía del contingente cruzado portaba una bandera negra. La bandera negra de Jufre Vega. Pese a la distancia, los dos observadores pudieron reconocer en el portaestandarte a Gome Caldera, y en el que le acompañaba a Fernando Ruiz, su compadre y vecino.
—¡Pardiez! —barbotó el de Sangarrén—. ¿Pero ya van a ultimar detalles? Escocés, apura. Bajemos o no llegamos.
Arreó a su montura con un chascar sonoro de lengua. Blaylock tiró de las riendas para seguirle en el descenso. No andaba desatinado el aragonés. Como tuvieron que bajar por la ladera meridional, cuando llegaron hasta los quinientos cruzados, los negociadores ya estaban de vuelta con los últimos flecos atados. Y Jufre Vega con los otros que habían de acompañarle se había situado en primera línea con sus caballos.
Según apuraban a sus monturas para acercarse, Blaylock observó al adalid. Calaba su almete de pico de gorrión y plumas negras, por supuesto. Portaba también el escudo enlutado, de banda negra sobre fondo leonado. Pero su montura no era el alazán de siempre, sino un tordo de estampa muy fina, cedido por un caballero de Santiago para ese duelo.
Las armas ofensivas del de negro eran su espada jineta, un martillo de armas y dos jabalinas en una aljaba que colgaba de la silla. Así había sido acordado. Nada de lorigas, placas o cotas de mallas. Para la ocasión vestía jaqueta negra que le permitía blandir hierros o disparar proyectiles sin estorbarle los movimientos.
Si estaba nervioso no lo demostraba. O tal vez ese envaramiento, ese cabalgar tan tieso era la forma en la que daba salida a sus nervios. ¿Quién podía saberlo? Lo único cierto es que, cuando llegaron a su altura, se permitió una risa metálica a través de los agujeros de la visera.
—¿Qué? ¿Nos aguarda algún emboscado, Bailoque?
Bailoque. Así le llamaban los castellanos, que parecían tener la costumbre de renombrar a todo y a todos según se acomodaba mejor a su propia lengua. Sonrió con serenidad.
—Ningún emboscado, adalid. Pero eso solo significa que no los hemos visto, no que no los haya.
Medió Caldera, bandera negra en puño y con tanta seriedad como acostumbraba al hablar de ciertos temas.
—Vuestro celo es loable, amigos. Pero descuidad, nadie mancillaría su honor con motivo de un duelo singular.
—¿Y para qué tanta lanza en el campo entonces?
La respuesta de Caldera le recordó a la del aragonés de un rato antes.
—Las cosas se tienen que hacer bien. Hay que respetar las costumbres. Y también acordarlo todo hasta el mínimo detalle. Esa es la mejor forma de que no haya malentendidos peligrosos.
El escocés estuvo a punto de sobarse las barbas. «Malentendidos peligrosos». Se le ocurrió que más peligroso sería que Jufre Vega resultase vencido o, peor, muerto. Pero ya había discutido sobre ese extremo la noche antes con el propio Caldera, al amor de una fogata.
Había argumentado con ardor sobre lo desacertado que había sido el aceptar el desafío del caballero granadino. El veterano le había dado la razón a todo con meneos de cabeza, antes de responder en tono resignado.
—Ya no tiene remedio. Y no se le pueden pedir monedas a la luna, amigo. Es verdad que rehusar no sería motivo de deshonra. Pero tampoco daría prestigio precisamente. Y eso es algo que una persona como Jufre Vega no podría sufrir.
—¿Pero cómo no ve que es una encerrona? Los moros saben de la popularidad que ha ganado Vega entre los cruzados. Son conscientes de que sus hazañas han conseguido animar a los hombres. Y confían en que todo eso se desvanecerá como humo si su campeón consigue vencerle en duelo.
Caldera bufó, con las manos tendidas al fuego.
—¿Crees que no se lo he dicho? Todo eso y mucho más. Pero es tan… —regruñó por lo bajo—, es tan tozudo y pagado de su honra como María. Es un rasgo de esa familia, como de otras lo son el color de los ojos o el pelo. ¡Rediós! ¿Por qué crees que mi compadre Henríquez sufrió esa congestión apenas salir de la tienda del rey? Porque no pudo soportar que le escarneciera así, en público.
—Veo que conoces bien a Vega.
—¿Conocer? ¿Bien? —resopló como un caballo—. Tanto como a la propia María. Pero sobre ese tema mejor ni hablar. ¡Ni tocarlo! He jurado guardar secreto absoluto y la mejor manera de hacerlo es ni rozar en conversación el asunto.
No había insistido el escocés. ¿Para qué? El misterio rodeaba al enlutado. Era parte de su esencia. Nadie sabía nada, y los pocos que sabían no despegaban los labios. Todo eran rumores, nada certezas. Y ahora ese desafío atizaba todavía más las habladurías y toda clase de especulaciones desatinadas.
Una comitiva de nazaríes había acudido ante don Alfonso con gran boato. Pendones en lanzas, ropajes de terciopelos y brocados, armas y yelmos damasquinados. Caballos magníficos, vaharadas a perfumes a cada ondear de las telas. O eso le contaron a Blaylock, que no estuvo allí. Portaban toda clase de presentes para el rey castellano y un desafío para Jufre Vega. Balban ibn Satib, caballero de Granada y pariente lejano del rey Mohamed, le retaba a duelo singular, donde él quisiera y con las armas que eligiese.
Regresó Blaylock al presente porque Jufre Vega se arrancaba impetuoso, con gran estruendo de galopada. Se libró a toda prisa de escudo y capacete. Se lo entregó a quien encontró más cerca. Estaba pactado que quienes acompañasen a los campeones lo hicieran desprovistos de yelmos, escudos y lanzas. Picó a su caballo para alcanzar a los acompañantes de Vega, que eran los de a caballo de la hueste negra más un par de hidalgos al servicio de don Pedro Fernández de Castro y un caballero de Santiago.
Le fue fácil distinguir a Balban. Sin duda era aquel alto y vestido de rojo sobre soberbio caballo negro de gualdrapas también rojas.
Todo rojo en las vestimentas del granadino no podía ser casual. Porque rojo era el color de los estandartes de los nazaríes, como verde lo era el de los del sultán Abu el Hassan y anaranjado el de los de su hijo Abu Inan. Al lucirlo, Balban se proclamaba paladín de todo su bando. Y al verlo, reparó el escocés en que, en cambio, don Alfonso se había cuidado de no mandar con Vega ni estandartes ni oficiales, para evitar así el verse salpicado por una posible derrota del enlutado.
Pero ya estaban llegando al cuadrilátero de gallardetes rojos sobre varas. Cada grupo se desvió para situarse a su derecha y a suficiente distancia, en tanto que los campeones se quedaban en los extremos oeste y este, respectivamente, próximos a las varas.
Se produjo un intermedio. Los padrinos de Vega aguardaban sobre sus caballos, con el sol en los costados izquierdos. Sí. Aquel iba a ser otro día de gran calor. Allí parado, Blaylock fue consciente del silencio que reinaba en el campo, acentuado por los resoplidos de los caballos y los cantos de algunos pájaros.
El caballero de Granada alzó un dardo. El sol destelló en la punta. A esa señal, el abanderado de los suyos ondeó el estandarte rojo. Caldera, tras mirar a Vega, agitó a su vez la bandera negra.
—Atentos —demandó el veterano con voz ronca.
El escocés sintió que se le erizaba el vello al oír esa sola palabra. Estaban ahí para garantizar que no hubiese traiciones. Que Balban no cruzase el cuadrado de gallardetes para disparar un dardo a distancia menor de la acordada. Que no empuñase un arma no pactada. Que los suyos no irrumpieran en el campo de duelo.
Todo eso trató el de Sangarrén de explicárselo la noche antes. Pero él ya conocía de sobra las reglas, que eran más o menos iguales que en su tierra. La clave estaba en que nadie perdiese los nervios. Se trataba de evitar que, aun sin mala intención previa, al calor de la lucha o viendo peligrar a su campeón, alguien quebrase las normas y arrastrase al combate a sus compañeros.
Se pusieron en movimiento los dos jinetes casi a la vez, casi como si hubiesen estado de acuerdo. Su arrancada sorprendió al escocés, que había esperado que lo hiciesen a rienda suelta, cada uno dejando a su izquierda las varas para disparar dardos al cruce. Pero no. Lo hicieron al trote, ambos con un proyectil en la diestra y los escudos embrazados. Y al llegar a la vertical realizaron una maniobra para él insólita.
Refrenaron las monturas y las hicieron girar para enfrentarlas con el cuadrado de por medio, con las armas siempre prestas. Pero no las dejaron ahí quietas, en absoluto, sino que las forzaron a desplazarse de lado, a uno y a otro, mientras amagaban el tiro.
Blaylock, tieso sobre la silla, acarició con dedos enguantados el pomo de la espada jineta que colgaba del borrén delantero. Con la sangre encendida, admiró aquel baile de caballos. Esos movimientos de costado exigían tanto monturas buenas y bien entrenadas como jinetes de primera. Ahora comprendía por qué Vega había trocado su alazán de guerra por esa otra montura más fina. Ahora comprendía por qué ese bayo era tan valioso.
Así estuvieron largo tiempo, como los caballos bailando enfrentados y ellos blandiendo dardos. A la postre fue el de Granada el que primero se arriesgó a lanzar. A Vega no le hizo falta ni siquiera interponer el escudo. Solo necesitó tirar de las riendas para llevar a su caballo a la derecha. Y el proyectil pasó silbando a más de un brazo de distancia por su izquierda.
Pero Balban no esperó a ver si tu tiro daba en el blanco. No acababa de salir el dardo de su mano cuando ya arreaba al caballo para ponerlo al galope. Vega disparó de forma precipitada antes de picar también espuelas.
El de Sangarrén maldijo de forma resonante al ver cómo ese dardo pasaba muy por la grupa del caballo negro.
—¡Mierda, escocés, mierda!
—¿Qué pasa, hombre?
—Que ha sido una treta. Eso pasa. Y Vega ha picado. Ese moro ha conseguido que malgaste uno de sus dos dardos.
—Él también ha perdido uno. Empate.
—Empate, mis narices. Balban tiene fama de bueno con la espada. Es mejor con ella que con los dardos. ¿Por qué te crees que Vega eligió duelo a dardos? Y Balban trata de llegar al cuerpo a cuerpo. Que los dos pierdan un dardo es un buen cambio… para él.
Hablaban sin despegar los ojos del campo. Los duelistas corrían vueltas mortíferas alrededor del cuadrado de gallardetes. La táctica del granadino había sido salir de sopetón para ganar unos cuerpos de caballo. Y azuzaba ahora a su montura buscando colocarse a la zaga de Vega, que había optado por huir y no por revolverse.
Ya estaba dándose cuenta el escocés de que aquel era un estilo de duelo complejo. Que había diversas estrategias posibles y que un despiste podía dejar a uno en desventaja mortal.
Pero Vega no había caído en la trampa. No se había aturullado. Salió al galope a tiempo, por lo que la ventaja del otro no era concluyente. Tras dos vueltas, quedó claro que Balban no iba a conseguir colocarse tras Vega ni por tanto dardearle por la espalda. Conscientes de ello, al poco, los dos comenzaron a reducir el paso de sus cabalgaduras.
Al llegar a su lado original del cuadrilátero, volvieron a enfrentar a los caballos. Se reprodujo aquel baile lateral. Iban y venían entre ondear de gualdrapas y destellos de las puntas afiladas de los dardos. Los gallardetes rojos se agitaban a golpes erráticos de un aire cada vez más cálido. Blaylock sudaba bajo la capellina de malla. Sentía cómo los hilillos le resbalaban por el cuello abajo y no sabía si tanto sudor se debía al calor en aumento o a la tensión de estar ahí, sin poder hacer nada excepto observar aquella danza mortífera.
De nuevo lanzó el de Granada. Solo que esa vez él fue el sorprendido. Porque Vega anticipó el lanzamiento y azuzó a su caballo en lugar de interponer el escudo o disparar a su vez. El dardo pasó inofensivo a espaldas del enlutado, que ganó un trecho gracias a que su rival no esperaba tal reacción.
Se produjo otra galopada atronadora alrededor del cuadrado, en esa ocasión con el de negro intentando disparar contra la espalda del de rojo.
Sin embargo, su empeño fue tan vano como el de su rival momentos antes. Tras otro par de vueltas, asumió su fracaso y fue refrenando su montura para no agotarla. Balban, al verlo por encima del hombro, hizo lo propio.
Quedaron otra vez en línea, solo que ahora Vega conservaba el último dardo. Reanudaron ese juego ecuestre de llevar a los caballos a derecha e izquierda, ahora entre velos de polvo levantado por las carreras. Vega blandía, amagaba. El granadino guiaba a su montura de gualdrapas rojas, con la adarga siempre presta.
Así largo rato, mientras los padrinos de ambos observaban con la boca reseca por el polvo y la crispación. Y de repente Vega hizo algo insólito. Tiró pero hacia abajo, de forma que el dardo se clavó en ángulo en el centro del cuadrilátero.
Unos y otros contemplaron boquiabiertos la vara que vibraba sobre la tierra reseca.
—Pero ¿por qué ha hecho eso? —preguntó Blaylock con voz ahogada.
Le respondió Caldera sin volver la cabeza:
—Creo que nuestro adalid tiene empacho de romances.
Pese al sarcasmo, la voz le salió como un graznido. Acto seguido, se las compuso para soltar por un instante las riendas y pasarse un trapo por la cara, porque la tenía bañada en sudor.
Los duelistas se habían quedado inmóviles sobre los caballos, separados por el perímetro de gallardetes. Luego el granadino sacó su espada, que era curva, ancha y filosa. Lo hizo despacio para saludar con ella, sin duda en homenaje al gesto de su rival. Vega desenvainó con igual lentitud su espada jineta.
Salieron de nuevo al galope, solo que esta vez de frente, al encuentro, cruzando el cuadrado que solo servía para separar mientras el duelo fuese a dardos. Vega cargó con el brazo extendido y la espada de punta, en tanto que Balban lo hacía volteando su cimitarra.
Se cruzaron al galope, cada uno por su derecha. Ni la estocada de Vega ni el tajo de Balban encontraron al cuerpo del enemigo. El segundo ni lo intentó. Trató de quebrar de tajo la hoja tendida del enlutado, pero este se la hurtó al golpe desviándola en el momento justo.
Se revolvieron en un tramo muy corto. Tanto que de nuevo se admiró el escocés del dominio de los jinetes y del entrenamiento de las monturas. Pero fue un pensamiento fugaz, porque ya se echaban los contendientes encima el uno del otro. Esta vez por la izquierda. Al encontronazo.
Todo fue muy rápido. El de Granada descargó un tajo de arriba abajo que Vega bloqueó con su escudo, al tiempo que tiraba una estocada a la garganta del moro. Este la desvió con su adarga. Mientras lo hacía, tal vez porque era la reacción que esperaba, el cruzado pegó con su escudo de canto contra el rostro de su enemigo.
Balban se echó atrás para esquivar. No lo logró del todo. Recibió un golpe de refilón y, aunque no debió de sufrir mucho daño, como estaba ya desequilibrado, salió despedido de la silla. Sabía caer, porque rodó para ponerse en pie sin demora. Pero el enlutado le espantó al caballo con un escudazo en las ancas, de manera que le hizo arrollar a su propio jinete.
Un clamor creciente a su izquierda le indicó a Blaylock que los de su bando habían comenzado a vitorear a su campeón. Aún el nazarí se incorporó, maltrecho pero con la cimitarra todavía en la mano. Vega le pasó por encima con su caballo, antes de que pudiera ponerse en guardia. Y esta vez ya no se levantó.
—¡Atentos pero quietos! —graznó más que exclamó Caldera.
El escocés apoyó la mano en el pomo de la espada, con un ojo en los duelistas y otro en los padrinos de Granada. Aquel era un momento crítico. Alguien podía arrancarse en auxilio del vencido y arrastrar consigo al resto.
Pero los granadinos se quedaron en su sitio. Vega había hecho dar la vuelta a su caballo, pero no lo hizo pasar de nuevo por encima del caído. Desde lo alto de su montura, espada en mano, con las plumas negras del almete ondeando, observó al enemigo de casco apuntado y ropajes rojos que yacía despatarrado. Alzó despacio su espada jineta. El duelo se había acabado.
Las aclamaciones a mano izquierda ganaban intensidad. Los quinientos de los cruzados agitaban lanzas, vitoreaban, tremolaban pendones. También del lado de los moros hacían ondear sus estandartes rojos y verdes, aunque de forma más discreta. Era una cortesía, un homenaje al vencedor.
Vega ya venía con su caballo al paso y la espada todavía en puño. Los padrinos de Balban se acercaban a su campeón, cabalgando despacio y con las manos bien visibles para no dar lugar a malentendidos. Varios de ellos descabalgaron. El escocés vio cómo sentaban al de rojo. Cómo le quitaban el casco y cómo hablaban entre ellos. Así que el campeón de Granada muerto de momento no estaba.
Caldera se dirigió a Vega no bien le tuvo al alcance de la voz:
—Buen duelo —aprobó con sequedad—. Y ahora, adalid, lo mejor es que nos marchemos.
—¿Y mis dardos?
—No te preocupes por ellos. Ya los recogerán los granadinos. Nos los harán llegar junto con la espada y el caballo de Balban.
Gruñó algo para sus adentros, como hombre que se traga la bilis, antes de añadir:
—Por cierto, la próxima vez que se te ocurra tener un gesto como el de antes, te sugiero que sueltes el dardo. Solo déjalo caer. No lances contra el suelo. No hay forma mejor de arruinar una buena punta que clavarla en la tierra seca.