Alferza

ALFERZA

Pieza antigua del ajedrez que se situaba junto al rey y representaba al visir. Pese a esa posición era una pieza débil y con escasa capacidad de maniobra, pues solo se podía mover una casilla cada vez y en ángulo. Fue sustituida por la dama, pieza inventada en Valencia, ya en el siglo XV.

Caía ya el sol. Al resplandor tardío de la última tarde, Dobla de Oro y Fierros estudiaban los rastros en el polvo de la encrucijada. El primero rodilla en tierra y el segundo acuclillado. Cruzaron miradas varias veces antes de volver los ojos al suelo, como para asegurarse de lo que leían en la tierra.

El almogávar hizo rodar la lengua dentro de la boca. El morisco se puso en pie para observar a uno y otro lado con los brazos en jarras. Fue él quien dictaminó.

—Volvieron sobre sus pasos. Han ido al sur.

Como si sus palabras en castellano de frontera no hubiesen sido claras, apuntó con el dedo. Los de a caballo se quedaron observando su índice tendido casi como si fuera el de un oráculo, desconcertados por la insólita acción de los de Téllez.

Estaban en un cruce de sendas, en las soledades de lo que ahora era tierra de nadie entre los dos ejércitos. Vega sobre su alazán y a su lado el de Sangarrén con la bandera negra. Los dos navarros algo detrás. Fue Juan de Beaumont el que preguntó, como si no conociera ya al morisco y la forma que a veces tenía de responder.

—¿Eso qué significa?

—Pues que se dieron la vuelta y aquí torcieron hacia el sur.

—¿Por qué habrán hecho algo así?

—Mejor se lo preguntamos a ellos, si logramos alcanzarlos.

El de Sangarrén se rascó la barba dura, al tiempo que tendía la mirada hacia el sur, a través de las ondulaciones del terreno y de los bosquecillos.

—Pensemos. Ozmín está al oeste. —Señaló con la punta de la bandera—. Mejor para nosotros que Téllez haya dado la vuelta. Todo el ejército de los voluntarios de la fe es demasiado, incluso para uno de Sangarrén…

—¿No habrán sido bien recibidos? —aventuró Beaumont.

—En ese caso los habrían apresado o muerto, no dejado ir.

Miró a la punta de la bandera negra, como si ahí pudiera estar la solución. La llevaba plegada, tanto por no llamar la atención como por pudor. Uno de la hueste estaba muerto y otro convaleciente. En puridad, ya no tenían derecho a esa bandera, ni siquiera sumando los vecinos de Estepa alistados por Caldera de manera ficticia bajo el mando de Vega. Así que solo la desplegarían en caso de combate.

—¿Qué hacemos, adalid? ¿Seguimos al este o torcemos al sur?

Vega, con la sobreveste y las plumas negras ondeando en la brisa cálida, no se lo pensó.

—Lo primero es el relicario. ¿Seguirá en poder de Téllez o se lo habrá entregado a Ozmín?

Silencio incómodo. Los dos ballesteros cambiaron miradas, los jinetes refrenaban sus monturas con los ceños fruncidos. Abarca fue el primero que se atrevió a opinar.

—Apuesto a que lo tiene Téllez. No tiene sentido que se lo den a los moros y luego los abandonen, cuando con ellos estarían protegidos.

—Volvemos a la pregunta de tu primo. ¿Por qué se han vuelto?

—No sabemos si llegaron siquiera hasta ellos. Tal vez recelaron algo y retrocedieron.

Intervino el de Sangarrén:

—Ese Téllez no tiene un pelo de tonto. Si abandonó el real como lo hizo, cortándose cualquier posibilidad de regreso a nuestras filas, era porque jugaba seguro.

—O por temor a que le hicieran preso.

—También.

—O porque tenía prisa por cobrar la recompensa —añadió Beaumont.

El de Sangarrén negó con la cabeza.

—No. Si tiene el relicario, la recompensa está asegurada. Se habrían quedado al reparto del botín, aunque solo fuese por prudencia. Creo que tiene razón Martín. Temerían ser apresados por sospechas. Todos sabemos cómo las gastan los verdugos de don Alfonso.

Cortó esas digresiones Vega, con esa voz suya de campanadas.

—¿Este o sur?

—Sur, adalid. —El de Sangarrén remachó su afirmación apuntando de nuevo con la bandera.

—¿Tan seguro estás de que lo tiene Téllez?

—No. Pero hay que elegir. Y, si erramos, al menos Téllez y los suyos, si es que dejamos a alguno vivo, podrán decirnos qué ha ocurrido con el relicario.

Asintió Vega desde lo alto de su caballo.

—Al sur entonces, a no ser que alguien tenga opinión en contra. ¿No? —Hizo girar a su alazán—. Vamos entonces. Vamos a por esos felones.