Brindis
BRINDIS
Se dice que el brindis, la costumbre de chocar copas, ahora de cortesía, era en tiempos una medida de prudencia. Al golpear con fuerza, parte de la bebida de cada copa pasaba a la otra, lo que hacía que si una estaba envenenada perecían los dos por haberse mezclado los líquidos. De igual manera, quien convidaba a beber de un jarro o una bota daba primero el trago, lo que era garantía de que no había veneno en ella.
—¿Cómo va eso, hombre?
—¿Cómo va a ir? Fatal —rezongó Caldera—. Me siento como si me hubiera pasado por encima toda una carga de caballería pesada. Yo ya no estoy para ciertos trotes, amigo.
El de Sangarrén se echó a reír de forma estruendosa, con los pulgares en el cinto.
—¿Qué dices? Lo que no mata, adorna. Las cicatrices de hierros son para un hombre de armas lo que los padrinos para un bautizado. Son ellas las que en tiempos futuros darán fe, ante el que quiera preguntar, de que estuviste ahí, en la batalla, con las armas en las manos.
Su interlocutor quiso sonreír ante esa salida. Pero lo cierto era que no tenía muy buena cara al resplandor del fuego. Eso al menos pensó el de Sangarrén, por más que se mantuvo risueño. Se había acercado a la almofalla Gamboa, a interesarse por los heridos, aun a riesgo de que estuviesen durmiendo, dado lo avanzado de la hora. Pero se encontró con que Gome Caldera velaba. Sentado a solas ante una fogata de carbones, con una manta sobre los hombros y la cabeza, y con el brazo izquierdo en cabestrillo.
—Para lucir las heridas hay que llegar a viejo. Y hay que saber también cuando se está haciendo uno eso: viejo. Es mi caso. Ya no estoy para guerras y cabalgadas.
—¡Bah! Un palmo de acero se lo meten en el cuerpo al más pintado. Estas cosas pasan.
—Ya. Pues para mí tengo que en mis años mozos este puntazo no me lo habrían dado, no. Anda, siéntate.
El aragonés no se hizo de rogar. Se soltó el cinto de armas mientras el andaluz alargaba la mano sana hacia la jarra de barro. Dio un buen trago antes de ofrecérsela al visitante, que aceptó de buena gana.
—¿Cómo anda tu compadre Ruiz?
—Molido y lleno de mataduras. Pero por suerte sin heridas abiertas ni nada quebrado.
Le quitó casi el jarro al de Sangarrén. Echó una mirada agria al interior del recipiente.
—¡Rediós! Venías seco, Sangarrén.
—Y sigo seco. Ha sido un día largo de batalla y calores. Tuvimos que pelear duro a la otra margen del río, amigo. Bien duro. Te libraste de esa.
—Hubiera preferido no perdérmela.
—Seguro. Corrimos a los moros hasta sus reales, en Turón. Ahora andan algunos envidiosos diciendo que fue un paseo. De paseo nada. Ese lobo de Ozmín estuvo echándonos a sus mejores hombres en cargas, para frenarnos. Al pie mismo del real nos plantaron cara con ballesteros.
Recogió la jarra, que el otro acababa de llenar de un cántaro de vino con cierta dificultad, porque solo se valía de una mano. Dio otro trago largo.
—Sí, hombre. Ha sido un día largo, trabajado, rojo…
—¿Hemos tenido muchas bajas?
—No demasiadas. Al Señor demos gracias. Nuestra causa es santa y Él nos ampara.
Otro trago antes de mirar al anfitrión por encima del borde, casi desconcertado.
—¿Qué pasa? ¿Es que no te han contado lo que ocurrió al otro lado del río? ¿No has hablado con nadie?
—Pues no. Me trajeron aquí derecho, todavía sangrando como un cerdo. Suerte que Paloma restañó la herida. Pero luego, con el cansancio, la pérdida de sangre y la pócima que me dio la vieja, me entró un sueño tremendo.
Recobró la jarra para beber y gruñir luego.
—Si cuando digo que ya no estoy para ciertos trotes… Dormí tan profundo como si hubiera muerto. Pero hace un rato me desperté y el dolor de esta maldita herida me ha impedido conciliar de nuevo el sueño. El caso es que dormía cuando los nuestros volvieron, y que ellos dormían ya cuando yo desperté.
Entregó al otro la jarra antes de tender su mano sana al fuego.
—¿Y tú qué? ¿No descansas? ¿O es que en tu pueblo es costumbre velar después y no antes de las batallas?
—No te burles de mi pueblo, que estando como estás no puedo retarte.
Sonreía. Se rascó con la zurda la barba corta y dura, haciéndola sonar.
—Yo tampoco he conseguido dormir. Me ocurre a menudo cuando estoy demasiado cansado. De pura fatiga me quedo despierto.
—El mal sueño es una de las señales de que uno va para viejo.
Le quitó la jarra para rellenarla por segunda vez.
—Vamos a ver si este vinillo te ayuda a dormir.
—¿Qué dices? A mí el vino podrá matarme, pero jamás tumbarme.
Caldera se llevó la jarra a los labios, riendo entre dientes la ocurrencia. Pasó una ráfaga de aire que agitó las llamas y a él le hizo estremecer. Entregó la jarra al otro para abrigarse con la manta.
—Ay, diablos. Estoy destemplado. Será la pérdida de sangre.
—Y que ha refrescado. Mira que hoy hizo calor. ¡Qué horno! Ojalá rematemos pronto este maldito asedio.
Bebió con largueza. Al bajar la jarra, pareció cambiar de humor. Habló con los ojos puestos en el fondo del recipiente.
—En fin, Caldera. Que me alegro de que estés más o menos bien. Pero, ya que estamos aquí los dos solos, me gustaría comentar contigo una cuestión algo delicada.
—Pásame el vino y habla como si estuvieras en tu propia casa.
—Así lo haré. Verás. A ti y al amigo Ruiz os retiraron tras el choque en la ribera norte. Los moros no aguantaron ahí. En cuanto ese demonio de Ozmín vio que podía quedar atrapado entre dos cargas, pasó con los suyos hacia el sur, en fuga.
—Eso lo sé, hombre. Yo estaba allí, aunque sangrando como un puerco. Me extraña esa desbandada. Estamos hablando de Ozmín y sus voluntarios de la fe. Me han dicho que perdieron a muchos hombres en esa retirada.
—¿Muchos? Fue una verdadera matanza. Pero no estoy de acuerdo contigo. Esta mañana Ozmín demostró que es el mejor general de Granada. Fue capaz de perder a muchos para no perderlos a todos. Entre lo malo y lo peor, eligió lo primero. Hay que tener madera para eso.
Caldera, jarra en mano, pareció rumiar lo que el otro decía.
—Puede que tengas razón. De ser así, debió de ser una decisión amarga para un batallador como Ozmín.
—Pues por eso digo que esta mañana demostró su temple. Otro se habría dejado cegar por el orgullo y probablemente habría perecido con todos los suyos, como un héroe pero en vano. Y aun así…
Recuperó la jarra para beber.
—Y aun así, amigo, el río bajaba hoy rojo. Rojo.
—No hace falta que me lo expliques. He visto más de un río rojo. Unas veces por la sangre enemiga y otras por la de los míos.
—Y otras por ambas mezcladas.
—Cierto. Así es la guerra.
—El caso es que les perseguimos. Y como ya te he dicho, aunque combatían sin tregua, lo hacían para frenarnos y ayudar a escapar a los suyos, no porque esperasen vencer. Y así, a choques, llegamos al real moro en Turón.
»Ahí se acabó la persecución. Ya sabes cómo son estas cosas. Cada cual se lanzó a por botín. A por lo que hubiese más a mano, antes de que otros se apropiasen de ello. Todos al saqueo. De no haber sido por eso, habríamos matado al doble o al triple de enemigos.
Le tendió la jarra.
—Habríamos roto sin remedio al ejército de Ozmín.
Caldera volvió a reír entre dientes y a beber.
—Sí. Supongo que el muy lobo huyó hacia su real con toda intención. No para resistir allí, sino sabiendo que los nuestros se pararían a saquear. Trocó los bagajes por las vidas de sus jinetes. Espero que los de nuestra hueste sacaran buena tajada.
—Descuida. Hemos vuelto con acémilas, armas de acero bien templado, paños de calidad…
—¡Magnífico!
—Pero justo de eso quería hablarte.
Caldera levantó con viveza la cabeza. El resplandor del fuego pareció ahondar las arrugas de su rostro.
—No me digas que hubo disputa por el reparto del botín.
—No. Respecto a eso, quédate tranquilo.
—¿Entonces?
El de Sangarrén se rascó de nuevo la barba dura. Caldera quiso beber. Soltó un denuesto al tiempo que ponía bocabajo la jarra, en demostración de que estaba vacía.
—Voy a rellenar. Pero habla, hombre, antes de que acabemos tan borrachos que no sepamos ni lo que decimos. ¿Cuál es el problema?
—El problema es Jufre Vega.
—¿Qué pasa con él?
—Que lo dicho. Cuando llegamos al real de los moros todos se lanzaron al pillaje y nosotros no nos quedamos atrás, como podrás suponer. Pero Vega se puso furioso. Quería a toda costa que siguiésemos persiguiendo a los enemigos.
Se encogió de hombros.
—Se le iría la cabeza con el ardor del combate. ¿Quién iba a ser tan tonto como para seguir? ¿Seguir mientras los demás se llenaban las alforjas? ¿Te imaginas?
Caldera resopló. Dio un trago de la jarra y se la tendió al visitante.
—Vaya por Dios. ¿En qué acabó todo, hombre? No me tengas en ascuas.
—Conseguí convencerle de que hacer eso sería una locura. No podíamos seguir en solitario mientras todo nuestro ejército se quedaba atrás. Habríamos muerto para nada. Con ese argumento conseguí refrenarle.
Caldera volvió a resoplar, como siempre que andaba desazonado.
—En fin. Ocurre que Vega es un poco peculiar.
—Yo diría más bien raro, dicho sea con todos los respetos. Es un campeón con las armas y tiene madera de caudillo. Pero a veces muestra remilgos de monja.
Como viera que el otro se sobresaltaba, se apresuró a añadir.
—Es un decir, hombre. Tú ya me entiendes.
—Sí. Claro.
Como de común acuerdo, ambos volvieron los ojos al fuego. Caldera carraspeó.
—Puesto que ha salido el tema, me gustaría pedirte algo. Ya ves que estoy herido al punto de que me va a ser imposible cabalgar. Por tanto, me gustaría que a partir de ahora y hasta que sane seas tú el alférez y lleves la bandera negra.
El de Sangarrén frunció el ceño.
—Es un honor que pienses en mí. Pero no me parece correcto. Le corresponde a Ruiz llevar la bandera en tanto tú no estés repuesto.
—Que los dos sabemos que no lo estaré ya en esta campaña. El asedio, para bien o para mal, no durará tanto. Ruiz ha quedado maltrecho tras la caída de hoy. Y es hombre que no gusta de responsabilidades. Nunca quiso oficios ni mando de hombres.
—Siendo así…
—Tú eres perro viejo. Y acabas de señalar algo a tu manera. Vega está algo verde, por más que sea bueno con las armas. Ya que yo no voy a poder estar cerca, me quedaría más tranquilo si alguien como tú está a su vera. Alguien que le guarde en la batalla y le dé buenos consejos.
Bebió.
—Alguien que sepa encauzarle con razones de peso, como has hecho tú hoy. Que esas son las únicas que pueden desviar de su camino a los tozudos.