Horas
HORAS
La cuenta de las horas seguía el viejo sistema romano de dividir el día en segmentos que no tenían igual duración. Sin embargo, ya en este siglo comenzaban a aparecer los relojes de torre, que medían el tiempo sobre una esfera dividida en doce partes iguales. Eso dio lugar a una controversia muy interesante entre los partidarios de este sistema, mucho más racional y eficaz, y el antiguo, que lo consideraban natural e instituido por Dios, ya que marcaba, entre otras cosas, las labores y los rezos de los religiosos.
Se impondría la esfera, claro, aunque entre los sacerdotes seguiría usándose el antiguo. Este último también dejaría rastros en los idiomas y los usos. Por ejemplo la palabra noon (mediodía en inglés) procede de la hora nona, y la española siesta de la hora sexta.
Dios no debió de oír al cruzado francés, ya que al crepúsculo se libró un combate reñido cuyo primer choque tuvo lugar no lejos de la muralla sur de Teba. Aznar Téllez y los suyos fueron testigos de lejos. Vieron galopar a los zenetes entre dos luces, con los mantos agitados y las lanzas tendidas. Observaron también cómo los cristianos acampados junto a la senda abandonaban sus fogatas y sartenes, entre gritos y toques de alarma.
Se ceñían aprisa cotas de malla, calaban cascos mientras los almocadenes llamaban a cerrar el paso, a aprestar las ballestas. Corrían de un lado a otro en tanto los centinelas repicaban sus esquilas. Para todos había sido una jornada interminable. Primero luchar en la brecha y luego aguantar el campo sobre las armas. Y ahora, cuando ya iban a cenar y pensaban en acostarse, el enemigo hacía una salida.
Más tarde, al tratar de explicarse ante los oficiales del rey, los almocadenes se excusarían con que tanto el terreno como la hora habían sido bien elegidos. El terreno porque era quebrado y allí las cuadrillas estaban dispersas, además de que les costaba más acudir en refuerzo de un punto a otro. Y la hora porque fue al crepúsculo, cuando los hombres se habían relajado.
Unos, sueltas las armas, cenaban y no pocos se habían echado a dormir, molidos, sin ganas ni de tomar bocado. La luz engañosa del anochecer ayudó a que los zenetes se distanciasen un buen trecho de Teba antes de que nadie diese la alarma. Salieron de forma abierta y todos, como estaban a otras cosas, creyeron que eran de los suyos que regresaban de campear cerca de la ciudadela.
Estaban ya casi encima de los centinelas más adelantados cuando algunos se fijaron en ellos. Primero extrañados, luego recelosos y por último llenos de alarma. A los primeros gritos, los bereberes abandonaron todo disimulo. Con alaridos fieros, consignas religiosas a grito pelado y mucho blandir de aceros se echaron al galope, envueltos en el mugir de cuernos y el estruendo de las bocinas.
Arrollaron a una compañía acampada sobre la propia senda. Les pasaron por encima lanceando y tajando a los hombres en desbandada. Sin detenerse, camino del sur. En columna al galope, que era lo que permitía el sendero y porque eso evitaba el peligro de ser barridos por una posible descarga de ballesteros desplegados camino adelante.
Así, a rienda suelta por campos ya en sombras, entre polvareda, griterío y agitar de hierros, los vio un hosco Téllez que aguardaba retirado con los suyos. Contempló cómo atropellaban a una segunda compañía.
—No. Si todavía pasarán —rezongó Avellaneda, que observaba desde lo alto de su caballo.
—Lo dudo. Aunque para nosotros sería lo mejor.
Los bereberes, tras llevarse por delante a esa segunda compañía, seguían su galopada hacia el sur. Es posible que también ellos llegasen a pensar por un instante que de verdad podían llegar al Guadalteba. Salieron preparados para la muerte, pero se habían abierto paso. Habían dejado atrás a las líneas de cerco. Por aquellos pagos de rocas y matojos corrían entre sombras rojas peones y ballesteros, en desorden y dándose órdenes vanas. Algunas cuadrillas de jinetes acudían en ángulo, pero estaban demasiado lejos como para cortarles el paso.
Pero más adelante les aguardaban ballesteros. Y a esos sí que les había dado tiempo a armarse y a tomar posiciones. Don Pedro Fernández de Castro había aprendido la lección y nadie iba a pasar con tanta facilidad como aquella malhadada noche del incendio de la bastida.
Los ballesteros formaban a los lados de la senda y no en ella en barrera. Así que la táctica de galopar en columna, tan exitosa en los dos primeros choques, se volvió ahora contra los zenetes.
A la primera descarga, cayeron hombres y monturas por docenas. Rodaban los animales entre relinchos y pataleos, y los jinetes volaban por los aires. En un instante, lo que eran gritos de guerra y victoria se trocaron en confusión de lamentos y llamadas.
La compañía de pendón partido de Téllez no presenció el momento del desastre. Podrían haberlo hecho, gracias a los caprichos del terreno y pese a la luz escasa. Pero para entonces ya trotaban hacia el norte, justo por aquella misma senda por la que pasaron poco antes los zenetes, simulando ser cruzados. Téllez urgía a los suyos, pues la luz menguaba con rapidez y el clamor lejano le daba a entender que las cosas no iban muy bien para los bereberes.
—¡Ahí! —los alertó el desdentado Pérez.
El adalid volvió sus ojos verdosos. Aliviado, advirtió la presencia de un saco o atado entre matojos resecos. Tal como habían convenido. Los zenetes lo habían arrojado al paso, para que ellos pudieran recuperarlo. Un envoltorio de tela muy blanca, tanto que casi parecía resplandecer en la cada vez mayor oscuridad.
Llegó con su montura al paso y, sin detenerse, se inclinó sobre la silla para recogerlo. Se lo mostró a los suyos como el que enseña un trofeo, antes de colgarlo del borrén de la silla, de forma que nadie diría que aquello era otra cosa que una alforja improvisada. Y, sin perder instante, arreó a su caballo para salir de allí, seguido de buena gana por los suyos.
Más al sur, los zenetes se habían abierto paso a costa de pérdidas cuantiosas. Por suerte para ellos, no había grandes partidas de a caballo cerca de los ballesteros. Solo patrullas pequeñas, insuficientes para hacer frente a esos jinetes aguerridos, enconados además ahora por las muchas bajas. Porque habían dejado casi a la mitad de los suyos bajo las descargas de virotes. Y si no perdieron a más, o a casi todos, fue gracias a la luz escasa y a que galopaban como suicidas.
Azuzaban como posesos a sus monturas. Los jinetes cristianos les iban a la zaga, lanceando a los rezagados. En fuga a través de terrenos accidentados, la columna se fue desintegrando. Se convirtió en una desbandada, en la que cada cual procuraba llegar por su cuenta al río. Muchos de ellos no lo lograron.
En la orilla misma del Guadalteba, a la última luz, los supervivientes tuvieron que librar luchas desesperadas con los de a caballo que guardaban las riberas. Dispersos, atrapados, allí cayó luchando hasta el último de los zenetes. Ni uno solo consiguió llegar con su caballo hasta las aguas.
Nada de eso vio Téllez. Mientras los bereberes eran aniquilados, su pendón partido cabalgaba ya de regreso al real. Lo hizo dando un rodeo por el oriente de Teba, para evitar así a las cuadrillas montadas que acudían en gran número desde el real, por el oeste, al reclamo de los cuernos y las bocinas. No le pesaba esa vuelta ni el retraso que suponía. Era de prudencia, y lo que de verdad importaba era el atado de tela blanca que colgaba de su silla.
Era ya noche cerrada cuando Aznar Téllez deshizo el atado. A la llegada, mandó acudir a una perola comunal; una de esas en las que, por una cantidad módica, podían comer y cenar las huestes pequeñas y sin medios para cocinar. Esa orden fue una proeza de voluntad por su parte, ya que no tenía hambre y casi ni el vino le pasaba por el gaznate. Estaba sobre ascuas; mucho más que sus hombres, que eran de los que vivían la vida al día. Para ellos la meta más ambiciosa estaba en un golpe de suerte, en hacerse con un gran botín o en capturar a un rehén noble cuyo rescate les permitiese dejar la vida de errantes.
Pero él, Aznar Téllez, hijo de Tello Rojas, tenía metas más elevadas.
Los suyos comieron como lobos y bebieron en abundancia, en tanto que a él cada bocado le supuso un esfuerzo. Pero había que evitar posibles sospechas, al menos en esas pocas horas que necesitaba para rematar.
Ya de vuelta a la almofalla, solos ante unas brasas, abrió el atado con dedos a los que obligó a moverse despacio, a sabiendas de que los suyos le observaban. Ese atado sería grande como una cabeza, pero dentro era todo trapos viejos que servían para hacer bulto, y también para proteger. Proteger, porque sí, ahí dentro estaba. El relicario.
Rozó con la punta de los dedos la cadena, luego la cajita lacada. No la sacó, porque nunca había certeza de que no hubiera nadie observando. Anunció con voz ronca:
—Aquí está, hombres. Aquí está nuestra fortuna.
Tanteó de nuevo y la cadena resbaló por su mano. Estaba rota, porque el noble Jaime Dugel se arrancó el relicario de un tirón para arrojarlo por encima de los zenetes que le atacaban en gran número. Sus hombres, sentados, alargaban los cuellos y observaban como embrujados, aunque no veían nada.
—¿Cuál es el plan, adalid?
Téllez levanto la cabeza. Había sido Pérez el que había roto el hechizo con sus palabras.
—Se lo vamos a llevar a… a quien vosotros sabéis. Nuestra fortuna está hecha. Él nos colmará de beneficios. Empacad lo que tengáis que llevaros. Mañana nos iremos para no regresar.
Los tres sentados en torno a las brasas se miraron. Avellaneda carraspeó.
—¿No aguardaremos a que caiga Teba?
—No. Nos iremos mañana mismo, lo antes que podamos, pero sin despertar sospechas.
Los otros cruzaron de nuevo miradas. Adrede, Téllez no se dio por enterado. Bajó los ojos a ese relicario entre trapos. Avellaneda fue el que se atrevió a objetar:
—Adalid, no lo entiendo.
—¿El qué?
—Que nos vayamos ahora. ¿Por qué? Teba está a punto de caer. Hemos combatido, nos hemos esforzado en esta campaña. ¿Por qué tenemos que renunciar a nuestra parte? Ahora que la victoria está al alcance de la mano…
Téllez sonrió distraído, con la cabeza gacha.
—No os dais cuenta. Tenemos en nuestro poder algo mil veces más valioso de lo que pueda tocarnos en el reparto.
—Poco o mucho, es nuestro. Nos lo hemos ganado. Además, eres tú el que siempre habla de lo importante que es no levantar sospechas. Si nos vamos de esa manera…
Téllez suspiró para indicar que se estaba hartando.
—¿Cuántas veces os tengo que decir que me dejéis a mí lo de hacer planes?
Levantó con brusquedad la cabeza.
—Ya no es hora de disimulos, hombres. ¿No os dais cuenta de que esta tarde nos vieron al sur de Teba? Teba caerá, sí, tal vez mañana mismo. Y el relicario ya no está dentro. El rey se va a volver loco de rabia. Se revolverá contra todo y contra todos. Y entonces más de uno recordará que nosotros estábamos donde no debíamos hoy, justo cuando salieron los benimerines.
Arrojó una ramita al fuego.
—No sabemos si habrá supervivientes entre los zenetes. Si los del rey han capturado a alguno y le hacen hablar…
Pérez movió la mandíbula.
—Los zenetes son hombres duros.
—Más lo son los verdugos de don Alfonso.
Esa frase produjo un silencio largo junto al fuego. Luego volvió a la carga Pérez, como mascando las palabras:
—Por lo que dices, corremos gran peligro. ¿Por qué no nos vamos ahora mismo?
Téllez se echó a reír.
—¡Qué cambio! No. Eso sería un suicidio. En estos momentos, la mitad de nuestro ejército campea en busca de zenetes supervivientes. Me extrañaría que no hayan sospechado que trataban de sacar el relicario. Mañana seguro que baten todo el campo.
»Si nos marchamos ahora, de noche, y nos interceptan… Nos registrarían y encontrarían el relicario. Gracias, pero conozco formas mejores de morir que a manos de los verdugos reales.
»Vamos a esperar. Mientras no caiga Teba, no tendrán certezas. Y cuando caiga, será la hora de escabullirnos porque estarán todos atentos a eso y no a quien entra o sale del real.