Tabardo
TABARDO
Ropón sin mangas que se usaba por encima de otras prendas. Podía ser de factura tosca o muy rica, de buenas telas y blasonado. Las prendas sin mangas eran una constante en esa época, ya que daban más libertad para mover los brazos, algo muy útil cuando se trataba de manejar las armas. Sin mangas eran las sobrevestes y también las gonelas, especie de túnicas largas, al revés que los tabardos, que nunca bajaban mucho de la cintura.
En esa ocasión, fue Gome Caldera el que tuvo que hacer esfuerzos para mantener la compostura mientras estuvieron en público. Y eso le supuso esforzarse largo rato. Tras el duelo, Jufre Vega se tomó su tiempo para recibir el homenaje y las felicitaciones de varios notables del ejército cruzado. Y aún después fue atendido por el rey, que le cubrió parabienes, y remató asistiendo a una misa oficiada por capellanes de don Pedro Fernández de Castro.
Así que no regresaron a la almofalla de Gamboa hasta ya entrada la tarde. Vega se fue derecho a su tienda porque, al no haber abierto la visera en todo el día, estaba muerto de sed. Caldera por su parte acudió al pabellón de María Henríquez. Pero como se entretuvo a conversar con algunos vecinos de Estepa, que tenían sus tiendas justo al lado, cuando entró ya Vega había pasado de una carpa a otra —pues estaban lona contra lona— y se estaba sentando para que le desarmasen.
Caldera se despojó de los guanteletes. Con ellos en la mano, observó callado cómo las criadas retiraban el almete. Las tres mujeres estaban parloteando. Las dos criadas soltaban un torrente de preguntas. Su ama contestaba, afirmaba, negaba, se reía de alguno de los comentarios.
El veterano solo despegó los labios cuando la cabeza y los hombros de María estuvieron libres.
—Buen duelo, a fe mía —afirmó con voz calma.
Ella alargó las piernas para que le descalzasen.
—Gracias, padrino. Tu aprobación vale para mí más que un galardón del rey.
El otro, de pie, le lanzó una mirada atravesada.
—Ha sido impresionante la forma en que has dominado a tu caballo.
—Es una montura excelente. Y ya sabes lo mucho que me gustó siempre montar.
—¿Cómo no voy a saberlo si yo mismo te enseñé? Recuerdo que mi esposa y yo discutimos y mucho por ese motivo. Aquella vez que el caballo aquel, el ruano, te tiró, ella estaba tan furiosa que me rompió una cántara en la cabeza.
Ella sonrió con párpados caídos. Las otras dos ya le habían quitado las botas y estaban trasteando en las correas de la cuera de armar. Caldera fue hacia un lado, luego al otro. Y por fin explotó.
—¡Dios me condene! —Arrojó con rabia los guanteletes sobre uno de los arcones—. ¿Es que me tomas por tonto? ¿A qué rayos has estado jugando estos años en el convento?
Las criadas se interrumpieron para mirarle atónitas. No así María que, sin inmutarse, se quitó ella misma la cofia para soltarse el pelo. Sonreía casi con languidez.
—¿Qué te pasa, padrino? ¿Te ha dado demasiado el sol?
Él la señaló con el dedo.
—¡De mí no te burles, que te cruzo la cara! Siempre fuiste muy buena jinete. Naciste con don para las espadas y los caballos. Pero no es posible que, tras años de no montar, hayas recobrado la habilidad en estos pocos días.
—Hay cosas que no se olvidan.
—¡Sandeces! Si uno ha estado tiempo sin practicar, no…
Le cortó Juana, bufando a su vez.
—¡Caldera! Date la vuelta, idiota, que tenemos que quitarle el jubón. ¿No ves que está exhausta? Ni siquiera tendrías que estar en el interior de esta tienda. No es decente.
—¿Decente? Hay muchas cosas que no son decentes, entrometida. Tu ama y yo tenemos asuntos que aclarar. Así que calla. Y en cuanto a lo de exhausta, ella se lo ha buscado. Si se mete en juegos de hombres, tendrá que acomodarse al ritmo.
Se dio empero la vuelta. Sin embargo, no contentas con esa acción, las dos criadas tendieron una cortina que habían cortado en previsión justo de situaciones así. Tras esa tela, María dejó con alivio que le quitasen jubón, calzas, camisote.
Caldera, de espaldas, oía el frufrú de las telas. Olía los aromas a hierbas con las que esas tres mujeres perfumaban el pabellón. Y rumiaba entre dientes su indignación.
—María, María, júrame que no has estado haciendo escapadas del convento.
Solo recibió un silencio que interpretó con un reconocimiento. Volvió a estallar con voz bronca.
—¡No tienes cabeza!
—El convento es un lugar gris y estéril —replicó ella tras la cortina—. Si supieras lo que es estar ahí, día tras día…
—¿Y por qué tendría que saberlo? Fuiste tú la que eligió la clausura, cabeza hueca. Hay que pensar en las consecuencias de los actos antes de llevarlos a cabo, no después.
Más roces y recrujir de telas.
—Padrino, tú sabes lo quebrantada de espíritu que estaba cuando di ese paso. Estaba desorientada y no sabía qué hacer. En aquel momento parecía una buena decisión.
Esa vez él no respondió nada. Siguió a eso un silencio matizado por los sonidos del mover de ropas. La cabeza de Juana asomó por el borde de la cortina.
—¿Qué haces ahí de espaldas?
—¿Cómo que qué hago…? ¡Tú me dijiste que me volviese!
—Pero eso fue antes de tender la cortina.
Él se giró de nuevo, jurando.
—Me vais a volver loco.
Volvió a escucharse la voz de María tras la tela que partía el pabellón.
—Juana. Sirve vino a mi padrino.
La otra salió del todo para escanciar un jarrillo. El otro aceptó con el ceño fruncido. Y María prosiguió.
—En ese convento no había otra cosa que hacer aparte de rezar, coser, chismorrear…
—Al grano y sin rodeos. Responde. ¿Has estado saliendo disfrazada de varón?
—Sí, pero con careta de cuero.
—¿A qué?
Ahora ella se rio oculta tras la cortina.
—¿Crees que salía a encuentros galantes? No, padrino. Salía a cabalgar, a sentirme al aire libre…
—¡Maldición!
No pudieron continuar porque alguien comenzó a golpear con la palma abierta la entrada, haciendo resonar las lonas recias. Caldera se revolvió casi bramando:
—¿Qué pasa ahí ahora?
—Pasa, para empezar, que debieras dejar de dar voces —le respondió Ruiz, que se había quedado fuera de guardia.
—Doy las voces que me da la gana.
—Bueno. Pues tú sigue así si quieres que todo el real acabe por enterarse de nuestro pequeño secreto. Deben de estar oyéndote hasta en Teba.
—Ya. Tú a lo tuyo, compadre.
—A lo mío estoy, pero tú no me dejas. Estoy tratando de advertiros de que se acerca Bailoque.
—¿Bailoque? ¡Lo que nos faltaba! Sal a su encuentro y entretenle como sea. Yo salgo ahora mismo.
Se volvió hacia la cortina.
—¿Has oído eso, María?
—Sí. Vestidme. Rápido.
—Seguro que viene a hablar con Vega.
—Dile que ya no está. Que se ha marchado. Ese vestido, ¡rápido!
Caldera apuró de un tirón su jarro. Puso los ojos en el almete, depositado sobre un arcón.
—Hay que ocultar las ropas y las armas de Vega. Que no se os olvide nada.
—Descuida. Tú sal a entretenerle.
—Ahora. Pero antes quiero decirte unas palabras.
—¿Sobre qué, padrino? No es momento de recriminarme.
—De lo del convento ya hablaremos, ya. Pero ahora se trata de otra cuestión. Quedó muy caballeresco eso de renunciar a disparar el segundo dardo. Pero los grandes gestos es mejor dejárselos a los romances. Si te ves precisada a batirte otra vez, Dios no lo quiera y a mí me dé fuerzas para impedírtelo, no lo hagas. Esto no es juego, María.
—No fue gesto. Es que no tuve valor para disparar contra alguien que no podía responder.
—Pues tendrás que aprender. Si te metes en asuntos de hombres…
—Ya, ya. ¿Algo más?
—Que fue igual de caballeresco no aceptar la espada de Balban como trofeo ni su caballo como botín. Pero tengo que decirte que ha sido una pérdida cuantiosa. Ese caballo hubiera valido una pequeña fortuna.
—Por eso se lo he devuelto.
—Mantener una hueste es caro, María.
—Entiendo tu punto de vista, padrino. No sabes lo mucho que te agradezco que te preocupes por mí, por mi seguridad y por mis negocios. Pero ponte en mi lugar. Jufre Vega es ahora un héroe para los de nuestro bando. Ya viste cómo me aclamaban.
Caldera, ya a las puertas de la tienda, rio con aspereza.
—María, María, a los hombres de armas y a las cantineras les conmueven los gestos nobles y las hazañas. Pero si el oro se va como agua entre los dedos, la fama lo hace como humo en el viento.
Como la otra no contestó nada, comenzó a desatar los lazos de la entrada.
—Tú sabrás lo que haces. Salgo ya, que mi compadre Ruiz no podrá entretener mucho más a Bailoque. Le diré que se ha ido y que no sabemos ni adónde ni cuándo regresará.
—Dile que le ruego que me visite en mi tienda.
—Lo dicho. Tú sabrás.
Entre rezongos, el veterano salió por el resquicio entre lonas, mientras la dama apremiaba a sus criadas a vestirla.
Pero se equivocaba la dama con tanta prisa, porque tiempo tuvo de sobra para vestirse y aún para esperarle. Tanto que, cuando por fin el otro entró en la tienda, ella llevaba largo rato aguardándole sentada en la penumbra, ataviada de negro pero sin el velo, como era costumbre suya cuando estaba dentro de su carpa.
Al verle pasar se incorporó despacio, con una expresión de fastidio que rozaba casi el enojo.
—Bienvenido, señor, aunque ya casi desesperaba de verte entrar. ¿Te parece cortés hacer esperar tanto tiempo a una mujer?
El escocés enarcó una ceja. Se destocó, pues había tenido tiempo de trocar la cofia y la capellina por el bonete azul de pluma blanca.
—Te pido disculpas. Aunque debo señalar que en mi tierra dicen que nadie debe esperar de otro lo que este no le ha ofrecido.
Ella enarcó también una ceja.
—Aquí se dice en cambio que de donde no hay no se puede sacar.
—No parece una frase muy amable.
—No lo es. —Se giró hacia el fondo de la tienda—. Juana, Paloma, vino para nuestro visitante. Toma asiento, señor.
El otro aceptó una taza rebosante de tinto, porque las criadas ya habían servido, anticipándose a la orden de su ama.
—Gracias.
—Y dime, ¿qué es eso que te ha retenido tanto tiempo fuera, en puertas? ¿Tan interesante es la conversación de mis padrinos, comparada con mi compañía?
—Para nada. —Él se instaló sonriendo en una silla—. Pero yo venía a ver a Jufre Vega.
—No está. ¿No te dijeron que se había marchado? —Ella se sentó también, recogiéndose el vuelo de la falda con las dos manos.
—Sí. Pero mi visita no es de cortesía. Se trata de algo que, en su ausencia, he considerado conveniente discutirlo con Caldera. Después de todo él es su alférez…
María Henríquez hizo un mohín por encima del borde de su cuenco.
—Bailoque, por favor. Odio esa clase de rodeos. ¿Qué es lo que pasa?
—Se trata de Aznar Téllez.
A la mención de su enemigo, la expresión de ella se tornó entre sombría y cautelosa. Un relámpago le pasó por los ojos oscuros.
—¿Qué hay con ese malandrín?
—Qué él y los de su hueste salieron a campear esta tarde hacia el oeste. Regresaron hace un rato.
—¿Y qué?
—Que me ha llamado la atención porque suelen atajar por las orillas del río Guadalteba.
—No entiendo adónde nos lleva eso.
—Tal vez a nada. —Sonrió a su manera tranquila, quizá para quitar hierro a esa réplica—. Pero me ha dado que pensar. Y no solo a mí. También a Martín Abarca.
Cada vez más alerta, María bebió un sorbo.
—¿Pensar qué? Señor, vamos muy despacio.
—Tal vez porque el asunto es espinoso. O porque yo soy lento, al menos cuando tengo que expresarme en vuestro idioma.
Sonrió al advertir el mohín de la otra y cómo la irritación le asomaba a los ojos.
—Tanto Abarca como yo sospechamos desde hace unos días de ese Téllez. De él, de sus hombres, de sus idas y venidas. De las cosas que hacen y de cómo sus comentarios siembran entre los hombres alteración y descontento.
—¿Podrían ser los espías de Ozmín?
—O unos de sus espías, sí. Por oportunidad bien podrían ser. Por motivos no sé.
—¿Y por qué no compartisteis esas sospechas con Jufre Vega?
—¿Por qué estás tan segura de que no lo hicimos?
Ella le observó casi airada.
—Porque me lo habría dicho.
—Muy segura estás. Aunque tú le conoces bien.
Bebió.
—No, no le dijimos nada porque son solo eso, sospechas. Pero ahora han salido a campear esta tarde por el oeste. Y Abarca ha sabido que una de las cuadrillas que atajaban por esa zona no ha regresado.
—Insisto. ¿Adónde nos lleva eso?
—Tal vez a ninguna parte. Pero lo hemos estado hablando y la discusión nos dejó intranquilos. Decidimos que era mejor que Vega lo supiese.
—¿Qué esperáis que haga? No puedo ir al rey con una sospecha tan endeble.
El otro sonrió, al tiempo que bebía de nuevo.
—No esperamos nada. Creímos que era nuestra obligación avisar a Vega, pues es nuestro adalid. Dado que no está y nadie sabe cuándo volverá ni dónde encontrarle, lo consulté con Gome Caldera. De eso hemos estado hablando y por ello he tardado en visitarte.
Ella se mordisqueó los labios. Se incorporó.
—¿Y qué habéis decidido?
—Que salgan a atajar por esa zona nuestros dos ballesteros. Son montaraces expertos y conocen estas tierras.
—Es buena idea.
Él también se incorporó.
—Me alegro de que la apruebes. Por eso entenderás que he de dejarte. Voy a avisarles para que salgan, que la tarde está avanzada.
—Por supuesto.
Él puso el jarro en manos de Juana.
—Entonces, con tu permiso…
—Espera.
Ella se fue para el fondo mientras él la observaba intrigado. Su criada Paloma se había anticipado a su acción, ya que le puso en las manos una pieza de tela doblada. Azul, según pudo ver él. Miró, cada vez más curioso. Ella le puso la pieza en las manos, casi cohibida.
—Esto es para ti. Tómalo. No deseo entretenerte. Tienes cosas que hacer. Pero antes te ruego que te lo pruebes.
Lo desplegó y la intriga se trocó en asombro. Un tabardo, uno azul con tres estrellas blancas. Ella se lo mostró.
—Lo hemos bordado las tres, nos hemos dado prisa. Es buena tela, señor.
Él lo tomó despacio, casi sonrojado.
—Pero yo…
Ella sonrió con ferocidad, perdido su azoramiento.
—Te dije, señor, que no dejaría que nadie se mofase de tu forma de vestir. Esto es del mejor paño. —Hizo un gesto con la mano—. Nada de formalidades. No te demores en avisar a los ballesteros. Como tú mismo has dicho, se hace tarde.