Benimerines

BENIMERINES

Los Banu Mari, llamados por los castellanos benimerines y también conocidos como mariníes, fueron la dinastía bereber que aprovechó la decadencia del imperio almohade para sustituirla. Con la ayuda nada desdeñable de mercenarios cristianos, establecieron un reino que se convirtió en la potencia hegemónica en el norte de África. Hecho esto, extendieron sus acciones al norte del Estrecho, ocupando plazas en el sur de España y tramando alianzas con el reino de Granada. Su intervención militar en España fue constante. En el momento de los hechos aquí narrados, el sultán benimerín era Abu el Hassan, cuyos pendones eran verdes y ornados con medias lunas y versículos del Corán dorados.

Pero si aquel presagio lo era de su propia prisión, tormento y muerte, no pudo ser más errado. El alcaide no solo les recibió en persona y con grandes cortesías, sino que les dispensó toda clase de facilidades.

Les ofreció sombra, vino, descanso. Hasta les permitió quedarse un rato a solas con los cadáveres abajo, en los subterráneos donde los tenían depositados. Y en cuanto los guardas se fueron, Gamboa y su compadre Caldera se retiraron a una esquina en sombras, lejos de la luz de la única tea, para permitir un poco de intimidad al escocés con sus muertos.

Hacía frío abajo. Quizá por eso los tenían ahí. Así retrasaban la corrupción de la carne. Al oscilar de las llamas contemplaba Blaylock los cuerpos grises. Yacían todos encima de tableros sobre caballetes. Casi desnudos, con las partes pudendas tapadas con paños blancos.

A saber si los habían cubierto por pudor o por respeto. Pero era obvio que los moros no conocían nada de los rangos entre escoceses. No sabían quiénes eran altos y quiénes llanos. Estaban todos mezclados, sin otro orden que el que debieron de darles al desnudarlos y dejarlos encima de las mesas, a salvo de las ratas.

Crepitaba la tea. Bailaban luces y sombras sobre los rasgos yertos. Observaba Blaylock esos semblantes cenicientos, surcados muchos de sangre seca. Ahí los hermanos Logan, juntos por casualidad o gracias a su parecido físico. Allí fir William St. Clair entre escuderos y algo más allá el propio fir James.

Desde las sombras, contemplaban los dos castellanos a ese joven alto, grande, de nariz aguileña y barba muy rubia, que se frotaba las manos y meneaba la cabeza ante los restos mortales de sus compañeros de aventura.

Olía a moho, a humedad, a muerte. Danzaban las llamas. Se oían las garras de las ratas al corretear por las sombras y también los ecos de los pasos de algún guardia por túneles lejanos. Parado en la penumbra, miraba Blaylock al duque sin atreverse a acercarse a su cadáver. Le subía la congoja ante esa imagen postrera del que fuese su pariente y señor, tumbado ahí casi desnudo, con las heridas abiertas, los cabellos negros manchados de sangre seca, los rasgos lívidos y ya algo deformados.

Más ecos de pasos. Salió Blaylock de sus cavilaciones. Gamboa y Caldera abandonaron las sombras, el primero renqueando. Fue él quien indicó con un ademán al escocés que aguardase quieto.

Sin prisas, desarmado pero en compañía de hombres de armas, llegó un hombre de calzas oscuras y jaqueta listada, con bonete colorado de franja dorada. Rasgos aquilinos, ojos claros, barba cobriza. Ubaid al Tujibi, alcaide de Teba.

—Confío en que no tengáis queja del trato dispensado a los muertos.

Al igual que cuando les recibió a las puertas del recinto exterior, había hablado en granadino, un dialecto romance local, y no en castellano de frontera. Por culpa de eso y de su acento, no llegó Blaylock a entender palabra. Se apercibió de ello el alcaide, a juzgar por cómo enarcó una ceja.

—Este joven es escocés —aclaró Gamboa—. Los escoceses son un pueblo…

—Sé de sobra quiénes son los escoceses, buen caballero.

—Por supuesto, alcaide. Te pido disculpas. El caso es que no entiende el granadino.

Asintió el alcaide, pero no por eso cambió al castellano. Observó al extranjero al resplandor de la tea.

—Es bien alto y buen mozo. Pero no tiene buen aspecto. ¿Acaso fue herido en el combate? Los benimerines se jactan de haber matado hasta al último hombre con estrellas blancas.

Tardó el maestro de ingenios un instante en darse cuenta de que con eso se refería a los escoceses, por las tres estrellas blancas sobre azul que lucían en escudos y sobrevestes.

—No mienten. De los que estaban en el campo, no quedó ni uno. Y no. Este joven no está herido. Ha estado postrado con malas fiebres. Por eso no cabalgaba el otro día con los suyos.

—Malas son las fiebres, peores que dardos. Aunque a veces Dios nos manda daños que son bendiciones. Que le dé gracias. Esas fiebres oportunas le salvaron la vida.

—No creo que a él le parezca eso una bendición.

El alcaide volvió a enarcar una ceja. Gamboa le mostró las manos.

—Era pariente del caudillo escocés. También su vasallo. Su honor puede verse en entredicho por no haber estado a su lado en la última cabalgada.

—Comprendo.

El alcaide contempló de nuevo al escocés.

—Me desdigo. Ha tenido mala suerte. —Mostró igualmente las palmas entre un revuelo de mangas, como para dar a entender que los mortales nada pueden hacer contra lo que está escrito—. Respecto a los cadáveres…

—Sí, alcaide. Todo está en orden.

El granadino dio varios pasos por la estancia, a grandes trancos y con los ojos puestos en los cadáveres amoratados. Las luces de la tea corrían por las cotas, cascos y armas de los de su escolta.

—Sois testigos de que los cuerpos no han sido maltratados. Sus heridas son las que recibieron en batalla. No fueron después golpeados, lacerados ni mutilados. Me disculpo porque no los hayan lavado. Pero tenéis que entender que en estas circunstancias no andamos sobrados de agua.

Gamboa asentía. Apartó sus ojos acuosos del ir y venir del alcaide para llevarlos también a los muertos.

—¿Por qué los benimerines los trajeron al castillo?

—Para despojarlos. Vuestra caballería pesada se les echaba encima y no hubieran podido hacerlo en el campo.

—Sus arreos no eran ricos. ¿Para qué cabalgar con ese engorro? Más con nuestra caballería a las ancas, como bien has dicho.

—A las ancas, sí. Por eso se refugiaron aquí. La aparición de los ingleses les cortó la retirada. Más bocas que alimentar, maldita sea. Mal favor me habéis hecho unos y otros.

Se encogió de hombros. Se giró para encararle.

—Yo también les hice esa pregunta, buen caballero. Con todos mis respetos para este joven, sus ajuares eran pobres, dejando de lado los del caudillo y algún otro caballero. Pero parece que les llamó la atención lo extraño de sus señas. Ya sabes cómo son los bereberes. Curiosos como gatos.

Carraspeó. Una tos forzada que se alargó en ecos por los subterráneos.

—Te confieso que Aslam al Ghabra quiso colgarlos de las almenas. Al Ghabra es el adalid de los jinetes benimerines que dieron muerte a estos. No le consentí ese exceso. No somos salvajes. No podemos dar el mismo trato a enemigos buenos que a espías, cobardes y traidores.

—Sé que eres un bueno. He venido a apelar a ti. Te pido que me digas si hay modo de que podamos rescatar estos cuerpos.

El granadino reanudó su paseo por la cámara con el ceño ahora fruncido.

—Pocas cosas hay imposibles. Pero es verdad que los benimerines quieren conservarlos…

—¿Para qué? ¿Con qué provecho? El rey don Alfonso pagaría un rescate generoso. Estos eran aliados extranjeros y considera su muerte como un baldón para las armas castellanas. Eso por no hablar de su honor propio.

—Don Alfonso es joven e impetuoso.

—Y tanto. ¿No podrías interceder ante los benimerines?

—¿Interceder? Yo no tengo que interceder ante nadie, buen caballero. Soy el alcaide del castillo. El rey Mohamed me encomendó sus llaves. Aquí mando yo, no ningún adalid del sultán verde.

Paseaba ahora con las manos a la espalda.

—Hay aquí muchos benimerines. Demasiados. Ya eran una parte considerable de la guarnición y ahora son todavía más, gracias a la llegada de al Ghabra y los suyos. Pero aquí mando yo.

Se señaló con un pulgar al pecho.

—Yo. No ningún aliado africano. Lo que al Ghabra quiera es problema suyo, no mío. Os vais a llevar a vuestros muertos. Mía es la autoridad en este asunto y pobre del que se atreva a cuestionarla.

Blaylock, aunque solo lograba pescar alguna que otra palabra, notó el alivio en Gamboa. Fue tan evidente como el que muestra un hombre que se libra de una armadura pesada tras una batalla muy larga.

—Te quedo reconocido. Y en cuanto al rescate…

—No sé yo si está bien pedir algo por unos muertos. Sí por los vivos. Pero lo honorable es entregar a los caídos a su gente para que les den buena sepultura. ¿Quién sabe si algún día no estarán nuestros propios restos en situación parecida?

Otra vez detuvo su deambular para encararse con el emisario castellano.

—Pero, ya que don Alfonso ofrece rescate, sí que pediré algo. Me servirá de justificación ante al Ghabra y sus zenetes. Es mejor no dar pie a disputas.

Carraspeó de nuevo. Más ecos a lo largo de los subterráneos en sombras.

—Que el rescate sean pellejos de agua. Pellejos grandes. Uno por muerto. Andamos escasos de agua. ¿Para qué ocultaros eso si lo sabéis de sobra? Esos pellejos nos vendrán bien y los benimerines no podrán oponerse al intercambio. Abastecernos es lo primero.

—Bien pensado. El rey don Mahomet eligió bien al confiarte esta fortaleza. Mi señor don Alfonso se avendrá a pagar lo que pides.

—Te ruego que le hagas saber las circunstancias de todo este asunto. Tal vez así sea generoso con esta guarnición si la suerte del asedio nos es adversa, Dios no lo quiera.

—Me ocuparé de ello. No te pediré que nos des las armas de estos muertos. Son botín legítimo de guerra. Pero su caudillo llevaba al cuello un relicario. Uno de plata lacada que…

—¿Quién no ha oído hablar del relicario? Pero ahí, buen caballero, no puedo hacer nada.

Blaylock entendió la palabra «relicario». Supo pues de qué estaban hablando. Y por la expresión pesarosa del alcaide, por cómo mostraba las manos y por cómo las comisuras de la boca de Gamboa se cargaban de amargura supo que la parte más importante de su misión había fracasado.

El maestro de ingenios quiso porfiar.

—Alcaide. Ese relicario es sagrado para los escoceses…

—Te lo repito. Sé de sobra qué contiene el relicario. Conozco también su historia. Se ha hecho también famoso en nuestro bando.

»Esa fama es ahora la causa de estas desdichas. Al Ghabra se ha apoderado de él y no está dispuesto a entregarlo.

—¿Qué quiere? ¿Oro? Don Alfonso le pagará lo que pida.

—No sé qué es lo que quiere. De verdad que no lo sé.

Se acarició la barba cobriza.

—Entre los benimerines hay hombres extraños, buen caballero. Guerreros de tribus aisladas y remotas. Resultan demasiado fanáticos para granadinos como yo. Y algunos tienen costumbres que no me parece que sean de buenos musulmanes. Este al Ghabra es uno de esos. Me mira de través, reprueba mis costumbres como relajadas. Pero luego se guarda ese relicario como si hubiese encontrado una piedra filosofal.

Gamboa casi resopló.

—¿Estamos hablando de magia?

—No sé de qué estamos hablando. Tampoco quiero saberlo, si te digo la verdad. Son nuestros aliados, los necesitamos. Pero, como a muchos de Granada, no me gustan nada. Y no te estoy desvelando ningún secreto.

—No. Es bien sabido.

Otra vez a deambular.

—Que sepas que esta situación me disgusta. Para empezar, esto no está bien. Y encima mi prestigio se ha visto dañado. Ese fanático soberbio se negó en público a entregarme el relicario.

Se paró para concluir con los ojos puestos en un cadáver.

—Como ves, ya intenté hacerme con él. No hay forma de conseguirlo sin lucha. Lo siento. Créeme que lo siento. Pero el rey don Alfonso tendrá que contentarse con los cadáveres. No es poco.